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Miércoles » 15

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—Podría ser más útil —observó Royall Edwards, recalcándolo—, si alguien me dijera de qué se trata.

El contador general del «St. Gregory» se dirigía a los dos hombres sentados frente a él en la larga mesa de la contaduría. Entre ellos, estaban desparramados libros y archivos, y toda la oficina, por lo común sumida en la oscuridad a esa hora de la noche, estaba en ese momento iluminada en forma brillante. Edwards mismo encendió las luces una hora antes al traer a los dos visitantes, directamente desde la suite de Warren Trent en el piso decimoquinto.

Las instrucciones del propietario del hotel habían sido explícitas: «Estos señores examinarán los libros. Probablemente trabajen hasta mañana por la mañana. Quisiera que usted permaneciera con ellos. Deles todo lo que pidan. No reserve ninguna información».

Al darle estas instrucciones, reflexionó Royall Edwards, su patrón parecía más alegre de lo que había estado hacía mucho tiempo. Esta alegría, sin embargo, no tranquilizaba al contador general, ya molesto por haber sido citado desde su casa donde estaba trabajando en su colección de sellos, y más irritado aún por no haber sido informado de lo que se trataba. También estaba fastidiado (siendo uno de los más estrictos cumplidores del horario nueve-a-diecisiete, del hotel) ante la idea de trabajar toda la noche.

El contador, sabía desde luego que la hipoteca vencía el viernes y también estaba enterado de la presencia de Curtis O’Keefe en el hotel, con todas sus consecuencias. Era de presumir que esta visita estuviera relacionada con ambas cosas, aunque era difícil imaginar en qué forma. Las etiquetas de las maletas de ambos visitantes, indicando que habían venido por avión de Washington D. C. a Nueva Orleáns, quizá fuera una clave. Sin embargo, el instinto le decía que los dos contadores (que obviamente eran) no tenían conexión con el Gobierno. Bien, en algún momento conocería todos los detalles. Entretanto era desagradable ser tratado como un empleado de menor categoría.

No hubo respuesta a su comentario de que sería más útil si estuviera mejor informado, y lo repitió.

El más viejo de los dos visitantes, un hombre corpulento de mediana edad, con rostro inexpresivo, levantó la taza de café que tenía al lado y bebió.

—Siempre dije, míster Edwards, que no hay nada mejor que una buena taza de café. Verá usted, la mayoría de los hoteles lo preparan mal. Aquí está bien. Por lo tanto pienso que no deben andar mal las cosas en un hotel que sirven café como éste. ¿Qué opina usted, Frank?

—Digo que si tenemos que acabar este trabajo mañana temprano será mejor que charlemos menos. —El segundo hombre respondió sin levantar los ojos de una planilla de balance que estaba estudiando con atención.

El primero hizo un ademán apaciguador con las manos.

—¿Ve usted cómo son las cosas, míster Edwards? Supongo que Frank tiene razón; generalmente la tiene. ¡Con lo que me hubiera gustado explicarle todo el asunto! Pero quizá sea mejor que sigamos trabajando.

—Muy bien —respondió Royall Edwards, en tono poco amable, consciente del desaire.

—Gracias, míster Edwards. Ahora me gustaría revisar su sistema de inventario… compras, tarjetas de control, los stocks actuales, su última verificación de abastecimiento, y todo el resto. En verdad el café estaba muy bueno. ¿Podríamos tomar más?

—Telefonearé abajo para que lo traigan —respondió el contador. Observó que era cerca de medianoche. Era evidente que permanecerían allí durante algunas horas más.

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