Hotel

Hotel


Martes » 9

Página 22 de 88

9

—Bien, sea lo que fuere, no puede ser tan malo —comentó Peter.

En su escritorio, en la oficina exterior de la suite del director gerente, Christine Francis había estado ceñuda mientras leía la carta que tenía en la mano. Al oírlo, levantó los ojos para ver el rostro alegre y vigoroso de Peter McDermott, espiándola desde la puerta entreabierta.

Animándose, respondió:

—Es otro ataque. Pero después de tantos, ¿qué importa uno más?

—Me gusta ese razonamiento. —Peter deslizó su alta figura por la puerta.

Christine lo miró apreciativamente:

—Parece usted muy despierto, considerando lo poco que ha debido de dormir anoche.

Él sonrió:

—Esta mañana temprano tuve una sesión con su jefe. Fue como una ducha fría. ¿Ha bajado ya?

Ella negó con la cabeza, y luego miró la carta que había estado leyendo.

—Cuando venga, no le va a gustar esto.

—¿Es un secreto?

—En realidad, no. Creo que usted se verá complicada en ello.

Peter se sentó en una silla de cuero frente al escritorio.

—¿Recuerda usted que hace un mes, un hombre que estaba caminando por Carondelet Street fue alcanzado por una botella que cayó desde arriba? Las heridas que recibió en la cabeza fueron graves.

Peter asintió:

—¡Una verdadera vergüenza! La botella cayó desde una de nuestras habitaciones, no cabe duda. Pero no pudimos encontrar al huésped que la tiró.

—¿Qué tipo de hombre era el que fue golpeado?

—Un hombrecillo agradable, recuerdo, y pagamos la cuenta del hospital. Nuestros abogados escribieron una carta aclarando que era un gesto de buena voluntad, aunque sin admitir responsabilidad alguna.

—La buena voluntad no tuvo éxito. Ha demandado al hotel por diez mil dólares. Alega conmoción, daños corporales, pérdida de ingresos y dice que fuimos negligentes.

—No cobrará. Supongo que en cierta forma no es justo. Pero no tiene la menor probabilidad —dijo Peter simplemente.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Porque hay una cantidad de casos en que ha sucedido ese mismo tipo de cosas. Eso les proporciona a los abogados toda clase de precedentes a nuestro favor, que podrán citar ante un tribunal.

—¿Es bastante eso para determinar una sentencia?

—Generalmente —replicó—. A través de los años, la ley se ha mostrado constante. Por ejemplo, hubo un caso clásico en Pittsburg, en el «William Penn». Un hombre fue herido por una botella arrojada desde la habitación de un huésped, y atravesó el techo de su automóvil. Demandó al hotel.

—¿Y no ganó el juicio?

—No. Perdió el caso en el tribunal de primera instancia, y luego apeló al Supremo de Pensilvania. Y perdió.

—¿Por qué?

—El tribunal dijo que un hotel, cualquier hotel, no es responsable de los actos de sus huéspedes. La única excepción sería si alguien con autoridad, digamos el gerente del hotel, supiera de antemano lo que iba a suceder sin intentar evitarlo —continuó Peter plegando el ceño por el esfuerzo de su memoria—: Hubo otro caso en Kansas City, creo. Algunos de los de un congreso dejaron caer bolsas de ropa sucia llenas de agua desde sus habitaciones. Cuando las bolsas reventaban, la gente se esforzaba en las aceras para apartarse de allí, y una persona fue empujada bajo un coche en movimiento. Fue gravemente herido. Luego, demandó al hotel, pero tampoco pudo cobrar. Hay bastantes otros juicios… Todos terminaron de la misma manera.

Christine preguntó con curiosidad:

—¿Cómo sabe usted todo eso?

—Entre otras cosas, he estudiado legislación hotelera en Cornell.

—Bien, me parece terriblemente injusto.

—Es malo para cualquiera que recibe el golpe, pero es justo para el hotel. Por supuesto que lo que debería suceder es que la gente que comete estos desmanes debería ser responsable de ellos. El inconveniente es que, con tantas habitaciones que dan a la calle, es imposible descubrir quiénes son. De manera que la mayoría lo hace sin sufrir las consecuencias.

Christine había estado atendiendo con intensidad, un codo sobre el escritorio, la cara apoyada en la palma de la mano. El sol que penetraba por las persianas venecianas parcialmente abiertas, acariciaba su pelo rojo, iluminándolo. En ese momento, una línea de desconcierto arrugaba su frente y Peter deseaba llegar hasta ella y borrársela con suavidad.

—Quiero entender bien esto. ¿Dice usted que el hotel no es responsable legalmente de nada de lo que hagan sus huéspedes… ni siquiera a otros huéspedes?

—En la forma en que hemos estado hablando, ciertamente no. Las leyes son bien precisas en cuanto a eso, y desde hace mucho tiempo. Gran parte de nuestra legislación tiene su origen en las hosterías inglesas, que comenzaron en el siglo XIV.

—Cuénteme.

—Le daré una versión resumida. Comienza cuando las hosterías inglesas tenían un gran hall, calentado e iluminado por un fuego y todo el mundo dormía allí. Mientras dormían, era deber del dueño proteger a sus huéspedes de ladrones y asesinos.

—Eso parece razonable.

—Lo era. Y la misma cosa se exigía del dueño cuando comenzaron a usarse habitaciones más pequeñas, porque hasta éstas siempre eran o podían ser compartidas por extraños.

—Si se piensa en ello —musitó Christine—, no era una época de mucha intimidad.

—Eso vino después cuando hubo habitaciones individuales y llaves. Después de eso, la ley consideró las cosas de otra manera. El dueño de la hostería estaba obligado a proteger a sus huéspedes de la violación de sus habitaciones. Pero más allá de eso no tenía ninguna responsabilidad, ni por lo que les pasaba a ellos en sus habitaciones, ni por lo que hicieran.

—¿De manera que la llave impuso la diferencia?

—Todavía lo hace —dijo Peter—. Con respecto a eso, la legislación no ha cambiado. Cuando le damos una llave al huésped es un símbolo legal, lo mismo que era en las hosterías inglesas. Significa que el hotel ya no puede utilizar la habitación ni alojar a nadie allí. Por otro lado, el hotel no es responsable del huésped cuando cierra la puerta de su habitación tras de sí. —Señaló la carta que Christine había dejado en el escritorio—. Por eso nuestro amigo de la carta tendría que encontrar al que arrojó la botella. Si no, fracasará.

—No sabía que fuera usted tan enciclopédico.

—No quise producir ese efecto —respondió Peter—. Me imagino que W. T. conoce bien la legislación, pero si desea una lista de casos, tengo una en alguna parte.

—Probablemente, se lo agradecerá. Le pondré una nota en la carta. —Sus ojos miraron con fijeza los de Peter—. A usted le gusta todo esto, ¿no es verdad? Dirigir un hotel… y todo lo que implica.

—Sí, me gusta —replicó con franqueza—. Sin embargo, me gustaría más, si pudiera arreglar unas cuantas cosas aquí. Quizá si lo hubiéramos hecho antes, no necesitaríamos ahora a Curtis O’Keefe. A propósito, supongo que sabe que ha llegado.

—Usted es el decimoséptimo que me lo dice. Creo que el teléfono comenzó a sonar en el momento que pisó la acera.

—No me sorprende. Ya muchos se estarán preguntando por qué está aquí. O mejor, cuándo se nos informará oficialmente del porqué de su visita.

—Acabo de concertar una comida privada para esta noche, en la suite de W. T.… para míster O’Keefe y su amiga. ¿La ha visto? He oído decir que es algo especial —dijo Christine.

Él negó con la cabeza:

—Estoy más interesado en planear mi propia comida, que le concierne a usted, y por eso estoy aquí.

—Si es una invitación para esta noche, estoy libre y tengo hambre.

—¡Bien! —se puso de pie en toda su altura—. La recogeré a las siete, en su apartamento.

Peter estaba saliendo, cuando en una mesa próxima a la puerta observó un ejemplar doblado del Times-Picayune. Deteniéndose, vio que era la misma edición, con grandes titulares negros que anunciaba las muertes ocasionadas por el automovilista, que ya había leído. Dijo sombríamente:

—Supongo que ha visto esto…

—¡Sí! ¡Horrible! Cuando lo leí tuve la espantosa sensación de haber visto todo lo ocurrido, sin duda, porque pasamos por allí anoche.

La miró con extrañeza:

—Es curioso que usted diga eso. Yo también tuve una sensación extraña. Me molestó anoche, y de nuevo esta mañana.

—¿Qué tipo de sensación?

—No estoy seguro. Lo que más se le aproxima es… es como si supiera algo y, sin embargo, no lo sé —Peter se encogió de hombros, rechazando la idea—. Espero que sea como usted dice… porque pasamos por allí —dejó el periódico donde lo había encontrado.

Mientras se alejaba a grandes pasos, se volvió a saludarla con la mano, sonriendo.

Como hacía con frecuencia a la hora de almorzar, Christine pidió que le enviaran a su oficina un sandwich y café. Mientras lo estaba tomando apareció Warren Trent, pero sólo se quedó para leer el correo, partiendo poco después para una de sus rondas por el hotel que, como bien sabía Christine, podría durar algunas horas. Observando la tensión en el rostro del propietario, se sintió preocupada y advirtió que caminaba con dificultad, signo seguro de que la ciática lo estaba molestando.

A las dos y media, dejando aviso a una de las secretarias en la oficina exterior, Christine se marchó para visitar a Albert Wells.

Tomó un ascensor hasta el piso decimocuarto; luego, dando vuelta por el largo corredor, vio que una figura regordete se aproximaba. Era Sam Jakubiec, el gerente de créditos. Cuando se acercó, observó que el hombre llevaba una hoja de papel, y que su expresión era severa.

Viendo a Christine, se detuvo:

—He ido a ver a míster Wells, su amigo enfermo.

—Si tenía esa expresión, no ha podido animarlo.

—A decir verdad, él tampoco me alegró a mí. Conseguí sacarle esto, pero sólo Dios sabe si sirve de algo.

Christine tomó la hoja que el gerente de créditos le ofrecía. Era un papel sucio con membrete del hotel, con una mancha de grasa en una punta. En la hoja, con letra ordinaria y tendida, Albert Wells había escrito y firmado una orden contra el Banco de Montreal por doscientos dólares.

—A pesar de su expresión tranquila —dijo Jakubiec—, es un viejo obstinado. No quería darme nada, al principio. Dijo que pagaría la cuenta cuando terminara, y no parecía interesado cuando le dije que le ampliaríamos el plazo para pagar, si lo necesitaba.

—La gente es quisquillosa cuando se trata de dinero —dijo Christine—. Especialmente si tiene poco.

El hombre del crédito chascó la lengua con impaciencia:

—¡Demonios…! La mayoría de nosotros anda escaso de dinero. Yo, siempre. Pero la gente, en general, piensa que ser pobre es una vergüenza, cuando si lo admitieran lisa y llanamente, muchas veces podrían ser ayudados.

Christine observó, con ciertas dudas, el cheque improvisado:

—¿Es legal esto?

—Es legal, si tiene dinero en el Banco para cubrirlo. Puede usted extender un cheque en una hoja de música o en una cáscara de banana, si lo desea. Pero la mayor parte de la gente que tiene dinero en su cuenta, por lo menos lleva cheques impresos. Su amigo Wells dijo que no podía encontrar ninguno.

Mientras Christine le devolvía el papel, Jakubiec dijo:

—¿Sabe usted lo que creo? Creo que es honrado y que tiene el dinero… pero sólo lo justo y que se va a encontrar en aprietos después de pagar. Lo malo es que ya debe más de la mitad de estos doscientos, y que la cuenta de la enfermera va a tragarse el resto.

—¿Qué va a hacer?

El gerente de créditos se frotó la calva con la mano:

—Antes que nada, voy a hacer una llamada a Montreal para saber si este cheque es bueno, o si no sirve.

—¿Y si no sirviera, Sam?

—Tendrá que marcharse, por lo menos en cuanto a mí me concierne. Por supuesto, si usted quiere decírselo a míster Trent, y él opina otra cosa… —Jakubiec se encogió de hombros—. Eso sería distinto.

Christine negó con la cabeza.

—No quiero incomodar a W. T. Pero le agradecería si usted me informara antes de hacer nada.

—Con gusto, miss Francis —el gerente de créditos saludó con la cabeza, y luego, con pasos cortos y vigorosos, continuó por el corredor.

Un momento después, Christine llamó a la puerta de la habitación 1410.

La abrió una enfermera uniformada, de mediana edad, de rostro serio y que llevaba anteojos de pesada armazón. Christine se identificó, y la enfermera respondió:

—Espere aquí, por favor. Preguntaré si míster Wells quiere verla.

Se oyeron pasos dentro, y Christine sonrió cuando oyó una voz que decía con energía:

—Por supuesto que quiero verla. No la haga esperar.

Cuando la enfermera volvió, Christine sonrió:

—Si quiere salir un momento, me puedo quedar hasta que usted vuelva.

—Bien —respondió la enfermera, titubeando y deshelándose un poco.

La voz, desde dentro, dijo:

—Hágalo. Miss Francis sabe lo que tiene que hacer. Si no hubiera sido así, me hubiera muerto anoche.

—Bien —respondió la enfermera—, sólo estaré ausente diez minutos, y si me necesita, por favor, llámeme a la cafetería.

Albert Wells se inclinó cuando entró Christine. El hombrecito estaba reclinado en una pila de almohadas. Su apariencia (aun cuando su cuerpo flaco estaba cubierto ahora por un camisón pasado de moda pero limpio) producía la impresión de un gorrión, pero hoy, era la de un gorrión gallardo, en contraste con la desesperante fragilidad de la noche anterior. Todavía estaba pálido, pero había desaparecido el color ceniza. Su respiración, si bien a veces silbaba, era regular, y no parecía forzada.

—Ha sido muy buena en venir a verme, miss.

—No es cuestión de bondad —replicó Christine—. Quería saber cómo se encontraba.

—Gracias a usted, mucho mejor. —Hizo un gesto hacia la puerta, cuando se cerró tras la enfermera—. Pero ésa, es un dragón.

—Es, probablemente, buena para usted. —Christine inspeccionó la habitación con gesto de aprobación. Todo en ella, incluyendo las pertenencias personales del viejo, estaba arreglado con prolijidad. Una bandeja con medicamentos diestramente dispuesta a un lado de la cama. El cilindro de oxígeno que habían utilizado la noche anterior, aún estaba en su lugar, pero la máscara improvisada había sido reemplazada por una más profesional.

—Oh, conoce bien su trabajo —admitió Albert Wells—, pero para otra vez, me gustaría tener una más bonita.

Christine se sonrió:

—Veo que se siente mejor. —Se preguntó si debía decir algo de lo que había hablado con Sam Jakubiec, y decidió que no. En cambio preguntó—: ¿Usted dijo anoche que comenzó a tener esos ataques siendo minero?

—De bronquitis. Sí, es verdad.

—¿Fue usted minero mucho tiempo, míster Wells?

—Más años de los que quiero recordar, miss. Sin embargo, siempre hay cosas que nos obligan a recordar: la bronquitis es una, luego esto. —Estiró las manos con las palmas hacia arriba, y la muchacha vio que estaban anudadas y gruesas del trabajo manual de muchos años.

Impulsivamente, estiró las suyas para tocárselas:

—Supongo que es algo de lo que puede sentirse orgulloso. Me gustaría saber qué hacía usted.

Él negó con la cabeza:

—Quizás alguna vez, cuando usted tenga muchas horas y paciencia. En su mayor parte, sin embargo, son cuentos de viejo, y los viejos se ponen pesados a veces, si se les da la oportunidad.

Christine se sentó en una silla, al lado de la cama.

—Tengo paciencia, y no creo aburrirme.

El viejo rió.

—Hay algunas personas en Montreal que discutirían eso.

—Muchas veces he pensado en Montreal. No he estado nunca allí.

—Es un lugar muy confuso: en algunos aspectos se parece mucho a Nueva Orleáns.

—¿Es por eso por lo que viene usted aquí todos los años?

—¿Porque se le parece? —preguntó Christine con curiosidad.

El hombrecito consideró la pregunta, sus huesudos hombros hundidos en la pila de almohadas:

—Nunca he pensado en ello, miss… ni de una forma ni de otra. Creo que vengo aquí porque me gustan las cosas a la antigua, y no hay muchos lugares donde encontrarlas. Sucede lo mismo con este hotel. Está un poco empalidecido en algunos aspectos, usted lo sabe. Pero en general, es hogareño. Quiero decir, de la mejor manera. Detesto las cadenas de hoteles. Todos son lo mismo: acicalados y pulidos, y cuando se vive en ellos es como vivir en una fábrica.

Christine vaciló, comprendiendo entonces que los sucesos del día habían dispersado lo que antes era un secreto, y le dijo:

—Tengo que darle una noticia que no le gustará. Temo que el «St. Gregory» sea parte de una cadena dentro de poco.

—Si sucede, lo lamentaré —contestó Wells—. Además, creo que ustedes están preocupados con problemas de dinero.

—¿Cómo sabe eso?

El viejo rumió:

—Las dos últimas veces que me alojé me di cuenta de que aquí las cosas se ponían difíciles. ¿Qué sucede ahora, apuros con un Banco? ¿La hipoteca que vence? ¿O algo parecido?

Había aspectos sorprendentes en este minero retirado, pensó Christine, incluyendo un instinto de la verdad. Respondió sonriendo:

—Probablemente ya he hablado de más. De lo que se enterará con seguridad, es de que míster Curtis O’Keefe ha llegado esta mañana.

—¡Oh, no! ¡Precisamente él! —El rostro de Albert Wells reflejaba una verdadera preocupación—. Si ése mete las manos en este lugar, hará una copia de todos los otros. Será una fábrica, como le dije. Este hotel necesita cambios, pero no de ese tipo.

Christine le preguntó intrigada:

—¿Qué tipo de cambios, míster Wells?

—Un buen hotelero podría decirle eso, mejor que yo, aunque tengo algunas ideas. Sé una cosa, miss, como siempre, el público es muy dado a las novedades. En este momento quiere el pulimento del cromo y la uniformidad. Pero a su tiempo se cansarán y querrán volver a las cosas antiguas, con su verdadera hospitalidad, y un poco de carácter y de atmósfera; algo que no sea precisamente lo que encontraron en otras cincuenta ciudades, y que encontrarán en cincuenta más. El único problema es que, para cuando se den cuenta de ello, la mayor parte de los lugares buenos, incluyendo éste, quizás habrán desaparecido. —Se interrumpió y luego preguntó—: ¿Cuándo lo deciden?

—En realidad no lo sé —respondió Christine. La profundidad de sentimientos del hombrecito la dejó perpleja—. Sólo que no creo que míster O’Keefe permanezca aquí mucho tiempo.

Albert Wells asintió.

—No se queda mucho tiempo en ninguna parte, por lo que sé. Trabaja de prisa cuando se propone hacer algo. Bien, sigo diciendo que es una pena, y si así sucede, aquí tiene a una persona que no volverá.

—Lo echaremos de menos, míster Wells. Por lo menos yo… suponiendo que sobreviva a los cambios.

—Sobrevivirá, y estará donde quiere estar, miss. Pero si algún hombre joven tiene bastante sentido común, no será trabajando en ningún hotel.

Rió sin responder, y hablaron de otras cosas hasta que, precedida por un breve golpe en staccato, reapareció la enfermera. Dijo muy cortés:

—Gracias, miss Francis —luego, mirando detenidamente su reloj—: Es hora de que mi paciente tome su medicina y descanse.

—De todos modos tengo que irme. Volveré a verlo mañana, míster Wells, si me lo permite.

—Me gustaría que lo hiciera.

Cuando ella se marchaba, él le hizo un guiño.

Una nota sobre el escritorio de su despacho, solicitaba a Christine que llamara a Sam Jakubiec. Lo hizo, y el gerente de créditos respondió:

—Pensé que le gustaría saberlo. Llamé al Banco de Montreal. Aparentemente, su amigo es una persona de bien.

—Es una buena noticia, Sam. ¿Qué le dijeron?

—Bien, en cierta forma fue extraño. No quisieron decirme nada sobre la calificación de crédito… como en general hacen los Bancos. Sólo me dijeron que presente el cheque para ser cobrado. Les dije la cantidad; no parecieron preocuparse. De manera que creo que tiene el dinero.

—Me alegro —dijo Christine.

—Yo también me alegro, aunque vigilaré la cuenta de la habitación para que no crezca demasiado.

—Es usted un gran cancerbero, Sam —rió—, y gracias por llamarme.

Ir a la siguiente página

Report Page