Hotel

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Viernes » 10

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A Keycase Milne le llevó la mayor parte de la noche y de esa mañana decidir que lo que había ocurrido era realidad y no alucinación. Al principio, al descubrir el dinero que se había llevado tan inopinadamente de la Presidential Suite, le pareció que estaba dormido y soñando. Había caminado por su habitación tratando de despertarse. Era inútil. En su sueño aparente, parecía que ya estaba despierto. La confusión mantuvo a Keycase bien despejado hasta poco antes de la madrugada. Luego cayó en un profundo sueño tranquilo del que no despertó hasta media mañana.

Era típico de Keycase que, a pesar de todo, no se perdiera la noche.

Si bien dudando de que este increíble golpe de suerte fuera verdad, trazaba planes y tomaba precauciones por si era una realidad.

Quince mil dólares en billetes era algo con lo que nunca se había encontrado Keycase durante todos sus años de ladrón profesional.

Aún más extraordinario era que en apariencia sólo había dos problemas para marcharse del hotel con todo el dinero. Uno era cómo y cuándo salir del «St. Gregory Hotel». El otro era el transporte del dinero.

La noche anterior había llegado a una decisión para ambas cosas.

Al abandonar el hotel, trataría de atraer un mínimo de atención. Es decir, marcharse en forma corriente pagando su cuenta.

Hacer otra cosa sería una locura, proclamando un delito e invitando a que lo persiguieran.

Era una tentación marcharse en seguida. Keycase la rechazó. Irse a altas horas de la noche, enredándose quizás en una discusión con respecto al tiempo o a que no se cobrara un día extra por la habitación, sería como encender un faro. El cajero de la noche lo recordaría y podría describirlo. También podrían hacerlo otros si el hotel estaba tranquilo, como era muy probable que estuviera.

¡No! La mejor hora para marcharse era a media mañana o más tarde, cuando mucha gente hiciera lo mismo. De esa manera, podría pasar inadvertido.

Por supuesto que era peligroso demorarse. El duque y la duquesa de Croydon podrían descubrir la desaparición del dinero, e informar a la Policía. Eso significaría que habría policías en el vestíbulo y el escrutinio de todos los huéspedes que se marcharan. Pero, por otra parte, no había nada que relacionara a Keycase con el robo, ni siquiera que lo comprometiera como sospechoso. Aún más, parecía improbable que se abriera y registrara el equipaje de cada uno de los huéspedes.

También había algo intangible. El instinto le decía a Keycase que la presencia de una suma de dinero tan grande en billetes (precisamente donde y como los había hallado) era extraño, hasta sospechoso. ¿Se daría la voz de alarma? Por lo menos había la posibilidad de que no la dieran.

Reflexionando, pensó que esperar era el riesgo menor.

El segundo problema era sacar el dinero del hotel.

Keycase pensó mandarlo por correo, utilizando el conducto del hotel, enviándolo a su nombre a otro hotel en alguna ciudad distinta a donde él mismo llegaría a buscarlo uno o dos días después. Era un método que había utilizado con éxito antes. Luego, apesadumbrado, decidió que la suma era demasiado grande. Necesitaría muchos paquetes separados, que por sí mismos podrían llamar la atención.

Tendría que llevárselo en persona. Pero ¿cómo?

Era evidente que no lo haría en el maletín en que lo había sacado de la suite del duque y la duquesa de Croydon. Antes de cualquier cosa, tenía que destruirlo Keycase se aplicó a hacerlo con cuidado.

El maletín era de un cuero muy costoso y estaba sólidamente armado. Con esmero, lo separó, luego con una hoja de afeitar lo cortó en pequeños pedazos. El trabajo era lento y tedioso. De cuando en cuando, se detenía para arrojar los pedazos por el inodoro, espaciando el uso de éste para no llamar la atención de las habitaciones contiguas.

Eso le llevó más de dos horas. Al fin, lo único que quedaba del maletín eran las cerraduras y bisagras de metal. Keycase se las metió en el bolsillo. Saliendo de la habitación caminó hasta el corredor del piso octavo.

Cerca de los ascensores había muchos recipientes de arena. Barrenando en uno con los dedos, introdujo las cerraduras y bisagras, bien adentro. Podrían ser descubiertas por casualidad, pero antes pasaría bastante tiempo.

En ese momento faltaban una o dos horas para amanecer, y el hotel estaba silencioso. Keycase volvió a su habitación y recogió sus pertenencias, salvo algunas cosas de último momento. Utilizó las dos maletas que había traído el martes por la mañana. En la más grande metió los quince mil dólares, entre varias camisas usadas. Luego, todavía mareado e incrédulo, Keycase se durmió.

Había puesto el despertador en las diez, pero no lo oyó, o no sonó. Cuando despertó eran casi las once y media; el sol entraba, brillante, en la habitación.

El sueño logró una cosa. Keycase al fin se convenció de que los sucesos eran reales y no una ilusión. Un momento de deprimente fracaso, gracias a la magia de la Cenicienta, se había convertido en un brillante triunfo. Ese pensamiento levantó su espíritu.

Se afeitó y vistió con rapidez, luego terminó de recoger y cerró con llave las dos maletas.

Dejaría las maletas en su habitación, mientras pagaba la cuenta y reconocía el vestíbulo.

Antes de bajar se deshizo del excedente de llaves… de las habitaciones 449, 641, 803, 1062 y la de la Presidential Suite. Mientras se afeitaba había observado una chapa para la inspección de las cañerías, en la parte de abajo de la pared del cuarto de baño. Destornillando la chapa, dejó caer las llaves dentro. Una a una las oyó golpear muy abajo en el fondo.

Retuvo su propia llave, 830, para entregarla cuando saliera de la habitación por última vez. La partida de «Byron Meader» del «St. Gregory Hotel» tendría que ser normal en todo sentido.

En el vestíbulo podía verse el trajín de siempre, de todos los días, sin señal de ninguna actividad extraordinaria.

Keycase pagó su cuenta y recibió una amable sonrisa de la cajera:

—¿Queda la habitación libre, señor?

—Quedará dentro de unos minutos. —Keycase devolvió la sonrisa—. Tengo que recoger mis maletas, nada más.

Satisfecho, volvió a subir.

En la habitación 830 hizo un último y cuidadoso recorrido. No había dejado nada; ni un pedazo de papel, ni la más mínima cosa como una caja de fósforos, ninguna clave que pudiera denunciar su verdadera identidad. Con una toalla mojada, Keycase repasó las superficies que podrían retener impresiones digitales. Luego, tomando sus maletas se marchó.

Su reloj marcaba las doce y diez.

Cogió con fuerza la maleta más grande. Ante la perspectiva de tener que atravesar el vestíbulo para salir del hotel, el pulso de Keycase se aceleró, sus manos traspiraron.

En el piso octavo llamó el ascensor. Esperando, oyó que uno bajaba. Se detuvo en el piso de arriba y volvió a bajar, luego se detuvo otra vez. Frente a Keycase, la puerta del número cuatro se abrió.

Lo primero que vio fue al duque de Croydon.

Por un instante horrible tuvo el impulso de dar la vuelta y echar a correr. Se dominó. En ese mismo instante el sentido común le dijo que el encuentro era casual. Rápidas miradas lo confirmaron. El duque estaba solo. Ni siquiera había visto a Keycase. A juzgar por la expresión del duque, sus pensamientos estaban muy lejos.

—¡Para abajo! —dijo el ascensorista, un hombre viejo.

Al lado del ascensorista estaba el jefe de botones, a quien Keycase reconoció por haberlo visto en el vestíbulo. Señalando las dos maletas el jefe de botones preguntó:

—¿Quiere que se las lleve, señor?

Keycase negó con la cabeza.

Cuando entró en el ascensor, el duque de Croydon y una hermosa muchacha rubia se corrieron al fondo para hacerle sitio.

Las puertas se cerraron. El ascensorista, Cy Lewin, empujó la manija hacia donde decía «abajo». Al hacerlo, el ascensor se precipitó, fuera de control, con estrépito de metales.

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