Hotel

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Miércoles » 13

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13

Eligiendo una corbata azul oscuro de Schiaparelli entre varias que había visto en el armario, Peter McDermott la anudó, pensativo. Estaba en su pequeño apartamento del centro, no lejos del hotel, que había dejado una hora antes. Dentro de veinte minutos debía estar en la comida de Marsha Preyscott. Se preguntaba quiénes serían los otros invitados. Era presumible, que además de los amigos de Marsha (que esperaba fueran de distinto calibre que el cuarteto Dixon-Dumaire) habría una o dos personas mayores invitadas en su honor.

Ahora que había llegado el momento, se encontró lamentando haber aceptado la invitación, deseando en cambio estar libre para encontrarse con Christine. Estuvo tentado de llamarla por teléfono antes de salir, y luego decidió que sería más discreto esperar hasta mañana.

Tenía una sensación extraña esa noche, de estar suspendido en el tiempo entre el pasado y el futuro. Tantas cosas que le interesaban parecían indefinidas, con decisiones demoradas hasta que se conocieran los resultados. Estaba el asunto del «St. Gregory». ¿Se haría cargo de todo Curtis O’Keefe? Si así fuera, los otros asuntos, en comparación, parecían de menor importancia, hasta la convención de odontólogos, cuyos ejecutivos todavía estaban debatiendo si se marcharían del «St. Gregory» en señal de protesta. Hacía una hora que la sesión de ejecutivos citada por el valiente presidente de los odontólogos, doctor Ingram, estaba reunida, y parecía que iba a continuar, según el camarero jefe del servicio de habitaciones, cuyo personal había hecho muchos viajes al lugar de la reunión llevando hielo y bebidas. Aunque Peter ocultó su preocupación interior había preguntado al jefe de camareros si la reunión mostraba señales de terminar, éste le informó que en apariencia había una discusión muy acalorada. Antes de partir del hotel, Peter había dejado encargado al ayudante de gerencia de turno que, si se conocía cualquier decisión tomada por los dentistas, le telefoneara en seguida. Hasta este momento no lo habían llamado. Ahora se preguntaba si prevalecería el punto de vista recto del doctor Ingram, o la predicción más cínica de Warren Trent, de que nada pasaría.

La misma incertidumbre fue causa de que Peter difiriera (por lo menos hasta el día siguiente) cualquier acción concerniente a Herbie Chandler. Sabía que lo que debería hacer era despedir inmediatamente al irresponsable jefe de botones, que sería como purgar al hotel de un espíritu sucio. Por supuesto que Chandler no sería despedido por administrar el sistema de las muchachas galantes, específicamente (que algún otro hubiera organizado de no hacerlo Chandler), sino por permitir que la codicia sobrepasara el sentido común.

Con el despido de Chandler, se podrían limitar muchos otros abusos, aunque no sabía si Warren Trent estaría de acuerdo con una acción tan dura. Sin embargo, recordando la acumulada evidencia y la preocupación de Warren Trent por el buen prestigio del hotel, Peter tenía la idea de que podría ser así.

De cualquier manera, recordó Peter, debía asegurarse de que las declaraciones del grupo Dixon-Dumaire estuvieran a buen recaudo y fueran utilizadas dentro del hotel únicamente. Cumpliría su promesa en ese sentido. También había estado alardeando esta tarde cuando había amenazado con informar a Mark Preyscott sobre el intento de violación de su hija. Entonces como ahora, Peter recordó la imploración de Marsha: Mi padre está en Roma. ¡No se lo diga, por favor… nunca!

El recuerdo de Marsha era una advertencia de que debía de darse prisa. Pocos minutos después dejó el apartamento y tomó un taxi.

—¿Es ésta la casa? —preguntó Peter.

—Por supuesto. —El chófer miró especulativamente a su pasajero—. Por lo menos, si la dirección que me ha dado es correcta.

—Es correcta. —Los ojos de Peter siguieron a los del conductor hacia la inmensa mansión blanca. La fachada, sola, era impresionante. Detrás de un seto vivo de boj y gigantescos árboles de magnolia, se levantaban graciosas y delgadas columnas desde una terraza a una alta galería con baranda. Sobre la galería las columnas se encumbraban hasta un frontispicio de clásicas proporciones, que la coronaba. En cada extremo del edificio principal dos alas repetían los detalles en miniatura. Toda la fachada estaba bien cuidada, con las superficies de madera preservadas con pintura fresca. Alrededor de la casa, el perfume de las flores de olivo dulce embalsamaba el aire de la tarde.

Apeándose del coche después de pagar, Peter se aproximó al portón de hierro, que se abrió con suavidad. Un sendero curvo de viejo ladrillo rojo se abría paso entre los árboles y el césped. Aunque apenas oscurecido, se habían encendido dos altos jarrones, uno a cada lado del sendero, próximo a la entrada.

Había alcanzado la escalinata de la terraza cuando un cerrojo hizo clic y la doble puerta de la mansión se abrió de par en par. La amplia puerta enmarcó a Marsha. Esperó a que llegara arriba; entonces caminó hacia él.

Estaba vestida de blanco… un traje fino, ajustado; su cabello oscuro brillando por contraste. Más que nunca sintió esa condición provocativa de mujer-niña.

—¡Bien venido! —exclamó alegremente.

—Gracias. —Hizo un gesto mirando en torno—. Por el momento estoy un poco sobrecogido.

—Eso le sucede a todo el mundo. —Pasó su brazo por el de él—. Le haré dar la vuelta oficial por Preyscott antes de que oscurezca.

Volviendo a bajar los escalones de la terraza cruzaron el césped, suave bajo los pies. Marsha se mantenía próxima a él. A través de la manga de su chaqueta podía sentir la cálida firmeza de su carne. Con la punta de los dedos tocaba ligeramente la muñeca de él. Se agregaba una sutil fragancia al perfume de las flores.

—¡Hemos llegado! —Abruptamente Marsha se volvió—. Éste es el mejor lugar para verlo todo. Eligen este sitio para tomar las fotografías.

Desde este lado del césped la vista era aún más imponente.

—En 1840 un noble francés amante de la diversión, construyó esta casa —dijo Marsha—. Le gustaba la arquitectura del renacimiento griego, esclavos felices y rientes, y también tener a su amante cerca, razón por la cual la casa tenía un ala extra. Mi padre le agregó la otra. Él prefiere las cosas equilibradas… cuentas y casas.

—¿Es éste el nuevo estilo de los guías… filosofía y hechos?

—Oh, estoy harta de ambos. ¿Quiere hechos? Mire al techo.

Juntos levantaron la mirada.

—Verá que sobrepasa de la galería superior. Ése es el estilo Luisiana-griego; la mayor parte de las grandes casas antiguas se construían así, se justifica porque en este clima da sombra y aire. Muchas veces la galería fue el lugar donde más se vivía. Se convirtió en el centro familiar, un lugar para hablar y compartir la vida.

—Dueños de casas y familiares, compartiendo la buena vida, en una forma a la vez completa y autosuficiente —citó Peter.

—¿Quién dijo eso?

—Aristóteles.

—Ha cavado hondo. —Se detuvo pensativa—. Mi padre ha hecho muchas restauraciones. La casa está mejor ahora, pero no nuestro uso de ella.

—Usted debe amar mucho todo esto.

—Lo odio. He odiado este lugar desde que tengo uso de razón.

Él la miró inquisitivamente.

—Oh, yo tampoco la odiaría si viniera a verla, como una visita junto con otros que pagan cincuenta centavos para que se les muestre la forma en que abrimos la casa para la Fiesta de la Primavera. La habría admirado porque amo todas las cosas antiguas. Pero no para vivir siempre en ella, sola, especialmente cuando oscurece.

—Está oscureciendo ahora —le recordó él.

—Ya lo sé. Pero usted está aquí. Y eso es diferente.

Habían comenzado a volver por el césped. Por primera vez Peter advirtió el silencio que reinaba.

—¿No la echarán de menos sus huéspedes?

Ella miró hacia los lados, inquieta:

—¿Qué huéspedes?

—Usted me dijo…

—Le dije que daba una comida, así es. Para usted. Si lo que le preocupa es la compañía, no se inquiete, Anna está aquí.

Habían entrado en la casa. Estaba en penumbra y fresca. Los cielos rasos, muy altos. En el fondo, una mujer vieja vestida de seda negra saludó sonriendo.

—He hablado a Anna de usted. Y lo aprueba. Mi padre confía totalmente en ella, de manera que todo va bien. Además está Ben.

Un negro sirviente los siguió, pisando con suavidad, hasta un pequeño estudio de paredes cubiertas de libros. De un aparador trajo una bandeja con un botellón de jerez y vasos. Marsha movió la cabeza. Peter aceptó el jerez y lo sorbió pensativo. Desde una banqueta, Marsha le hizo un gesto para que se sentara junto a ella.

—¿Pasa usted mucho tiempo aquí sola?

—Mi padre viene entre uno y otro viaje. Lo que sucede es que los viajes se hacen cada vez más largos y el tiempo intermedio más corto. Preferiría vivir en un feo y moderno bungalow con tal de que tuviera más vida.

—No sé si en realidad le gustaría.

—Estoy segura de que sí —afirmó Marsha—. Si lo compartiera con alguien a quien realmente amara. También serviría un hotel. Creo que los gerentes tienen un apartamento para vivir… en el piso superior, ¿no es así?

Asombrado, levantó los ojos y la encontró sonriendo.

Un momento después el sirviente anunció en voz baja que la comida estaba servida.

En una habitación adyacente, una mesa redonda y pequeña estaba preparada para dos. La luz de los candelabros iluminaba la mesa y las paredes artesonadas. Sobre el mármol negro de la chimenea el retrato de un patriarca de rostro severo miraba hacia abajo a Peter, dándole la impresión de ser estudiado y criticado.

—No deje que mi bisabuelo lo moleste —dijo Marsha cuando se sentaron—. Es a mí a quien reprende. Vea usted, cierta vez escribió en su diario que quería fundar una dinastía y yo soy su última y desdichada esperanza.

Conversaron durante la comida (con menos restricción) mientras el sirviente los atendía con habilidad. La comida era exquisita: el plato principal era un jambalaya muy bien sazonado, seguido de una delicada Crème Brülée.

Peter descubrió que estaba resultando muy agradable una situación que había encarado con cierto recelo. Marsha parecía más vivaz y encantadora a medida que pasaban los minutos; y él mismo, más cómodo en su compañía. Lo que no era sorprendente, ya que la diferencia de edades no era tan grande. Además, a la luz de los candelabros, en la antigua y sombreada habitación, pudo apreciar cuán hermosa era.

Se preguntó si mucho tiempo atrás, el noble francés que construyó la gran casa, y su amante, habrían comido aquí en tanta intimidad. Quizás este pensamiento fuera producto del hechizo que el ambiente y la ocasión derramaban sobre él.

Al final de la comida Marsha anunció:

—Tomaremos el café en la galería.

Le retiró la silla y ella se levantó ligera, tomando impulsivamente su brazo como lo había hecho antes. Divertido, se dejó conducir a un pasillo; luego subieron una amplia escalera. En la parte superior, un ancho corredor, con las paredes decoradas con frescos, tenuemente iluminados, llevaba a la galería abierta que habían visto desde el jardín de abajo, ahora oscuro.

En una mesa de mimbre había tazas pequeñas y un servicio de café, de plata. Un vacilante farol de gas estaba encendido más arriba. Llevaron el café a una hamaca con almohadones que se balanceó cuando se sentaron. El aire de la noche era agradable, fresco, y soplaba una ligera brisa. Desde el jardín el zumbido de los insectos se oía distinto; y los amortiguados ruidos del tránsito llegaban desde St. Charles Avenue, distante dos manzanas. Tenía conciencia de Marsha inmóvil, a su lado.

—De pronto se ha quedado muy callada.

—Ya lo sé. Estaba pensando la manera de decir algo.

—Puede tratar de hacerlo en forma directa. Con frecuencia da buenos resultados.

—Muy bien. —Se notaba cierta falta de aliento en su voz—. He decidido que quiero casarme con usted.

Durante lo que parecieron largos minutos, pero que Peter sospechaba que fueron sólo segundos, permaneció inmóvil; hasta el suave mecerse de la hamaca pareció detenerse. Al fin, con cuidadosa precisión, Peter puso en la mesa la taza de café.

Marsha tosió, luego cambió la tos en una risa nerviosa.

—Si quiere huir, las escaleras están allá.

—No. Si lo hiciera, nunca sabría por qué ha dicho usted eso.

—Ni yo estoy muy segura. —Miraba hacia delante, a la noche, con el rostro vuelto. Sintió que ella temblaba—. Sólo sé que de pronto tuve ganas de decirlo. Y estoy segura de que lo haría.

Peter sabía que era importante que cualquier cosa que dijera a esta niña impulsiva tendría que ser dicha con mucha suavidad y respeto. Peter también estaba nervioso, sintiendo una contracción en la garganta. Sin razón alguna, recordó algo que Christine le había dicho esa mañana. La pequeña miss Preyscott tiene tanto parecido a una niña como un gatito a un tigre. Pero supongo que será divertido para un hombre dejarse devorar. El comentario era injusto, por supuesto, hasta áspero. Pero era verdad que Marsha no era una niña ni debía ser tratada como tal.

—Marsha, usted apenas me conoce, ni yo a usted.

—¿Cree usted en el instinto?

—Hasta cierto punto, sí.

—Tuve una intuición con respecto a usted desde el primer momento. —Al principio la voz le temblaba; luego se afirmó—. La mayor parte de las veces mis intuiciones han sido acertadas.

—¿Y con respecto a Stanley Dixon y Lyle Dumaire? —le recordó con suavidad.

—La intuición fue buena. Pero yo no le hice caso, eso es todo. Esta vez, sí.

—Pero la intuición puede ser equivocada.

—Siempre puede estarse equivocado, aun cuando se espere mucho tiempo. —Marsha se volvió y lo miró. Cuando sus ojos se encontraron advirtió en ellos una firmeza de carácter que antes había pasado inadvertida—. Mi padre y mi madre se conocieron quince años antes de casarse. Mi madre me dijo cierta vez, que todos los que los conocían decían que sería un matrimonio perfecto. Tal como resultó, fue el peor. Yo lo sé. Estaba en medio.

Permaneció silenciosa sin saber qué decir.

—Eso me enseñó algunas cosas. También lo hizo alguien más. Esta noche usted conoció a Anna…

—Sí.

—Cuando tenía diecisiete años la obligaron a casarse con un hombre que sólo había visto una vez. Era una especie de contrato familiar; en aquella época se hacía ese tipo de cosas.

—Continúe —respondió, observando la cara de Marsha.

—El día antes del casamiento, Anna lloró toda la noche. Pero se casó y permaneció casada cuarenta y seis años. Su marido murió el año pasado. Vivieron aquí con nosotros. Si hubo un matrimonio perfecto fue ése.

Vaciló, sin desear controvertir el argumento de su interlocutora, pero objetó:

—Anna no siguió su instinto. Si lo hubiera hecho no se habría casado.

—Ya lo sé. Simplemente estoy diciendo que no hay garantía en ninguna de las dos maneras, y la intuición puede ser una guía tan buena como cualquier otra.

Luego hubo un silencio que rompió Marsha:

—Yo sé que con el tiempo podría hacer que usted me amara.

Absurda y sorprendentemente, Peter sintió una sensación de excitación. La idea era, por supuesto, ridícula; el romántico producto de una imaginación infantil. Él, que había sufrido a causa de sus propias ideas románticas en el pasado, estaba en condiciones de saberlo. ¿Sería así? ¿Acaso todas las situaciones eran una consecuencia de lo que había sucedido antes? ¿Era tan fantástica en realidad la proposición de Marsha? Tuvo una repentina e irracional convicción de que lo que ella había dicho bien podría ser verdad.

Se preguntó cuál sería la reacción del ausente Mark Preyscott.

—Si usted está pensando en mi padre…

—¿Cómo lo ha adivinado? —preguntó sorprendido.

—Porque estoy empezando a conocerlo a usted.

Peter inhaló profundamente, con una sensación de estar respirando aire rarificado:

—¿Qué diría su padre?

—Supongo que al principio se inquietará; probablemente vendría deprisa en avión. Eso no importaría. —Marsha sonrió—. Porque siempre escucha lo que es razonable y sé que lo podría convencer. Además, usted le gustará. Conozco la gente que él admira, y usted es uno de ellos.

—Bien, por lo menos es un alivio —dijo sin saber si tomarlo en serio o en broma.

—Hay algo más. No es importante para mí, pero lo será para él. Sé… y mi padre lo sabría también… que algún día usted tendrá un gran éxito en el negocio de hoteles, y tal vez llegue a ser dueño de alguno. A mí no me importa eso. Yo lo quiero a usted —terminó casi sin aliento.

—Marsha… No sé qué decir. —Peter habló con suavidad.

Hubo una pausa en la que podía advertir que Marsha perdía la confianza en sí misma. Era como si antes hubiera alardeado de su seguridad con una gran determinación, pero ahora la determinación había desaparecido y con ella la jactancia. Con una vocecita incierta sugirió:

—Usted cree que he sido una tonta. Es mejor que lo diga de una vez y acabe con ello.

—No creo que usted haya sido tonta. Si más gente, incluyéndome yo, fuera tan sincera como usted…

—¿Quiere decir que no le he causado mala impresión?

—Lejos de eso, estoy conmovido y abrumado.

—¡Entonces no diga nada más! —Marsha, de un salto se puso de pie, con las manos extendidas hacia él, que las tomó y quedó mirándola, los dedos de ambos entrelazados. Advirtió que Marsha tenía una rápida manera de recuperarse después de una incertidumbre, aunque sus dudas sólo estuvieran parcialmente resueltas.

—¡Váyase, y piénselo! ¡Piense, piense, piense! Especialmente en mí.

—Será difícil no hacerlo —respondió… y lo sentía.

Ella levantó la cabeza para que la besara y él se inclinó. Tenía la intención de rozar su cara, pero ella le ofreció los labios y cuando se tocaron, los brazos de la muchacha se estrecharon con fuerza alrededor de él. Allá en el fondo de la mente de Peter sonó tenue una campana de alarma. El cuerpo de ella se apretaba contra el suyo; la sensación del contacto era eléctrica. Su suave fragancia era inmediata y maravillosa. El perfume le llenó la nariz. En ese momento no podía pensar en Marsha más que como en una mujer. Sintió que su cuerpo despertaba excitado, sus sentidos se dejaron llevar. La campana de alarma fue desoída. Sólo podía recordar: La pequeña miss Preyscott… será divertido para un hombre… dejarse devorar…

Con resolución, se obligó a separarse. Tomando las manos de Marsha murmuró:

—Debo irme.

Lo acompañó a la terraza. La mano de él acarició su pelo. Ella murmuró:

—Peter, querido…

Bajó los escalones, sin saber si estaban allí.

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