Hotel

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Miércoles » 10

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El doctor Ingram, presidente de los odontólogos, miró con cólera a su visitante, en la suite del séptimo piso.

—McDermott, si viene usted con idea de suavizar las cosas, le digo desde ahora que pierde el tiempo. ¿Vino para eso?

—Sí —admitió Peter—, desde luego.

—Por lo menos no miente —gruñó el viejo.

—No hay razón para que lo haga. Soy empleado del hotel, doctor Ingram. Mientras trabaje aquí, tengo la obligación de hacer lo mejor que pueda para el hotel.

—Y lo que sucedió con el doctor Nicholas, ¿era lo mejor que podía usted hacer?

—No, señor. Creo que es lo peor que podíamos hacer. La circunstancia de que no tenga autoridad para cambiar los reglamentos del hotel, no lo mejora.

—Si en realidad piensa así —le espetó el presidente de los odontólogos—, tendría el coraje de renunciar y buscar trabajo en otra parte. Quizá, donde el sueldo fuera más bajo, pero la ética más alta.

Peter se sonrojó, controlándose para no dar una respuesta airada. Recordó que aquella mañana, en el vestíbulo, había admirado al viejo dentista por su entereza. Nada había cambiado desde entonces.

—¿Y pues? —los ojos alertas e inflexibles estaban fijos en los suyos.

—Suponga que hubiera renunciado; cualquiera que tomara mi puesto podría estar muy satisfecho con la forma en que están las cosas. Por lo menos, yo no lo estoy, y trataré de hacer lo que pueda para cambiar los reglamentos del hotel.

—¡Reglamentos! ¡Racionalización! ¡Malditas excusas! —La cara rubicunda del doctor se puso más roja aún—. ¡En mi época se esgrimían todas! ¡Me asqueaban! ¡Me sentía disgustado, avergonzado, y descompuesto con la raza humana!

Se hizo un silencio entre ellos.

—¡Muy bien! —La voz del doctor Ingram bajó de tono; su cólera inmediata había cedido—. Le concedo que usted no sea tan intolerante como otros, McDermott. Usted tiene un problema personal, y supongo que regañarlo no soluciona nada. Pero ¿no ve, hijo? La mayor parte de las veces la gente es razonable como usted y yo; pero luego se suma para que Jim Nicholas reciba el tratamiento que se le dio hoy.

—Lo comprendo, doctor. Aunque no creo que todo el asunto sea tan simple como usted lo pinta.

—Muchas cosas no son simples —gruñó el viejo—. Ya oyó lo que le dije a Nicholas. Si no se le ofrece una disculpa y una habitación sacaré a toda la convención del hotel.

—Doctor Ingram —dijo Peter con cautela—, ¿no es corriente, acaso, que en sus convenciones se produzcan acontecimientos, discusiones médicas, demostraciones, ese tipo de cosas, que benefician a muchas personas?

—Naturalmente.

—Entonces, ¿qué se ganaría? Me refiero a qué ganaría nadie si usted suprime la convención. No me refiero al doctor Nicholas… —Guardó silencio, consciente de que se renovaba la hostilidad a medida que seguía hablando.

—No me venga con esas cosas —dijo el doctor Ingram en tono cortante—. Y atribúyame alguna inteligencia, como para haber pensado ya en eso.

—Lo lamento.

—Siempre hay razones para no hacer algo; muchas veces, muy buenas razones. Por eso mucha gente no sostiene lo que cree o dice creer. Dentro de un par de horas, cuando algunos de mis bien intencionados colegas, oigan lo que estoy pensando, me ofrecerán ese mismo tipo de argumento, se lo aseguro. —Respirando pesadamente el viejo hizo una pausa. Miró a Peter de frente—. Déjeme preguntarle algo. Esta mañana admitió que se avergonzaba de tener que despedir a Jim Nicholas. Si usted fuera yo, ¿qué haría ahora?

—Doctor, eso es una hipótesis…

—¡No importa lo que sea! Le pregunto una cosa simple y directa.

Peter lo consideró. En cuanto concernía al hotel, suponía que cualquier cosa que dijera, no influiría ahora en los resultados. ¿Por qué, entonces, no responder con sinceridad?

—Creo que haría exactamente lo que usted piensa hacer… Cancelar la convención.

—¡Bien! —dando un paso hacia atrás, el presidente lo miró, valorándolo—. Debajo de todo ese exterior hotelero hay un hombre honrado.

—Que muy pronto puede quedar sin empleo…

—¡Aférrese a ese traje negro, hijo! Puede obtener trabajo ayudando en los funerales. —Por primera vez, el doctor Ingram rió—. A pesar de todo, McDermott, usted me gusta. ¿No tiene alguna muela que necesite arreglo?

Peter negó con la cabeza.

—Si no le importa, doctor, me gustaría conocer sus planes lo antes posible. —Habría que tomar medidas en seguida de confirmarse la cancelación. La pérdida para el hotel iba a ser desastrosa, como Royall Edwards había dicho durante el almuerzo. Pero por lo menos, podrían suspenderse algunos preparativos para los días siguientes.

—Usted ha sido franco conmigo; haré lo mismo con usted. He citado a los ejecutivos a una sesión de emergencia, a las cinco de la tarde —miró su reloj—, es decir, dentro de dos horas y media. La mayoría de nuestros principales colegas habrá llegado para entonces.

—No dude de que me mantendré en contacto.

El doctor Ingram asintió. Había vuelto a su mal humor.

—No se llame a engaño por el momento de tregua que hemos tenido, McDermott. Nada ha cambiado desde esta mañana, e intento dar un puntapié a su gente, donde más le duela.

Sorprendentemente, Warren Trent reaccionó casi con indiferencia cuando le informaron de que el Congreso de Odontólogos Americanos podría suspender la convención y marcharse del hotel como demostración de protesta.

Peter McDermott había ido, en seguida de dejar al doctor Ingram, al entresuelo principal, a la suite de los ejecutivos. Christine, un poco fría, le informó de que el propietario se encontraba en su despacho.

Warren Trent estaba mucho menos tenso que en las últimas ocasiones. Tranquilo, detrás de su escritorio cubierto de mármol negro, en su suntuosa oficina, no demostraba nada de la irascibilidad tan notoria los días anteriores. Hubo momentos, mientras escuchaba el informe de Peter, que una débil sonrisa jugaba por sus labios, aunque parecía tener poco que ver con los sucesos de que hablaban. Peter pensaba que era más bien como si su patrón saboreara algún placer oculto, sólo conocido por él.

Al fin, el propietario del «St. Gregory» movió la cabeza, decidido.

—No se marcharán. Hablarán, sí, pero ahí quedará todo.

—El doctor Ingram parecía muy resuelto.

—Él podrá estarlo; pero los otros, no. Usted dice que hay una reunión esta tarde. Le diré lo que va a pasar: discutirán un tiempo, luego se formará una comisión para proyectar una resolución. Más tarde, tal vez mañana, la comisión informará a los ejecutivos. Éstos pueden aceptar el informe o enmendarlo; en cualquiera de los dos casos, hablarán un poco más. Después, tal vez al día siguiente, la resolución se debatirá en el piso de la convención. Lo he visto antes, el gran proceso democrático. Todavía estarán hablando cuando la convención haya terminado.

—Es posible que usted tenga razón —accedió Peter—. Si bien es un punto de vista bastante cínico.

Había expresado su pensamiento con temeridad y se preparaba para una respuesta explosiva. No ocurrió.

—Tengo un criterio práctico —refunfuñó, en cambio, Warren Trent—, eso es. La gente hablará sobre los llamados principios hasta que se les seque la lengua. Pero no se pondrán inconvenientes a sí mismos, si pueden evitarlo.

—Podría ser más fácil todavía, si cambiáramos nuestra política —alegó Peter con terquedad—. No puedo creer que el doctor Nicholas, si lo admitimos, contamine el hotel.

—Podría ser que él, no. Pero lo haría la gentuza que vendría luego. Entonces tendríamos un verdadero problema.

—Tengo entendido que ya lo tenemos. —Peter sabía que estaba incurriendo en excesos verbales. Estaba especulando hasta dónde podría llegar. Y se preguntó por qué estaría hoy el propietario de tan buen humor.

Las patricias facciones de Warren Trent se plegaron con un gesto de sorna.

—Podemos haber tenido dificultades durante un tiempo. Dentro de uno o dos días, eso ya no existirá. —En forma abrupta, preguntó—: Curtis O’Keefe, ¿está todavía en el hotel?

—Creo que sí. Si se hubiera marchado, ya me habría enterado.

—¡Bien! —La sonrisa subsistía—. Tengo una información que puede interesarle. Mañana le diré a O’Keefe y a toda su cadena de hoteles que se tiren al lago Pontchartrain.

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