Hotel

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Martes » 15

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15

Sólo quedaban pocos minutos del martes.

En un local de strip de Bourbon Street, una rubia de ampulosas caderas se apretaba a su compañero, con una mano puesta sobre el muslo de él, y los dedos de la otra acariciándole la nuca.

—… desde luego —dijo—. Por supuesto que quiero acostarme contigo.

Le había dicho que se llamaba Stan No-sé-cuantos, de una pequeña ciudad de Iowa, de la que nunca había oído hablar. «Y si me echa el aliento una vez más —pensó—, voy a vomitar. No es mal aliento… ¡es que viene en forma directa de una cloaca!»

—¿Qué estamos esperando, entonces? —preguntó el hombre con grosería. Tomó la mano de ella, moviéndola un poco más arriba, en la parte interior de su muslo—. Tengo aquí algo especial para ti, nena.

La mujer pensó con desprecio: «Todos los que vienen aquí dicen lo mismo, jactanciosos, groseros… convencidos de que lo que tienen entre las piernas es algo excepcional por lo que las mujeres se vuelven locas, y tan irracionalmente orgullosos como si lo hubieran cultivado ellos mismos, como un pepino premiado. Con seguridad si se lo sometiera a una prueba al rojo-blanco, éste terminaría mostrándose incapaz y plañidero, como otros». Pero no tenía intención de comprobarlo. ¡Dios…!, ¡con ese espantoso aliento…!

A pocos pasos de su mesa, una discordante orquesta de jazz, demasiado inexperta para trabajar en uno de los mejores lugares de Bourbon Street como el «Famous Door» o el «Paddock», estaba terminando un número con entusiasmo. Había sido bailado (si se puede llamar baile a un meneo cualquiera) por una Jane Mansfield. (Una artimaña de Bourbon Street era tomar el nombre de una artista célebre, exhibirlo con una leve falta de ortografía, y adjudicárselo a una desconocida, con la esperanza de que el público al pasar, pudiera confundirla con la verdadera).

—Escucha —dijo el hombre de Iowa, impaciente—, ¿por qué no nos vamos?

—Ya te lo he dicho, trabajo aquí. Todavía no puedo marcharme. Tengo que hacer mi número.

—Manda al diablo tu número.

—Vamos, querido, eso no se dice —y como en una repentina inspiración, la rubia de amplias caderas le preguntó—: ¿En qué hotel estás?

—En el «St. Gregory».

—No queda lejos de aquí.

—Podrías quitarte las bragas dentro de cinco minutos.

Ella refunfuñó:

—¿No puedo tomar una copa antes?

—Por supuesto que sí. ¡Vámonos!

—Espera, querido Stanley. ¡Tengo una idea!

Todo marchaba a pedir de boca, pensó la mujer, como una comedia bien ensayada. ¿Y por qué no? Era la milésima representación, para obtener unos cientos de dólares, de cualquier forma. En la hora y media pasada, Stan No-sé-cuantos, viniera de donde viniera, había seguido con docilidad la vieja rutina: la primera copa… una prueba, a cuatro veces el precio que hubiera pagado en un bar normal. Luego el camarero la había traído a ella, para acompañarlo. Se les había servido una sucesión de bebidas, aunque lo mismo que las otras muchachas que trabajaban a comisión en el bar, ella sólo tomó té frío en lugar del whisky ordinario que tomaban los clientes. Y más tarde había advertido en secreto al camarero que apurara el tratamiento completo… una botella abierta de champaña del país, cuyo precio sería, si bien «Stanley El Tonto» todavía no lo sabía, de cuarenta dólares… ¡y a ver si podía marcharse sin pagar!

De manera que lo que quedaba por hacer era abandonarlo; sin embargo, si las cosas seguían bien, podría ganarse otras pequeñas comisiones. Después de todo, tenía derecho a alguna bonificación por soportar semejante aliento.

El hombre preguntó:

—¿Qué idea, nena?

—Déjame la llave de tu hotel. Puedes conseguir otra en la recepción; siempre tienen llaves de repuesto. Tan pronto termine aquí, iré a reunirme contigo. —Apretó donde él le había colocado la mano—. Asegúrate de estar preparado para mí.

—Estaré listo.

—Bien, entonces dame la llave.

La tenía en la mano, pero fuertemente sujeta.

Pensándolo dijo:

—Oye, estás segura de que…

—Querido, te prometo que volaré —sus dedos se movieron otra vez. El nauseabundo sujeto, probablemente, mojaría sus pantalones en un minuto—. Después de todo, Stan, ¿qué muchacha no lo haría?

Puso la llave en la mano de ella.

Antes de que pudiera arrepentirse, la muchacha se había marchado de la mesa. El camarero se ocuparía del resto, ayudado por un hombre musculoso, si Mal-aliento protestaba por la cuenta. Probablemente no lo haría: así como tampoco volvería. Los idiotas nunca volvían.

Se preguntaba cuánto tiempo permanecería tendido, esperanzado, en la habitación del hotel, y cuánto le costaría comprender que ella no iría, ni ahora ni nunca, aunque permaneciera allí por el resto de su inútil vida.

Unas dos horas más tarde, al fin de una jornada tan monótona como la mayoría de ellas, aunque para su consuelo un poco más productiva, la rubia de amplias caderas vendió la llave por diez dólares.

El comprador era Keycase Milne.

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