Hotel

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Martes » 10

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Curtis O’Keefe y Dodo se habían instalado cómodamente en sus apartamentos intercomunicados. Dodo deshacía las maletas de ambos, como le gustaba hacerlo. Ahora, en la más grande de la dos salas, el hotelero estaba analizando un informe financiero, uno de los muchos que había en una carpeta azul que decía: «Confidencial. Estudio preliminar del “St. Gregory”.»

Dodo, después de una cuidadosa inspección de la magnífica canasta de frutas que Peter McDermott había ordenado entregar en la suite, seleccionó una manzana, y estaba cortándola cuando sonó por dos veces el teléfono que había próximo al codo de O’Keefe.

La primera llamada era de Warren Trent: una cortés bienvenida, preguntándole si había encontrado todo en orden. Después de una cordial respuesta afirmativa:

—No podría ser mejor, mi estimado Warren, ni siquiera en uno de los hoteles O’Keefe… —Curtis O'Keefe aceptó una invitación a comer en privado esa noche, conjuntamente con Dodo, que le hiciera el propietario del «St. Gregory».

—Estaremos realmente encantados —afirmó el hotelero—, y déjeme decirle que admiro su hotel.

—Eso —dijo secamente Warren Trent en el teléfono—, es lo que temo.

O'Keefe soltó una carcajada:

—Hablaremos esta noche, Warren. Un poco de negocios, si es necesario, pero en realidad espero tener una conversación con un gran hotelero.

Cuando colocó de nuevo el auricular en su lugar, Dodo, con el ceño fruncido, le preguntó:

—Si en realidad es un hotelero tan importante, ¿por qué te lo vende?

Respondió con seriedad, como siempre, aun sabiendo por adelantado que ella no lo comprendería:

—Principalmente, porque hemos entrado en otra época, y él no lo sabe. En estos tiempos no es suficiente ser buen hotelero; también hay que ser buen contador.

—Vaya —dijo Dodo—. Estas manzanas son realmente grandes.

Una segunda llamada era desde una cabina telefónica instalada en el vestíbulo del hotel:

—Hola, Odgen —dijo Curtis O’Keefe, cuando el que llamaba se identificó—, en este momento estoy leyendo su informe.

En el vestíbulo, once pisos más abajo, un hombre calvo y cetrino, que tenía aspecto de contador (entre otras cosas), hizo un gesto afirmativo a un joven compañero que esperaba fuera de la cabina telefónica. El que llamaba, cuyo nombre era Odgen Bailey, de Long Island, se había instalado en el hotel hacía quince días bajo el nombre de Richard Fountain, de Miami. Con su característica cautela había evitado utilizar el teléfono del hotel, o llamar desde su propia habitación en el piso cuarto. Ahora, en términos precisos y rápidos, dijo:

—Hay algunos puntos que me gustaría ampliar, míster O’Keefe, y alguna información posterior que creo que usted necesitará.

—Muy bien. Deme quince minutos, luego venga a verme.

Cortando la comunicación, Curtis O’Keefe dijo, divertido, a Dodo:

—Me alegra que te guste la fruta. Si no fuera por ti, suprimiría todos estos festivales fruteros.

—Bien, no es que me gusten tanto —los grandes e infantiles ojos azules se volvieron hacia él—, pero nunca las comes, y parece espantoso desperdiciarlas.

—Muy pocas cosas se desperdician en un hotel —le aseguró—. Dejes lo que dejes, alguien lo cogerá… probablemente por la puerta de atrás.

—A mamá le gusta mucho la fruta. —Dodo escogió un racimo de uvas—. Se volvería loca con una canasta como ésta.

O'Keefe había levantado una hoja con el balance. Ahora volvió a dejarla:

—¿Por qué no le envías una?

—¿Quieres decir, ahora?

—Por supuesto —levantando el teléfono una vez más, pidió que le comunicaran con el florista del hotel—. Soy míster O’Keefe. Entiendo que usted envió frutas a mi suite.

La voz de una mujer respondió preocupada:

—Sí, señor. ¿Hay algo mal?

—Nada en absoluto. Pero me gustaría que ordenara por telégrafo, a Akron, Ohio, que entregaran una canasta idéntica y que la carguen a mi cuenta. Un momento… —le tendió el teléfono a Dodo—, dale la dirección y un mensaje para tu madre.

Cuando terminó, impulsivamente ella lo abrazó:

—Curtis, ¡eres el hombre más encantador!

Él se sintió complacido con el genuino gozo de ella. Era extraño, reflexionó, que mientras Dodo se había mostrado tan dispuesta a aceptar los regalos costosos, como cualquiera de las predecesoras, eran las cosas pequeñas como ésta las que parecían darle mayor placer.

Terminó de leer los papeles de la carpeta, y a los quince minutos exactos, se oyeron unos golpecitos en la puerta, que contestó Dodo. Entraron dos hombres, ambos con carteras… Odgen Bailey, el que había telefoneado, y su segundo, Sean Hall, quien había estado con él, en el vestíbulo de entrada. Era una edición más joven de su superior, y dentro de diez años, pensó O’Keefe, probablemente tendría la misma expresión cetrina, concentrada, que sin duda provendría de escudriñar balances y de escrutar estimaciones financieras eternamente.

El hotelero saludó a ambos hombres con cordialidad. Odgen Bailey, alias Richard Fountain en este momento, era una experimentada figura clave en la organización de O’Keefe. Además de tener las cualidades usuales de un contador, poseía una extraordinaria habilidad para entrar en cualquier hotel, y después de estar una o dos semanas observando con toda discreción, generalmente ignorado por el gerente del hotel, producía un análisis financiero que más tarde resultaría muy parecido a las cifras del propio dueño del hotel. Hall, a quien Bailey mismo había descubierto y entrenado, prometía el desarrollo del mismo tipo de talento.

Ambos hombres declinaron cortésmente el ofrecimiento de una copa, como O’Keefe sabía que harían. Se sentaron frente a él, sin abrir sus carteras, como si supieran que, primero, debían llenarse otras formalidades. Dodo, en el otro extremo de la habitación, había vuelto su atención a la canasta de fruta y estaba pelando una banana.

—Me alegra que hayan podido venir, caballeros —informó Curtis O’Keefe, como si esta reunión no se hubiera proyectado con semanas de anticipación—. Quizás antes de comenzar con nuestros asuntos, sería conveniente que impetráramos la protección del Todopoderoso.

Mientras hablaba, con la facilidad que da una larga práctica, el hotelero se puso de rodillas, uniendo sus manos devotamente. Con expresión que lindaba en la resignación, como si hubiera pasado por esta situación muchas veces antes, Odgen Bailey lo imitó en seguida, y después de un momento de vacilación, el joven Hall se puso en la misma postura. O’Keefe miró hacia Dodo, que estaba comiendo la banana.

—Querida —dijo con calma—, vamos a pedir una bendición para nuestras intenciones.

Dodo dejó la banana.

—Bien —respondió, deslizándose desde la silla—, ya estoy en tu canal.

Hubo una época, meses atrás, en que las frecuentes sesiones de oraciones de su benefactor, a menudo en momentos poco oportunos, habían perturbado a Dodo por razones que nunca comprendió del todo. Pero, finalmente, como era su modo de ser, se había adaptado a ellas, y ya no le molestaban.

—Después de todo —le había confesado a una amiga—, Curtis es generoso, y supongo que si me he puesto de espaldas para él, lo mismo puedo ponerme de rodillas.

—Dios Todopoderoso —entonó Curtis O’Keefe, con los ojos cerrados y el leonino rostro sereno, con sus mejillas sonrosadas—, concédenos, si es tu voluntad, éxito en lo que estamos por hacer. Te pedimos tu bendición y tu protección activa para adquirir este hotel, llamado en honor a ti, «St. Gregory». Te rogamos devotamente que podamos añadirlo a los que ya están en lista, en nuestra organización, para tu causa y en tu nombre, por este devoto siervo que te habla —aun tratando con Dios, Curtis O’Keefe iba directamente al grano.

Continuó con la cara levantada; las palabras surgían como el solemne fluir de un río.

—Aún más, si es tu voluntad y rogamos porque lo sea, te pedimos que se haga con rapidez y economía, para que los tesoros que nosotros, tus siervos, poseemos, no se desperdicien de manera indebida, sino que se reserven para otros usos. También invocamos tus bendiciones ¡oh, Dios!, para aquellos que negociarán contra nosotros, en defensa de este hotel, pidiendo que sean influidos sólo de acuerdo con tu espíritu, y que Tú les des discreción y cordura en todo lo que hagan. Por fin, Señor, ayúdanos siempre, da prosperidad a nuestra causa mejorando nuestros trabajos, para que a nuestra vez podamos dedicarnos a ellos para Tu mayor gloria. Amén. Ahora, señores, ¿cuánto tendré que pagar por este hotel?

O'Keefe, de un salto, estaba de nuevo en el sillón. Pasaron uno o dos segundos, sin embargo, antes de que los otros comprendieran que la última frase no era parte de la oración, sino el comienzo de la sesión de negocios. Bailey fue el primero en recobrarse, y enderezándose de sus rodillas al asiento, sacó el contenido de la cartera. Hall, con una mirada de asombro, se recobró de prisa para unirse a él.

Odgen Bailey comenzó con mucho respeto:

—No hablaré del precio, míster O’Keefe. Como siempre, por supuesto, usted tendrá esa decisión. Pero no cabe duda de que sin la hipoteca de dos millones que hay que pagar el viernes, sería el negocio mucho más fácil, por lo menos para nosotros.

—¿Entonces no ha habido cambio en eso? ¿No hay noticias de renovación ni de que nadie se haga cargo de ella?

Bailey movió negativamente la cabeza.

—He pulsado algunas buenas fuentes aquí, y me aseguran que no. Nadie de la comunidad financiera lo hará, sobre todo por las pérdidas del hotel, ya le di una estimación de ellas, además de la mala administración, que es bien conocida.

O'Keefe afirmó pensativamente, y luego abrió el cuaderno que había estado estudiando. Escogió una sola página, escrita a máquina.

—Es usted muy optimista en su idea sobre ganancias potenciales. —Sus ojos brillantes y astutos se encontraron con los de Bailey.

El contador se sonrió apenas y con dureza:

—No soy propenso a fantasías extravagantes, como usted sabe. No hay la menor duda de que se podría establecer una situación de beneficios reales, y rápidos, con una renovación de recursos y revisando los existentes. El factor clave es la administración. Es increíblemente mala —señaló el joven—; Sean ha estado trabajando en ese sentido.

Con un matiz de propia importancia, y hojeando las notas, Hall comenzó:

—No hay una cadena efectiva de autoridad, con el resultado de que los jefes de departamento tienen, en algunos casos, atribuciones extraordinarias. Un ejemplo del caso, es la compra de alimentos, donde…

—Un momento.

Ante la interrupción de su jefe, Hall se calló al instante.

Curtis O’Keefe dijo con firmeza:

—No es necesario darme todos los detalles. Espero que ustedes, caballeros, se ocupen de eso cuando sea necesario. Lo que quiero en esta reunión, es un panorama general. —A pesar de la relativa gentileza de la censura, Hall se sonrojó, y desde el otro extremo de la habitación, Dodo le disparó una mirada de comprensión.

—Entiendo —dijo O’Keefe— que además de la debilidad de la administración, hay una buena cantidad de hurtos del personal, que absorben los ingresos.

El contador joven asintió con énfasis:

—Mucho, señor, sobre todo en alimentos y bebidas. —Estaba por describir sus estudios bajo mano en los distintos bares y salones, pero se contuvo. Podría ocuparse de eso más adelante, después de consumarse la compra y cuando la «tripulación de naufragio» entrara en escena.

En su breve experiencia, Sean Hall sabía que el procedimiento para adquirir un nuevo eslabón en la cadena de hoteles «O’Keefe» seguía invariablemente el patrón establecido. Primero, muchas semanas antes de cualquier negociación, un «equipo-espía», en general encabezado por Odgen Bailey, se trasladaba al hotel, registrándose sus integrantes como huéspedes normales. A fuerza de una astuta y sistemática observación, complementada a veces con sobornos, el equipo compilaba un estudio financiero y de funcionamiento, estableciendo las debilidades y estimando la fuerza potencial oculta. Cuando era apropiado, como en el presente caso, se hacían preguntas discretas fuera del hotel, entre la comunidad comercial de la ciudad. La magia del nombre de O’Keefe, más la posibilidad de futuras negociaciones con la cadena de hoteles más grande de la nación, era, por lo general, suficiente para lograr cualquier información que se buscara. Sean Hall había aprendido hacía mucho tiempo que la lealtad estaba en segundo término con referencia al propio interés práctico, en los círculos financieros.

Luego, con este conocimiento acumulado, Curtis O’Keefe dirigía las negociaciones, que casi siempre tenían éxito. Entonces era cuando entraba en acción la «tripulación de naufragio».

La «tripulación de naufragio», dirigida por uno de los vicepresidentes de los «Hoteles O’Keefe», era un grupo de expertos en administración, de mente inflexible y de trabajo rápido. Podían y lograban convertir cualquier hotel al patrón típico O’Keefe en muy poco tiempo. Los primeros cambios que realizaba la «tripulación de naufragio» afectaban al personal y a la administración; las medidas más importantes que involucraban reconstrucción e instalaciones materiales, vendrían después. Pero sobre todo, la tripulación trabajaba sonriente, asegurando a todos los interesados que no habría innovaciones graves, aunque las hubiera. Como lo expresó un miembro del equipo: «Cuando entramos nosotros, lo primero que decimos es que no se prevén cambios para el personal. Luego, comenzamos a despedir gente».

Sean Hall suponía que lo mismo iba a suceder pronto en el «St. Gregory Hotel».

Sean Hall, que era un joven precavido, con educación cuáquera, se preguntaba a veces qué parte le tocaba en todos estos asuntos.

A pesar de ser novato como ejecutivo de O’Keefe, ya había observado bastantes hoteles de carácter agradable e individual, atrapados por la conformación de la administración en cadena. De una forma remota, el proceso lo entristecía. Tenía pensamientos incómodos también, respecto a la ética con que se lograban algunos fines.

Pero siempre, el contrapeso para tales escrúpulos era la ambición personal y el hecho de que Curtis O’Keefe pagaba con generosidad los servicios que se le prestaban. El cheque con el salario mensual y la creciente cuenta en su Banco, eran causa de satisfacción para Sean Hall, aun en sus momentos de desasosiego.

Había también otras posibilidades que, hasta en momentos de extravagantes ilusiones, sólo se permitía considerar a muy largo plazo. Esta mañana, desde que había entrado en la suite, había sentido en forma muy intensa la presencia de Dodo, si bien en ese momento evitaba mirarla en forma directa. Su rubia y provocativa sensualidad, que parecía invadir la habitación como un aura, provocaba reacciones en Sean Hall, que en su casa, la hermosa esposa morena (un encanto en las canchas de tenis y secretaria de la Asociación de Padres y Maestros) no había logrado jamás. Considerando la buena fortuna de Curtis O’Keefe, era un pensamiento especulativo y fantasioso recordar que en un principio aquel hombre sólo había sido un contador joven y ambicioso.

Sus especulaciones fueron interrumpidas por una pregunta de O’Keefe:

—Su impresión con respecto a la mala administración, ¿se aplica a todos en general?

—No por completo, señor —Sean Hall consultó sus notas, concentrándose en el tema, que desde dos semanas atrás se le había hecho familiar—. Hay un hombre, el subgerente general, McDermott, que parece muy competente. Treinta y dos años de edad, y está graduado en Cornell-Statler. Por desgracia tiene una mancha en su hoja. La oficina central hizo una investigación. Aquí tengo el informe.

O'Keefe leyó con cuidado la hoja que el joven contador le dio. Contenía los hechos esenciales del despido de Peter McDermott, del «Waldorf» y sus subsecuentes intentos infructuosos, hasta que llegó al «St. Gregory» y encontró nuevo empleo.

El magnate de los hoteles devolvió la hoja, sin comentarios. La decisión con respecto a McDermott sería asunto de la «tripulación de naufragio». Sus miembros, sin embargo, estaban enterados de la insistencia de Curtis O’Keefe en que todos los empleados de su cadena de hoteles tuvieran una moral sin mácula. Por muy competente que fuera McDermott, era poco probable que continuara allí, bajo el nuevo régimen.

—También hay otras personas capaces —continuó Sean Hall—, pero en puestos «menores».

Continuaron hablando durante quince minutos más. Al fin, Curtis O’Keefe anunció:

—Gracias, señores. Llámenme si hay alguna novedad importante. De otro modo, yo me pondré en comunicación con ustedes.

Dodo los acompañó hasta la puerta.

Cuando volvió, Curtis O’Keefe estaba extendido cuan largo era, sobre el sofá que habían dejado libre los dos contadores. Tenía los ojos cerrados. Desde el comienzo de sus negocios había cultivado la capacidad de relajarse algunos momentos disponibles durante el día, renovando la energía que sus subordinados, algunas veces, pensaban que era inagotable.

Dodo lo besó suavemente en los labios.

Sintió su humedad y su cuerpo lleno, tocando apenas el suyo. Sus largos dedos buscaron la base de su cráneo, acariciándolo apenas en la línea del pelo. Una guedeja de su cabello cayó como una caricia sobre su cara.

La miró sonriendo.

—Estoy cargando mis baterías. —Luego, contento, agregó—: Lo que estás haciendo me ayuda.

Los dedos de ella continuaban el masaje. A los diez minutos, Curtis estaba descansado y refrescado. Se estiró, abrió una vez más los ojos, y se incorporó. Luego, de pie, abrió los brazos a Dodo.

Ella se llegó hasta él con abandono, acercándose, presionando su cuerpo contra el de él. Ya sentía que la siempre despierta sensualidad de ella se había convertido en una llama quemante, exigente.

Con creciente excitación, la llevó al dormitorio contiguo.

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