Hotel

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Jueves » 15

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15

Fuera oscurecía. Peter McDermott, excusándose, se levantó de su escritorio para encender las luces. Volvió para encarar una vez más al hombre tranquilo, vestido de franela, que estaba frente a él. El capitán Yolles, de la Oficina de Investigaciones de la Policía de Nueva Orleáns, tenía menos aspecto de policía que ningún otro que hubiera visto Peter. Continuó escuchando con cortesía las conjeturas y sucesos que le relataba Peter, como el gerente de un Banco podría considerar una solicitud de préstamo. Sólo una vez durante el largo discurso, el detective lo había interrumpido para preguntar si podía hablar por teléfono. Informado de que podía hacerlo, utilizó una extensión en el otro extremo de la oficina y habló en voz tan baja que Peter no oyó nada de lo que dijo.

La ausencia de reacción a sus palabras tuvo el efecto de reavivar las dudas de Peter.

—No estoy seguro de que todo o algo de esto tenga sentido —observó Peter al final—. En realidad, comienzo a sentirme un poco tonto.

—Si mucha gente corriera ese riesgo, míster McDermott, haría que el trabajo de la Policía fuese bastante más fácil. —Por primera vez el capitán Yolles sacó un bloc y lápiz—. Si resultara cierto algo de esto, como es natural, necesitaríamos un informe completo. Entretanto, hay algunos detalles que me gustaría conocer. Uno es el número de la matrícula del coche.

El dato estaba en un memorándum de Flora, confirmando su información anterior. Peter lo oyó en voz alta y el detective copió el número.

—Gracias. Lo otro es una descripción física de ese hombre, Ogilvie. Lo conozco, pero quiero que usted me lo describa.

—Eso es fácil. —Por primera vez sonrió Peter.

Al terminar la descripción, sonó el teléfono. Peter respondió y luego acercó el teléfono al capitán.

—Es para usted.

Esta vez pudo oír el final de la conversación del detective que consistía en su mayor parte en repetir «Sí, señor» y «Comprendo».

En determinado momento el detective levantó la mirada y sus ojos sopesaron a Peter. Respondió a su interlocutor:

—Diría que se puede confiar en él. —Una sonrisa plegó su rostro—. Está preocupado, también.

Repitió la información concerniente al número del coche y a la descripción de Ogilvie. Luego colgó.

—Tiene razón; estoy preocupado. ¿Piensa ponerse en contacto con el duque y la duquesa de Croydon?

—Todavía no. Me gustaría algo más concreto. —El detective miró a Peter, pensativo—. ¿Ha visto los diarios de la tarde?

—No.

—Ha habido un rumor que publica el States-Item, acerca de que el duque de Croydon será nombrado embajador británico en Washington.

Peter silbó por lo bajo.

—Acaban de decir por radio, según dice mi jefe, que esa designación ha sido confirmada oficialmente.

—¿Eso significa que habrá algún tipo de inmunidad diplomática?

—No, por algo que haya sucedido con antelación —aclaró el detective—. Si sucedió…

—Pero una acusación falsa…

—Sería grave en cualquier caso, especialmente en éste. Por eso nos movemos con cautela, McDermott.

Peter consideró que sería malo para el hotel y para él mismo si se filtrara algo y se enteraban de una investigación, en caso de que los Croydon fueran inocentes.

—Si lo puede tranquilizar un poco —explicó el capitán Yolles—, le diré algo. Nuestra gente ha hecho algunas conjeturas desde que telefoneé la primera vez. Piensan que su hombre, Ogilvie, puede estar tratando de sacar el coche del Estado, quizás a algún lugar del Norte. Desde luego, no sabemos en qué forma encaja esto con los Croydon.

—Yo tampoco lo puedo imaginar.

—Es posible que saliera anoche, después que usted lo vio, y se oculte durante el día. Estando el coche en las condiciones que está, sabe que no puede viajar a la luz del día. Esta noche, si aparece, estaremos listos. Ahora mismo se está difundiendo la alarma a doce Estados.

—¿Entonces usted le atribuye seriedad a esto?

—Le dije que había dos cosas —el detective señaló el teléfono—. Una de las razones de la última llamada fue para decirme que tenemos un informe del laboratorio estatal sobre los vidrios rotos y el aro que nuestra gente encontró en la escena del accidente, el lunes pasado. Hubo cierta dificultad sobre un cambio de especificaciones del fabricante, motivo por el que se tardó tiempo. Pero ahora, sabemos que los vidrios y el aro pertenecen a un «Jaguar».

—¿Cómo pueden estar tan seguros?

—Todavía podemos hacer algo mejor, McDermott. Si conseguimos el coche que mató a la mujer y a la niña, lo probaremos sin sombra de duda.

El capitán Yolles se levantó para retirarse. Peter lo acompañó hasta la oficina exterior. Se sorprendió al ver a Herbie Chandler esperando; luego recordó las instrucciones que había dado para que el jefe de botones se presentara por la tarde o el día siguiente. Después de lo ocurrido después del mediodía, estuvo tentado de posponer lo que seguramente sería una sesión desagradable; en seguida pensó que no ganaría nada con eludirla.

Vio que el detective y Chandler cambiaron una mirada.

—Buenas noches, capitán —saludó Peter, y sintió una maligna satisfacción al observar una sombra de ansiedad en la cara de comadreja de Chandler. Cuando el policía se fue, Peter hizo entrar al jefe de botones a la oficina interior.

Abrió con llave un cajón de su escritorio y sacó la carpeta que contenía las declaraciones hechas el día anterior por Dixon, Dumaire y los otros dos jóvenes. Se las tendió a Chandler.

—Creo que le interesarán. En caso de que imagine algo, le diré que son copias y que yo tengo los originales.

Chandler parecía afligido; luego comenzó a leer. A medida que daba vuelta a las páginas, sus labios se apretaban. Peter oyó que retenía el aliento. Un momento después murmuró:

—¡Miserables!

—¿Dice eso porque lo indentificaron como rufián?

El jefe de botones se sonrojó; luego, dejó a un lado los papeles.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó a Peter.

—Lo que quisiera hacer es despedirlo en seguida. Pero como ha estado durante tanto tiempo aquí, pienso plantearle el asunto a míster Trent.

—Míster McDermott, ¿podríamos hablar de esto un momento? —lloriqueó Chandler.

Como no hubo respuesta, comenzó:

—Míster McDermott, hay muchas cosas que suceden en un lugar como éste…

—Si me va a hablar de las cosas de la vida… de las muchachas galantes y todos los otros negocios… dudo mucho que me pueda decir algo que ya no sepa. Pero hay algo más que yo sé y usted también. Hay ciertas cosas que la gerencia puede pasar por alto. Pero proporcionar mujeres a menores de edad, es muy diferente.

—Míster McDermott, ¿no podría usted, por esta vez, evitar llevarle el asunto a míster Trent? ¿No podría hacer que esto quedara entre usted y yo?

—No.

La mirada del jefe de botones iba de un lado a otro de la habitación; luego, la volvió a Peter. Tenía una expresión calculadora.

—Míster McDermott, si alguna gente viviera y dejara vivir… —guardó silencio.

—¿Qué?

—Bien, a veces vale la pena.

La curiosidad mantuvo silencioso a Peter.

Chandler vaciló; luego, con deliberación, desabrochó el bolsillo. Sacó un sobre doblado que puso sobre el escritorio.

—Déjeme ver eso —exclamó Peter.

Chandler le acercó el sobre. No estaba cerrado y contenía cinco billetes de cien dólares. Peter los inspeccionó con curiosidad.

—¿Son buenos?

—Sí —replicó Chandler sonriendo.

—Tenía curiosidad por saber a cuánto creía usted que ascendía mi precio. —Peter le devolvió el dinero—. ¡Lléveselo!

—¡Míster McDermott, si es cuestión de un poco más…!

—¡Márchese! —la voz de Peter era baja. Se levantó a medias de su silla—. ¡Márchese antes de que le rompa la cabeza!

Mientras recogía el dinero y se marchaba, el rostro de Herbie Chandler tenía la máscara del odio.

Cuando quedó solo, Peter McDermott se hundió en la silla, silencioso, detrás del escritorio. Las entrevistas con el policía y con Chandler lo habían dejado exhausto y deprimido. De las dos, fue la última la que lo abatió más, porque la tentativa de soborno le dio la sensación de estar sucio.

¿Sería así? Se quedó cavilando: sé sincero contigo mismo. Hubo un instante, con el dinero en las manos, en que estuvo tentado de tomarlo. Quinientos dólares era una suma interesante. Peter no se hacía ilusiones con respecto a lo que él ganaba, comparado con lo que recibía el jefe de botones que, de seguro, ascendía a bastante más. Si hubiera sido cualquier otra persona, con seguridad hubiera sucumbido. ¿Sería capaz de sucumbir? Desearía saberlo con certeza. De cualquier manera, no sería el primer gerente de hotel que aceptara dinero de su personal.

Lo irónico, por supuesto, era que a pesar de la insistencia de Peter en que pondría las evidencias contra Herbie Chandler en conocimiento de Warren Trent, no había garantía de que así ocurriera. Si el hotel cambiaba de dueño, como parecía probable, a Warren Trent ya no le importaría. Tal vez ni el mismo Peter quedaría en el hotel. Con el advenimiento de una nueva administración, el historial del personal superior sería examinado, sin duda alguna, y en su propio caso, el viejo e insípido escándalo del «Waldorf», desenterrado. Todavía, se preguntó Peter, ¿no había acabado de pagar eso? Bien, era probable que pronto lo supiera.

Volvió su atención a las cosas presentes.

Sobre su escritorio había una hoja impresa que Flora le había dejado, con las últimas cuentas de la tarde. Por primera vez después de llegar, estudió las cifras. Demostraban que el hotel estaba llenándose, y había la certeza de tener el hotel completo, esta noche. Si el «St. Gregory» sucumbía vencido, por lo menos lo haría al son de las trompetas.

Entre las cuentas del hotel y mensajes telefónicos, había una cantidad de cartas y memorándums; Peter les echó una mirada rápida y vio que no había nada que no pudiera dejarse para mañana. Debajo de los memorándums había una carpeta de grueso papel manila, que abrió. Era el plan de abastecimiento propuesto por el sub-chef André Lemieux, entregado ayer. Peter había comenzado a estudiar el plan esa mañana.

Mirando su reloj decidió continuar su lectura antes de efectuar el recorrido vespertino por el hotel. Se acomodó, con las páginas manuscritas y los gráficos cuidadosamente trazados, extendidos ante él.

A medida que leía, crecía su admiración por el joven sub-chef. El trabajo revelaba amplia comprensión de los problemas del hotel y de la potencialidad del negocio de su restaurante. Peter se encolerizó con el chef de cuisine monsieur Hébrand, quien, según Lemieux, había desechado por completo la propuesta.

En verdad que había algunas conclusiones que eran discutibles, y Peter no estaba de acuerdo con algunas ideas de Lemieux. A primera vista también, una cantidad de cálculos sobre costos parecían optimistas. Pero esto era secundario. Lo importante era que una mente fresca, clara y competente hubiera pensado en las deficiencias actuales con respecto a la cuestión de las comidas y se presentara sugiriendo la forma de subsanarlas. Era igualmente obvio que, salvo que el «St. Gregory» hiciera mejor uso del considerable talento de André Lemieux, éste lo ofrecería en otra parte.

Peter puso el plan y los gráficos en su carpeta con una sensación de satisfacción de que alguien en el hotel poseyera un entusiasmo por su trabajo como el que había demostrado Lemieux. Decidió que le agradaría transmitirle sus impresiones a pesar de que en la situación actual del hotel, tan incierta, parecía que Peter no podía hacer nada más.

Una llamada telefónica informó de que esa noche el chef de cuisine estaría ausente porque continuaba enfermo, y que el sub-chef, monsieur Lemieux, lo reemplazaba. Guardando el protocolo, Peter dejó un mensaje diciendo que bajaba en seguida a la cocina.

André Lemieux estaba esperándolo en la puerta que daba al comedor principal.

—¡Entre, monsieur! Sea usted bien venido. —Caminó delante, entrando en la cocina ruidosa y humeante; el joven sub-chef gritó al oído de Peter—: Nos encuentra, como dicen los músicos, próximos al crescendo.

En contraste con la relativa quietud de la tarde anterior, el ambiente en estas primeras horas de la noche, era un pandemonio. Con todo el personal de turno trabajando, los chefs de blanco almidonado, sus ayudantes de cocina y los pinches, parecían haber surgido como margaritas en el campo. Alrededor de ellos, entre ráfagas de vapor y oleadas de calor, los ayudantes de cocina, sudando, manejaban ruidosamente las bandejas, sartenes y calderos mientras otros empujaban las mesas rodantes, sin cesar, esquivándose, así como apremiando a los camareros y camareras, estas últimas con las bandejas de servir en alto. Sobre las mesas caldeadas, los platos del menú del día se repartían y servían para llevarlos al comedor. Los pedidos especiales, para los menú a la carte y para el servicio de habitaciones, eran preparados por cocineros que se daban prisa, y cuyos brazos y manos parecían estar en todas partes al mismo tiempo. Los camareros preguntaban si estaban listos sus pedidos, mientras los cocineros protestaban. Otros camareros, con las bandejas cargadas, se movían presurosos pasando frente a las dos austeras mujeres del control, sentadas en sus elevados mostradores donde computaban las cuentas. Desde la sección de sopas, se elevaban espirales de vapor mientras burbujeaban los gigantescos calderos. No muy lejos, dos cocineros, especialistas, arreglaban, con hábiles dedos, canapés y hors d’oeuvres calientes. Más allá, un chef repostero, supervisaba los postres con mirada minuciosa. De cuando en cuando se abrían las puertas de los hornos con ruido metálico, el reflejo de las llamas iluminaba las caras congestionadas, y los interiores ardientes eran como una visión del infierno.

Sobre todo, lo que asaltaba al oído y al olfato era el entrechocar de platos, el incitante olor de la comida y el agradable aroma del café recién hecho.

—Cuando estamos con más trabajo, monsieur, es cuando nos sentimos más orgullosos. O deberíamos sentirnos, si no se mirara todo con lupa.

—He leído su informe. —Peter le devolvió la carpeta al sub-chef. Luego lo siguió hasta la oficina de paneles de vidrio, donde no se oía ruido alguno.

—Me gustan sus ideas; no estoy de acuerdo con algunos puntos de vista, pero éstos no son muchos.

—Sería bueno discutirlos si, al fin, se decidiera hacer algo.

—Todavía no. Por lo menos, no en la forma que usted piensa.

Peter señaló que, antes de encarar ningún tipo de reorganización, tenía que ser solucionado el asunto de la propiedad del hotel.

—Quizá mi plan y yo tendremos que irnos a otra parte. No importa. —André Lemieux se encogió de hombros en forma muy gálica, y luego agregó—: Monsieur, estoy por visitar el piso de la convención. ¿Quiere acompañarme?

—Gracias. Iré. —Peter había tenido la intención de incluir las comidas de la convención en la gira vespertina por el hotel. Sería igualmente efectivo comenzar su inspección desde las cocinas del piso de la convención.

Subieron dos pisos por un ascensor de servicio. Descendieron en lo que bajo muchos aspectos, era un duplicado de la cocina principal de abajo. Desde aquí se podían servir simultáneamente dos mil comidas en los tres salones de convenciones del «St. Gregory», y una docena de comedores privados. El ritmo en este momento parecía tan frenético como abajo.

—Como usted sabe, monsieur, esta noche tenemos dos banquetes. En el Gran Salón y en el Bienville.

—Sí, el Congreso de los Odontólogos, y la convención de «Gold Crown Cola».

Por el olor de las comidas en los extremos opuestos de la gran cocina, observó que el plato importante de los dentistas era pavo asado, y el de vendedores de Cola, lenguado sauté. Equipos de cocineros y ayudantes servían ambos platos, agregándoles las legumbres al ritmo de una máquina; luego, con un solo movimiento, colocaban tapas de metal sobre las fuentes llenas, cargando todo en las bandejas de los camareros.

Nueve fuentes por bandeja: el número de asistentes por cada mesa. Dos mesas por camarero. Cuatro platos por menú, mas panecillos, manteca, café y petits fours. Peter calculaba: habría doce viajes muy cargados para cada camarero; quizá más, si los comensales lo pedían, o como algunas veces sucedía si se les asignaba más mesas debido a la cantidad de gente. No era de extrañar que algunos camareros estuvieran cansados cuando terminara la noche.

Menos cansado, tal vez, estaría el maître d’hôtel, compuesto e inmaculado, con frac y corbata blanca.

Por el momento, como un jefe de Policía en servicio, estaba estacionado en el centro de la cocina, dirigiendo la marea de camareros en ambas direcciones. Viendo a André Lemieux y a Peter, se llegó hasta ellos.

—Buenas noches, chef… míster McDermott. —Aun cuando en el rango del hotel, Peter era superior a los otros dos, en la cocina, el mâitre d’hôtel se dirigió correctamente al principal, el chef en funciones.

—¿Cuánta gente tenemos para comer, monsieur Dominic? —inquirió Lemieux.

El mâitre consultó una hoja de papel.

—La gente de «Gold Grown Cola» calculaba que serían doscientos cuarenta, y creo que ya están sentados. Parece que han llegado casi todos.

—Son vendedores a sueldo; tienen que estar aquí —comentó Peter—. Los dentistas hacen lo que quieren. Probablemente se rezaguen, y muchos no vengan.

El maître asintió.

—He oído decir que han bebido mucho en las habitaciones. El consumo de hielo ha sido grande, y se han servido muchos cócteles. Pensamos que eso puede disminuir el número de las comidas.

El problema era calcular cuál sería el número de comidas que habría que preparar en cualquier momento para la convención. Representaba un habitual dolor de cabeza para los tres hombres.

Los organizadores de la convención daban al hotel una garantía mínima, pero en la práctica era probable que la cifra variara de cien a doscientos, en más o en menos. Una razón para ello era la inseguridad de cuántos delegados asistirían a reuniones más pequeñas prescindiendo de los banquetes oficiales o, en cambio, cuántos llegarían en masa en el último momento.

Los últimos minutos antes de un gran banquete de congresistas, eran siempre tensos en la cocina de cualquier hotel. Era un momento de prueba, ya que todos los involucrados sabían que la reacción ante una crisis, demostraría si su organización era buena o mala.

—¿Cuál fue el cálculo original? —preguntó Peter al maître.

—Para los dentistas, quinientos. Estamos llegando a eso y hemos empezado a servir. Pero todavía entran.

—¿Se está llevando una cuenta aproximada de los recién llegados?

—Tengo un hombre dedicado a eso. Aquí está. —Esquivando a sus compañeros, un encargado con chaqueta roja, venía de prisa desde el Gran Salón.

—En caso de necesidad, ¿podemos preparar comida extra? —preguntó Peter a André Lemieux.

—Cuando sepa lo que se necesita, monsieur, entonces haré cuanto pueda.

El maître conferenció con el encargado. Luego se dirigió a los otros dos.

—Parece que hay un número adicional de ciento setenta personas. Están entrando. Ya estamos tendiendo las mesas necesarias.

Como siempre que se producía una crisis, era sin previo aviso. En este caso, había llegado como un impacto importante. Ciento setenta comidas extra, pedidas en seguida, pesarían en los recursos de cualquier cocina… Peter se volvió a André Lemieux, sólo para descubrir que el joven francés ya no estaba allí.

El sub-chef se había puesto en acción como impulsado por una catapulta. Ya estaba entre su personal, dando órdenes, como la crepitación de un incendio rápido. Un cocinero joven a la cocina principal, para que utilice ahora los siete pavos que se están asando para la colación fría de mañana… Una orden dada a gritos al recinto de preparación: ¡Usen las reservas! ¡Ligero! ¡Trinchen todo lo que haya a la vista…! ¡Más verduras! ¡Saquen algunas del segundo banquete, que parece estar utilizando menos! Que vaya un segundo pinche a la cocina principal para reunir todas las verduras que pueda encontrar en cualquier parte… y pasar un mensaje: ¡Envíen ayuda, pronto! Dos mandaderos, dos cocineros más… Que se alerte al chef de repostería. Se necesitarán dentro de pocos minutos ciento setenta postres más. ¡Robe a Peter para Paul! ¡Hagan malabarismos! ¡Alimenten a los dentistas! El joven André Lemieux, con rapidez mental, confianza y buen humor, está dirigiendo esta demostración.

Ya estaban reasignando los camareros: algunos habían sido retirados con disimulo del banquete de la «Gold Crow Cola», más pequeño, donde los que quedaban deberían realizar un trabajo extra. Los comensales no lo notarían; sólo, quizá, que sus próximos platos serían servidos por alguien con un rostro vagamente distinto. Otros camareros que ya estaban asignados al Gran Salón y a los dentistas, se encargarían de tres mesas (veintisiete asientos) en lugar de dos. Algunos expertos, conocidos por su rapidez de pies y manos, podrían atender a cuatro. Habría ligeras protestas aunque no muchas. Los camareros de la convención eran, en general, personal independiente, llamado por cualquier hotel cuando se necesitaba. El trabajo producía dinero extra. Una paga de cuatro dólares por tres horas de trabajo en dos mesas; cada mesa extra importaría un cincuenta por ciento más. Las propinas, que se agregaban a la cuenta de la convención mediante arreglos previos, duplicaría toda la cantidad. Los hombres de pies ligeros volverían a su casa con dieciséis dólares; con suerte, también podrían haber ganado eso mismo a la hora del almuerzo o desayuno.

Una mesa rodante, con tres pavos recién cocinados, estaba ya saliendo de un ascensor de servicio. Los cocineros del recinto de preparación cayeron sobre ellos. El ayudante del cocinero que los había traído, volvió en busca de otros.

Quince porciones de cada pavo. Una disección rápida con la pericia de un cirujano. En cada plato la misma proporción: carne blanca, carne negra, salsa. Veinte porciones en una bandeja de servir. Mandar la bandeja a un mostrador. Mesas rodantes con legumbres humeantes, como barcos.

El despacho de mensajes por el sub-chef había concluido con el equipo de servicio. André Lemieux se presentó en reemplazo de dos ausentes. El equipo recobró la velocidad; andaba más ligero que antes, aún.

¡Fuente… carne… legumbres primero… ahora salsa… hagan correr la fuente… taparla! Un hombre para cada movimiento: brazos, manos, cucharones, todo moviéndose en conjunto. ¡Una comida por segundo… aún más rápido! Frente a los mostradores de servir, la fila de camareros se hacía cada vez más larga.

Del otro lado de la cocina, el chef repostero abría refrigeradores: inspeccionando, seleccionando, golpeando las puertas al cerrarlas. Los reposteros de la cocina principal habían acudido para ayudar. ¡Saquen los postres de reserva! Envíen más desde los refrigeradores del subsuelo.

En medio de la agitación, una anomalía.

El camarero informa al encargado, el encargado al mâitre d’hôtel y el mâitre a André Lemieux.

Chef, hay un caballero que dice que no le gusta el pavo. Que si se le podría servir roastbeef no muy cocido.

Una carcajada brotó del grupo de sudorosos cocineros.

Pero el requerimiento había observado el protocolo con corrección, como lo sabía Peter. Sólo el chef principal podía autorizar cualquier alteración en un menú fijo.

—Puede ser satisfecho —replicó André Lemieux con una sonrisa—, pero sírvalo el último en su mesa.

Eso también era una vieja práctica en las cocinas. Como cuestión de relaciones públicas, la mayoría de los hoteles cambiarían un plato, si se pedía una alteración del menú, aunque el sustituto fuera más caro. Pero en forma invariable, como en este caso, el individualista debería esperar hasta que todos sus compañeros de mesa hubieran comenzado a comer. Una precaución contra otros que pudieran sentirse inspirados en la misma idea.

Ahora la fila de camareros ante el mostrador de servicio, estaba disminuyendo. En el Gran Salón ya se había servido el plato principal a la mayoría de los asistentes incluyendo a los últimos en llegar. Los ayudantes comenzaban a regresar del comedor con los platos utilizados. Se tenía la sensación de una crisis superada. André Lemieux abandonó su lugar entre los servidores, y miró inquisitivamente al chef de los reposteros.

Este último, delgado como un palillo, diríase que no probaba los productos que elaboraba. Hizo un círculo con los dedos pulgar e índice.

—Todo listo para ser servido, chef.

—Monsieur, parece que hemos dominado la situación —comentó André Lemieux, reuniéndose a Peter.

—Diría que ha hecho usted mucho más. Estoy impresionado.

—Lo que usted ha visto ha estado bien. Pero eso sólo es una parte de la tarea —dijo el joven francés con un encogimiento de hombros—. En otras partes no parecemos tan eficientes. Excúseme, monsieur. —Se alejó.

El postre era Bombe aux marrons y Cherries flambées. Debía ser servido con cierto ceremonial: la iluminación del salón disminuida y las fuentes llameantes llevadas en alto.

Ahora los camareros estaban alineados ante las puertas de servicio. El chef repostero y los ayudantes, controlando el arreglo de las bandejas. En el momento de abandonar la cocina, un pequeño plato central en cada bandeja sería encendido, a medida que dos cocineros a los lados les prendían fuego.

André Lemieux inspeccionaba la fila.

A la entrada del Gran Salón, el mâitre principal, con un brazo levantado, observaba el rostro del sub-chef.

Cuando André Lemieux hizo un gesto afirmativo, el brazo del mâitre bajó.

Los cocineros con las bujías, recorrieron las filas de bandejas, encendiéndolas. Las dobles puertas de servicio abiertas y sujetadas. Fuera, un electricista disminuyó la iluminación; la música de una orquesta se fue apagando hasta callar por completo. Entre los asistentes del Salón, cesó el rumor de las conversaciones.

De improviso, un reflector, por encima de los concurrentes, se encendió, enmarcando e iluminando la puerta de la cocina. Se produjo un instante de silencio, y luego se escuchó una fanfarria de trompetas. Cuando terminó, la orquesta y un órgano rompieron juntos, en un fortissimo, con los compases de The Saints. Al ritmo de la música, la procesión de camareros con las bandejas llameantes, inició la marcha.

Peter McDermott se dirigió al Gran Salón para ver mejor. Podía contemplar la inesperada y compacta cantidad de comensales, y todo el Gran Salón apretadamente concurrido.

Oh, when the Saints; Oh, when the Saints; Oh, when the Saints go marching in… Desde la cocina, un camarero tras otro, vestidos con sus pulcros uniformes azules, marchaban al mismo ritmo. Para este momento, hasta el último de los hombres había sido utilizado. Algunos, dentro de pocos instantes, volverían para cumplir sus tareas en el otro salón de banquetes. Ahora, en la semioscuridad, las llamas alumbraban como fanales… Oh when the Saints; Oh when the Saints; Oh when the Saints go marching in… Desde los comensales brotó un aplauso espontáneo, cambiando a un batir de palmas al compás de la música, mientras los camareros rodeaban el salón. El hotel había cumplido su compromiso, tal como había prometido. Nadie, fuera de la cocina, podía saber que unos minutos antes se había producido una crisis y que había sido superada… Lord, I want to be in that number, When the Saints go marching in… Mientras los camareros llegaban a las mesas correspondientes, las luces volvieron a encenderse mientras se renovaban los aplausos y felicitaciones.

André Lemieux había venido, y se colocó al lado de Peter.

—Se acabó por esta noche, monsieur. Salvo que, quizá, desee tomar un coñac. En la cocina tengo un poco.

—No, gracias —replicó Peter sonriendo—. Ha sido un buen espectáculo. ¡Le felicito!

—Buenas noches, monsieur —saludó el sub-chef, mientras Peter se volvía para alejarse—. Y no lo olvide.

—¿Olvidar qué? —inquirió Peter, deteniéndose, intrigado.

—Lo que ya le he dicho. El hotel de gran categoría que usted y yo podríamos hacer.

Entre divertido y caviloso, Peter se dirigió por entre las mesas del banquete hacia la puerta exterior del Gran Salón.

Había recorrido casi todo el espacio, cuando advirtió algo fuera de lugar. Se detuvo mirando alrededor, sin saber a ciencia cierta de qué se trataba. De pronto lo comprendió. El doctor Ingram, el bravo y pequeño presidente del Congreso de Odontólogos, debía de haber estado presidiendo este acto, uno de los principales de la convención. Pero el médico no se encontraba en el puesto que le correspondía, ni en ningún otro de la larga mesa de cabecera.

Varios delegados, por encima de las mesas, saludaban a sus amigos, que se encontraban en otros sectores del banquete. Un hombre, con un audífono auxiliar para su sordera, se detuvo al lado de Peter.

—Buena concurrencia, ¿eh?

—Ciertamente. Espero que le haya gustado la comida.

—No estuvo mala.

—A propósito —intercaló Peter—, estoy buscando al doctor Ingram. No lo veo en ninguna parte.

—Ni lo verá —el tono fue seco. Sus ojos lo observaron con suspicacia—. ¿Es usted de la Prensa?

—No. Del hotel. Estuve con el doctor Ingram un par de veces…

—Dimitió; esta tarde. Si desea conocer mi opinión, creo que se comportó como un perfecto tonto.

Peter reprimió su sorpresa.

—Por casualidad, ¿no sabría si el doctor Ingram está todavía en el hotel? —interrogó.

—No tengo la menor idea. —El hombre del audífono se alejó.

Había un teléfono interno en el entresuelo de la convención.

El telefonista del conmutador, informó que el doctor Ingram todavía figuraba como residente, pero que no contestaban de su habitación. Peter habló con el cajero jefe.

—¿Ha abonado ya su cuenta el doctor Ingram de Filadelfia? ¿Se marchó ya del hotel?

—Sí, míster McDermott, hace un minuto. Todavía puedo verlo en el vestíbulo.

—Envíe a alguien para rogarle que me espere un segundo, por favor. Bajo inmediatamente.

El doctor Ingram estaba en pie, con las maletas al lado y un impermeable en el brazo, cuando llegó Peter.

—¿Qué problema tiene ahora, míster McDermott? Si lo que desea es un testimonio para el hotel, no va a tener suerte. Además, tengo que alcanzar el avión.

—He sabido su renuncia. He venido a decirle que lo siento.

—Creo que se arreglarán sin mí. —Desde el Gran Salón, dos pisos más arriba, el ruido de los aplausos y exclamaciones llegaba abajo, hasta donde ellos se encontraban—. Parece que ya lo han hecho.

—¿Lo lamenta mucho?

—No. —El pequeño doctor movió los pies, con la mirada baja; luego gruñó—: Soy un embustero. Me duele muchísimo. No debería sentirlo, pero lo siento.

—Me imagino que cualquiera lo sentiría —añadió Peter.

—Entienda esto, míster McDermott. —La cabeza del doctor Ingram se irguió—. No soy un felpudo golpeado. Ni necesito sentirme como tal. He sido un maestro toda mi vida, con muchos testimonios para probarlo. He formado gente docente, como el doctor Nicholas, por ejemplo, y otros por el estilo; procedimientos que llevan mi nombre; libros escritos por mí, que son textos corrientes. Todo eso es material sólido. Los otros… —hizo una indicación con la cabeza hacia el Gran Salón—, son recubrimiento de pastelería…

—No advertí…

—De todas maneras, un poco de recubrimiento no daña. Hasta puede llegar a gustarle a uno. Deseaba ser presidente. Me sentí complacido cuando me eligieron. Es un espaldarazo otorgado por gente cuya opinión se valora. Si voy a ser sincero con usted, míster McDermott (y Dios sabe por qué se lo estoy diciendo), no encontrarme allá arriba esta noche, es algo que me roe el corazón. —Hizo una pausa, mirando hacia arriba, mientras se escuchaban una vez más los ruidos del Gran Salón—. Alguna vez, sin embargo, se tienen que poner en la balanza los deseos contra los principios —masculló el pequeño doctor—. Algunos de mis amigos piensan que me he portado como un idiota.

—No es de idiotas el mantenerse firme según los propios principios.

—Usted no lo hizo, McDermott —el doctor Ingram miraba de frente a Peter—, cuando tuvo la oportunidad. Usted estaba demasiado angustiado por el hotel: su trabajo.

—Temo que eso sea cierto.

—Bien, ha tenido la gentileza de admitirlo, así que le diré algo, hijo. Usted no está solo. Ha habido ocasiones en que no he estado a la altura de mis convicciones. Eso va para todos nosotros. Algunas veces, sin embargo, se tiene una segunda oportunidad. Si eso le ocurre a usted… aprovéchela.

—Lo acompañaré hasta la puerta —dijo Peter, haciendo una seña a un botones.

—No es necesario eso —rechazó el doctor Ingram—. No se moleste. No me gusta este hotel, ni usted tampoco.

El botones lo miró inquisitivamente.

—Vamos —dijo el doctor Ingram.

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