Hotel

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Jueves » 8

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8

Una hora antes Warren Trent, pensativo, estaba sentado tras las cerradas puertas dobles de su despacho, en la suite de los ejecutivos. Esa mañana, varias veces, había llegado hasta el teléfono con la intención de llamar a Curtis O’Keefe, aceptando los términos de este último para hacerse cargo del hotel. Parecía que ya no había por qué demorarlo. El Sindicato de Jornaleros había sido la última esperanza de una refinanciación. El brusco rechazo proveniente de esa fuente, derrumbó la postrera resistencia de Warren Trent a la absorción por el monstruo O’Keefe.

Sin embargo, en cada ocasión, después del movimiento inicial de su mano, Warren Trent se echó atrás. Era como un prisionero condenado a morir a una hora determinada, pero con la posibilidad de suicidarse antes.

Aceptó lo inevitable. Comprendía que pondría fin a su propia posesión, porque no había otra alternativa. Sin embargo, la naturaleza humana le urgía a mantenerse hasta el último instante del plazo en que todo terminaría.

Había estado próximo a capitular, cuando la llegada de Peter McDermott lo detuvo. McDermott le informó de la decisión del Congreso de Dentistas Americanos de continuar la convención, hecho que no lo sorprendió porque lo había predicho el día anterior. Pero ahora todo eso parecía remoto y sin importancia. Se alegró cuando McDermott se marchó.

Después, durante un momento, cayó en una de esas ensoñaciones, recordando los triunfos pasados y las satisfacciones que trajeron consigo. Ése había sido el momento, no hacía mucho, en realidad, cuando su hotel era el preferido de los grandes y casi-grandes: presidentes, testas coronadas, nobleza, damas resplandecientes y hombres distinguidos, los nababs del poder y del dinero, famosos e infames (todos con una característica: exigían atención, y la recibían). Y adonde iba esa élite, otros la seguían, hasta que el «St. Gregory» se convirtió en una Meca y en una máquina para hacer dinero.

Cuando los recuerdos es lo único que se tiene (o así lo parecía), es mejor saborearlos. Warren Trent deseaba que durante la hora, más o menos, que le quedaba para seguir siendo propietario, nadie lo molestara.

El deseo no se realizó.

Christine Francis entró tranquilamente, captando, como siempre, su estado de ánimo.

—Míster Emile Dumaire quiere hablar con usted. Yo no le hubiera incomodado, pero insiste en que es urgente.

Seguro que se trataba de algo de O’Keefe, gruñó. Los buitres se estaban reuniendo. Sin duda, pensándolo bien, el símil no era justo. Una buena cantidad del dinero del «Industrial Merchants Bank», del que era presidente Emile Dumaire, estaba comprometida en el «St. Gregory Hotel». También era el «Industrial Merchants Bank» el que algunos meses antes se había negado a prorrogar el crédito, como así también el préstamo mayor para una refinanciación. Bien, Dumaire y sus colegas directores no tenían por qué preocuparse ahora. Con el inminente arreglo, su dinero estaba asegurado. Warren Trent supuso que debía tranquilizarlo.

Estiró la mano para tomar el teléfono.

—No. Míster Dumaire está aquí, esperando fuera.

Warren Trent se detuvo sorprendido. Era poco usual que Emile Dumaire dejara la fortaleza de su Banco para visitar a alguien.

Un momento después, Christine hizo entrar al visitante, cerrando la puerta al marcharse.

Emile Dumaire, bajo, majestuoso, con una orla de cabello cano y rizado, tenía una línea directa de antepasados criollos. Sin embargo, se le veía petulante, como si saliera de una de las páginas de Pickwick Papers. Sus maneras eran de una pomposidad que hacía juego.

—Le pido disculpas, Warren, por esta sorprendente visita sin haberla concertado antes. Sin embargo, la naturaleza de mi misión no me ha dejado mucho tiempo para etiquetas.

Se estrecharon las manos sin mucha cordialidad. El propietario del hotel, con un ademán, indicó una silla al visitante.

—¿Qué misión?

—Si no se opone, prefiero seguir un orden. Primero, permítame decirle cuánto lamenté que no fuera posible acceder a su solicitud de renovación del préstamo. Por desgracia, la suma y los términos estaban mucho más allá de nuestros recursos o de la política establecida.

Warren Trent asintió con indiferencia. No le gustaba mucho el banquero, aunque nunca había cometido el error de subestimarlo. Debajo de las ostentosas apariencias (que engañaban a muchos) había una mente astuta y capaz.

—Sin embargo, estoy aquí —prosiguió Dumaire—, con un objeto que espero disipe algunos de los poco afortunados aspectos de aquella primera ocasión.

—Eso es muy poco probable.

—Veremos. —De una delgada cartera, el banquero extrajo algunas hojas de papel rayado cubiertas con anotaciones hechas a lápiz—. Entiendo que usted ha recibido una oferta de la «O’Keefe Corporation», por este hotel.

—No se necesita del FBI para poder saber eso.

El banquero sonrió.

—¿Querría decirme cuáles han sido los términos ofrecidos?

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Porque estoy aquí —respondió Emile Dumaire con cautela—, para hacer una oferta.

—Si ése es el caso, razón de más para no hacerlo. Lo que le diré es que he quedado en dar la respuesta a la gente de O’Keefe a las doce de hoy.

—Eso es. Mi información era ésa: razón de mi súbita aparición aquí. De paso, discúlpeme por no haber venido antes, pero necesité algún tiempo para reunir información e instrucciones.

La noticia de una oferta a las once de la mañana (por lo menos de esta fuente) no alegró demasiado a Warren Trent. Supuso que un grupo local de inversores de los que Dumaire era el portavoz, se había combinado en un intento para comprar barato y luego vender con ganancias. Cualesquiera que fueran los términos que sugiriesen, era difícil que pudieran competir con la oferta de O’Keefe. Tampoco era probable que la posición de Warren Trent fuera mejorada.

—Entiendo que los términos ofrecidos por la «O’Keefe Corporation» es un precio de compra de cuatro millones —el banquero consultaba sus anotaciones hechas a lápiz—. De éstos, dos millones serían aplicados a cubrir la hipoteca existente; del resto, un millón en efectivo y otro millón de dólares a invertir en una nueva emisión de acciones de la «O’Keefe Corp». Hay también otro rumor: de que a usted, personalmente, se le daría una especie de posesión vitalicia de sus aposentos en el hotel.

El rostro de Warren Trent se puso rojo de cólera. Dio un golpe sobre el escritorio.

—¡Al diablo, Emile! ¡No juegue al gato y al ratón conmigo!

—Si le parece eso, lo lamento.

—¡Por el amor de Dios! Si conoce los detalles, ¿por qué me los pregunta?

—Francamente, esperaba la confirmación que acaba de darme. Además, la oferta que estoy autorizado a hacerle, es algo mejor. Warren Trent comprendió que había caído en una vieja trampa elemental. Pero estaba indignado de que Dumaire lo hubiera considerado oportuno.

También era obvio que O’Keefe tenía, tal vez, un traidor en su propia organización, alguien en su cuartel general que tenía acceso a la política de alto nivel. En cierta forma, había una irónica justicia en el hecho de que Curtis O’Keefe (que utilizaba el espionaje como herramienta de trabajo) fuera espiado a su vez.

—¿Cuánto mejoran los términos? ¿Y quién los ofrece?

—No estoy autorizado, por el momento, a contestar a la segunda pregunta.

—Hago negocios con personas que puedo ver, no con fantasmas.

—Yo no soy un fantasma —le recordó Dumaire—. Aún más, tiene la garantía del Banco, de que la oferta que estoy autorizado a hacerle es de buena fe, y que las partes que el Banco representa tienen antecedentes impecables.

Todavía fastidiado por la estratagema de unos minutos antes, el propietario del hotel reflexionó al instante.

—Vayamos al grano.

—Estaba para hacerlo —el banquero miró sus notas—. Básicamente, la valuación que mis clientes le hacen por el hotel, es idéntica a las de «O’Keefe Corporation».

—No es muy sorprendente, teniendo las cifras de O’Keefe.

—Sin embargo, en otros aspectos, hay diferencias importantes.

Por primera vez desde el comienzo de la entrevista, Warren Trent tuvo conciencia de su creciente interés en lo que tenía que decir el banquero.

—Primero, mis clientes no desean eliminar su conexión personal con el «St. Gregory Hotel», ni que se divorcie de su estructura financiera. Segundo, su intención sería (en lo que comercialmente sea posible) mantener la independencia del hotel y su característica existente.

Warren Trent se aferró a los brazos de su sillón con fuerza. Miró el reloj de pared que tenía a su derecha. Indicaba las doce menos cuarto.

—Sin embargo —prosiguió Dumaire—, insistirían en adquirir la mayoría de las acciones ordinarias, requerimiento lógico, dadas las circunstancias, para disponer de un control administrativo efectivo. Usted mismo conservaría el status de mayor accionista de la minoría. Otra exigencia sería su inmediata renuncia como presidente y director-gerente. ¿Podría pedirle un vaso de agua?

Warren Trent llenó un vaso de la jarra-termo que tenía a su lado.

—Qué es lo que pretenden… ¿que me convierta en un mandadero? ¿O quizás en ayudante de portero?

—Eso no. —Emile Dumaire bebió del vaso; luego lo miró—. Siempre me ha sorprendido que nuestro barroso Mississippi se convierta en agua tan agradable al paladar.

—¡Continúe con eso!

El banquero volvió a sonreír.

—Mis clientes proponen que en cuanto haya renunciado se le nombre presidente de la junta, inicialmente por un término de dos años.

—¡Mera figura, supongo!

—Tal vez. Pero me parece que hay cosas peores. O quizás usted prefiera que la figura sea míster Curtis O’Keefe.

El propietario del hotel guardó silencio.

—Además tengo instrucciones de informarle que mis clientes igualarán cualquier oferta de carácter personal relativa a su estancia aquí, en el hotel, que haya recibido de la «O’Keefe Corporation». Ahora, en cuanto a la transferencia de acciones y refinanciación, me gustaría entrar en algunos detalles.

A medida que el banquero hablaba, consultando con cuidado sus notas, Warren Trent tenía una sensación de cansancio e irrealidad. Recordó un incidente ocurrido mucho tiempo atrás. Cierta vez, siendo niño, había ido a una fiesta campestre, con un puñado de monedas para gastar en los juegos. Se había arriesgado a subir a uno… al cake-walk.

Era un tipo de diversión que había pasado al limbo hacía mucho tiempo. Lo recordaba como una plataforma con un piso con múltiples goznes articulados que se movía constantemente: para arriba, para abajo, hacia delante, hacia atrás, adelante… de manera que la perspectiva nunca estaba a nivel, y por el precio de unos céntimos se tenía la inminente oportunidad de caer antes de llegar al otro extremo. Al principio resultaba divertido, pero recordaba que cerca ya del final del cake-walk lo que más había deseado en el mundo era salir de allí.

Las semanas pasadas habían sido como un cake-walk. En el primer momento había tenido confianza; luego, de repente, el piso había comenzado a moverse bajo sus pies. Se había elevado cuando la esperanza revivió, y luego volvió a caer. Cerca del final, el Sindicato de Jornaleros significó una promesa de estabilización, y luego también, de pronto, eso se desmoronó sobre los goznes enloquecidos.

Ahora, de improviso, el cake-walk se había estabilizado una vez más, y lo único que deseaba Warren Trent era salir de eso.

Sabía que más tarde sus sentimientos cambiarían, reviviría su interés personal en el hotel, como siempre había sucedido. Pero por el momento, sólo tenía conciencia del alivio que significaba que, de una u otra forma, se liberaba de la responsabilidad. Juntamente con el alivio, sentía curiosidad.

¿Quién, entre los líderes de los negocios en la ciudad, estaba detrás de Emile Dumaire? ¿A quién le podía interesar tanto, como para correr los riesgos financieros de mantener al «St. Gregory» como un hotel tradicional e independiente? ¿Mark Preyscott, quizá? ¿Podría el dueño de las grandes tiendas estar buscando ampliar sus ya extendidos intereses? Warren Trent recordaba que hacía algunos días, alguien le había dicho que Mark Preyscott estaba en Roma. Eso podría ser la razón de la forma de acercamiento indirecto. Bien, quienquiera que fuese, suponía que pronto se enteraría.

La transacción de acciones que el banquero estaba detallando, era justa. Comparado con el ofrecimiento de O’Keefe, el dinero que recibiría Warren Trent en forma personal, sería menos, pero compensado por un subsistente interés financiero en el hotel. En cambio, las condiciones de O’Keefe lo mantendrían al margen de los asuntos del «St. Gregory».

En cuanto al nombramiento como presidente de la junta, aunque sólo podría ser un cargo simbólico, desprovisto de poder, por lo menos estaría dentro, como un espectador privilegiado de todo lo que pudiera suceder. Tampoco su prestigio se vería disminuido.

—Eso —concluyó Emile Dumaire—, es la suma y sustancia. En cuanto a la integridad de la persona que lo ofrece, le he dicho que está garantizada por el Banco. Aún más, estoy preparado para darle esta tarde, una carta legalizada, a esos efectos.

—¿Y si estoy de acuerdo, cuándo se terminaría con todo?

Los labios del banquero se apretaron, mientras pensaba.

—No hay razón alguna para que los papeles no puedan prepararse rápidamente; además, el asunto de la inminencia del vencimiento de la hipoteca, le da cierta urgencia. Yo diría que todo puede estar terminado mañana a esta hora.

—¿Y también a esa hora, no dudo, me informará de la identidad del comprador?

—Eso —concedió Dumaire—, es esencial para la transacción.

—Si lo va a hacer mañana, ¿por qué no ahora?

—Estoy obligado a cumplir mis instrucciones —respondió el banquero, negando con la cabeza.

Por un momento, el mal genio de Warren Trent se encendió. Estuvo tentado de insistir en la revelación del nombre, como condición para aceptar. Luego razonó: ¿qué importaba, siempre que las estipulaciones fijadas se cumplieran? Además, la disputa significaría un esfuerzo para el que se sentía en inferioridad de condiciones. Una vez más, el cansancio de unos momentos antes se apoderó de él.

Suspiró, y exclamó simplemente:

—Acepto.

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