Hotel

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Viernes » 8

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Curtis O’Keefe en persona ordenó el servicio de desayuno para él y para Dodo, que habían subido a la suite hacía una hora. No obstante todavía estaba casi sin tocar. Ambos, él y Dodo, habían hecho un esfuerzo para sentarse juntos a comer, pero ninguno al parecer tenía apetito. Después de un momento Dodo pidió excusas y volvió a su apartamento para terminar las maletas. Debía salir para el aeropuerto dentro de veinte minutos. Curtis O’Keefe, una hora después.

La tensión entre ellos persistía desde la tarde anterior.

Después de su colérico exabrupto, O’Keefe en seguida se sintió en extremo arrepentido. Continuaba resentido y amargado con lo que consideró una perfidia de Warren Trent. Pero su grosería con Dodo no tenía excusa, y él lo sabía.

Lo que era peor, repararlo era imposible. A pesar de sus disculpas, permanecía la verdad. Se estaba librando de Dodo, y el vuelo de la muchacha por la «Delta Air Lines» a Los Ángeles se había fijado para la tarde. La reemplazaba con otra mujer… Jenny LaMarsh quien en este momento, lo esperaba en Nueva York.

La noche anterior, había ofrecido una velada especial a Dodo, llevándola primero a comer magníficamente en el «Commander’s Palace», y luego a bailar y ver el «show» en el «Blue Room» del «Roosevelt Hotel». Pero la noche no había sido placentera, y no por culpa de Dodo, sino por el estado de ánimo de él.

Ella había hecho cuanto había podido para mostrarse alegre y resultar una compañía agradable.

Después de su no disimulada tristeza de la tarde, parecía haber decidido dejar a un lado sus sentimientos de dolor y tratar de mostrarse encantadora como siempre:

—Oh, Curtie, muchas muchachas darían lo que tienen por lograr un papel en una película como el que tengo yo. Eres el más encantador de los hombres, Curtie. Siempre lo serás —terminó, poniendo una mano sobre la de él.

El efecto fue agudizar su propia depresión, que al final resultó contagiosa para ambos.

Curtis O’Keefe atribuyó sus sentimientos a la pérdida del hotel, si bien en general era más dúctil para este tipo de asuntos. En su larga carrera había experimentado su parte de desengaños en los negocios y se había acostumbrado a reaccionar rápidamente tratando de sacar adelante el asunto siguiente, más bien que perder el tiempo lamentando sus errores.

Pero en esta ocasión, aun después de una noche de sueño, su estado de ánimo persistía.

Se había resentido con Dios. Había una clara acrimonia, más un resabio de crítica en sus oraciones de la mañana… Te ha parecido oportuno poner a tu «St. Gregory» en otras manos… no cabe duda de que tienes tus propios motivos inescrutables, aunque mortales experimentados, como tu siervo, no pueden entender la razón…

Oró solo, y por menos tiempo que de costumbre. Luego encontró a Dodo haciendo las maletas de él así como las propias. Cuando él protestó, ella le aseguró:

—Curtie, me gusta hacerlo. Y si yo no lo hiciera ahora, ¿quién lo haría?

No se sintió inclinado a explicar que ninguna de las predecesoras de Dodo se había ocupado de las maletas, que para eso llamaba a una camarera del hotel, como haría de ahora en adelante.

Fue entonces cuando telefoneó al servicio de habitaciones para pedir el desayuno, pero la idea no había tenido éxito a pesar de que se sentaron con intención de saborearlo y que Dodo volvió a hacer cuanto pudo:

—Vamos, Curtie, no tenemos por qué estar tristes. No es como si no fuéramos a vernos nunca más. Podemos encontrarnos en Los Ángeles muchas veces…

Pero O’Keefe, que ya conocía estos asuntos, sabía que no era así. Además pensó que no era la separación de Dodo, sino la pérdida del hotel lo que realmente le importaba.

Los minutos transcurrían. Ya era hora de que Dodo partiera. El grueso del equipaje, recogido por dos botones había bajado al vestíbulo unos momentos antes. Llegó el jefe de botones a buscar el equipaje de mano restante, y para escoltar a Dodo a su limousine especialmente contratada en el aeropuerto.

Herbie Chandler, conociendo la importancia de Curtis O’Keefe, y sensible como siempre a las potenciales propinas, había supervisado esta partida, en persona. Estaba esperando en la entrada del corredor de la suite.

O'Keefe miró su reloj y caminó hacia la puerta de la suite de Dodo:

—Tienes muy poco tiempo, querida.

—Estoy terminando de arreglarme las uñas, Curtie.

Se preguntó por qué todas las mujeres dejan para el último momento el arreglo de las uñas. Curtis O’Keefe le dio a Herbie Chandler un billete de cinco dólares diciendo:

—Comparte esto con los otros dos.

—Gracias, muchas gracias, señor —respondió Chandler con su cara de comadreja, iluminada.

Lo compartiría, reflexionó, sólo que a los otros dos botones les daría cincuenta centavos a cada uno y Herbie retendría los otros cuatro dólares para sí.

Dodo salió de la habitación contigua.

Debería haber música, pensó Curtis O’Keefe. Un sonido de trompetas y el vibrar de las cuerdas.

Vestía un simple traje amarillo y el gran sombrero alado que había usado cuando llegaron, el martes. El pelo rubio ceniza le caía por los hombros. Sus ojos azules lo miraron.

—Adiós, mi muy querido Curtie —le echó los brazos al cuello y lo besó.

Él, sin intentarlo, la apretó contra sí. Tuvo el absurdo impulso de ordenar al jefe de botones que trajera el equipaje de Dodo de abajo, de decirle a ella que se quedara y que no lo abandonara nunca. Lo desechó como una tontería sentimental. En cualquier caso, ahí estaba Jenny LaMarsh. Mañana a esta hora…

—Adiós, querida. Pensaré mucho en ti, y seguiré tu carrera de cerca.

Al llegar a la puerta, ella se volvió y lo saludó con la mano. No estaba muy seguro, pero tenía la impresión de que Dodo lloraba. Herbie Chandler cerró la puerta de la habitación.

En el descanso del piso doce, el jefe de botones llamó a un ascensor. Mientras esperaba, Dodo reparó su maquillaje con un pañuelo.

Los ascensores parecían lentos esta mañana, pensó Herbie Chandler. Con impaciencia oprimió el botón por algunos segundos. Advirtió que todavía estaba tenso. Se sentía sobre ascuas desde la sesión del día anterior con McDermott, pensando cómo y en qué forma se produciría… una citación directa de Warren Trent, ¿quizá…? que señalaría el final de la carrera de Herbie en el «St. Gregory». Hasta ahora no había habido ninguna llamada. Esta mañana, se decía que el hotel había sido vendido a un viejo de quien Herbie jamás había oído hablar.

¿De qué manera podía afectarle personalmente? Con pesar comprendió Herbie que no significaría ninguna ventaja para él… por lo menos, si McDermott se quedaba, lo que parecía probable. La dimisión del jefe de los botones podía demorarse unos días, pero nada más. ¡McDermott! El hombre odiado era como un aguijón dentro de él. Si tuviera valor, clavaría un cuchillo entre los hombros del miserable, pensó Herbie.

Se le ocurrió una idea. Había otras maneras, menos radicales, pero muy desagradables, con las que alguien como McDermott pasaría un mal rato. Sobre todo en Nueva Orleáns. Por supuesto, eso costaba dinero; pero ahí estaban los quinientos dólares rechazados tan presuntuosamente por McDermott el día anterior. Lamentaría haberlos rechazado. Valía la pena gastar el dinero, reflexionaba Herbie, sólo por el placer de saber que McDermott se retorcía de dolor en una acequia, convertido en una masa de sangre y magulladuras. Herbie había visto una vez a una persona después de recibir una de esas palizas. Era francamente desagradable. El jefe de botones se humedeció los labios. Cuando más lo pensaba tanto más le agradaba la idea. Tan pronto llegara al piso principal, decidió, haría una llamada telefónica. Podría arreglarse en seguida. Tal vez esta misma noche.

Por fin llegó un ascensor. Las puertas se cerraron.

El ascensor era el número cuatro. Eran las doce y once minutos.

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