Hotel

Hotel


Miércoles » 7

Página 36 de 88

7

A Warren Trent le esperaban dos tareas que se había impuesto, y ninguna de las dos era agradable.

La primera era enfrentarse a Tom Earlshore con la acusación que Curtis O’Keefe había hecho la noche anterior: «Lo está desangrando». Había declarado refiriéndose al viejo barman: «Y a juzgar por las apariencias, desde hace mucho tiempo».

Tal como lo había prometido, O’Keefe había documentado sus acusaciones. Poco después de las diez de la mañana, se entregó a Warren Trent un informe (con detalles específicos de observaciones, fechas y reincidencias). El empleado que lo traía se presentó como Sean Hall de la «O’Keefe Hotels Corporation». El joven, que había venido directamente a la suite de Warren Trent en el decimoquinto piso, parecía confundido. El propietario del hotel se mostró agradecido, y lo invitó a que tomara asiento, mientras leía las siete páginas del informe.

Comenzó a leer, ceñudo, en un estado de ánimo que se acentuó en el transcurso de la lectura. No sólo el nombre de Tom Earlshore, sino también el de otros empleados de confianza, aparecían en las conclusiones de los investigadores. Era dolorosamente evidente que Warren Trent había sido engañado por cada una de las personas, hombres y mujeres, en quienes había confiado, incluyendo a algunos como Tom Earlshore, a los que consideraba como amigos personales. También resultaba obvio que el saqueo en todo el hotel era más grande que el que se documentaba aquí.

Doblando con cuidado las hojas escritas a máquina, las colocó en un bolsillo interior de su chaqueta.

Sabía que si no se controlaba, se encolerizaría, lo haría público, y castigaría uno por uno, a aquellos que traicionaron su confianza. Hasta podría sentir una triste satisfacción al hacerlo.

Pero la cólera excesiva era una emoción que ahora lo dejaba agotado. Decidió que hablaría personalmente con Tom Earlshore, pero con nadie más.

Sin embargo, reflexionó Warren Trent, el informe tenía una consecuencia útil. Lo desligaba de una obligación.

Hasta la noche anterior, gran parte de su pensamiento acerca del «St. Gregory» había estado condicionado a una lealtad que, suponía, debía a los empleados del hotel. Ahora, con la infidelidad que le había sido revelada, estaba libre de esa sujeción.

El resultado fue abrir una posibilidad, que antes había rechazado para mantener el control del hotel. Aun ahora, la perspectiva era dolorosa, razón por la que decidió dar el paso menos desagradable y buscar primero a Tom Earlshore.

El «Pontalba Lounge» estaba en el piso principal del hotel, accesible desde el vestíbulo, a través de las puertas de vaivén dobles, decoradas con cuero y bronce. Dentro, dos escalones alfombrados conducían a un espacio en forma de L, que contenía mesas y reservados con cómodos asientos tapizados. A diferencia de la mayor parte de los bares, el «Pontalba» estaba brillantemente iluminado. Esto significaba que los clientes se podían observar unos a otros, así como al bar mismo, que se extendía a lo largo de la L. Frente al bar, había una docena de altos taburetes acolchados, para los concurrentes no acompañados, que podían, si así lo deseaban, hacer girar sus asientos para inspeccionar la sala.

Eran las doce menos veinticinco cuando Trent entró desde el vestíbulo. El salón se hallaba casi vacío, sólo estaban un joven y una muchacha en uno de los reservados, y dos hombres con los distintivos de la convención, hablando en voz baja, en una mesa próxima. La habitual afluencia de clientes, en la hora previa al almuerzo, se produciría dentro de quince minutos, después de lo cual se habría perdido la oportunidad de hablar con tranquilidad. Pero el propietario del hotel pensó que diez minutos eran suficientes para lo que había venido a hacer.

Al verlo, un camarero se adelantó, pero fue despedido. Vio que Tom Earlshore estaba detrás del bar, de espaldas, y dedicado a leer las noticias de un periódico que había extendido sobre la caja registradora. Warren Trent caminó erguido hasta el bar, y se sentó en uno de los taburetes. Ahora podía ver que el viejo barman estudiaba un programa de carreras.

—¿Es ésa la forma en que ha estado utilizando mi dinero? —dijo.

Earlshore giró, con una expresión de asombro; después reflejó una ligera sorpresa y luego un aparente placer cuando se dio cuenta de quién era el visitante.

—¡Vaya, míster Trent! Le gusta a usted asustar a la gente. —Tom Earlshore, con habilidad, dobló el programa, metiéndolo en uno de los bolsillos posteriores de su pantalón. Bajo su cabeza calva, con un pelo blanco a lo Santa Claus, el rostro apergaminado se plegó en una sonrisa. Warren Trent se preguntó por qué no había sospechado nunca que era una sonrisa falsa.

—Hace mucho tiempo que no lo vemos por aquí, míster Trent. Demasiado tiempo.

—No se está quejando, ¿verdad?

Earlshore vaciló:

—Bien, no.

—Debí haber pensado que dejarlo solo le ha dado muchas oportunidades.

Una sombra de duda cruzó por el rostro del barman. Rió como para recobrar confianza.

—Siempre le ha gustado a usted hacer bromas, míster Trent. ¡Oh! Ya que está aquí, quiero mostrarle algo. He tenido intención de ir a verlo a su oficina, pero no he tenido tiempo —Earlshore abrió un cajón del mostrador y sacó un sobre del que extrajo una instantánea en colores—. Ésta es de Derek… mi tercer nieto… saludable, como su madre, gracias a lo que usted hizo por ella hace mucho tiempo. Ethel… es mi hija, lo recuerda… con frecuencia pregunta por usted; siempre le envía sus mejores saludos, lo mismo que todos los de casa. —Puso la fotografía sobre el bar. Warren Trent la tomó, y con deliberación, sin mirarla, se la devolvió.

—¿Qué sucede, míster Trent? —interrogó incómodo Tom Earlshore—. ¿Qué anda mal? —Como no hubo respuesta, insistió—: ¿Puedo ofrecerle algo?

Estuvo por rehusar, pero cambió de idea:

—Un Ramos gin fizz.

—¡Sí, señor! ¡En seguida! —Tom Earlshore buscó de prisa los ingredientes. Siempre había sido un placer verlo trabajar. Algunas veces, en el pasado, cuando Warren Trent tenía invitados en su suite, traía a Tom para que se ocupara de las bebidas, a causa de su forma de prepararlas, que se igualaba a la calidad de las mismas. Tenía una organizada economía de movimientos y la ágil destreza de un malabarista. Ahora lucía su pericia, colocando la bebida frente al propietario del hotel, con un floreo final.

Warren Trent sorbió un trago y asintió.

—¿Está bien? —preguntó Earlshore.

—Sí. Tan bueno como siempre. —Sus ojos se encontraron con los de Earlshore—. Y me alegro que así sea, porque es el último cóctel que hará en mi hotel.

La incomodidad se había convertido en aprensión. Earlshore se pasó la lengua por los labios, nervioso.

—Eso no puede ser verdad, míster Trent. No puede ser.

Ignorando la réplica, el propietario del hotel apartó su copa.

—Eso no puede ser verdad, míster Trent. No puede ser.

—¿Por qué lo hizo usted, Tom? ¿Por qué, entre todos, tenía que ser usted, precisamente?

—Le juro por Dios que no sé…

—No me engañe, Tom. Ya lo ha hecho bastante tiempo.

—Le digo, míster Trent…

—¡Basta de mentir! —La orden estalló en la quietud del ambiente.

Dentro del salón, el pacífico murmullo de conversaciones se interrumpió. Observando la alarma en los ojos inquietos del barman, Warren Trent comprendió que, detrás de sí, las cabezas se volvían. Tuvo conciencia de que afloraba la creciente cólera que había intentado controlar.

—Por favor, míster Trent —Earlshore tragó—, he trabajado aquí durante treinta años. Nunca me ha hablado de esta manera. —Su voz era apenas audible.

Desde el bolsillo interior de su chaqueta, donde lo había colocado, Warren Trent extrajo el informe de los investigadores de O’Keefe. Volvió dos páginas y dobló una tercera, cubriendo una parte con su mano.

—¡Lea! —ordenó.

Earlshore buscó los anteojos en el bolsillo y se los puso. Las manos le temblaban. Leyó unas líneas, y luego no leyó más. Levantó los ojos. Ahora ya no intentaba negar. Sólo sentía el instintivo miedo de un animal acorralado.

—¡No puede probar nada!

Warren Trent golpeó con su mano la superficie del bar. Sin importarle levantar la voz, dejó que su cólera estallara.

—Si quiero, puedo hacerlo. No se equivoque en cuanto a eso. Usted ha mentido y ha robado, y como todos los que mienten y roban, ha dejado rastros tras de sí.

Con un miedo terrible, Earlshore transpiraba. Era como si, de pronto, con explosiva violencia, su mundo, que creía seguro, se hubiera despedazado. Durante más años de los que podía recordar, había defraudado a su patrón… hasta un punto en el que desde hacía mucho tiempo, se consideraba invulnerable. En sus peores presagios, jamás había creído que ese día pudiera llegar. Ahora se preguntaba, temeroso, si el propietario del hotel tenía idea de lo grande que había sido el botín acumulado.

Warren Trent señalaba con su índice el documento que había entre ellos, sobre el bar.

—Esta gente percibió el olor de la corrupción porque no cometieron el error, mi error, de confiar en usted, considerándolo un amigo —durante un momento la emoción lo detuvo. Continuó—: Pero si ahondo, encontraré la evidencia. Hay mucho más de lo que se dice aquí. ¿No es así?

Abyectamente, Tom Earlshore asintió.

—Bien, no tiene por qué preocuparse. No intento procesarlo. Si lo hiciera, sentiría que estaba destruyendo algo de mí mismo.

—Le juro que si me da otra oportunidad —un atisbo de alivio cruzó por el rostro del anciano, que trató de ocultarlo en seguida— no volverá a suceder jamás —imploró.

—Quiere decir que ahora que ha sido descubierto, después de todos esos años de robos y embustes, gentilmente dejará de robar…

—Me será muy difícil, míster Trent… conseguir otro trabajo a mi edad. Tengo una familia…

—Sí, Tom, lo recuerdo —expresó Warren Trent con tranquilidad.

Earlshore se sonrojó.

—El dinero que ganaba aquí… este trabajo no era suficiente. Siempre había cuentas que pagar; cosas para los niños… —Se justificaba desmañadamente.

—Y las apuestas, Tom. No las olvidemos. Los corredores de apuestas siempre lo perseguían, ¿no es cierto? Querían que les pagara. —Era un disparo al azar, pero el silencio de Earlshore demostró que había dado en el blanco—. Ya se ha hablado bastante —cortó Warren Trent con brusquedad—. Ahora, márchese del hotel y no vuelva a poner los pies aquí, jamás.

Estaba entrando más gente al «Pontalba Lounge» por la puerta que comunicaba con el vestíbulo. El murmullo de la conversación se había reanudado. Un joven ayudante del barman llegó al bar y estaba sirviendo las bebidas, que los camareros recogían.

Tom Earlshore pestañeó, sin poder ceerlo.

—Míster Trent, es el momento de auge antes del almuerzo…

—Ya no es problema suyo. Usted no trabaja aquí.

Lentamente, como si lo inevitable lo penetrara, la expresión del exbarman cambió. Su anterior máscara de deferencia se disipó, tomando su lugar una sonrisa aviesa.

—Muy bien, me iré. Pero usted no tardará mucho en hacerlo. Míster Alto y Todopoderoso Trent, porque a usted también lo echarán, aquí todo el mundo lo sabe.

—¿Qué es lo que saben?

—Saben que usted es un viejo inútil y acabado —los ojos de Earlshore brillaban—, incapaz de dirigir nada, y mucho menos un hotel. Por eso perderá este hotel, con toda seguridad, y cuando eso suceda seré uno de los muchos que se reirán a carcajadas. —Vaciló, respirando pesadamente, sopesando las consecuencias de su actitud, con cautela, e inquietud. Pero el ansia de venganza prevaleció—: Durante más años de los que puedo recordar, usted ha actuado como si fuera el dueño de todo el mundo en el hotel. Tal vez haya pagado algunos centavos más en jornales, que otros; y haya hecho pequeñas caridades en la forma que lo hizo conmigo, como si fuera Jesucristo y Moisés al mismo tiempo, pero no nos ha engañado. Usted pagaba los jornales para mantenernos fuera de los sindicatos, y la caridad lo hacía sentirse grande a usted, de manera que la gente sabía que era más para usted que para ellos. Por eso se reían de usted, y se ocupaban de sí mismos en la forma en que yo lo hacía. —Earlshore se detuvo, revelando en su rostro la sospecha de que había ido demasiado lejos.

Detrás de ellos, el salón se estaba llenando con rapidez. Los taburetes del bar ya se estaban ocupando. Marcando un compás cada vez más rápido, los dedos de Warren Trent tamborileaban sobre la barra tapizada de cuero. Cosa bastante curiosa…, la cólera de unos momentos antes, lo había abandonado. En su lugar había ahora una firme resolución: no titubear más con respecto al segundo paso que había considerado con anterioridad.

Levantó los ojos para mirar al hombre que durante treinta años había creído conocer, sin conocerlo en verdad.

—Tom, usted no sabrá nunca cómo ni por qué, pero la última cosa que ha hecho por mí, ha sido un favor. Ahora vayase… antes de que cambie de opinión y lo envíe a la cárcel.

Tom Earlshore se volvió, y sin mirar a derecha ni a izquierda, se marchó.

Pasando por el vestíbulo, dirigiéndose a la puerta sobre Carondelet Street, Warren Trent eludió con frialdad las miradas de los empleados que lo observaban. No estaba de humor para zalamerías, habiéndose enterado esa mañana de que la traición usaba una sonrisa, y que la cordialidad podía ser el disfraz del desprecio. La aseveración de que se reían de él, porque intentaba tratar bien a los empleados, lo había herido profundamente, tanto más cuanto que tenía un halo de verdad. «Bien —pensó—, esperemos uno o dos días. Veremos quién ríe el último».

Cuando llegó a la calle soleada y ajetreada, un hombre uniformado lo vio y se adelantó con deferencia.

—Consígame un taxi —pidió. Había tenido la intención de caminar una o dos manzanas, pero una aguda punzada de ciática que había sentido al bajar los escalones del hotel le hizo cambiar de idea.

El portero silbó, y desde el congestionado tránsito, un automóvil se acercó a la acera. Warren Trent subió a él con dificultad, mientras el hombre sostenía la puerta abierta, llevándose luego la mano a la gorra, al cerrarla. El respeto era otro gesto vacío, suponía Warren Trent. Desde ahora, miraría con sospecha unas cuantas cosas que antes había considerado de algún valor.

El taxi arrancó, y consciente del examen del conductor a través del espejo retrovisor, le ordenó:

—Lléveme a algunas manzanas más adelante. Quiero un teléfono.

—Hay muchos en el hotel, patrón —informó el hombre.

—Eso no importa. Lléveme a un teléfono. —No tenía deseos de explicar que la llamada que estaba por hacer era demasiado confidencial, como para arriesgarse a utilizar una línea del hotel.

El chófer se encogió de hombros. Después de andar dos manzanas, dio vuelta por Canal Street, mirando una vez más a su cliente por el espejo.

—Es un hermoso día. Hay teléfonos allí abajo, en el muelle.

Warren Trent asintió, contento de tener un momento más de respiro.

El tránsito era menos intenso cuando cruzaron Tchoupitoulas Street. Un minuto después, el taxi paraba en un estacionamiento frente al edificio del Port Commissioner. Había una cabina telefónica a unos pasos.

Dio un dólar al chófer, dejándole el cambio. Luego, cuando iba a dirigirse a la cabina, cambió de idea y cruzó Eads Plaza, para detenerse frente al río. El calor del mediodía lo penetraba desde arriba, y se colaba ascendiendo por los pies, con una sensación de placer, desde la acera de cemento. El sol, amigo de los huesos de los viejos, pensó.

Al otro lado de los ochocientos metros de ancho del Mississippi, Algiers, en la distante orilla, reverberaba bajo el sol. El río estaba oloroso hoy, aun cuando eso no era extraño. El olor, la lentitud y el barro eran parte de los estados de ánimo del «Padre de las Aguas». Como la vida, pensó, cieno y fango alrededor de uno, siempre igual.

Un barco de carga se deslizaba, rumbo al mar, su sirena ululando ante un convoy de barcazas. Las barcazas se hicieron a un lado; el carguero siguió adelante sin disminuir su velocidad. Pronto el barco cambiaría la soledad del río por una soledad mayor, la del océano. Se preguntó si los que estaban embarcados sabían eso, o si les importaba. Tal vez no. O quizá, como él mismo, habían llegado a saber que no había un lugar en el mundo en que el hombre no estuviera solo.

Volvió sus pasos hacia la cabina telefónica, y cerró la puerta con cuidado.

—Una llamada a Washington, D. C. con carta de crédito —informó al telefonista.

Pasaron algunos minutos, que incluyeron preguntas sobre la naturaleza de su negocio, antes de que lo conectaran con la persona que buscaba. Por último, llegó a la línea la voz prepotente y descortés del más poderoso líder de los trabajadores del país, y algunos decían, «del más corrompido».

—Vamos, hable.

—Buenos días —respondió Warren Trent—. Espero que no esté almorzando.

—Tiene tres minutos —dijo la voz cortante—. Ya ha desperdiciado quince segundos.

—Hace algún tiempo, cuando nos conocimos, usted me hizo una proposición. —Warren Trent habló con rapidez—. Es posible que no lo recuerde…

—Yo siempre me acuerdo. Hay algunas personas que desearían que no fuera así.

—Lamento haber sido algo brusco en aquella ocasión.

—Tengo un reloj aquí. Ha pasado medio minuto.

—Quiero hacer un trato.

—Soy yo quien hace los tratos. Los otros los aceptan.

—Si el tiempo es tan importante —dijo Warren Trent—, no lo malgastaremos en detalles. Durante muchos años ha tratado usted de poner el pie en las actividades hoteleras. También quiere fortalecer la posición de su sindicato en Nueva Orleáns. Le estoy ofreciendo una oportunidad.

—¿Cuál es el precio?

—Dos millones de dólares… en una primera hipoteca segura. A cambio de ello, usted consigue un puntal para el sindicato y redacta su propio contrato. Presumo que será razonable, desde el momento que su propio dinero está comprometido en ello.

—Bien —dijo la voz—, bien, bien, bien…

—Ahora, ¿quiere parar ese reloj?

Se oyó una risa en el otro extremo de la línea.

—No hay tal reloj. Es sorprendente, sin embargo, cómo la idea apresura a la gente. ¿Cuándo necesita el dinero?

—El dinero, el viernes. La decisión, antes de mañana al mediodía.

—Viene a mí en última instancia, ¿eh? ¿Cuando todos lo han rechazado?

No había objeto en mentir.

—Sí —fue su corta respuesta.

—¿Ha estado perdiendo dinero?

—No tanto que no pueda variarse el curso. La gente de O’Keefe piensa que puede cambiarse. Han hecho una oferta para comprar.

—Quizá fuera prudente aceptar.

—Si lo hago, ellos nunca le darán esta oportunidad.

Hubo un silencio que Warren Trent no perturbó. Podía sentir al otro hombre pensando, calculando. No tenía la menor duda de que su propuesta estaba siendo considerada con seriedad. Durante una década la Fraternidad Internacional de Jornaleros había intentado infiltrarse en el personal de la industria hotelera. Hasta entonces, sin embargo, a diferencia de la mayoría de sus campañas de afiliación, había fracasado rotundamente. La causa había sido —en este caso especial— la unión entre los dueños de los hoteles, que temían a los Jornaleros, y los sindicatos más honrados, que los despreciaban. Para los Jornaleros, un contrato con el «St. Gregory» (hasta ahora, un hotel sin sindicatos) podía constituir una fisura en la maciza represa de la resistencia organizada.

En cuanto al dinero, una inversión de dos millones de dólares (si los Jornaleros deseaban hacerlo) sería sólo un pequeño bocado en el gran tesoro del sindicato. Ya habían gastado bastante más que eso, durante los años transcurridos en la fracasada campaña para afiliar a los empleados de hoteles.

Warren Trent sabía que dentro de la industria hotelera se le repudiaría y señalaría como traidor, si prosperaba el arreglo que había sugerido. Y entre sus propios empleados sería condenado con violencia, al menos por aquéllos suficientemente informados para saber que habían sido traicionados.

Eran los empleados quienes perderían más. Si se firmaba un contrato con el sindicato, habría pequeños aumentos en los jornales, como se hacía en tales casos, como un gesto de generosidad. Pero el aumento, ya debía haberse hecho; en realidad, estaba en mora, y había tenido la intención de otorgarlo él mismo, si la refinanciación del hotel se hubiera arreglado de otra manera. El plan existente de la pensión de los empleados, se abandonaría en favor del sindicato, pero la ventaja sería para el tesoro de los Jornaleros. Lo más importante, la cuota para el sindicato (probablemente, de seis a diez dólares mensuales) sería obligatoria. De esta manera, no sólo cualquier aumento inmediato en los jornales quedaría anulado, sino que los ingresos de los empleados se verían disminuidos.

Bien, reflexionó Warren Trent, el oprobio de sus colegas en la industria hotelera, tendría que ser soportado. En cuanto al resto, endureció su conciencia recordando a Tom Earlshore y a los otros como él.

La imperativa voz en el teléfono interrumpió sus pensamientos.

—Le enviaré dos personas de mi personal financiero. Saldrán en avión esta tarde. Durante la noche examinarán sus libros. Y los examinarán bien; de manera que no pretenda esconder nada de lo que debemos saber —la inequívoca amenaza le recordaba que sólo los temerarios o los tontos trataban de burlarse del Sindicato de Jornaleros.

—No tengo nada que ocultar —manifestó con hosquedad el propietario del hotel—. Tendrá usted acceso a toda la información que poseo.

—Si mañana por la mañana mi gente me informa de que todo está bien, usted firmará un contrato con el sindicato del gremio por un término de tres años. —Era una decisión, no una pregunta.

—Naturalmente, estaré satisfecho de firmar.

Desde luego, tendrá que haber una votación de los empleados, aun cuando estoy seguro de que puedo garantizar el resultado. —Warren Trent tuvo un momento de incomodidad, preguntándose si en realidad podía garantizarlo. Habría oposición para una alianza con el Sindicato de Jornaleros, de eso estaba seguro. Sin embargo, una buena cantidad de empleados seguirían su recomendación personal, si ejercía suficiente presión. La cuestión era: ¿Constituirían la mayoría necesaria?

—No habrá votación —declaró el presidente del sindicato.

—Pero la ley…

—No trate de enseñarnos lo que es la ley laboral. —La voz al otro extremo de la línea sonó colérica—. Sé más y mejor sobre ella, de lo que usted sabrá jamás. —Hubo una pausa. Luego la explicación en un gruñido—. Éste será un Convenio voluntario de Reconocimiento. Nada en la ley dice que deba someterse a votación. No habrá votación.

Warren Trent pensó que podría hacerse en esa forma.

El procedimiento carecería de ética, sería inmoral; pero absolutamente legal. Su propia firma en el contrato con el sindicato, dadas las circunstancias, comprometería a todos los empleados del hotel, les gustara o no. Bien, pensó ceñudo, que así sea. Resolvería todo en forma mucho más simple, con el mismo resultado final.

—¿En qué forma resolverán la hipoteca? —preguntó Warren Trent. Era una zona delicada, lo sabía. En el pasado, las comisiones investigadoras del Senado habían censurado severamente a los Jornaleros por hacer fuertes inversiones en compañías con las que el sindicato tenía contratos laborales.

—Usted dará un documento pagadero al Fondo de Pensiones de los Jornaleros, por dos millones de dólares al ocho por ciento. El pagaré estará garantizado por una primera hipoteca sobre el hotel. La hipoteca la otorgará la Confederación de Jornaleros Sureños, en depósito para el Fondo de Pensiones.

El arreglo, comprendió Warren Trent, era diabólicamente inteligente. Contravenía el espíritu de todas las leyes que afectaban al uso de los fondos del sindicato, mientras desde un punto de vista técnico, se mantenía dentro de ellas.

—La obligación vencerá a los tres años, y si usted deja de pagar los intereses en dos vencimientos, será ejecutado.

—Estoy de acuerdo con las demás condiciones, pero necesito cinco años —objetó Warren Trent.

—Le doy tres.

Era un trato severo, pero tres años le darían tiempo, por lo menos, para restaurar la posición competitiva del hotel.

—Muy bien —respondió de mala gana.

Se oyó un clic cuando en el otro extremo se cortó la comunicación.

Al salir de la cabina telefónica, y a pesar de una nueva punzada de ciática, Warren Trent sonreía.

Ir a la siguiente página

Report Page