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Los sucesos importantes, reflexionaba Peter McDermott, podían depender del más pequeño capricho del destino.

Estaba solo en su oficina; Booker T. Graham, a quien le había dado las gracias, se había marchado hacía unos minutos, radiante, con su pequeño éxito.

El más pequeño capricho del destino.

Si Booker T. hubiera sido un tipo de hombre distinto, se habría ido a su casa (como hacen tantos otros) a la hora fijada; si hubiese sido menos diligente en su búsqueda, el pequeño pedazo de papel, que ahora miraba Peter sobre el secante del escritorio, habría desaparecido.

Los «si» eran infinitos. Peter mismo se había visto involucrado.

Su visita al incinerador, creyó comprender de su conversación, había tenido el efecto de inspirar a Booker T. Esta mañana, parecía que el hombre había fichado en el reloj y continuó trabajando sin esperar una recompensa. Cuando Peter llamó a Flora y le dio instrucciones para que se le pagaran horas extra, la expresión de devoción en el rostro de Booker T. había sido embarazosa.

Cualquiera que fuera la causa, el resultado estaba allí.

La nota con la parte escrita, ahora sobre el secante, estaba fechada dos días antes. De puño y letra de la duquesa de Croydon en el papel con membrete de la Presidential Suite, por la que autorizaba al garaje del hotel a entregar el coche de los Croydon a Ogilvie en cualquier momento que lo considere necesario.

Peter ya había comprobado la letra.

Le pidió a Flora la ficha de los Croydon. Estaba abierta en su escritorio. Había correspondencia con motivo de las reservas, con muchas notas escritas por la duquesa misma. La escritura a mano requería un experto calígrafo. Pero, aun sin tal pericia, la similitud era indudable.

La duquesa había jurado a los detectives de la Policía que Ogilvie había sacado el coche sin su permiso. Negó la acusación de Ogilvie de que los Croydon le pagaron para sacar el «Jaguar» de Nueva Orleáns. Ella había sugerido que Ogilvie, y no los Croydon conducía el coche la noche del atropello-huida del lunes. Cuando se le habló de la nota había desafiado:

—¡Muéstremela!

Ahora podía mostrársela.

El conocimiento que Peter tenía de la ley se reducía a los asuntos que afectaban a hoteles. Aun así, resultaba evidente que la nota de la duquesa era en extremo acusadora. Igualmente obvio era el deber de Peter de informar al capitán Yolles, en seguida, que se había recobrado la prueba perdida.

Con la mano en el teléfono, Peter vaciló.

No sentía simpatía por los Croydon. De la evidencia acumulada parecía claro que eran ellos los que habían cometido el terrible crimen, y luego lo remataron con cobardía y mentiras. Peter recordaba el antiguo cementerio de St. Luis, el cortejo fúnebre, el féretro grande y luego el pequeño.

Los Croydon hasta habían engañado a Ogilvie. Por más despreciable que fuera el detective del hotel, su crimen era menor que el de ellos. Sin embargo, el duque y la duquesa estaban dispuestos a descargar en Ogilvie la mayor parte de la culpa y del castigo.

Nada de eso hacía vacilar a Peter. La razón era simplemente una tradición, de siglos, el credo de un hotelero: la cortesía que se debía a un huésped.

Fuera lo que fuera, el duque y la duquesa de Croydon, eran huéspedes del hotel.

Llamaría a la Policía. Pero primero llamaría a los Croydon.

Levantando el auricular, Peter pidió que lo comunicaran con la Presidential Suite.

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