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El ascensor número cuatro funcionaba otra vez. Cy Lewin, su ascensorista diurno, estaba cansándose de los caprichos de este número cuatro, que habían comenzado hacía poco más de una semana y parecían empeorar.

El domingo último el ascensor se había negado a responder a sus controles, aun cuando tanto las puertas de la cabina como las de afuera estaban bien cerradas. El reemplazante le había dicho a Cy que lo mismo había pasado el lunes por la noche, cuando míster McDermott, el subgerente general, estaba en el ascensor.

Luego, el miércoles, había habido un inconveniente que dejó al número cuatro fuera de servicio durante algunas horas. Mal funcionamiento del embrague, había dicho el mecánico, o lo que fuera; pero el trabajo de reparación no evitó que volviera a suceder el día siguiente, cuando en tres distintas ocasiones el número cuatro rehusó abandonar el piso decimoquinto.

Ahora ese ascensor se ponía en marcha y se detenía espasmódicamente en cada piso.

No era asunto de Cy Lewin saber qué era lo que andaba mal. Tampoco le importaba mucho, si bien había oído protestar al jefe de mecánicos, Doc Vickery, sobre «remendar y remendar» diciendo que lo que necesitaba eran «cien mil dólares para desarmar y volverlo a armar». Bien, ¿a. quién no le gustaría esa suma de dinero? Por lo menos a Cy Lewin sí, motivo por el cual todos los años conseguía reunir el precio de un boleto para las carreras, aunque jamás le sirvió de nada.

Pero como veterano del «St. Gregory» tenía derecho a cierta consideración, y mañana solicitaría que lo pasaran a uno de los otros ascensores. ¿Por qué no? Había trabajado veintisiete años en el hotel como ascensorista antes de que algunos mequetrefes que andaban por ahí hubieran nacido. Desde mañana, que otro se ocupara del número cuatro y sus problemas.

Era poco antes de las diez, y el hotel se estaba llenando de gente. Cy Lewin tomó una carga de pasajeros desde el vestíbulo (la mayoría de las personas de la convención con sus nombres en las solapas), deteniéndose en todos los pisos hasta el decimoquinto, que era el más alto del hotel. Al bajar, el ascensor estaba lleno en toda su capacidad cuando llegaron al piso noveno, de manera que sin detenerse se deslizó hasta el vestíbulo principal. En este último viaje, Cy advirtió que el espasmo había cesado. Bien, por lo menos eso se había arreglado solo.

No podía estar más equivocado.

Muy arriba sobre Cy Lewin, colgada como un nido de ave de rapiña en el techo del hotel, estaba la cabina de control de los ascensores. Allí, en el corazón mecánico del ascensor número cuatro, un pequeño relé eléctrico había llegado al límite de su vida útil. La causa, desconocida e insospechada, es un pequeño vástago del tamaño de un clavo común.

El vastago estaba atornillado a la cabeza de un pistón pequeñísimo, que, a su vez, actuaba sobre un trío de interruptores. Uno de ellos aplicaba y liberaba los frenos; el segundo proveía de energía al motor; el tercero controlaba un circuito generador. Cuando los tres funcionaban, el ascensor se deslizaba con suavidad para arriba y para abajo respondiendo a sus controles. Pero si no había más que dos interruptores trabajando (y el que no trabajaba era el que controlaba el motor del ascensor) la cabina podía caer por su propio peso. Sólo una cosa podía ser la causa de ese desastre: la excesiva longitud del vastago y el pistón.

Durante algunas semanas el vástago había estado trabajando suelto. Con movimientos tan infinitesimales que cien podrían igualar el espesor de un cabello humano, la cabeza había girado, lenta pero inexorablemente, destornillándose el vastago. El efecto fue doble. El vastago y el pistón aumentaron su longitud total. Y el interruptor del motor apenas funcionaba.

Así como un grano de arena final inclinará la balanza, en este momento la más ligera vuelta del pistón aislaría el motor del interruptor.

El defecto había sido la causa por la cual el número cuatro funcionaba en la forma irregular que Cy Lewin y los otros habían notado. El equipo de mantenimiento había tratado de localizar el problema, pero no lo había logrado. Casi no podía culpárseles. Había más de sesenta relés en un solo ascensor, y veinte ascensores en todo el hotel.

Tampoco había observado nadie que dos artefactos de seguridad dentro de la caja misma estaban trabajando mal.

A las diez y diez del viernes, el ascensor número cuatro estaba, como vulgarmente se dice, colgado de un hilo.

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