Hotel

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Miércoles » 12

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La idea original, medio esbozada en la mente de Keycase Milne había tomado forma.

Sin duda alguna, su instinto le decía que la aparición de la duquesa de Croydon en el mismo momento en que él pasaba por el vestíbulo, había sido algo más que una mera coincidencia. Era un favorable augurio, señalando un camino a cuyo término estaban las brillantes joyas de la duquesa.

Admitía que la fabulosa colección de joyas no estuviera en su totalidad en Nueva Orleáns. En sus viajes, como era sabido, la duquesa no llevaba más que algunas piezas de su tesoro de Aladino. Aun así, era casi seguro que el botín sería grande, y aunque algunas alhajas estarían bien guardadas en la caja fuerte del hotel, era indudable que habría algunas otras a mano.

La clave de la situación, como siempre, estaba en la llave de la suite de los Croydon. Siguiendo su método, Keycase Milne se puso en campaña para obtenerla.

Subió y bajó por los ascensores varias veces, eligiendo distintos ascensores para no llamar la atención. Finalmente, encontrándose solo con un ascensorista, preguntó con indiferencia:

—¿Es cierto que el duque y la duquesa de Croydon están alojados en el hotel?

—Sí, señor.

—Supongo que el hotel tiene habitaciones especiales para huéspedes como ésos. —Keycase sonrió con afabilidad—. No como las nuestras, gente común.

—Sí, señor, el duque y la duquesa ocupan la Presidential Suite.

—¡Oh, sí! ¿Y en qué piso está?

—En el noveno.

Keycase, hablando consigo mismo, dijo que había terminado con el punto uno, y dejó el ascensor en su propio piso, el octavo.

El punto dos era establecer el número exacto de la habitación. Resultó fácil. Subió un piso por las escaleras de servicio; luego dio unos pasos más. Las puertas dobles, forradas con cuero con las flores de lis doradas proclamaban la Presidential Suite. Keycase anotó el número: 973-7.

Bajó al vestíbulo una vez más. En esta ocasión para dar un paseo aparentemente casual, y pasar por el escritorio de recepción. Una inspección visual demostró que la 973-7, como la mayor parte de las habitaciones plebeyas, tenía una casilla corriente para el correo. Había una llave en ella.

Sería un error pedir la llave en seguida. Keycase se sentó para observar y esperar. La precaución resultó acertada.

Después de unos minutos de observación se hizo obvio que el hotel estaba alerta. Comparado con el método normal y simple de entregar las llaves, los empleados hoy tomaban precauciones. A medida que los huéspedes pedían las llaves, el empleado solicitaba el nombre. Luego controlaba la respuesta en la lista de registros. Era indudable que su golpe de esta madrugada había sido denunciado, dando como resultado un aumento de precauciones.

Una fría punzada de miedo le recordó una consecuencia también previsible: la Policía de Nueva Orleáns estaría ya alerta y dentro de algunas horas podrían estar buscando a Keycase Milne por el nombre. Cierto que, si había de dar crédito al matutino, las muertes ocasionadas por el automóvil que había atropellado y huido dos noches antes, todavía reclamaba la atención de la mayor parte de la Policía. Pero era indudable que alguien en el Departamento de Policía encontraría tiempo para transmitir por teletipo al FBI. Una vez más, recordando el terrible precio de un nuevo proceso, Keycase estuvo tentado de apostar a lo seguro, marcharse del hotel y huir. La irresolución lo retuvo. Luego, tratando de dejar las dudas a un lado, se tranquilizó con el recuerdo de los augurios favorables de esa mañana.

Después de un tiempo, la espera resultó provechosa. Apareció un empleado joven con cabellos claros y ondulados. Daba la impresión de inseguridad y por momentos parecía nervioso. Keycase presumió que era nuevo en su trabajo.

La presencia del joven proporcionaba una posible oportunidad, aun cuando utilizarla significaba un riesgo, razonaba Keycase para sí, un disparo a ciegas. Pero quizá la oportunidad (como los otros días) fuera un augurio en sí misma. Resolvió aprovecharla, empleando una técnica que había usado antes.

Los preparativos le llevarían por lo menos una hora. Como ya había pasado la mitad de la tarde, debería terminarlos antes de que el joven cumpliera su horario. Deprisa, Keycase dejó el hotel. Se dirigió a la gran tienda «Maison Blanche», en Canal Street.

Utilizando su dinero con economía, Keycase compró algunos artículos poco costosos pero grandes (especialmente juguetes para niños) y esperó mientras cada uno era puesto en una caja o envuelto en un papel con el nombre de «Maison Blanche». Al fin, con los brazos llenos de paquetes que apenas podía sostener, dejó la tienda. Se detuvo una vez más, en una floristería, coronando sus compras con una planta de azalea florecida, después de lo cual volvió al hotel.

En la entrada por Carondelet Street un portero uniformado se apresuró a abrir la puerta. El hombre sonrió al ver a Keycase, casi oculto detrás de sus paquetes y florida azalea.

Dentro del hotel, Keycase vagó, ostensiblemente inspeccionando una serie de vitrinas, pero en realidad esperando que sucedieran dos cosas. Una era que se reunieran varias personas en el mostrador de la recepción; la segunda que reapareciera el joven que había visto antes. Las dos cosas sucedieron casi en seguida.

Tenso, y con el corazón saltando en el pecho, Keycase se acercó al mostrador de la recepción.

Era el tercero en la fila frente al joven de cabello rubio y ondulado. Un momento después no había más que una mujer de mediana edad delante de él que se llevó su llave después de identificarse. Luego, cuando ya estaba por retirarse, la mujer recordó una queja concerniente a una correspondencia vuelta a mandar al hotel. Sus preguntas parecían interminables; las respuestas del joven empleado, inseguras. Impaciente, Keycase advertía que el núcleo de gente en el mostrador estaba disminuyendo. Ya estaba libre uno de los otros empleados, y miró hacia donde él se hallaba. Keycase evitó sus ojos, rogando en silencio que el diálogo terminara de una vez.

Por fin la mujer se marchó. El joven empleado se volvió a Keycase; luego, como había hecho el portero, sonrió involuntariamente ante la profusión de paquetes con la azalea encima.

Hablando con acritud, Keycase utilizó una frase ya ensayada.

—Estoy seguro que es muy cómico. Pero si no es mucho pedirle, ¿quiere darme la llave 973?

El joven enrojeció, la sonrisa se desvaneció en seguida:

—Desde luego, señor —confundido, como había sido el propósito de Keycase, el hombre giró y tomó la llave de su lugar.

Keycase había advertido que cuando dijo el número, uno de los otros empleados miró hacia los costados. Era un momento crucial. Obviamente el número de la Presidential Suite, era bien conocido, la intervención de un empleado más experimentado sería un riesgo.

—¿Su nombre, señor?

—¿Qué es esto, un interrogatorio? —Simultáneamente permitió que se cayeran dos paquetes. Uno se quedó sobre el mostrador, el otro se fue al suelo del lado interior del mostrador. Cada vez más confundido el joven empleado recogió ambos. Su colega más antiguo, con una sonrisa indulgente, desvió la mirada.

—Lo siento, señor.

—No importa —aceptando los paquetes y reacondicionando los otros, Keycase extendió la mano para tomar la llave.

Por una milésima de segundo el joven vaciló. Luego la imagen que Keycase había deseado crear venció: una persona que viene cansada y frustrada, absurdamente cargada; epítome de la respetabilidad como lo atestiguan las cajas y paquetes de la conocida «Maison Blanche»; un huésped ya irritado que no debe ser importunado más aún…

Con deferencia el empleado le dio la llave 973.

Mientras Keycase caminaba sin prisa hacia los ascensores, la actividad volvió a concentrarse en el mostrador. Una mirada hacia atrás le demostró que los empleados estaban muy ocupados. ¡Bien! Disminuía la probabilidad de discusiones y de posibles recapitulaciones sobre lo que acababa de ocurrir. Aun así, tenía que devolver la llave lo más pronto posible. Su ausencia podía ser advertida, despertando interrogantes y sospechas… muy peligrosas dado que el hotel ya estaba parcialmente alerta.

Tomando el ascensor dijo:

—Nueve… —una precaución para el caso de que alguien hubiera oído que pedía una llave del piso nueve. Cuando el ascensor se detuvo salió, se entretuvo arreglando los paquetes hasta que las puertas se cerraron tras de él, luego se apresuró a las escaleras de servicio. Era un solo piso hasta el propio. En un descanso a mitad de camino había una lata de desperdicios. Abriéndola, metió la planta que había cumplido su misión. Pocos minutos después estaba en su propia habitación, 830.

Ocultó los paquetes con rapidez en el armario. Al día siguiente los devolvería a la tienda y pediría el dinero de vuelta. El costo no era importante comparado con el premio que esperaba ganar, pero eran difíciles de sacar, y abandonarlos allí sería un rastro fácil de seguir.

Actuando deprisa, corrió el cierre relámpago de una maleta y una pequeña caja de cuero. Contenía una cantidad de tarjetas blancas, algunos lápices bien afilados, un calibrador y un micrometro. Seleccionando una de las tarjetas, Keycase apoyó la llave de la Presidential Suite en ella. Luego sosteniendo la llave, pasó el lápiz por el contorno. Con el micrómetro y el calibrador, midió el grosor de la llave y las dimensiones exactas de cada una de las muescas y cortes verticales, apuntó los resultados en un costado de la tarjeta. La clave de letras y números de un fabricante estaba grabado en el metal. Los copió; la clave podría ayudar a seleccionar un modelo adecuado. Finalmente, sosteniendo la llave a la luz, trazó un cuidadoso dibujo a mano de sus detalles.

Tenía ahora una especificación detallada con pericia, que un hábil cerrajero podría seguir sin error. El procedimiento, reflexionaba Keycase, distaba mucho del truco de impresión en cera tan amada por los autores de las novelas policíacas, pero era mucho más efectivo.

Guardó la caja de cuero y puso la tarjeta en su bolsillo. Momentos después estaba de nuevo en el vestíbulo del hotel.

Exactamente como antes, esperó hasta que los empleados estuvieran ocupados. Luego caminando con indiferencia, puso la llave 973 sin ser visto sobre el mostrador.

De nuevo se quedó vigilando. En el primer momento de calma un empleado vio la llave. Con desinterés la tomó, miró el número y la colocó en su lugar.

Keycase sintió una cálida oleada de satisfacción profesional. A través de una combinación de inventiva y habilidad, y burlando las precauciones del hotel, había alcanzado su primer objetivo.

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