Hotel

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Martes » 3

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Cuando Christine Francis lo localizó poco después de las nueve y treinta, Sam Jakubiec, el grueso y calvo gerente de créditos, estaba en pie al fondo de la recepción realizando su control diario en el libro mayor, de las cuentas de los huéspedes del hotel. Como siempre, Jakubiec trabajaba con una rapidez nerviosa que algunas veces engañaba a las personas, induciéndolas a creer que un trabajo así, no podía estar bien hecho. En realidad no había casi nada que escapara a la mente enciclopédica y sagaz del jefe de créditos, hecho que en el pasado había ahorrado al hotel miles de dólares en cuentas equivocadas.

Sus dedos bailaban ahora sobre las tarjetas (una para cada huésped y habitación) de una máquina computadora mientras miraba, a través de sus gruesos anteojos, los nombres y las cuentas por columnas; de vez en cuando hacía una anotación en un cuadernillo que tenía al lado. Sin detenerse levantó los ojos y los volvió a bajar.

—Terminaré en unos minutos, miss Francis.

—Puedo esperar. ¿Hay algo interesante esta mañana?

Sin detenerse, Jakubiec asintió.

—Algunas cosas.

—¿Por ejemplo?

Hizo una nueva anotación en el cuaderno.

—Habitación 512. H. Baker. Entró a las ocho y diez. A las ocho y veinte pidió una botella de licor y la hizo cargar en la cuenta.

—Quizá le guste limpiarse los dientes con licor.

Con la cabeza baja, Jakubiec asintió.

—Quizá…

Pero era más probable, Christine lo sabía, que H. Baker, de la 512, fuera un tramposo. Automáticamente el huésped que pedía una botella de licor poco después de su llegada, provocaba sospechas en el gerente de créditos. La mayor parte de los recién llegados que querían beber en seguida (después de un viaje o de un día agotador), pedían un cóctel en el bar. El que ordenaba una botella, era a menudo un borracho y podía no tener intención de pagar, o no tendría con qué hacerlo.

Ella también sabía lo que sucedería después. Jakubiec enviaría a una de las camareras de las habitaciones al 512 con cualquier pretexto, para que inspeccionara al huésped y su equipaje. Las camareras sabían qué tenían que observar: un equipaje razonable y buena ropa. Si el huésped los tenía, el gerente de créditos, con toda probabilidad, no haría nada más, fuera de vigilar la cuenta.

Algunas veces, ciudadanos de posición sólida y respetable tomaban una habitación en el hotel a fin de embriagarse, y siempre que pudieran pagar y no molestaran a nadie, era asunto exclusivamente suyo.

Pero si no había equipaje u otras señales de solvencia, Jakubiec, en persona, iría a conversar con él. Establecería contacto con discreción y cordialidad. Si el huésped demostraba que podía pagar o aceptaba hacer un depósito previo, se separarían amistosamente. Sin embargo, si la primera sospecha se confirmaba, el gerente de créditos podía ser áspero y cortante, expulsando al huésped antes de que la cuenta se hiciera mayor.

—Aquí hay otro —dijo Sam Jakubiec a Christine—. Sanderson, habitación 1207. Propinas desproporcionadas.

Ella inspeccionó la tarjeta que él tenía en la mano. Mostraba dos anotaciones por servicios en la habitación: una por un dólar y medio, la otra por dos dólares. En cada caso la propina era de dos dólares, que estaban agregados y firmados.

—La gente que no tiene intención de pagar, anota por lo general grandes propinas —dijo Jakubiec—. De otra manera: es un cliente para despachar.

Christine sabía que, como en anteriores pesquisas, el gerente de créditos llevaría a cabo su tarea con cautela. Parte de su trabajo (de igual importancia que prevenir el fraude) era no ofender a los huéspedes honrados. Después de años de experiencia, un maduro hombre de créditos, podía por lo común distinguir los lobos de las ovejas, por instinto; aunque de vez en cuando podía equivocarse… para detrimento del hotel. Christine sabía la razón por la cual, en algunas ocasiones, los gerentes de créditos se arriesgaban a ampliar el crédito o a autorizar cheques en casos algo dudosos, caminando mentalmente por la cuerda floja mientras lo hacían. La mayor parte de los hoteles, hasta los más calificados, no se preocupaban por la moral de los que estaban entre sus paredes, sabiendo que si lo hacían perderían gran cantidad de clientes. Su preocupación (reflexionaba el gerente de créditos) se refería a una sola pregunta básica: ¿Podría pagar el cliente?

Con un solo movimiento rápido, Sam Jakubiec devolvió las tarjetas con las cuentas personales al lugar correspondiente, y cerró el cajón del archivo.

—Ahora —dijo—, ¿qué puedo hacer por usted?

—Hemos tomado una enfermera privada para el 1410. —Brevemente le informó Christine sobre la crisis sufrida la noche antes por Albert Wells—. Estoy un poco preocupada porque no sé si míster Wells puede pagarla; no estoy segura de que comprenda lo costoso que será. —Podía haber agregado que estaba más preocupada por el hombrecito que por el hotel, pero prefirió no hacerlo.

—El asunto de una enfermera particular puede significar mucho dinero —asintió Jakubiec. Caminando juntos, salieron de la recepción cruzando el hall de entrada, que ahora estaba lleno, hasta la oficina del gerente de créditos, una habitación pequeña y cuadrada, situada detrás del mostrador del conserje. Dentro, una regordeta secretaria morena estaba trabajando contra una pared constituida sólo por bandejas de tarjetas de archivo.

—Madge —dijo Sam Jakubiec—, vea qué tenemos de Wells, Albert.

Sin responder, cerró el cajón, abrió otro cuyas tarjetas recorrió con los dedos. Deteniéndose, dijo en un solo aliento:

—Alburquerque, Coon Rapids, o Montreal. Elija.

—Montreal —dijo Christine.

Jakubiec tomó la tarjeta que le ofreció la secretaria. Examinándola, observó:

—Parece bueno. Ha estado aquí seis veces. Paga al contado. Una pequeña diferencia que parece haber sido solucionada.

—Ya conozco eso —dijo Christine—. El error fue nuestro.

El hombre del crédito asintió:

—Diría que no hay de qué preocuparse. La gente honrada deja una marca, lo mismo que los tramposos —devolvió la tarjeta a la secretaria para que la pusiera en su lugar, con las otras que formaban un registro de cada uno de los huéspedes que habían estado en el hotel durante los últimos años—. Me preocuparé de eso, sin embargo; averiguaré cuánto costará, y luego hablaré con míster Wells. Si tiene problemas de dinero quizá podamos ayudarle dándole un tiempo para que lo pague.

—Gracias, Sam. —Christine se sintió aliviada, sabiendo que Jakubiec podía ser servicial y comprensivo en un caso legítimo, tanto como inflexible en los malos.

Cuando llegaba a la puerta de la oficina, el gerente de créditos la alcanzó:

—Miss Francis, ¿cómo andan las cosas arriba?

Christine sonrió:

—Se está jugando el destino del hotel, Sam. No quería decírselo, pero usted me ha forzado a ello.

—Si estudian mi ficha, la volverán a colocar. No me preocupa; de todas maneras tengo bastantes problemas.

Detrás de su jactancia, Christine sospechaba que el gerente de créditos estaba tan preocupado por conservar su trabajo, como muchos otros. Los asuntos financieros del hotel deberían ser confidenciales, pero rara vez lo eran, y había sido imposible evitar que las noticias de las recientes dificultades se esparcieran como un contagio.

Volvió a cruzar el vestíbulo principal, respondiendo a los «Buenos días» de los botones, del florista del hotel, y de uno de los ayudantes de la gerencia sentado, dándose importancia, en su escritorio situado en el centro. Luego, pasando de largo por los ascensores, corrió, ágil, escaleras arriba, hasta el entresuelo principal.

Al ver al ayudante de la gerencia, recordó a su inmediato superior, Peter McDermott. Desde la noche anterior Christine había pensado con frecuencia en Peter. Se preguntaba si el rato que habían pasado juntos habría producido el mismo efecto en él. Muchas veces se sorprendió deseando que así fuera; luego se controlaba contra cualquier complicación emocional que pudiera ser prematura. Durante los años en que había aprendido a vivir sola, hubo algunos hombres en la vida de Christine, pero no había tomado en serio a ninguno de ellos. A veces, pensaba, parecía que el instinto la preservaba de renovar el tipo de vinculación íntima que cinco años antes le había sido arrebatada de manera tan cruel. Sin embargo, se preguntaba dónde estaría Peter en ese momento, y qué estaría haciendo. Bien, decidió con criterio práctico, tarde o temprano en el curso del día, sus caminos se cruzarían.

De nuevo en su oficina, en la suite de los ejecutivos, Christine se asomó a la de Warren Trent, pero el propietario del hotel todavía no había bajado de su apartamento en el decimoquinto piso. El correo de la mañana estaba apilado en su propio escritorio y muchos mensajes telefónicos requerían atención inmediata. Decidió primero completar la gestión que la había llevado abajo. Levantando el teléfono pidió que la comunicaran con la habitación 1410.

Respondió una voz de mujer: sin duda, era la enfermera particular. Christine se identificó, y preguntó cortésmente por el estado del paciente.

—Míster Wells ha pasado bien la noche —le informó la voz—, y su estado general ha mejorado.

Preguntándose por qué algunas enfermeras pensaban que debían responder como boletines oficiales, Christine replicó:

—¿En ese caso podré ir a verlo?

—Temo que por ahora no —tuvo la impresión de que una mano guardiana se había levantado con firmeza—. El doctor Aarons vendrá a ver al paciente esta mañana, y quiero tenerlo todo en orden.

Parece referirse a una visita oficial, pensó Christine. La idea de que el pomposo doctor Aarons era esperado por una enfermera igualmente pomposa, la divertía.

En voz alta, dijo:

—Entonces, haga el favor de decir a míster Wells que he llamado y que lo veré esta tarde.

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