Hotel

Hotel


Martes » 2

Página 15 de 88

2

En la suite privada de seis habitaciones, en el decimoquinto piso del hotel, Warren Trent bajó del sillón de barbería en el que Aloysius Royce lo había afeitado. Lo atormentaba una fuerte puntada de ciática en el muslo izquierdo, como agujas al rojo… una advertencia de que éste sería otro día durante el cual necesitaría controlar su temperamento. La sala de afeitar privada estaba anexa a un cuarto de baño espacioso; este último, con un gabinete para baños turcos, una bañera a nivel del piso, al estilo japonés, y un acuario desde el cual peces tropicales observaban con ojos desmesuradamente abiertos a través del vidrio. Warren Trent caminó entumecido hacia el cuarto de baño, deteniéndose frente a una ancha pared cubierta por un espejo para observar su afeitado. No encontró fallas al estudiar el reflejo de su cara.

Ésta mostraba profundas arrugas y grietas, y una boca floja que en ocasiones podía ser caprichosa, una nariz aguileña y ojos hundidos con una sugerencia de cautelosa reserva. El pelo, oscuro en su juventud, era ahora canoso, aunque grueso y ensortijado. Un cuello palomita y la corbata anudada con cuidado, completaban la figura de un caballero sureño importante y distinguido.

En otro momento, su apariencia, muy cuidada, le hubiera producido placer. Pero hoy no era así. El estado de depresión que se había apoderado de él en los últimos tiempos, eclipsaba todo lo demás. De manera que ya había llegado el martes de la última semana, recordó. Calculó, como lo había hecho muchas otras mañanas. Incluyendo hoy sólo le quedaban cuatro días, cuatro días para evitar que toda su vida de trabajo se disolviera en la nada.

Malhumorado por sus pensamientos pesimistas, el propietario del hotel entró cojeando en el comedor, donde Aloysius Royce había dispuesto el desayuno sobre la mesa de roble, con su mantelería almidonada y la platería reluciente. A su lado había una mesa provista de ruedas, con hornillos que acababan de mandar de las cocinas del hotel, con toda premura. Warren Trent se sentó en actitud despreocupada en la silla que Royce le ofrecía, y luego hizo un ademán, señalando el lado opuesto de la mesa. En seguida el negro colocó un segundo cubierto y se sentó. Había otro desayuno en la mesa de ruedas, disponible para las ocasiones en que el capricho del viejo cambiaba la rutina de desayunar solo.

Sirviendo las dos porciones, huevos escalfados en crema con tocino canadiense y sémola, Royce permaneció callado, sabiendo que su patrón hablaría cuando quisiera. Hasta ahora no había habido comentario alguno sobre la cara lastimada de Royce y los dos parches que le habían colocado, cubriendo las partes más dañadas durante la refriega de la noche anterior. Por último, apartando su plato, Warren Trent observó:

—Será mejor que aproveches esto. Quizá no podamos gozar de ello por mucho tiempo más.

—¿La gente del trust no ha cambiado de idea con respecto a la renovación? —preguntó Royce.

—No ha cambiado, y no lo harán. Ya no. —Sin previo aviso, el viejo golpeó con el puño en la mesa—. ¡Gran Dios! Hubo una época en que bailaban al compás que yo quería. En una época formaban fila… Bancos, compañías financieras, y todos los demás… tratando de prestarme su dinero, urgiéndome a tomarlo.

—Los tiempos cambian para todos. —Aloysius sirvió café—. Algunas cosas mejoran, otras empeoran.

Warren Trent dijo con amargura:

—Es fácil para ti. Eres joven. No has vivido lo bastante para ver que todo aquello por lo que has trabajado se derrumba.

Y a eso había llegado, reflexionó con desaliento. Dentro de cuatro días, el viernes, antes del cierre de los negocios, vencía una hipoteca de veinte años sobre la propiedad, y el sindicato de inversiones acreedor de la hipoteca se negaba a renovarla. Al principio, enterado de la decisión, su reacción había sido de sorpresa, pero no se sintió preocupado. Muchos otros prestamistas, imaginó, se harían cargo de la hipoteca, con gusto, con un interés mayor, sin duda, pero cualesquiera que fueran las condiciones, acordarían los dos millones que se necesitaban. Sólo cuando todos se hubieron negado en forma decidida: Bancos, trusts, compañías de seguros y prestamistas privados… se desvaneció su confianza original. Un banquero, a quien conocía mucho, le aconsejó francamente:

—Los hoteles como el tuyo han perdido actualidad, Warren. Muchas personas piensan que la época de los grandes independientes ha pasado y que ahora los hoteles en cadena son los únicos que dan un beneficio razonable. Además, mira tu balance. Has estado perdiendo dinero sin cesar. ¿Cómo imaginas que un prestamista puede aceptar esa situación?

Sus protestas de que las pérdidas actuales sólo eran temporales y que cuando el negocio mejorara sería a la inversa, no dio resultado. No le creyeron.

Fue en ese momento cuando Curtis O’Keefe había telefoneado sugiriendo una entrevista para esa semana en Nueva Orleáns:

—Lo único que deseo es tener una conversación amistosa, Warren —había declarado el magnate de los hoteles, con su suave acento tejano en la conferencia telefónica—. Después de todo, usted y yo somos un par de hoteleros envejeciendo. Deberíamos vernos alguna que otra vez.

Pero Warren Trent no se engañó con la suavidad; antes ya había habido propuestas de la cadena O’Keefe. Los buitres están rondando, pensó. Curtis O’Keefe llegaría hoy, y no había la menor duda de que estaba enterado de la situación financiera del «St. Gregory».

Con un suspiro interior, Warren Trent dirigió sus pensamientos a asuntos más inmediatos.

—Te mencionan en el informe de la noche —le dijo a Aloysius Royce.

—Ya lo sé —respondió éste—. Lo he leído. —Había leído superficialmente el informe cuando llegó, temprano como siempre, observando la anotación: Quejas de exceso de ruidos en la habitación 1126, y luego, manuscrito por Peter McDermott: Solucionado por A. Royce y P. McD. Más tarde habrá un breve memorándum por separado.

—Supongo que lo único que falta es que leas mi correspondencia privada —gruñó Warren Trent.

Royce sonrió.

—Todavía no lo he hecho. ¿Quiere que lo haga?

Este intercambio era parte de un juego privado que practicaba sin admitirlo. Royce sabía que si no hubiera leído el informe, el viejo lo habría acusado de falta de interés en los asuntos del hotel.

Warren Trent inquirió en tono sarcástico:

—Ya que todo el mundo parece estar enterado de lo que ha sucedido, ¿sería impropio que preguntara algunos detalles?

—No lo creo. —Royce sirvió más café a su patrón—. Miss Marsha Preyscott, hija de míster Preyscott, casi fue violada. ¿Quiere que le refiera lo que pasó?

Por un momento, en tanto se endurecía la expresión de Trent, pensó si no había ido demasiado lejos. Su relación indefinida y casual estaba basada en gran parte sobre los precedentes establecidos por el padre de Aloysius Royce, muchos años antes. El viejo Royce, quien sirvió a Warren Trent, primero como ayuda de cámara y luego como compañero y amigo privilegiado, siempre había hablado espontáneamente, sin tener en cuenta las consecuencias, que en los primeros años de estar juntos provocaban en Trent arranques de furia; y cambiar insulto por insulto, los había vuelto inseparables. Aloysius era poco más que un niño cuando su padre murió, diez años antes, pero nunca olvidó el rostro de Warren Trent apenado y lloroso en el funeral del negro. Habían vuelto juntos del cementerio de Mount Olivet, detrás de la banda de jazz negra que tocaba festivamente Oh, Didn’t He Ramble; Aloysius tenía su mano en la de Warren Trent, quien le dijo con aspereza:

—Te quedarás conmigo en el hotel. Luego pensaremos en algo. —El muchacho aceptó confiado; la muerte de su padre lo había dejado completamente solo. Su madre había muerto al nacer él, y el «algo» resultó ser enviarlo al colegio y luego a estudiar Derecho, en el que se graduaría dentro de pocas semanas. Entretanto, mientras el niño se hacía hombre, había tomado a su cargo la dirección de la suite del propietario, y si bien la mayor parte del trabajo material lo hacían los otros empleados del hotel, Aloysius realizaba servicios personales que Warren Trent aceptaba, sin comentarios o con quejas, según el humor que tuviera en aquel momento. Otras veces discutían acaloradamente, en general, cuando Aloysius iniciaba (como sabía que se esperaba que lo hiciera) atractivas conversaciones que Warren Trent estimulaba.

Y sin embargo, a pesar de su intimidad y de saber que podía tomarse ciertas libertades que Warren Trent nunca toleraría a otros, Aloysius Royce tenía conciencia de un límite sutil que no debería cruzar jamás.

En ese momento dijo:

—La señorita pidió socorro. Yo la oí. —Describió su actitud sin dramatizarla, y la intervención de Peter McDermott, a quien no elogió ni criticó.

Warren Trent escuchó, y al final dijo:

—McDermott lo manejó todo perfectamente. ¿Por qué no te gusta?

No era la primera vez que Royce se sorprendía de la perspicacia del viejo. Respondió:

—Quizás haya algo químico entre nosotros, que no combina.

—O tal vez no me gusten los grandes jugadores de fútbol blancos, tratando de ser amables con los muchachos de color.

Warren Trent miró burlonamente a Royce:

—Eres una persona complicada. ¿Has pensado que podrías estar cometiendo una injusticia con McDermott?

—Es lo que dije… quizás una reacción química.

—Tu padre tenía un instinto especial para la gente. Pero era mucho más tolerante que tú.

—A un perro le gusta que la gente le acaricie la cabeza. Y es porque sus pensamientos no están complicados por los conocimientos ni la educación.

—Aun cuando así fuera, dudo que hubiera elegido esas palabras. —Los ojos de Trent, valorándolo, encontraron los ojos del joven, y Royce guardó silencio. El recuerdo de su padre siempre lo turbaba. El viejo Royce nació mientras sus padres todavía eran esclavos, y había sido, suponía Aloysius, lo que los negros de nuestra época llamarían un «negro del Tío Tom». El viejo siempre había aceptado, gozoso, cualquier cosa que le trajera la vida, sin hacer preguntas ni quejarse. El conocimiento de asuntos más allá de su propio y limitado horizonte, rara vez lo perturbaba. Y sin embargo había poseído independencia de espíritu, como lo atestiguaba la relación con Warren Trent, y una penetración de los seres humanos, demasiado profunda para ser juzgada como una sabiduría superficial. Aloysius había amado a su padre con amor sincero que, en momentos como éste, se transformaba en añoranza. Respondió:

—Tal vez he utilizado mal las palabras, pero no cambian el sentido.

Warren Trent asintió sin comentario y sacó su viejo reloj del bolsillo.

—Será mejor que le digas al joven McDermott que venga a verme. Dile que venga aquí. Estoy un poco cansado esta mañana.

El propietario del hotel musitó:

—Mark Preyscott está en Roma, ¿eh? Supongo que debo telefonearle.

—Su hija insistió en que no lo hiciéramos —replicó Peter.

Ambos estaban en la sala lujosamente amueblada de la suite de Warren Trent. El viejo, recostado en un sillón blando y profundo, con los pies apoyados en un escabel. Peter se sentó enfrente.

Warren Trent dijo enfadado:

—Yo seré quien decida eso. Si en mi hotel se deja violar, debo aceptar las consecuencias.

—En realidad, evitamos la violación. Además, quiero saber qué sucedió antes.

—¿Ha visto a la muchacha esta mañana?

—Miss Preyscott estaba dormida cuando pasé por allí. Le he dejado un mensaje pidiendo verla antes de que se marche del hotel.

Warren Trent suspiró y movió la mano despidiéndolo:

—Arréglelo usted… —Su tono indicaba que ya estaba cansado del tema. Peter pensó, aliviado, que ya no habría llamada telefónica a Roma.

—Hay algo más que me gustaría resolver, concerniente a los empleados del servicio de habitaciones. —Peter describió el incidente de Albert Wells y vio que el rostro de Warren Trent se endurecía cuando se le mencionó el arbitrario cambio de habitación.

—Debimos haber clausurado esa habitación hace años —gruñó el viejo—. Será mejor que lo haga ahora.

—No creo que necesite ser clausurada, siempre que quede establecido que la utilizaremos como último recurso y se prevenga a los clientes de lo que les espera.

—Hágase cargo de eso —asintió Warren Trent.

Peter titubeó.

—Lo que me gustaría hacer es dar algunas instrucciones específicas para el cambio de las habitaciones, en general. Ha habido otros incidentes y creo que es necesario destacar que nuestros clientes no deben ser trasladados como piezas de ajedrez.

—Encárguese del primer asunto. Si quiero dar instrucciones generales, las daré yo.

La cortante réplica, pensó Peter con resignación, era un ejemplo típico de por qué andaba mal la administración del hotel. Los errores eran corregidos fragmentariamente después de cometidos, con poca o ninguna intención de eliminar de raíz las causas.

—Creo que debería saber lo del duque y la duquesa de Croydon —dijo—. La duquesa preguntó por usted —describió el incidente de la mancha con la Creóle de langostinos, y la diferente versión del camarero Sol Natchez.

—Conozco a esa maldita mujer. No quedará satisfecha si no despedimos al camarero.

—No creo que deba ser despedido.

—Dígale que se vaya a pescar por unos días, con paga, pero que no aparezca por el hotel. Y prevéngale en mi nombre que si alguna vez derrama algo, se asegura de que está hirviendo y que sea sobre la cabeza de la duquesa. Supongo que todavía tiene esos malditos perros.

—Sí. —Peter sonrió.

Una ley estricta y en vigor de Luisiana prohibía que hubiera animales en las habitaciones de los hoteles. En el caso de Croydon, Warren Trent concedió que la presencia de los Bedlington terriers no sería advertida en forma oficial, siempre que entraran y salieran por la puerta de atrás. La duquesa, sin embargo, exhibía desafiante los perros, todos los días, por la entrada principal. Ya dos personas, amantes de los perros, habían querido saber, coléricos, por qué se les había negado la entrada a sus propios perros.

—Tuve un problema con Ogilvie, anoche. —Peter informó sobre la ausencia del detective, y las palabras cambiadas.

La reacción fue rápida:

—Ya le he dicho que deje a Ogilvie. Es responsable directamente ante mí.

—Eso dificulta las cosas, si hay algo que hacer…

—Ya me ha oído. ¡Olvídese de Ogilvie! —El rostro de Warren Trent estaba rojo, pero Peter sospechó que menos de cólera que de embarazo. La orden con respecto a Ogilvie no tenía sentido, y el propietario del hotel lo sabía. Peter se preguntó qué era lo que sometía a Warren al expolicía.

Cambiando de súbito el tema, Warren Trent anunció:

—Curtis O’Keefe viene hoy. Quiere dos suites contiguas y ya he dado las instrucciones. Es mejor que verifique si todo está en orden, y quiero que se me informe tan pronto llegue.

—¿Míster O’Keefe permanecerá mucho tiempo aquí?

—No sé. Depende de muchas cosas.

Durante un momento McDermott sintió surgir su simpatía por el viejo. Por mucho que pudiera criticarse la forma en que estaba administrado el «St. Gregory», para Warren Trent era más que un hotel; era el fruto del trabajo de toda su vida. Lo había visto crecer desde que era una cosa insignificante a algo prominente, desde una modesta construcción inicial a un imponente edificio que ocupaba la mayor parte de una manzana de la ciudad. La reputación del hotel, asimismo, había sido muy honrosa durante muchos años, figurando su nombre entre los tradicionales del país, como el «Biltmore» o el «Palmer House» de Chicago, o el «St. Francis» de San Francisco. Debía de ser duro aceptar que el «St. Gregory» con todo su prestigio y el atractivo de que una vez gozó, no se había mantenido al ritmo de los tiempos. No era que la declinación hubiera sido definitiva o desastrosa, pensó Peter. Una nueva financiación y mano firme controlando su administración, podrían obrar milagros, hasta quizá devolver el hotel a su antigua posición de competencia. Pero tal como estaban las cosas, tanto el capital como el control tendrían que venir de fuera: suponía que a través de O’Keefe. Una vez más recordó Peter que sus días parecían estar contados.

El dueño del hotel preguntó:

—¿Cómo estamos en materia de congresos?

—Cerca de la mitad de los ingenieros químicos se han marchado ya; el resto se irá hoy. Hoy también entra la «Gold Crown Cola», y ya está organizada. Han tomado trescientas veinte habitaciones, que es más de lo que esperábamos, y hemos aumentado la cantidad de almuerzos y cubiertos para los banquetes, de acuerdo con ello. —Como el viejo asentía aprobando, Peter continuó—: El congreso de odontología comienza mañana, aun cuando algunas de las personas que lo integran se registraron ayer, y otras lo harán hoy. Tomarán unas doscientas ocho habitaciones.

Warren Trent emitió un gruñido de satisfacción. Por lo menos, reflexionó, no todas las noches eran malas. Los congresos eran la sangre vital del negocio de hoteles, y dos juntas ayudaban, a pesar de que, por desgracia, no lo suficiente como para cubrir otras pérdidas recientes. A pesar de todo, la reunión de odontólogos era un triunfo. El joven McDermott había actuado con rapidez cuando se le informó bajo cuerda de que los arreglos para el congreso dental habían fallado; entonces voló a Nueva York y convenció a los organizadores de que el mejor sitio para lo mismo era Nueva Orleáns y el «St. Gregory».

—Anoche tuvimos el hotel lleno —dijo Warren Trent, y agregó—: Este negocio es abundancia o hambre. ¿Podremos dar alojamiento a los que lleguen hoy?

—Lo primero que hice esta mañana fue fijarme en los números. Mucha gente se marcha hoy, pero aun así el hotel quedará completamente lleno. Las reservas exceden en algo a las disponibilidades.

Como todos los hoteles, el «St. Gregory», por lo regular, aceptaba más reservas que las habitaciones de que disponía. Pero, como todos los hoteles también, sabía por previas experiencias que algunas personas comprometían habitaciones y luego no llegaban, de manera que el problema se resolvía por sí mismo, calculando el verdadero porcentaje de los que no llegarían. La mayoría de las veces la experiencia y la suerte permitían que el hotel se mantuviera a nivel, con todas las habitaciones ocupadas: situación ideal. Pero de vez en cuando la estimación resultaba equivocada, en cuyo caso el hotel tenía un problema serio.

El momento más terrible de la vida de un gerente de hotel era cuando se veía obligado a explicar a personas indignadas (que habían hecho sus reservas) que no tenían habitaciones disponibles. Sufría como ser humano tanto como hotelero, porque estaba seguro de que esas personas —si podían evitarlo— jamás volverían a su hotel.

El peor momento en la experiencia de Peter fue cuando un congreso de panaderos, reunido en Nueva York, decidió permanecer un día más para que algunos de sus miembros hicieran un crucero a la luz de la luna, alrededor de Manhattan. Doscientos cincuenta panaderos y sus esposas se quedaron, desgraciadamente sin advertírselo al hotel, que esperaba que se marcharan para dar cabida a una reunión de ingenieros. El recuerdo de la batahola que sobrevino, con cientos de ingenieros coléricos y sus esposas, todos instalados en el hall de entrada, algunos mostrando sus reservas hechas con dos años de anticipación, todavía hacía estremecer a Peter cuando lo recordaba. Por fin, como los otros hoteles de la ciudad también estaban llenos, los recién llegados se dispersaron por moteles de los alrededores de Nueva York hasta el día siguiente, cuando los panaderos, inocentemente, se marcharon. Pero las monumentales cuentas de taxi de los ingenieros, más los arreglos por sumas sustanciales de dinero para evitar demandas por daños y perjuicios, fueron pagadas por el hotel… sobrepasando los beneficios que hubieran dejado ambos congresos.

Warren Trent encendió un cigarro, haciendo un ademán a McDermott para que tomara otro de la caja que tenía a su lado. Después de cogerlo, Peter dijo:

—He hablado con el «Roosevelt». Si estamos completos esta noche, nos pueden ayudar con treinta habitaciones. —Saber esto era tranquilizador… un «blanco en el centro», aunque no debería usarse sino en circunstancias extremas. Hasta los hoteles más rivales se ayudaban mutuamente en ese tipo de crisis, porque nunca sabían cuándo las cosas podían invertirse.

—Bien —dijo Warren Trent, entre una nube de humo—. ¿Cuáles son las perspectivas para el otoño?

—Descorazonadoras. Le envié un memorándum sobre las dos grandes reuniones de los sindicatos, que fracasaron.

—¿Por qué fracasaron?

—Por la misma razón que le advertí antes. Hemos continuado discriminando. No hemos cumplido con la Ley de Derechos Civiles, y los sindicatos se resienten de ello. —Involuntariamente, Peter miró hacia Aloysius Royce, que había entrado en la habitación y estaba ordenando una pila de revistas.

Sin levantar los ojos, el negro dijo:

—No se preocupe por mí, míster McDermott… —Royce usaba el mismo acento incisivo que había empleado la noche anterior—, porque nosotros, la gente de color, estamos habituados a eso.

Warren Trent, frunciendo el ceño, dijo con dureza:

—Basta de ironías.

—¡Sí, señor! —Royce dejó las revistas y se quedó mirando a los otros dos. Su voz volvió a ser normal—, pero le diré esto: los sindicatos han actuado en esa forma porque tienen una conciencia social. No son los únicos, sin embargo. Otros congresos y muchas personas se mantendrán apartados hasta que este hotel, y otros como él, admitan que los tiempos han cambiado.

Warren Trent adelantó una mano hacia Royce:

—Responda a eso —le dijo a Peter McDermott—. Aquí no queremos medias palabras.

—Sucede —dijo Peter con tranquilidad— que estoy de acuerdo con lo que él dice.

—¿Por qué, míster McDermott? —preguntó Royce, sarcástico—. ¿Cree usted que será mejor para el negocio? ¿Facilitará su trabajo?

—Ésas son buenas razones —respondió Peter—. Si usted prefiere pensar que son las únicas… siga adelante.

Warren Trent golpeó con fuerza con su mano sobre el brazo del sillón:

—¡No importan las razones! Lo que importa es que ustedes dos son un par de tontos.

Era una cuestión que ya se había repetido. En Luisiana, si bien los hoteles afiliados a una cadena se habían integrado nominalmente meses antes, algunos independientes, encabezados por Warren Trent y el «St. Gregory», se resistieron al cambio. La mayoría, por un período breve cumplieron con la Ley de Derechos Civiles, y después de la conmoción inicial, poco a poco volvían a su política de segregación establecida desde mucho tiempo atrás.

Aun con casos legales pendientes, todos los síntomas indicaban que los hoteles segregacionistas, con la ayuda de fuerte apoyo local, podían ejercer acciones dilatorias que tal vez durarían años.

—¡No! —Warren Trent, colérico, apagó su cigarro—. Pase lo que pase en otras partes, insisto en que aquí todavía no estamos listos para eso. De manera que hemos perdido congresos sindicales. Bien, es tiempo de que nos pongamos en movimiento y hagamos alguna otra cosa.

Desde la sala, Warren Trent oyó que la puerta de afuera se cerraba detrás de Peter McDermott, y los pasos de Aloysius Royce que volvía a una pequeña salita llena de libros que era el dominio privado del negro. Dentro de pocos minutos Royce se marcharía, como siempre a esta hora del día, a una clase de Derecho.

Todo estaba tranquilo en la gran sala; sólo se oía el murmullo originado por el aparato de aire acondicionado, y algún ruido perdido que llegaba desde la ciudad, allá abajo, penetrando las gruesas paredes y las ventanas aislantes. Los rayos del sol mañanero avanzaban lentamente sobre el piso alfombrado y, observándolos, Warren Trent sentía latir con fuerza su corazón, una consecuencia de la cólera que por algunos minutos lo había poseído. Era una advertencia, supuso, a la que debía prestar atención más a menudo. Sin embargo, en esta época en que tantas cosas le salían mal, parecía que se hacía difícil controlar sus emociones, y todavía más difícil permanecer callado. Quizás esos exabruptos fueran sólo mal humor… consecuencia de la edad. Pero era más probable que fuera a causa de esa sensación de que tantas cosas se estaban diluyendo, desapareciendo para siempre, más allá de su control. Además, siempre se había encolerizado con facilidad, excepto durante aquellos años tan breves, cuando Hester le había enseñado otra cosa: el uso de la paciencia y del sentido. Sentado allí, tranquilo, comenzó a recordar. ¡Cuán lejos parecía! Más de treinta años…, cuando la había llevado como su joven desposada, a través del umbral de esa misma habitación. ¡Y qué poco tiempo le duró! Breves años, felices más allá de toda medida, hasta que la poliomielitis, golpeando sin previo aviso, mató a Hester en veinticuatro horas, dejando a Warren Trent lleno de dolor y solo, con toda su vida por vivir… y el «St. Gregory Hotel».

En el hotel quedaban pocos que recordaban a Hester, y si un puñado de veteranos la recordaba, era en forma confusa, y no como Warren Trent mismo la recordaba: una perfumada flor de primavera, que hacía sus días suaves y su vida más rica, como nunca la había hecho nadie, ni antes ni después.

En el silencio, un ligero y suave movimiento, como un crujido de sedas, parecía llegar desde la puerta que estaba detrás de él.

Volvió la cabeza, pero era una burla de la memoria. La habitación estaba vacía, y una humedad poco común nubló sus ojos.

Se incorporó con dificultad del profundo sillón, clavada la ciática como un cuchillo. Se dirigió a la ventana, mirando los tejados del French Quarter —el Vieux Carré, como la gente lo llamaba ahora, volviendo al antiguo nombre—, hacia Jackson Square y las agujas de la catedral, destellando al sol que las acariciaba. Más allá estaba el arremolinado y fangoso Mississippi, y en medio de la corriente una línea de barcos anclados esperando su turno para entrar en los ajetreados muelles. Era el signo de los tiempos, pensó. Desde el siglo XVIII Nueva Orleáns había oscilado como un péndulo entre la riqueza y la pobreza. Barcos de vapor, ferrocarriles, algodón, esclavitud, emancipación, canales, guerras, turistas… todo, a intervalos, había alcanzado cuotas de riqueza y de desastre. Ahora el péndulo había traído prosperidad, aunque, al parecer, no para el «St. Gregory Hotel».

Pero ¿acaso tenía importancia… al menos para él? ¿Merecía el hotel que se luchara por él? ¿Por qué no abandonarlo, vender, como pudiera, esta semana, y dejar que el tiempo y los cambios los tragaran a los dos? Curtis O’Keefe haría una proposición justa, La cadena de O’Keefe tenía buena reputación, y Trent mismo podría salir bien librado de todo esto. Después de pagar la hipoteca principal, y tomando en cuenta a los accionistas menores, le quedaría bastante dinero con que vivir, al nivel que quisiera, para el resto de su vida.

¡Rendirse! Tal vez fuera ésa la respuesta. Rendirse a los tiempos cambiantes. Después de todo, ¿qué era un hotel, sino ladrillos y cemento? Había tratado de que fuera algo más que eso, pero al fin había fracasado. ¡Dejémoslo ir!

Y sin embargo… si lo hacía, ¿qué otra cosa le quedaba?

Nada. Para él mismo, no quedaría nada, ni siquiera los fantasmas que andaban por este piso. Esperó, pensativo, sus ojos abarcando la ciudad extendida ante él. La ciudad también había sufrido cambios: había sido francesa, española y americana; sin embargo, en cierta forma, había sobrevivido como ella misma… única e individual en una era de conformismo.

—¡No! No vendería. Todavía no. Mientras hubiera una esperanza, se sostendría. Aún tenía cuatro días para conseguir el dinero de la hipoteca, y además de eso, las pérdidas actuales eran una cosa temporal. Pronto cambiaría la marea, y dejaría al «St. Gregory» solvente y esplendoroso.

Poniendo en práctica su resolución, caminó con dificultad cruzando la habitación hasta la otra ventana. Sus ojos alcanzaron a ver un aeroplano volando alto desde el Norte. Era un jet, perdiendo altura y preparándose a aterrizar en el aeropuerto de Moisant. Se preguntó si Curtis O’Keefe estaría a bordo.

Ir a la siguiente página

Report Page