Hotel

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Miércoles » 1

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En cuanto los primeros rayos de luz de una nueva aurora se filtraron tenuemente sobre Nueva Orleáns, Keycase, sentado sobre la cama de su habitación en el «St. Gregory», estaba fresco, alerta y listo para trabajar.

Había dormido con sueño profundo la tarde anterior y las primeras horas de la noche. Luego hizo una excursión desde el hotel, volviendo a las dos de la madrugada. Había vuelto a dormir otra hora y media, despertándose bien despejado en el momento que se había propuesto. Se levantó, afeitó y duchó, terminando con agua fría. La lluvia helada tonificó su cuerpo, al principio con un hormigueo, y luego entrando en calor al frotarse en forma vigorosa con la toalla.

Parte de su ritual previo a un saqueo profesional, era ponerse ropa interior fresca y una camisa limpia planchada. Ahora podía sentir la agradable aspereza de la tela, que se complementaba con el punto de tensión al que se había acostumbrado. Si por un instante experimentó alguna duda breve e inquietante (una sombra de temor concerniente a la terrible posibilidad de ser enviado a prisión por quince años, si lo cogían una vez más), la desechó en seguida.

Mucho más satisfactoria era la facilidad con que había llevado a cabo sus preparativos.

Desde su llegada el día anterior, había aumentado su colección de llaves del hotel, de tres a cinco.

Una de las dos llaves extra, la había obtenido la noche anterior de la forma más simple, pidiéndola en el mostrador, principal del hotel. El número de su habitación era 830. Había pedido la llave 803.

Antes de hacerlo, tomó ciertas precauciones elementales. Se aseguró que la llave 803 estaba en el papel, y que la casilla debajo de la llave no contenía cartas ni mensajes. En caso afirmativo, habría esperado. Cuando entregaban cartas o mensajes, los empleados tenían la costumbre de preguntar su nombre a los que reclamaban las llaves. Había estado rondando hasta que el mostrador estuvo lleno; luego se unió a la fila de varios huéspedes. Le entregaron la llave sin preguntar. De presentarse cualquier tropiezo, hubiera dado la explicación, muy aceptable, de que había confundido el número.

La facilidad de todo, se dijo, era un buen augurio. Más tarde, después de asegurarse de que había cambiado el turno de empleados, conseguiría las llaves 380 y 930 de la misma manera.

Una segunda tentativa tuvo, también, buen resultado. Dos noches antes, a través de un contacto responsable, había hecho ciertos arreglos con una muchacha de Bourbon Street. Fue ella quien le proporcionó la quinta llave, con la promesa de otras más.

Sólo la terminal del ferrocarril, después de una tediosa vigilia que cubrió muchas partidas de trenes, no le había dado resultado. Lo mismo había sucedido en otras ocasiones y en otras partes, y Keycase decidió aprovechar la experiencia. Los que viajaban por tren eran, sin duda, más conservadores que los que viajaban por aire y tal vez por esa razón tuvieran más cuidado con las llaves del hotel. De manera que en lo futuro eliminaría de sus planes las terminales ferroviarias.

Miró la hora. Ya no había motivo para retrasarse, aun cuando advirtió que experimentaba una curiosa desgana de dejar la cama donde estaba sentado. Pero, sobreponiéndose, completó sus dos últimos preparativos.

En el cuarto de baño se sirvió el tercio de un vaso de whisky. Hizo prolongadas gárgaras con la bebida, aunque sin ingerirla, escupiéndola en el lavabo.

Luego tomó un periódico doblado… una primera edición del Times-Picayune, comprado anoche… y se lo colocó bajo el brazo.

Por fin, después de registrar sus bolsillos donde había dispuesto su colección de llaves por orden de números, salió de su habitación.

Sus zapatos con suela de goma, no hacían ruido en la escalera de servicio. Bajó dos pisos hasta el sexto, moviéndose con comodidad, sin prisa. Al entrar al corredor del sexto piso, miró con precaución y disimulo hacia uno y otro lado, por si alguien pudiera observarlo. El corredor estaba desierto y silencioso.

Keycase ya había estudiado el esquema del hotel y el sistema de numeración de las habitaciones. Tomando la llave 641 del bolsillo, la retuvo con naturalidad en la mano y caminó despacio hacia donde estaba la habitación.

La llave era la primera que había obtenido en el aeropuerto de Moisant. Keycase, sobre todas las cosas, tenía una mente ordenada.

La puerta de la 641 estaba frente a él. Se detuvo. No se veía luz por debajo de ella. Tampoco se oía ruido dentro. Sacó los guantes y se los puso.

Sintió que se aguzaban sus sentidos. Sin hacer el menor ruido, insertó y giró la llave. En el más profundo silencio la puerta se abrió. Quitando la llave, entró, cerrándola con mucha suavidad tras de sí.

Las débiles luces del amanecer menguaban la oscuridad interior. Keycase se quedó inmóvil, orientándose, hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra.

La claridad grisácea era una razón por la que los avezados ladrones de hoteles elegían esa hora para operar. La luz era suficiente para ver y evitar obstáculos y, con suerte, podían eludir el ser vistos. Había otras razones, también. Era un momento de calma en la vida de cualquier hotel… el personal de la noche, todavía en funciones, estaba menos alerta cuando faltaba poco tiempo para cambiar el turno. El personal diurno todavía no había entrado. Los huéspedes… hasta los jaraneros y noctámbulos, estaban ya en sus habitaciones y casi con seguridad dormidos. El amanecer también daba a la gente una sensación de seguridad, como si los peligros de la noche hubieran pasado.

Keycase podía ver, sin embargo, la forma de una mesita de noche. A la derecha, estaba la sombra de una cama; a juzgar por la respiración, reposada, el ocupante dormía.

La mesita de noche era el primer lugar donde buscar dinero.

Se movió con cautela, sus pies explorando en torno para no tropezar. Se estiró para tocar la mesita de noche al aproximarse. Exploró con la punta de los dedos. Los dedos enguantados encontraron una pequeña pila de monedas. No le interesaban. Las monedas hacían ruido. Pero donde había monedas, era probable que estuviera la cartera. ¡Ah!, la había encontrado. Y muy abultada.

Una luz brillante iluminó de pronto la habitación.

Sucedió tan repentinamente, sin el menor anuncio ni sonido, que la rapidez de Keycase, de la que se enorgullecía, le falló por completo.

La reacción fue instintiva. Dejó caer la cartera y se volvió con aire culpable, encarado a la luz.

El hombre que había encendido la lámpara al lado de la cama, estaba en pijama, sentado. Se le veía joven, fuerte y colérico.

Sin contenerse, exclamó:

—¿Qué demonios está haciendo?

Keycase se detuvo con la boca abierta, con expresión tonta, incapaz de hablar.

Lo probable, razonó en seguida Keycase, es que el que despierta, necesite uno o dos segundos para recuperar toda su claridad mental, motivo por el cual no había percibido la culpabilidad inicial de su visitante. Pero por el momento, consciente de haber perdido una preciosa ventaja, Keycase intentó recuperar la iniciativa, aunque su reacción resultara tardía.

Balanceándose como si estuviera borracho, exclamó:

—¿Qué significa eso de qué estoy haciendo? ¿Qué está haciendo usted en mi cama? —simulando despreocupación se quitó los guantes.

—¡Al demonio con usted…! ¡Ésta es mi cama! ¡Y mi habitación!

Acercándose, Keycase le exhaló el aliento cargado del whisky de las gárgaras. Vio que el otro se retraía. Ahora Keycase pensaba con rapidez y con toda frialdad, como siempre lo había hecho. Había sorteado situaciones tan peligrosas como ésta, con anterioridad.

Era importante, llegado este punto, entrar en la fase defensiva, y no continuar con el tono agresivo, porque si no el legítimo propietario de la habitación, podía asustarse y pedir socorro. Además, éste tenía todo el aspecto de poder resolver cualquier contingencia por sí mismo.

—¿Su habitación? ¿Está seguro? —preguntó Keycase con expresión tonta.

El hombre de la cama estaba más colérico que nunca:

—¡Despreciable borracho! ¡Por supuesto que estoy seguro de que ésta es mi habitación!

—¿Es la 614?

—¡Estúpido fantoche! ¡Es la 641!

—Lo siento, amigo. Me parece que me he equivocado. —Keycase tomó el diario que llevaba debajo del brazo para dar la impresión de que acababa de llegar de la calle—. Éste es el diario de la mañana. Se lo dejo como atención especial.

—No quiero su maldito periódico. ¡Cójalo y váyase!

¡Había salido bien! Una vez más, la ruta de escape bien planeada había dado resultado.

—Lo siento, amigo. No es necesario que se enoje. Me voy —agregó desde la puerta.

Ya casi había salido; el hombre seguía en la cama, todavía echando chispas. Utilizó un guante doblado para abrir el picaporte. Sólo entonces lo había logrado. Keycase cerró la puerta tras de sí.

Escuchando atentamente, oyó que el hombre se levantaba de la cama y los pasos que se dirigían hacia la puerta; ésta sonó, y el de dentro colocó la cadena de seguridad. Keycase continuó escuchando.

Durante cinco largos minutos permaneció en el corredor sin volverse, esperando que el hombre de la habitación telefonearía abajo. Era esencial saberlo. Si sucedía, Keycase debía volver al punto a su habitación antes de que se diera la alarma. Pero no hubo ningún ruido ni sonó el teléfono. El peligro, de momento, había desaparecido.

Después, sin embargo, el asunto podría ser diferente.

Cuando míster 641 despertara, a plena luz de la mañana, recordaría lo ocurrido. Pensando en ello, podría plantearse algunos interrogantes. Por ejemplo: ¿Cómo era posible que alguien al equivocarse de habitación, pudiera entrar en ésta, utilizando la llave de otra? Y una vez dentro, ¿por qué se quedó en la oscuridad en lugar de encender la luz? También estaba la reacción inicial de culpabilidad de Keycase. Un hombre inteligente, despierto por completo, podría reconstruir esa parte de la escena. En cualquier caso, habría bastante razón para hacer una indignada llamada telefónica al gerente del hotel.

La gerencia, representada quizá por el detective del hotel, reconocería en seguida los síntomas y se realizarían los controles de rigor. Entrevistarían al ocupante de la habitación 614, quienquiera que fuese y con seguridad pondrían frente a frente a ambos huéspedes. Los dos afirmarían que jamás se habían visto. El detective no se sorprendería, pero confirmaría su sospecha referente a la presencia de un ladrón profesional en el hotel; la noticia cundiría con rapidez. De tal manera al iniciarse la campaña de Keycase, todo el personal del hotel sería alertado.

También era probable que el hotel se pusiera en contacto con la Policía local. Ellos a su vez pedirían información al F. B. I. con respecto a ladrones de hoteles conocidos que pudieran estar operando por allí. Si llegaba esa lista, era seguro que traería incluido el nombre de Julius Keycase Milne. Habría fotografías, instantáneas policiales para ser exhibidas a los empleados del hotel y otras personas.

Lo que debería hacer era recoger y huir. Si se apresuraba, podía salir de la ciudad en menos de una hora.

Sólo que no era tan simple. Había invertido el dinero: el coche, el motel, su habitación en el hotel, la muchacha del strip. Ahora, sus fondos andaban escaseando. Tenía que obtener una ganancia, y buena, de Nueva Orleáns. Piénsalo otra vez, se dijo Keycase. Piénsalo.

Hasta ahora había analizado los aspectos negativos del problema. Había que estudiarlo de otra manera.

Aun cuando se produjera la secuencia de acontecimientos que había imaginado, podrían transcurrir varios días. La Policía de Nueva Orleáns estaba ocupada. De acuerdo con la información del matutino, todos los detectives disponibles estaban trabajando a destajo en un caso aún no resuelto de un atropello y huida del conductor: un doble homicidio que había producido gran conmoción en la ciudad entera. No era probable que la Policía restara tiempo a eso, cuando en el hotel no se había cometido ningún crimen. Por supuesto, que en algún momento vendrían. Siempre era así.

De manera que ¿cuánto tiempo tenía? Sin ser optimista, otro día completo; probablemente, dos. Lo meditó con cuidado. Sería suficiente.

El viernes por la mañana, después de haber conseguido lo que quería, podría abandonar la ciudad sin dejar rastro. Y así lo resolvió.

Pero ahora, en ese momento, ¿qué haría? ¿Volver a su habitación del octavo piso, dejando el resto de la tarea para mañana, o seguiría adelante?

La tentación de abandonar el primitivo plan era muy fuerte. El incidente de un momento antes lo había sacudido mucho más —si era sincero consigo mismo— que otros episodios anteriores y similares. Su propia habitación le parecía un seguro y confortable refugio.

Definitivamente, resolvió seguir adelante. Cierta vez había leído que cuando el piloto de un avión militar tenía un accidente por causas que le eran ajenas, en seguida se le enviaba a otro vuelo antes de que perdiera su temple. Él debía seguir el mismo principio.

La primera llave que había obtenido le había fracasado. Tal vez fuera un augurio, indicando que debería alterar el orden y probar con la última. La muchacha de Bourbon Street le había dado la 1062. ¡Otro augurio! ¡Su número de suerte… el 2! Contando los pisos mientras subía, Keycase ascendió por la escalera de servicio.

El hombre llamado Stanley, de Iowa, que había caído en la treta más antigua en Bourbon Street, estaba por fin dormido. Al principio había aguardado a la rubia de amplias caderas, con esperanza; luego, a medida que pasaba el tiempo, éstas empezaron a disminuir, a lo que se añadió la poco agradable sensación de haber sido timado. Al final, cuando sus ojos no pudieron permanecer abiertos por más tiempo, se dio vuelta y cayó en un profundo sueño alcohólico.

No oyó a Keycase cuando entró y tampoco cuando se movió cuidadosamente y metódicamente por la habitación. No se interrumpió su profundo sueño mientras Keycase le quitaba el dinero de la cartera y se guardaba el reloj y el anillo de sello, la pitillera de oro, el encendedor que hacía juego y unos gemelos de brillantes. Tampoco se movió cuando Keycase se marchó silenciosamente.

Era mediodía cuando Stanley, de Iowa, se despertó, y pasó otra hora antes de que advirtiera entre la penumbra de su lastimosa condición física, que le habían robado. Cuando por fin comprendió la importancia de este nuevo desastre, que se agregaba a su presente estado, más la costosa e improductiva aventura de la noche anterior, se sentó en una silla y lloró como un niño.

Mucho antes de eso, Keycase ponía a buen recaudo su botín.

Saliendo de la 1062, Keycase decidió que había demasiada luz para arriesgar otra partida, y volvió a su propia habitación, 830. Contó el dinero. Sumaba la satisfactoria cantidad de noventa y cuatro dólares, la mayor parte en billetes de cinco y de diez, todos usados, lo que significaba que no podían ser identificados. Con verdadero placer agregó el dinero de su propia cartera.

El reloj y otras cosas eran más difíciles de ocultar. Al principio había vacilado con respecto a la conveniencia de cogerlas, pero había cedido a la codicia y a la ocasión. Desde luego, implicaba un peligro en algún momento del día. La gente podía perder dinero y no estar segura de cuándo ni cómo, pero la ausencia de joyas indicaba un robo, en forma concluyente. Ahora era mucho más probable la rápida atención de la Policía, y el tiempo que se había otorgado podía ser menor, aunque tal vez no fuera así. Encontró que su confianza aumentaba, con una mejor disposición para correr riesgos, si era necesario.

Entre sus efectos había una maleta pequeña, de hombre de negocios, del tipo que se puede entrar y sacar de un hotel sin llamar la atención. Keycase puso los artículos robados en ella, calculando que, sin duda, algún joyero de su confianza le pagaría por lo menos cien dólares aun cuando su verdadero valor fuera mucho mayor.

Esperó, dejando que el hotel despertara, y que el vestíbulo estuviera bastante concurrido. Entonces tomó el ascensor, salió de él, y caminó con la maleta hasta el aparcamiento de Canal Street, donde había dejado el coche la noche anterior. Desde allí, se dirigió conduciendo con cuidado, a su habitación en el motel sobre la carretera Chef Menteur. Se detuvo una vez en la ruta, levantó el capó del «Ford» simulando un problema en el motor, mientras sacaba la llave escondida en el filtro de aire del carburador. Se quedó en el motel sólo el tiempo necesario para pasar los efectos robados a otra maleta. En el camino de vuelta al centro, repitió la pantomima del coche, volviendo a colocar la llave en el escondrijo. Cuando hubo estacionado el coche (en un estacionamiento distinto) no había nada en su persona ni en la habitación del hotel que lo pudiera relacionar con las cosas robadas.

Se sentía tan contento con la forma en que se desarrollaban las cosas que se detuvo a desayunar en la cafetería del «St. Gregory».

Al salir vio a la duquesa de Croydon.

Un momento antes había salido del ascensor al vestíbulo del hotel. Los Bedlington terriers, tres de un lado y dos del otro, tiraban hacia delante con entusiasmo de exploradores. La duquesa sostenía las correas con firmeza y decisión, si bien sus pensamientos estaban en otra parte, los ojos fijos al frente, como si estuviera viendo mucho más allá, a través de las paredes del hotel. Su soberbia altivez, su señorío, eran tan evidentes como siempre. Sólo un observador muy alerta podría haber advertido líneas de tensión y cansancio en su rostro, que los afeites y un esfuerzo de voluntad no podían borrar del todo.

Keycase se detuvo, al principio sorprendido e incrédulo. Sus ojos lo sacaron de la duda: era la duquesa de Croydon. Keycase, ávido lector de revistas y periódicos, había visto demasiadas fotografías de ella para no estar seguro. Y la duquesa se hospedaba, presumiblemente, en este hotel.

Su cabeza trabajaba con velocidad. La colección de joyas de la duquesa de Croydon era una de las más fabulosas del mundo. Cualquiera que fuera la ocasión, siempre aparecía resplandeciente con sus alhajas. Aun ahora, sus ojos se entrecerraron al ver sus anillos y un broche de zafiros, que deberían ser de un valor incalculable. La costumbre de la duquesa significaba que, a pesar de las naturales precauciones, siempre tendría parte de su colección muy a mano.

Una idea a medio formar: inquieta, audaz, imposible… ¿lo sería? estaba tomando cuerpo en la mente de Keycase.

Continuó observando, mientras precedida por los perros, la duquesa de Croydon pasó por el vestíbulo hacia la calle soleada.

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