Hotel

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Jueves » 20

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—La mujer está mintiendo —afirmó el capitán Yolles—. Pero será difícil probarlo, si es que lo conseguimos. —Continuó caminando despacio, de uno a otro lado de la oficina de Peter McDermott. Habían venido aquí (los dos detectives con Peter) después de una ignominiosa salida de la Presidential Suite. Hasta ahora Yolles no había hecho más que pasearse y reflexionar mientras los otros dos esperaban.

—Su marido podría quebrantarse —sugirió el segundo detective—, si conseguimos hablar a solas con él.

—No hay la menor posibilidad. Primero, ella es demasiado lista para permitir que eso suceda. Segundo, siendo ellos quienes son y lo que son, tendremos que proceder con cautela —miró a Peter—. No se engañe pensando que hay procedimientos policiales distintos unos para los pobres, otros para los ricos e influyentes.

Del otro lado de la oficina, Peter asintió, si bien con una sensación de indiferencia. Habiendo cumplido con su deber y conciencia, lo que siguiera era asunto de la Policía. A pesar de ello, la curiosidad le hizo preguntar.

—La nota que la duquesa escribió al garaje…

—Si la tuviéramos —exclamó el segundo detective—, sería definitiva.

—¿No es suficiente que el sereno… y Ogilvie declaren bajo juramento que la nota existió?

—Ella diría que era apócrifa, que Ogilvie la había escrito él mismo —respondió Yolles. Pensó un momento y agregó—. Me dijo que era un papel especial. Déjeme ver una hoja.

Peter salió y en un mueble con artículos de escritorio encontró varias hojas. Era un papel grueso, azul pálido con el nombre del hotel arriba en relieve. Abajo, también en relieve, las palabras Presidential Suite.

Peter volvió y los policías examinaron los papeles.

—Muy bonitos —comentó el segundo de los detectives.

—¿Cuánta gente tiene acceso a esto? —preguntó Yolles.

—En forma corriente, pocos. Pero supongo que bastantes más podrían apoderarse de las hojas si realmente quisieran.

—Eso las elimina —gruñó Yolles.

—Hay una posibilidad —exclamó Peter, ante un súbito pensamiento; su indiferencia había desaparecido.

—¿Cuál?

—Sé que usted me ha preguntado esto y que respondí que una vez que los desperdicios se sacaban, en este caso del garaje, no había posibilidad de recuperar nada. En realidad pensé… me pareció imposible, la idea de localizar un pedazo de papel. Además, la nota no era tan importante en aquel momento.

Sabía que los ojos de ambos detectives estaban fijos en su rostro.

—Tenemos al hombre, está a cargo del incinerador. Muchos desperdicios los maneja a mano. Será un disparo en la oscuridad y tal vez demasiado tarde.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Yolles—. Vamos a verlo.

Deprisa se dirigieron al piso principal, luego usaron la puerta del personal de servicio para llegar al montacargas que los llevaría abajo. El ascensor estaba ocupado un piso más abajo y Peter podía oír que descargaban paquetes. Les gritó que se dieran prisa.

Mientras esperaban, Bennett, el segundo detective dijo:

—He oído decir que han tenido otros problemas esta semana.

—Hubo un robo ayer a la madrugada. Con todo esto casi lo he olvidado.

—Estuve hablando con uno de los nuestros, quien conversó con el detective del hotel… ¿cómo se llama?

—Finegan. Está reemplazando al jefe. —A pesar de lo serio del asunto, Peter sonrió—. Nuestro jefe titular está comprometido en otra parte.

—En cuanto al robo no había mucho en qué basarse. Nuestra gente verificó la lista de huéspedes, que no arrojó ninguna luz. Si bien hoy sucedió algo curioso. Hubo un asalto en una casa de Lakeview. Un asunto de llave. La mujer perdió las llaves en el centro esta mañana. La persona que las encontró debió de ir directamente a la casa. Tenía todas las características del robo de un hotel, incluyendo las cosas que se llevó, y no había impresiones digitales.

—¿Se ha arrestado a alguien?

—No se descubrió hasta unas cuantas horas después. Sin embargo, hay una pista. Un vecino vio un coche. No recordaba nada excepto que la matrícula era verde y blanca. Cinco Estados usan matrículas con esos colores… Michigan, Idaho, Nebraska, Vermont, Washington… y Saskatchewan en Canadá.

—¿Entonces en qué forma puede servir?

—Durante dos días, todos nuestros agentes buscarán coches con esas matrículas. Los detendrán y verificarán. Podría descubrirse algo. En alguna ocasión hemos sido afortunados con mucho menos como referencia.

Peter asintió, si bien con alguna frialdad. El robo se había perpetrado hacía dos días. Por el momento muchas otras cosas parecían más importantes.

Un momento después llegó el ascensor.

El rostro de Booker T. Graham, brillante de sudor rebosó de alegría, al ver a Peter McDermott, el único miembro del personal ejecutivo del hotel que se molestaba en visitar el recinto incinerador, bien abajo en el subsuelo. Las visitas, aunque poco frecuentes, eran atesoradas por Booker T. Graham como ocasiones principescas.

El capitán Yolles arrugó la nariz por el intenso olor a desperdicios, magnificado por el fuerte calor. El reflejo de las llamas bailaba en las paredes sucias de humo. Gritando para hacerse oír sobre el rugir del horno instalado a un costado del recinto, Peter previno:

—Es mejor me que dejen esto a mí. Le explicaré lo que quiero.

Yolles asintió. Como los otros que le habían precedido a este lugar, se le ocurrió que la primera impresión del infierno podría ser muy parecida a este momento. Se preguntaba cómo un ser humano podría vivir en lugares como aquél.

Yolles observaba mientras Peter McDermott hablaba con el corpulento negro que separaba los desperdicios antes de incinerarlos. McDermott había traído una hoja de papel especial de la Presidential Suite y se la mostraba. El negro asintió y tomó la hoja, reteniéndola, pero su expresión era dubitativa. Señaló las docenas de barriles llenos de basura que los rodeaban. Yolles observó al entrar que también había otros recipientes alineados fuera, sobre carretillas. Comprendió por qué antes, McDermott había desechado la posibilidad de localizar un pedazo de papel. Ahora, en respuesta a una pregunta, el negro sacudió la cabeza. McDermott volvió al lado de los dos detectives.

—La mayor parte de esto —explicó—, es el desperdicio de ayer, recogido hoy. Una tercera parte de lo que ha entrado ya está quemado y no podemos saber si lo que queremos estaba o no allí. En cuanto al resto, Graham tiene que arrojarlo al incinerador separando cosas que salvamos, como cubiertos y botellas. Mientras está haciendo eso, vigilará por si ve un papel como la muestra que le he dado, pero como puede advertir, es un trabajo insólito. Antes de que los desperdicios lleguen aquí, se comprimen y gran parte se moja, lo que empapa todo lo demás. Le he preguntado a Graham si quiere que lo ayuden, pero dice que aún hay menos probabilidad de encontrarlo si viene alguien que no está acostumbrado a trabajar de la manera que él lo hace.

—En ninguno de los casos, haría una apuesta —exclamó el segundo detective.

—Supongo que es lo mejor que podemos hacer. ¿Qué ha dispuesto para el caso de que el hombre encuentre algo? —preguntó Yolles.

—Llamará arriba en seguida. Le dejé instrucciones de que debo ser avisado a cualquier hora. Luego le informaré a usted.

Yolles asintió. Mientras los tres hombres se marchaban, Booker T. Graham, tenía las manos en una bandeja plana y grande llena de desperdicios.

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