Hotel

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Martes » 4

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La conferencia inconclusa en la suite del propietario del hotel dejó a Peter McDermott en un estado de frustración. Alejándose por el corredor del piso, y mientras Aloysius Royce cerraba la puerta a sus espaldas, reflexionó que sus entrevistas con Warren Trent terminaban, invariablemente, de la misma manera. Como en otras ocasiones, deseó con fervor que se le dieran seis meses y carta blanca para dirigir el hotel a su modo.

Cerca de los ascensores se detuvo para hacer una llamada telefónica, pidiendo que le pusieran con la recepción para preguntar qué habitaciones se habían reservado para míster Curtis O’Keefe y su acompañante. Eran dos suites contiguas en el duodécimo piso, informó el empleado, y Peter utilizó las escaleras de servicio para bajar dos pisos. Como todos los grandes hoteles, el «St. Gregory» simulaba no tener un piso trece, llamándole decimocuarto, en cambio.

Las cuatro puertas de las suites reservadas, estaban abiertas; desde el interior se oía el ruido de las aspiradoras, cuando se acercó. Dentro, dos camareras trabajaban bajo la vigilancia de mistress Blanche du Quesnay, el ama de llaves del hotel, altamente competente, aunque de lengua incisiva. Se volvió al entrar Peter, brillantes los ojos, echando chispas.

—Podía haber imaginado que vendría uno de ustedes a comprobar si mi trabajo está bien hecho, como si no supiera que es mejor que sea así, considerando quién viene.

Peter sonrió.

—Tranquilícese, señora. Míster Trent me pidió que viniera. —Le gustaba la mujer madura pelirroja, una de las jefes de departamento en quien más se podía confiar. Las dos camareras sonreían. Les hizo un guiño, agregando para mistress Du Quesnay—: Si míster Trent hubiera sabido que usted le dedicaba su atención personal, no habría pensado en ello.

—Y si nos quedamos sin jabón en el lavadero, enviaremos por usted —respondió el ama de llaves con un vestigio de sonrisa, mientras golpeaba con pericia los almohadones de dos largos canapés.

Él rió, y preguntó:

—¿Se han pedido las flores y el canasto de fruta? —Peter pensó que el magnate de los hoteles, probablemente, estuviera harto de la inevitable canasta de frutas (saludo corriente de los hoteles a los huéspedes importantes). Pero su ausencia podía ser advertida.

—Ya están en camino. —Mistress Du Quesnay levantó los ojos de los almohadones y dijo con irónica intención—: Por lo que he escuchado, míster O’Keefe trae sus propias flores, y no en jarrones.

Era una referencia —Peter comprendió— al hecho de que Curtis O’Keefe rara vez viajaba sin su escolta femenina, la que cambiaba con frecuencia; prefirió ignorarla.

Mistress Du Quesnay le dirigió una de sus rápidas miradas atrevidas.

—Puede echar una ojeada. No se cobra.

Peter observó que las dos suites habían sido limpiadas a fondo. Los muebles, blanco y dorado, con un motivo francés, estaban sin polvo y en orden. En los dormitorios y cuartos de baño, la ropa blanca inmaculada y muy bien doblada. Lavabos y bañeras, secas y brillantes, los inodoros limpios con las tapas bajadas. Espejos y vidrios relucientes. Las luces, así como el combinado de radio y TV marchaban a la perfección. El aire acondicionado respondía a los cambios de los termostatos, y en este momento estaba fijado a una agradable temperatura de 20.° C. No había nada más que hacer, pensó Peter, mientras de pie en el centro de la segunda suite, la inspeccionaba.

De pronto recordó algo. Curtis O’Keefe era muy devoto; a veces, hasta la ostentación, decían algunos. El hotelero oraba frecuentemente, y hasta en público. Un comentario decía que cuando le interesaba un nuevo hotel, rogaba por él como lo haría un niño para obtener un juguete en Navidad; otro sostenía que antes de entrar en negociaciones, asistía a un servicio en una iglesia privada, a la que los ejecutivos de O’Keefe concurrían respetuosamente. El director de una cadena de hoteles competidora, recordó Peter, dijo cierta vez con malignidad. «Curtis nunca pierde una oportunidad para rezar. Por eso orina de rodillas».

Esto llevó a Peter a verificar si había Biblias de Gedeón… en cada uno de los dormitorios. Se alegró de comprobarlo.

Como sucedía casi siempre cuando habían sido utilizadas por mucho tiempo, las primeras páginas de las biblias estaban llenas de anotaciones con los números de teléfono de muchachas «disponibles», porque como saben los viajeros experimentados, una Biblia de Gedeón era el primer lugar en donde buscar esa clase de información. Peter mostró los libros en silencio a mistress Du Quesnay. Ella chascó la lengua:

—Míster O’Keefe no utilizará ésas; he hecho subir otras nuevas.

Poniendo las biblias bajo el brazo, miró con ojos inquisidores a Peter:

—Supongo que lo que a míster O’Keefe le guste o deje de gustarle, será lo que determine que la gente conserve sus trabajos aquí.

Movió la cabeza:

—Sinceramente, no lo sé, mistress Q. Su opinión es tan buena como la mía. —Sabía que los ojos del ama de llaves lo seguían interrogadores al dejar la suite. Sabía que mistress Du Quesnay sostenía un marido inválido y que cualquier amenaza a su trabajo sería motivo de ansiedad. Sentía una auténtica conmiseración por ella mientras iba en uno de los ascensores al entresuelo principal.

Peter suponía que en el caso de un cambio en la administración, la mayor parte del personal, más joven y capaz, tendría oportunidad de permanecer. Imaginaba que la mayoría aprovecharía esa oportunidad, puesto que la cadena de O’Keefe tenía fama de tratar bien a sus empleados. Los empleados más viejos, sin embargo, algunos de los cuales se habían hecho más negligentes en su tarea, tenían verdadero motivo para preocuparse.

Cuando Peter McDermott se acercaba a la suite de los ejecutivos, el mecánico jefe Doc Vickery se alejaba. Deteniéndose, Peter le dijo:

—El ascensor número cuatro tuvo algunos inconvenientes anoche, jefe. No sé si usted lo sabe.

El jefe asintió con su cabeza calva y redondeada.

—Es mal negocio cuando se necesita dinero para reparar una maquinaria, y no se obtiene.

—¿Está en tan malas condiciones? —Peter sabía que el presupuesto de los mecánicos había sido reducido recientemente, pero ésta era la primera vez que se enteraba de un problema serio con los ascensores.

El jefe negó con la cabeza:

—Si usted se refiere a que puede haber un accidente, la respuesta es: no. Vigilo los mecanismos de seguridad como vigilaría a un niño. Pero hemos tenido pequeñas interrupciones y podrían producirse otras mayores. Lo que se necesita es detener un par de ascensores durante algunas horas, y repararlos en la forma debida.

Peter asintió. Si eso era lo peor que podía suceder, no había motivo para preocuparse mucho. Preguntó:

—¿Cuánto dinero necesita?

El jefe lo miró por encima de sus anteojos de gruesa armazón.

—Cien mil dólares para empezar. Con eso arrancaría la mayor parte de las tripas del ascensor y las reemplazaría, además de otras cosas.

Peter emitió un silbido suave.

—Le diré una cosa —observó el jefe—. La buena maquinaria es una cosa hermosa, y algunas veces bastante parecida a la humana. La mayor parte del tiempo soporta más trabajo del que se piensa, y además, se la puede componer y ayudar, y seguirá trabajando. Pero de pronto, en alguna parte hay un punto muerto, al que nunca llegará por mucho que usted y la maquinaria… lo deseen.

Peter aún estaba pensando en las palabras del jefe, cuando entró en su oficina. ¿Cuál sería el punto muerto, se preguntó, para todo un hotel? Ciertamente, todavía no había llegado para el «St. Gregory», aun cuando sospechaba que para el régimen actual del hotel, sí.

Había una pila de correspondencia, memorándums y mensajes telefónicos en su escritorio. Tomó el de más arriba y leyó: «Miss Marsha Preyscott, respondiendo a su llamada, lo esperará en la habitación 555 hasta tener noticias suyas». Le recordaba su propio interés en saber algo más de lo sucedido en la 1126-7.

Además, tenía que pasar pronto para ver a Christine. Había algunas cosas menores que requerían la decisión de Warren Trent, aunque no eran lo bastante importantes como para planteárselas en la entrevista de esa mañana. Luego, sonriendo, se dijo: «¡Deja de razonar! Quieres verla, y, ¿por qué no hacerlo?»

Mientras pensaba qué haría primero, llamó el teléfono. Era de la recepción. Uno de los empleados:

—Pensé que desearía saberlo. Míster Curtis O’Keefe acaba de llegar.

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