Hotel

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Jueves » 19

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19

Por fin, después de preguntas y trivialidades, la conferencia de Prensa de los Croydon había terminado.

Cuando la puerta del corredor de la Presidential Suite se cerró detrás del último huésped, las palabras reprimidas salieron en tropel de labios del duque de Croydon.

—¡Mi Dios, no puedes hacerlo! No puedes de ninguna manera salirte con…

—¡Calla! —La duquesa de Croydon recorrió con los ojos la silenciosa sala—. No hablemos aquí. Desconfía de este hotel y de todo lo que contiene.

—¿Dónde, entonces? ¿Por Dios, dónde?

—Saldremos. Donde nadie pueda oírnos. Pero cuando salgamos, por favor, compórtate en forma menos nerviosa que ahora.

Abrió las puertas que comunicaban con sus dormitorios donde los Bedlington terriers habían estado confinados. Comenzaron a saltar juguetones, ladrando mientras la duquesa les ponía las correas, sabiendo lo que eso significaba. En el pasillo, el secretario abrió la puerta de la suite mientras los terriers salían.

En el ascensor, el duque parecía querer decir algo, pero su esposa le hizo un gesto negativo. Sólo cuando estuvieron fuera, lejos del hotel y fuera de la posibilidad de ser oídos por los peatones, murmuró:

—¡Ahora!

—¡Te digo que es una locura! —Su voz sonaba tensa y angustiada—. Ya está todo bastante mal. Hemos complicado y complicado lo que sucedió al principio. ¿Concibes lo que será ahora, cuando al final salga a relucir la verdad?

—Sí, tengo una idea. Si es que sale a luz.

—Aparte de todo lo demás… el principio moral, todo el resto… nunca podrás lograrlo.

—¿Por qué no?

—Porque es imposible. Inconcebible. Ya estamos mucho peor que al comienzo. Ahora, con esto… —la voz se entrecortó.

—No estamos peor. Por el momento estamos mejor. Recuerda tu designación para Washington.

—¡No puedes creer con seriedad que tengamos la más remota posibilidad de llegar allí, nunca!

—Tenemos todas las posibilidades.

Precedidos por los entusiastas terriers, habían caminado por St. Charles Avenue a Canal Street, mucho más concurrida e iluminada. Luego, doblando hacia el Sudeste, en dirección al río, simularon interesarse en las vitrinas llenas de colorido de las tiendas mientras los grupos de peatones pasaban en ambas direcciones.

—Por muy desagradables aue sean, hay ciertas cosas que debo saber de la noche del lunes. Esa mujer con quien estabas en el «Iris Bayou». ¿Tú la llevaste allí? —preguntó la duquesa en voz baja.

—No. Ella fue en un taxi. Nos encontramos dentro. Luego intenté… —el duque había enrojecido.

—Evítame tus intenciones. Por lo que ella sabe, tú mismo podías haber llegado en un taxi.

—No lo he pensado. Pero supongo que sí.

—Después que yo llegué (también en un taxi) lo que puede ser confirmado si fuera necesario, advertí que nuestro coche no estaba allí, lo habías estacionado lejos de ese horrible club. No había sereno.

—Lo dejé lejos a propósito. Supuse que había menos probabilidad de que te enteraras.

—De manera que no hubo testigos de que condujeras el coche la noche del lunes.

—Recuerda el garaje del hotel. Cuando entramos alguien pudo vernos.

—¡No! Piensa…, te detuviste en la entrada del garaje, y dejaste el coche, como haces con frecuencia. No vimos a nadie. Nadie nos vio.

—¿Y cuando lo sacamos del garaje?

—No pudiste haberlo sacado. No, desde el garaje del hotel. El lunes por la mañana lo dejamos en un estacionamiento, fuera.

—Tienes razón —exclamó el duque—. Lo saqué de allí por la noche.

La duquesa continuó pensando en voz alta:

—Por supuesto que diremos que llevamos el coche al garaje del hotel después de usarlo el lunes por la mañana. No habrá registro de su entrada, pero eso no prueba nada. En cuanto a nosotros, no hemos visto el coche desde el mediodía del lunes.

El duque guardaba silencio mientras continuaba caminando. Con un ademán tomó las correas de los perros, relevando a su esposa. Sintiendo una nueva mano en sus correas, tiraban hacia delante más vigorosamente que antes.

—En realidad es notable la forma en que todo coincide —comentó al fin el duque.

—Es más que notable. Parece hecho a propósito. Desde el comienzo, todo ha salido bien. Ahora…

—Ahora te propones mandar a otro hombre a la cárcel, en mi lugar.

—¡No!

—No podría hacerlo, ni siquiera a él.

—En cuanto a él, te prometo que nada le sucederá.

—¿Cómo puedes estar segura?

—Porque la Policía tendría que probar que estaba conduciendo el coche en el momento del accidente. No podrán hacerlo, como tampoco pueden probar que eras tú. ¿No lo comprendes?

—Pueden saber que es uno de vosotros dos. Pueden creer que saben cuál fue. Pero creer no basta. Hay que tener pruebas.

—Sabes —respondió él con admiración—, hay momentos en que resultas absolutamente increíble.

—Soy práctica. Y hablando de ser práctica, hay algo que debes recordar. Ese hombre Ogilvie tiene diez mil dólares de nuestro dinero. Por lo menos debemos recibir algo a cambio.

—De paso —preguntó el duque—, ¿dónde están los otros quince mil?

—Todavía están en mi maleta pequeña, que está bajo llave en mi dormitorio. La llevaremos cuando nos vayamos. Ya decidí que podría llamar la atención si pusiéramos el dinero de nuevo en el Banco.

—En realidad piensas en todo.

—No lo hice con respecto a esa nota. Cuando pensé que la tenían… debí de estar loca para escribirla.

—No podías preverlo.

Habían llegado al final de la parte más iluminada de Canal Street. Ahora giraron, volviendo sobre sus pasos hacia el centro de la ciudad.

—Es diabólico —exclamó el duque de Croydon. Había tomado su última copa a la hora de almorzar. Como resultado, su voz estaba bastante más clara que en los últimos días—. Es ingenioso, demoníaco y diabólico. Pero podría, podría ser… que resultara.

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