Hotel

Hotel


Martes » 5

Página 18 de 88

5

Curtis O’Keefe entró en el abovedado y concurrido vestíbulo principal, rápido como una flecha dirigida al corazón de una manzana. Una manzana algo deteriorada, pensó, con sentido crítico. Mirando en derredor, su ojo de hotelero experimentado advirtió los síntomas. Pequeños, pero significativos: un periódico dejado sobre una silla y sin recoger; media docena de colillas de cigarrillos en un recipiente con arena al lado de los ascensores; el uniforme de uno de los muchachos de servicio con un botón de menos; dos bombillas apagadas en la araña central. En la entrada de St. Charles Avenue, un portero uniformado discutía con un vendedor de diarios, en medio de una marea de huéspedes y otras personas. Más próximo y a mano, un ayudante de gerencia, viejo, sentado descuidadamente en su escritorio y con los ojos bajos.

En un hotel de la cadena de O’Keefe, en el caso poco probable de que tales ineficiencias ocurrieran simultáneamente, habrían provocado severas reprimendas, y quizás incluso despidos. «Pero el “St. Gregory” no es mi hotel —recordó O’Keefe—. Todavía no».

Se dirigió a la recepción, una figura gallarda, delgada, de un metro ochenta de altura, vestido con un traje muy bien planchado color gris oscuro, que caminaba con paso elástico como de baile, casi con afectación. Esto último era una de las características de O’Keefe, ya fuera en una cancha de pelota a las que concurría con frecuencia, en un salón de baile, o en la cubierta de su crucero Innkeeper IV. Su flexible cuerpo atlético había sido su orgullo, durante la mayor parte de sus cincuenta y seis años, en que había subido desde una baja clase media sin ningún relieve, hasta convertirse en uno de los hombres más ricos del país… y también de los más inquietos.

En el mostrador recubierto de mármol, casi sin mirarlo, un empleado del servicio de habitaciones empujó hacia él el libro de firmas. El hotelero lo ignoró.

Anunció con solemnidad:

—Mi nombre es O’Keefe, y he reservado dos suites, una para mí y la otra a nombre de miss Dorothy Lash —desde la periferia de su visión, podía ver a Dodo entrando en el vestíbulo; toda piernas y pechos, irradiando sexualismo como una pirotecnia. Las cabezas se volvían reteniendo el aliento, como siempre sucedía. La había dejado en el coche, supervisando el equipaje. Se divertía haciendo cosas así, de vez en cuando. Todo lo que requiriera un mayor esfuerzo cerebral, era superior a ella.

Sus palabras tuvieron el efecto de una granada limpiamente arrojada.

El empleado se endureció, cuadrando sus hombros. Mientras miraba a los ojos grises, tranquilos, que sin esfuerzo parecían taladrarlo, su actitud cambió de indiferencia a solícito respeto. Con gesto nervioso, llevóse la mano a la corbata.

—Perdóneme, señor. ¿Es míster Curtis O’Keefe?

El hotelero asintió, con una media sonrisa que le revoloteaba; el rostro compuesto, el mismo rostro que brillaba benignamente desde medio millón de cubiertas de libros de I am your host, uno de cuyos ejemplares estaba colocado ostensiblemente en todas las habitaciones de los hoteles de la cadena O’Keefe. (Este libro es para su entretenimiento y placer. Si desea llevárselo, por favor, notifíqueselo al empleado del servicio de habitaciones, y se añadirá a su cuenta un dólar y veinticinco centavos).

—Sí, señor. Estoy seguro de que sus habitaciones están listas, señor. Si quiere esperar un momento, por favor…

Mientras el empleado buscaba entre las tarjetas de reservas, O’Keefe dio un paso hacia atrás desde el mostrador, haciendo lugar a otros recién llegados. El escritorio de la recepción, que un momento antes estaba más bien tranquilo, comenzaba uno de sus períodos agobiantes que eran parte del día de todos los hoteles. Afuera, con un sol brillante y cálido, en las limousines del aeropuerto y los taxis estaban llegando pasajeros que habían viajado al Sur, como lo había hecho él mismo en el vuelo de la mañana en jet, desde Nueva York. Advirtió que estaba reuniéndose un congreso. Un estandarte suspendido del abovedado techo del vestíbulo proclamaba:

Bien venidos, delegados al Congreso de Odontología Americana.

Dodo se le acercó; dos botones cargados la seguían como acólitos detrás de una diosa. Bajo la gran capelina flexible, que no conseguía ocultar el pelo ondulado rubio-ceniza, sus ojos azules de niña parecían más grandes que nunca en un rostro infantil y sin mácula.

—Curtie, dicen que muchos dentistas se alojan aquí.

—Me alegra que me lo digas —dijo con sequedad—. Si no lo hubieras hecho, quizá no me hubiera enterado.

—Bien, podría hacerme hacer esa obturación. Siempre intento hacerlo, y por alguna razón nunca…

—Están aquí para abrir sus propias bocas, no las de otras personas.

Dodo parecía perpleja, como siempre que los acontecimientos que la rodeaban eran algo que debería comprender, pero que no comprendía. Un gerente de los hoteles de O’Keefe que no sabía que su jefe ejecutivo lo estaba escuchando, había declarado con respecto a Dodo no hacía mucho tiempo: «Su inteligencia está en embrión; lástima que no se desarrolle».

O'Keefe sabía que algunas de sus amistades se asombraban de que hubiera elegido a Dodo como compañera de viaje, cuando con su fortuna e influencia podría, dentro de límites razonables, elegir lo que quisiera. Pero ellos, por supuesto, sólo podrían imaginar y, casi seguro subestimar, la salvaje sensualidad que Dodo podía despertar o mantener latente, de acuerdo con el estado de ánimo de él. Sus moderadas estupideces así como sus frecuentes torpezas, que parecían molestar a otros, para O’Keefe no eran más que motivo de diversión, tal vez porque en ciertos momentos se había cansado de estar rodeado de mentalidades inteligentes y alertas, tratando siempre de hacer competencia a su propia astucia.

Sin embargo, suponía que pronto terminaría con Dodo. Había sido su amante estable durante casi un año, más que la mayoría de las otras. Había muchas estrellitas más en la galaxia de Hollywood para elegir. Por supuesto, que se ocuparía de ella, usando su gran influencia para conseguirle uno o dos papeles importantes, y quién sabe si aún podría destacarse… Tenía el cuerpo y la cara. Otras habían llegado muy alto con esas dos únicas condiciones.

El empleado volvió al mostrador del frente.

—Todo está listo, señor.

Curtis O’Keefe asintió. Luego, precedido por el jefe de los botones, Herbie Chandler, que con presteza se había presentado, marcharon en pequeña procesión hacia un ascensor que los esperaba.

Ir a la siguiente página

Report Page