Hotel

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Miércoles » 3

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Como lo hacía la mayoría de las mañanas Curtis O’Keefe, primero se duchó y luego rezó. El procedimiento era eficiente, ya que podía llegar a presencia de Dios, limpio, y además se secaba bien en una bata de tela de esponja durante los veinte minutos, más o menos, que permanecía de rodillas.

Un sol brillante que entraba en la suite, confortable y fresca por el aire acondicionado, daba al hotelero una sensación de bienestar. La sensación se transfirió a sus locuaces oraciones que adquirieron el aire de una conversación íntima entre iguales. Curtis O’Keefe no olvidó, sin embargo, recordar a Dios su gran interés en el «St. Gregory Hotel».

El desayuno se servía en la suite de Dodo. Ella hizo el pedido para ambos, después de pensarlo mucho leyendo el menú, y luego de una interminable conversación con el servicio de habitaciones, durante la cual cambió toda la orden varias veces. Hoy la elección del jugo parecía causarle mucha incertidumbre y dudó (a través del diálogo, que duró varios minutos, con la persona invisible que tomaba el pedido), sobre los méritos del ananá, del pomelo y la naranja. Curtis O’Keefe, divertido, imaginaba el trastorno que la prolongada conversación causaría en la mesa de pedidos del servicio de habitaciones, muy ocupado, once pisos más abajo.

Esperando que llegara el desayuno, hojeó el periódico matutino, el Times-Picayune de Nueva Orleáns, y el New York Times enviado por correo aéreo. Observó que localmente no había novedad con respecto al caso del atropello y fuga, que había eclipsado la mayor parte de las otras noticias de Crescent City. En Nueva York, vio que en el «Big Board» las acciones de los «O’Keefe Hotels» habían bajado tres cuartos de punto. La declinación no tenía importancia… era una fluctuación normal, y era seguro que habría un alza neutralizante cuando se enteraran de la nueva adquisición de la cadena, en Nueva Orleáns, como era posible que sucediera pronto.

El pensamiento le recordó los dos días fastidiosos que tendría que pasar en espera de la confirmación. Se arrepintió de no haber insistido en obtener una decisión la noche anterior; pero ahora, habiendo empeñado su palabra, no había nada que hacer más que pasar el tiempo con paciencia. No tenía la más mínima duda de una decisión favorable de parte de Warren Trent. En realidad, no había alternativa posible.

Cuando estaban terminando el desayuno, hubo una llamada telefónica, que Dodo atendió, de Hank Lemnitzer, el representante personal de Curtis O’Keefe en la costa occidental. Sospechando a medias la naturaleza de la llamada, la tomó en su propia suite, cerrando la puerta de comunicación tras de sí.

El tema que le interesaba y esperaba se tratara, llegó después de un informe de rutina sobre varios intereses financieros (ajenos al negocio de hoteles) en los cuales Lemnitzer intervenía con astucia.

—Hay algo más, míster O’Keefe… —El arrastre nasal californiano se percibió a través del teléfono—. Se trata de Jenny LaMarsh, la muñeca… er… la joven por la cual usted mostró interés aquel día, en el «Beverly Hills Hotel»… ¿lo recuerda?

O'Keefe lo recordaba muy bien: una sorprendente morena, con una figura soberbia, sonrisa fría y divertida, y un ingenio travieso. Le habían impresionado tanto sus manifiestas posibilidades como mujer, como la fluidez de su conversación. Alguien había dicho, le parecía recordar, que ella se había graduado en Vassar. Tenía un contrato no muy bueno con uno de los más pequeños estudios cinematográficos.

—Sí, la recuerdo.

—He hablado con ella, míster O’Keefe, unas pocas veces. De cualquier manera estaría encantada de acompañarlo en uno o dos viajes.

No había necesidad de preguntar si miss LaMarsh sabía el tipo de relación que el viaje involucraría. Hank Lemnitzer se habría encargado de eso. Las posibilidades, admitió para sí Curtis O’Keefe, eran interesantes. La conversación, así como otras cosas, con Jenny LaMarsh, serían en extremo estimulantes. Sin duda, tampoco tendría dificultad en desenvolverse con acierto frente a personas extrañas. Desde luego no estaría indecisa frente a cosas tan simples como elegir un jugo de frutas.

Pero, para su propia sorpresa, vaciló.

—Hay algo que quisiera asegurar, y es el futuro de miss Lash.

La voz de Hank Lemnitzer llegó, con expresión confidencial, desde el otro extremo del continente:

—No se preocupe por eso. Me encargaré de Dodo, lo mismo que hice con las otras.

—Eso no es lo fundamental —dijo Curtis O’Keefe en tono terminante. A pesar de la eficiencia de Lemnitzer, a veces carecía de sutileza.

—¿Qué es lo fundamental, míster O’Keefe?

—Quiero que busque algo para miss Lash, específicamente. Algo bueno. Y quiero saberlo antes de que se marche.

La voz adquirió una expresión dubitativa.

—Espero poder hacerlo. Desde luego, Dodo no es muy inteligente…

—No quiero cualquier cosa, ¿comprende? —insistió O’Keefe—. Y tómese todo el tiempo que sea necesario.

—¿Y con respecto a Jenny LaMarsh?

—¿No tiene ella alguna otra cosa…?

—Creo que no. —Hubo un atisbo de mala voluntad para contemplar el capricho; luego, con viveza, una vez más—: Bien, míster O’Keefe, lo que usted diga. Lo llamaré.

Cuando O’Keefe volvió a la sala de la otra suite, Dodo estaba amontonando los platos del desayuno en la mesita de ruedas.

—¡No hagas eso! Hay personal en el hotel a quien se le paga para hacer ese trabajo —le dijo irritado.

—Pero, Curtie, me gusta hacerlo.

Volvió sus elocuentes ojos por un momento hacia él, y O’Keefe pudo ver que la había ofendido. Pero de todos modos ella dejó de hacerlo.

Sin saber la razón de su mal humor, le informó:

—Voy a dar una vuelta por el hotel. —Decidió que más tarde la compensaría llevándola a dar un paseo por la ciudad. Recordó que había una excursión por la bahía, en un viejo barco de tambores, llamado S. S. President. Generalmente, estaba lleno de turistas, y era el tipo de cosas que a ella le gustaban.

Al llegar a la puerta exterior, obedeciendo a un impulso, se lo dijo. Ella respondió echándole los brazos al cuello.

—¡Curtie, será hermoso! Me arreglaré el pelo para que no vuele con el viento. ¡Así!

Con movimiento grácil alzó un brazo y echó hacia atrás una guedeja de pelo rubio ceniza, sujetándolo tirante. El efecto, con el rostro levantado y su alegría espontánea, era de una belleza sencilla, tan grande, que O’Keefe sintió el impulso de cambiar sus planes y quedarse. En cambio, musitó algo acerca de volver en seguida, y cerró la puerta con brusquedad.

Bajó en un ascensor al entresuelo principal, y desde allí, por la escalera, al vestíbulo de entrada, apartando a Dodo de su mente, en forma definitiva. Caminando con aparente indiferencia, advertía las discretas miradas de los empleados del hotel que pasaban y que al verlo, parecían poseídos de repentina energía. Ignorándolos, continuó comprobando la condición de los empleados del hotel, comparando sus propias reacciones con el informe dado por Odgen Bailey. Su opinión del día anterior de que el «St. Gregory» necesitaba una mano firme que lo dirigiera, se vio confirmada por lo que observó. También compartió la opinión de Bailey, con referencia a las nuevas fuentes de ingresos. La experiencia le decía, por ejemplo, que aquellos macizos pilares en el vestíbulo, probablemente no sostenían nada encima. Si era así, sólo era cuestión de sacar una sección de cada uno, y alquilar el espacio para vitrinas a los comerciantes locales.

En la arcada más allá del vestíbulo vio un lugar de preferencia ocupado por el puesto de flores. La renta que percibía el hotel sería alrededor de trescientos dólares mensuales. Pero el mismo espacio, convertido en un salón moderno de cócteles, al estilo de los barcos fluviales, (¿por qué no?) podría aumentar, con facilidad, la renta a quince mil dólares, en el mismo período. La floristería podría ser trasladada a otro lugar, bien a mano.

Volviendo al vestíbulo, advirtió que había más espacio apto para producir dinero. Eliminando parte del lugar destinado al público, podían acomodarse media docena de mostradores (para líneas aéreas, alquiler de automóviles, excursiones, joyería, quizás una droguería) tal vez todos podrían caber achicándolos un poco. Desde luego, que significaría un ligero cambio en el aspecto; el actual aire de holgada comodidad habría desaparecido, con las plantas de adorno y las alfombras gruesas. Pero hoy en día, los vestíbulos iluminados, con brillantes avisos que se veían desde todas partes, era lo que ayudaba a hacer los balances de los hoteles más satisfactorios.

Otra cosa: la mayor parte de las sillas deberían ser retiradas. Si la gente quería sentarse, era más provechoso que se vieran obligados a hacerlo en uno de los bares o restaurantes del hotel.

Había aprendido una lección acerca de los asientos gratis, años atrás. Fue en su primer hotel… una construcción barata, una verdadera trampa con una fachada postiza, en una pequeña ciudad del Sudoeste. El hotel tenía una característica: una docena de pequeñas toilettes de pago, que en diversas ocasiones eran usadas, o parecían serlo, por todos los granjeros y rancheros de cien millas a la redonda. Para sorpresa del joven Curtis O’Keefe, los ingresos que producían eran sustanciales, pero había dos cosas que impedían que fueran mayores; la ley estatal ordenaba que uno de los doce retretes tenía que funcionar gratis, y el hábito que habían adquirido los astutos campesinos de hacer cola para utilizar la toilette gratuita. Resolvió el problema contratando al borracho de la ciudad. Por veinte centavos la hora y una botella de vino barato, el hombre se instalaba estoicamente en él, durante todos los días de trabajo. Los ingresos de las otras toilettes subieron con sorprendente rapidez.

Curtis O’Keefe sonrió al recordar el episodio.

Advirtió que el vestíbulo se estaba llenando. Un grupo de recién llegados acababa de entrar y estaban registrándose, seguidos por otros que todavía verificaban el equipaje que se descargaba de una limousine del aeropuerto. Se había formado una pequeña cola en el mostrador de la recepción. O’Keefe se quedó observando.

Entonces vio lo que hasta ese momento, en apariencia, nadie había advertido.

Un negro de mediana edad, bien vestido y con una maleta en la mano, había entrado en el hotel. Venía hacia la recepción, caminando con aire despreocupado, como si estuviera dando un paseo. En el mostrador, dejó su maleta, y esperó; era el tercero en la fila.

El intercambio de palabras fue claro y audible.

—Buenos días —dijo el negro. Su voz, con acento del medio este, era amable y culta—. Soy el doctor Nicholas. ¿Tiene una reserva para mí? —Mientras esperaba, se quitó el sombrero hongo de color negro, dejando al descubierto un cabello gris cuidadosamente cepillado.

—Sí, señor. Si quisiera registrarse, por favor. —Las palabras fueron pronunciadas antes de que el empleado levantara los ojos. Al hacerlo, sus facciones se endurecieron. Estiró la mano, y quitó el libro de registro que había ofrecido un momento antes—. Lo siento —dijo con firmeza—. El hotel está lleno.

Imperturbable, el negro respondió sonriente:

—Tengo una reserva. El hotel me envió una nota confirmándola —metió la mano en un bolsillo interior, y sacó su cartera llena de papeles, entre los cuales eligió uno.

—Debe de haber sido por error. Lo siento. —El empleado apenas miró la carta que le pusieron delante—. Tenemos un congreso.

—Ya lo sé —asintió el otro, su sonrisa apenas más débil que antes—. Es una reunión de odontólogos. Yo soy uno de ellos.

—No puedo hacer nada por usted —respondió el empleado moviendo la cabeza.

El negro retiró los papeles:

—En ese caso, quisiera hablar con alguna otra persona.

Mientras habían estado hablando, llegaron otros que se unieron a la fila, frente al mostrador. Un hombre con un impermeable con cinturón, preguntó con impaciencia:

—¿Qué pasa allí?

O'Keefe se mantuvo silencioso. Tenía la sensación de que en el vestíbulo, ahora lleno, había una bomba lista para estallar.

—Puede hablar con el ayudante del gerente. —Inclinándose hacia delante por sobre el mostrador, el empleado llamó—: ¡Míster Bailey!

Del otro lado del vestíbulo, un hombre mayor que estaba detrás de un escritorio, levantó los ojos.

—Míster Bailey, ¿quiere venir, por favor?

El ayudante de gerencia asintió, y con aspecto de cansancio, se enderezó. Mientras caminaba, su rostro arrugado asumió con evidente premeditación, una sonrisa profesional de bienvenida.

Un empleado antiguo, pensó Curtis O’Keefe; después de años de servicio como empleado del mostrador de recepción, se le había dado una silla y un escritorio en el vestíbulo de entrada, con autoridad para solventar los problemas menores que planteaban los huéspedes. El título de ayudante de gerencia, como en la mayoría de los hoteles, era para halagar la vanidad del público, haciéndole creer que estaba tratando con un personaje importante, más de lo que era en realidad. La verdadera autoridad del hotel estaba en las oficinas de los ejecutivos, donde no se veía.

—Míster Bailey —dijo el empleado—, he explicado a este caballero que el hotel está lleno.

—Y yo le he explicado —replicó el negro—, que tengo una reserva confirmada.

El ayudante de gerencia sonrió con benevolencia, abarcando con buena voluntad la fila de huéspedes esperando:

—Bien, vamos a ver qué es lo que podemos hacer —colocó una mano regordeta y manchada de nicotina en la manga del costoso traje del doctor Nicholas—. ¿Quisiera acompañarme y sentarse allí? —Como el otro le permitió que lo llevara hacia el escritorio, el ayudante dijo—: Temo que algunas veces suceden cosas así. Cuando ocurren, tratamos de arreglarlas.

Curtis O’Keefe reconoció que el viejo conocía su trabajo. Con suavidad y sin alboroto, había desviado una escena potencialmente embarazosa, trasladándola desde el centro del escenario a un costado. Entretanto los otros recién llegados se registraban en forma rápida ayudados por un segundo empleado que se había agregado al primero. Sólo un hombre joven, de amplios hombros y ojos de buho detrás de gruesos anteojos, se había apartado de la cola y observaba el nuevo suceso. Bien, pensó O’Keefe, quizá después de todo, no haya ningún estallido. Y continuó observando.

El ayudante de gerencia hizo un ademán ofreciendo a su acompañante una silla al lado del escritorio, y se sentó. Escuchó con atención y expresión grave, mientras el otro repitió la información que había dado al primer empleado.

Al fin el viejo asintió:

—Bien, doctor —el tono era breve y formal—, le pido disculpas por el malentendido, pero estoy seguro de que podremos encontrarle un lugar en la ciudad —con una mano atrajo un teléfono hacia sí, y levantó el auricular. La otra mano sacó una hoja del escritorio, con una lista de números telefónicos.

—Un momento. —Por primera vez la suave voz del visitante había subido de tono.—• Usted me dice que su hotel está lleno, pero sus empleados están registrando gente que entra en este momento. ¿Tienen ellos un tipo especial de reservas?

—Supongo que podría llamársela así. —La sonrisa profesional había desaparecido.

—¡Jim Nicholas! —El ostensible y alegre saludo resonó en el vestíbulo de entrada. Detrás de la voz, un hombre pequeño, anciano, con una cara rubicunda y vivaz, coronado por un mechón de cabellos blancos lacios, se adelantó con pasos cortos hacia el escritorio.

El negro se puso de pie.

—¡Doctor Ingram! ¡Me alegro de verlo! —Extendió la mano, que el más viejo estrechó.

—¿Cómo estás, Jim, hijo? No, ¡no respondas! Veo que estás bien. Además, próspero, por lo que se advierte. Supongo que tu profesión anda bien.

—Así es, gracias —el doctor Nicholas sonrió—. Desde luego, que mi trabajo en la Universidad me lleva mucho tiempo todavía.

—¡Como si no lo supiera! ¡Como si no lo supiera! He pasado la vida entera enseñando a muchachos como tú, y luego todos se van a trabajar donde les pagan bien. —Como el otro sonriera ampliamente—: De todos modos, parecería que tú has conseguido lo mejor de las dos cosas, con una buena reputación. Ese estudio que hiciste sobre tumores malignos bucales ha motivado muchas discusiones, y todos estamos esperando un informe de primera mano. Y a propósito, tendré el placer de presentarlo a la convención. ¿Sabes que me hicieron presidente este año?

—Sí, lo sabía. No puedo imaginar una elección mejor.

Mientras hablaban, el ayudante de gerencia se levantó con lentitud de su asiento. Sus ojos se movían inseguros de uno a otro rostro.

El hombre pequeño y canoso, el doctor Ingram, reía. Palmeaba en el hombro a su colega con jovialidad:

—Dame el número de tu habitación, Jim. Algunos nos reuniremos para tomar unas copas más tarde. Quiero que vengas.

—Por desgracia —dijo el doctor Nicholas—, me acaban de decir que no me darán habitación. Parece que la negativa tiene algo que ver con mi color.

Hubo un desagradable silencio. El presidente de los odontólogos se puso rojo. Luego los músculos de su rostro se endurecieron.

—Jim, yo me ocuparé de esto. Te prometo que habrán de pedirte disculpas y te darán una habitación. Si no es así, te garantizo que todos los otros dentistas abandonarán el hotel.

Un momento antes el ayudante de gerencia había llamado a un botones para decirle con urgencia:

—Busca a McDermott… ¡deprisa!

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