Hotel

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Las lluvias de abril no llegaron, como tampoco lo hicieron el año pasado ni el anterior. La gente ya no esperaba nada del cielo, siempre pardo, unas veces pardo claro, otras veces pardo oscuro. El único azul en muchos años fueron los ojos de esa jovencita, era como el azul que todo lo envolvía cuando era niño, muy niño. Con ella fue distinto, me invitó incluso a comer uno de sus bollitos de azúcar, los llevaba muy escondidos en un bolsillo de la pequeña mochila. Porque, la gruesa mujer que duerme junto a mí, y se hace llamar Darling Junior, no es capaz de tener una atención amable conmigo y últimamente no me dedica ni media sonrisa. Cuando Susana se marchó dejó un vacío enorme en nuestras almas.

Hemos revestido las paredes con trozos de neumáticos. Al principio, no pude habituarme al olor que despiden las tiras de rueda; después te acostumbras… a cualquier cosa, con tal de evitar lo que nos llega del cielo, de la calle. Escucho una sinfonía agradable, una música sin estridencias mientras ayudo a Darling Junior a cocinar los últimos restos de aquel animal que dio la vida por nosotros.

El mundo que nos rodea parece haberse ralentizado, como esa música cadenciosa y suave, las personas caminan más despacio, todo es más lento y caluroso. Susana, así dijo llamarse, también tenía la sonrisa celestial, siempre acompañada del bello rostro, del color de la cera blanca. A veces, pienso si estuve enamorado de ella o si aún lo estoy. Susana trajo luz a nuestra casa, un hogar oscurecido por los neumáticos y falto de alegría. Una tarde tórrida llamó a la puerta, estaba hambrienta y sucia, sin embargo sonreía. El tiempo que vivió con nosotros trajo la felicidad a nuestras vidas, por lo menos a la mía. Después de desaparecer, continuó aportando satisfacciones en forma de pensamientos… Aunque la casa volvió a estar triste, callada y del color del neumático, a excepción de la música que algunas veces añado al tiempo. Tenía que ser ella la que estuviera a mi lado y no la compañera bruta Darling Junior, que amenaza siempre amargarme las horas que me restan para pasar a otro estado.

No olvidaré el día que al regresar de la oficina, cuando entregaba la mísera paga semanal a Darling Junior, pregunté por Susana. La única respuesta que escucharon mis oídos fue que con ese sueldo continuaríamos muriéndonos de hambre. Por un momento imaginé… Susana está en el arcón congelador. Después de aquello, llegó el verano, el polvo y mucho calor a pesar del grueso revestimiento de caucho.

Mi compañero Michel insistía en fortalecer nuestros lazos colaborando más en el trueque. Un día le invité a casa, para quitarle la idea de que teníamos de todo. A Michel, le gusta ir por ahí inspeccionando las cosas, más tarde se da cuenta de la verdadera realidad. Nos quedaban cuatro trastos y los aparatos imprescindibles para poder resistir ¿resistir? La gran pregunta es ¿para qué? Darling Junior afirma que en breve todo será como antes. Muchos piensan como ella. Procuro no ser pesimista pero intuyo un futuro del color de las paredes de mi casa, y si hay una mejoría mis ojos no verán esa luz.

Desde que aconteció el apagón, lo único que hacemos es aniquilarnos unos a otros de manera silenciosa. Los más poderosos consienten, de este modo sale barato rebajar el planeta de individuos. Desde principios de siglo han ido doblegando a las voluntades, y a los cuerpos… Dicen que, dentro de unos años, cuando los habitantes hayan disminuido a la mitad, comenzarán las prohibiciones, y volverán a cultivarse los campos; pero no lo creo, la mayoría de la población está enferma, la tierra envenenada… Eso dicen.

Pobre Susana, como me acuerdo de Susana. Ahora imagino que estoy a su lado, contemplamos el mar tras las cristaleras de una preciosa casa, y ella me dice que he sido su amante eterno. Pero todo es una película donde el agua se funde con el cielo y con los ojos de Susana; todo era azul sin estridencias.

Hace un tiempo, al regresar de la oficina, la bruta Darling Junior no estaba en casa, miré en todos los rincones, grité sin cesar su nombre, comprobé en el jardín y en la trasera exterior. En más de cuarenta años con ella, nunca me había ocurrido algo así. Lloraba, no sabía si de miedo o de alegría. Miedo a encontrarme definitivamente solo, o alivio por separarme de una ninfómana que me hacía cabalgar su vientre más a menudo de lo deseado. Me levanté de las escaleras del porche más tranquilo para respirar con hondura, miré a mi derecha y pude ver, entre el bosquecillo de eringios y matojos, asomar un zapato de Darling Junior. Estaba su cuerpo colocado en extraña postura. El rostro amoratado, lleno de congestión. Nada pude hacer, se había ahogado con un trozo de hueso. No fue porque no se lo advertía una y otra vez, roer huesos te va a traer malas consecuencias, pero a ella le daba igual a pesar de tener la dentadura gastada por completo.

Al pasar los días se apoderaba de mí la desesperación, dejé la casa y me marché al hotel. Pensé que allí estaría mejor, por estar acompañado, aunque eso era un artificio para convencerme de que la soledad se combate al lado de otras personas. “¡Eh, Frank! Tienes que marcharte, aquí puedes morir de inanición, de suciedad y de aburrimiento.” Me costó trabajo tomar la decisión, pero fue un gordo y feo gato, que ronroneaba frente a la puerta, el que me animó a marchar. Al momento, el felino estaba seduciendo a Kate, la gata del vecindario. Me acordé de Susana, sí, bajo el porche volví a recordar a la dulce jovencita y sus bollitos de azúcar ¿cuántos años tendría? Nunca le preguntamos la edad, ella tampoco lo dijo. La imagen del gato y la de Susana a un tiempo, me invitaron a cambiar; no quería convertirme en uno de esos viejos patéticos sentados junto a la puerta de su casa, llenos de picaduras de chinches, con el rostro plegado y ajado, y la mirada perdida en espera del día. Me marcho, fue la decisión, el calor es insoportable, en el hotel seguramente tengan aire acondicionado, las horas de no hacer nada pasarán con mayor rapidez.

Se aceleraba mi imaginación intentando inventar cómo sería aquel lugar. El centro de la ciudad se había deteriorado bastante, pero estaba convencido de que encontraría un hotel decente, a pesar de lo poco que gano. Otros, en mi situación, estaban acomodados en hotelitos del centro. Por fuera, esos hoteles parecían edificios dignos; unos pocos mostraban más deterioro en la fachada, tal vez fueran para gente de aún menos posibles, ancianos sin casa la mayoría, o repudiados de sus familias que compartían habitación con delincuentes de poca monta. Pasado un tiempo, esos ancianos se convertían en compinches, ganchos y correos de esos delincuentes, así podían sufragarse el gasto de estancia y la manutención.

La bruta de Darling Junior decía que yo no valía para nada, que si ella dejara de estar a mi lado me encontrarían con una bala en la cabeza en cualquier cuneta o escombrera. No sé si estaba en lo cierto, pero ahora debo tomar precauciones. El problema reside en que no sé qué tipo de precauciones tomar. Imagino cosas, cosas muy raras que me angustian.

Detrás de unos arbustos, el gato gordo y feo continuaba montando a Kate la gata del vecindario. El aire de aquella noche se hacía irrespirable, la gente era cada vez más reacia a sentarse bajo el porche de sus casas, continuaba la pesada atmósfera incluso de madrugada. Me distraía la contemplación del cielo, ahora se aprecian más estrellas; menos luces en la ciudad y una ligera decoloración del pardo, creo que son las razones por las que el firmamento comienza a hacerse más visible, aunque es a días. Los gatos gozaban y me volví a acordar de Susana, cada vez con más ansia me gustaría saber de ella. Me parecía estar viéndola en el jardín arreglando unos matorrales, tan joven y enérgica. Era blanca y delgada, con esa sonrisa que nunca se desprendía del rostro.

Michel me acompañó. “¡Eh Frank! Hoy es el gran día. Allí estarás como en ningún otro lugar.” Cargamos lo necesario en su furgón. No pude volver la cabeza, mirar la casa hubiera sido otro motivo para entristecerme más. Michel está jodidamente gordo, me recuerda a Darling Junior, y como ella, no para de hablar. No sé por qué lo soporto. Tampoco sé por qué soportaba a mi bruta pareja.

La madre de Darling Junior fue bailarina de variedades, tuvo cierta fama durante un tiempo y se hacía llamar Darling Doll Senior, con el tiempo fue solamente Darling Senior. La pequeña Darling Junior tenía las piernas muy rollizas para seguir los pasos de su madre. “¡Eh Frank! Vaya suerte, aquí estarás a tu aire, te envidio.” El gordo Michel tosía y tosía, entrelazando esputos con las palabras, y encadenaba comentario tras comentario, narraciones que no me interesaban en absoluto. Su mujer, Pequeña Gloria, era callada. Siempre pensé que Pequeña Gloria debía estar conmigo y Michel con Darling Junior, pero la observación a lo largo de los años me obliga a pensar que dos polos del mismo signo se repelen. También ocurría que, al contrario que nosotros, Michel y Pequeña Gloria eran serviciales, sociables y buenos amigos, pero tan distanciados de la realidad que a veces se me hacía interminable soportar sus simples peroratas.

Susana hablaba lo justo, y si procedía. Cuando estábamos frente al hotel pensaba que si Susana no hubiera desaparecido podría estar a mi lado en casa, le hubiera propuesto compartir nuestras vidas, pero de una manera especial; me quedaría con una habitación y ella que dispusiera a su antojo de todo el espacio. Así, a la joven Susana no le sería difícil encontrar pareja. Acaso hubiera podido conocer a niños correr por el jardín, y quién sabe si volvería a olisquear las flores que nacieran junto a las escaleras de la entrada. Y como soñar no cuesta trabajo, quién sabe si tuviera una oportunidad con ella; pero entonces imagino que estábamos juntos en otro lugar, donde no nos conocía nadie. Ya sé que esto último es una tontería, pero el peso de las miradas inquisitivas y de las risitas me molesta mucho. Y si se creen que maté a Darling Junior para quedarme con Susana, entonces solo de pensarlo se me apelmaza el alma. A Darling Junior la quería, a mi manera pero la quería; no deseaba vivir sin ella a pesar de su carácter y de sus inconvenientes, estábamos acostumbrados el uno al otro, y también creo que la rolliza Darling Junior me quería, aunque me engañara con cualquiera.

La fachada del hotel es de ladrillo visto, color marrón oscuro. Pintado por la polución acumulada de años y años. Tiene cuatro plantas incluida la del nivel de la calle. No es pequeño, pero los rascacielos que lo rodean hacen que parezca diminuto. La escalera contra incendios está en el lateral derecho que mira al oeste, por eso el frente y puerta principal se orienta al norte en una calle ciertamente estrecha. A la derecha hay un callejón, la izquierda se solapa con un bloque altísimo de apartamentos humildes que atesora estado de ruina.

Creo que ha llegado el momento de dejar definitivamente el trabajo, olvidarme por fin de mis monótonas funciones y que sea otro el que ocupe mi puesto en la oficina; pero como casi todo en mi existencia, depende de la decisión de otros. “¡Eh Frank! Aún estás fuerte.” Cuando miro el espejo y veo cómo me he combado, cómo en mi espalda se desarrolla una cada vez más grande joroba, me digo que ya es hora de parar, pero ellos me quieren ahí; con el pretexto de la inexcusable obediencia debida, con la amenaza sutil del destierro. Ya… ¿Destierro? Más bien eliminación, aniquilación de la chusma planetaria ¿Destierro a dónde? ¿Al cielo? ¿Al infierno? ¿A otra dimensión? ¿A la nada? Sí… a la nada, a la negación de todo, al borrado de la memoria y a la no consciencia de haber existido ¿Entonces? ¿Esto es lo mejor? ¿Esto es lo maravilloso a lo que nos aferramos?

Susana no discutía nunca a pesar de las broncas de mi compañera. Susana escuchaba impasible las palabras ásperas de la gorda Darling Junior. Tan solo una vez, que recuerde, respondió aportando argumentos en contra a los reproches sin motivo de Darling Junior. Sin perder la paciencia, con la serenidad más imponente que he observado en mi vida ¿Cómo era posible tal equilibrio en una jovencita? Varios días después desapareció sin dejar rastro. “¡Eh Frank! Despierta, no intentes buscarla, deja que siga su camino; su camino Frank, el suyo.” A Darling Junior se le iluminó el rostro mientras pronunciaba esas palabras, con una sonrisa ácida y falsa.

Me han asignado la habitación 303, en la última planta, al final del pasillo, junto a la puerta que da acceso a la azotea. El chico situado detrás del mostrador de recepción se llama Fredo, tiene el pelo rojo rizado y pecas en el rostro, la única cara amable desde que llegué. Hace un calor pegajoso con un olor propio que no sabría definir. Aquí este calor tan especial, distinto del de la calle, parece haberse adueñado del lugar, es un calor de hace años, hospedado igual que los clientes entre la sucia tela de las paredes y la raída moqueta. Además del viscoso ambiente, lo que más llamó mi atención fue el ruido que hay siempre, aunque dependiendo de la hora del día la intensidad es variable, al igual que los distintos tipos de sonido; he aprendido a distinguir los que provienen de la calle de los que produce el propio hotel; máquinas de toda clase, ventiladores, pisadas, toses, voces…

Al principio no me interesaban las conversaciones y monólogos que llegan a mi cuarto desde todas partes, sin embargo ahora, no puedo vivir sin esa colección diaria de información que se filtra por unas paredes finas como el papel y por las cañerías. Según donde ponga la oreja, escucho las palabras que salen de una habitación u otra. Si lo hago sobre la tubería del desagüe del inodoro, escucho al anciano de la 204: “¡Oh Rosalinda! No recuerdo cuanto tiempo llevo esperando tu regreso.” Si pego mi rostro a la pared que está a la izquierda según miro la ventana, escucho con nitidez al malhumorado de la 304: “¡Para, de una vez! ¡Deja de taconear en el puto suelo!” Creo que se refiere al anciano que está debajo de su cuarto. Oigo las voces de casi todas las habitaciones ocupadas, aunque me costó bastante tiempo identificar a las personas, no fue fácil poner rostro a cada una de ellas y asignar su correspondiente número de habitación. Fredo, me sirvió de gran ayuda cuando le hacía alguna pregunta no comprometida e insustancial relacionada con algún huésped; con disimulo colaboró a la identificación de lo que en ese momento me interesaba.

La habitación que más eco provoca en mi cuarto es la 201, a ese tipo le oigo incluso cuando estoy tumbado en la cama; da igual de día que de noche, aunque a decir verdad de madrugada pareciera susurrarme al oído. Aún estoy intentando averiguar por dónde se transmite el sonido, creo que alguna pata metálica del camastro hace masa con algún clavo del entarimado, y este con otro elemento oculto bajo el suelo, y así se va transmitiendo. Todo un misterio. El de la 201 es peculiar, dijo hace unos días: “Aquí, si te mueres no te encuentran hasta pasados dos meses, ya que importa. Pero sí me importa que ahora no importe.”

Darling Junior solo tenía una amiga, la vecina de la casa de enfrente. Con los vecinos de los laterales siempre estaba de trifulcas, a pesar de que a mí no me caían mal. Siempre era por asuntos territoriales; los arbustos, algún gato, un objeto que transportó el viento. No quiero decir que no se llevase bien con las mujeres de algunos de mis compañeros de trabajo, con los que tenía más confianza, como Pequeña Gloria. Pero era con Gruesa Amelia, la vecina del otro lado de la calle, con quien tenía más trato. Esa mujer pudo ejercer malas influencias en mi compañera; afirmo que, cuando llegaron al barrio Gruesa Amelia y su marido Oso Doyle, Darling Junior comenzó a cambiar. Aún recuerdo con disgusto el día que murió mi compañera, y las palabras de Gruesa Amelia cuando me dijo que sentía mucho la muerte de Darling Junior pero que a mí no se me veía triste, y lo dijo con expresión ácida y de forma inquisitiva, como preguntando. Estaba asustado ante aquella mole de grasa y músculos vestida de negro, con una falda corta trasluciendo entre sus medias oscuras dos imponentes y rollizos muslos. No pude pronunciar palabra. La recuerdo, aún con miedo, cruzar la calle al marcharse de mi lado, contoneando su imponente trasero y espalda.

Hoy, al afeitarme, frente al pequeño espejo he visto tras de mí a Susana. Creía ver su sonrisa en un rostro limpio y blanco, me miraba con gracia. Al instante, mientras sentía en mis carnes un repelús incómodo, giré la cabeza; qué bobada, allí no había nadie. “¡Eh Frank! Pequeña Gloria ha cocinado para ti. Tu pastel favorito.” Michel y su mujer son amables, pero precisamente en esos momentos no deseaba su presencia; me molestó perder la ensoñación con Susana, además, dejé de escuchar conversaciones muy interesantes que sucedían en dos habitaciones a la vez, y encima llegaron cuando estaba haciendo mi ablución de pies con salmuera. Me gusta escapar de la realidad, es aburrida, fea y triste. Tuve que abrir la puerta en camiseta, estaba descalzo, con el riesgo de clavarme alguna astilla; y digo lo de la camiseta porque me gusta disimular la joroba, aunque sea difícil. Pequeña Gloria insiste en presentarme a su amiga, pero estoy dubitativo; dice que esa mujer vive en un apartamento amplio, y que también le gusta el pastel que ella cocina. Hubo una pelea en el pasillo de la planta baja, no pude prestar la suficiente atención, ocurrió cuando Pequeña Gloria me hablaba de su amiga, cuando me hacía la advertencia de que debía salir a la calle con más frecuencia.

La trasera de nuestra casa era un lugar comodín, donde Darling Junior tendía la ropa, cortaba la leña en pedazos pequeños, desplumaba algún ave, o limaba mi encallecida joroba. Una tarde, al llegar del trabajo, asomé a la trasera por la puerta de la cocina. Darling Junior estaba en plena faena, enfangada descuartizando algo, ni me saludó, solamente maldecía y maldecía, el cuchillo en su derecha y un miembro de aquella cosa en su izquierda. Su rostro encarnado y sus gruesos brazos desnudos llenos de salpicaduras escarlata. Quedé inerte mirándola, simplemente pensé que una nueva aberración ensombrecía nuestro tiempo. Más tarde, supe que era un mono; llevaba tiempo congelado en el arcón de Gruesa Amelia. Ambas, compartieron uno de los pocos restos del desaparecido zoológico de la ciudad. Todas las noches, durante una buena temporada, Darling Junior me ofreció hamburguesas para cenar. Nunca comentamos nada sobre ese asunto, quise decirle algo, pero estuvo esas noches de muy mal humor.

Mañana saldré a pasear por el parque situado dos manzanas más abajo del hotel, cerca de la estación sur. Hace mucho tiempo que no camino por caminar, siempre de la oficina al hotel y viceversa.

El anciano de la 204, dice que no recuerda cuando llovió por última vez, cree que lloverá cuando regrese su Rosalinda. “¡Eh Frank! Tienes que dejar de comer esos jodidos buñuelos, acabarán contigo.” Michel no es consciente; la mierda de salario que me dan solamente me permite comer esas bolas grasientas de los puestos callejeros. Todo está infectado de chinos, y encima tenemos que comer lo que ellos nos cocinan, lo aprovechan todo, nadie protesta. Nunca pensé que me acordaría de las comidas que preparaba Darling Junior, tiene gracia… o acaso no.

Cada día que pasa me molesta más la giba, creo que se ha llenado de líquido, lo noto cuando camino, noto al andar como si se bamboleara hacia los lados, y siento algo en su interior, no es algo excesivamente acuoso, pero tal vez provoque esa sensación de movimiento. Tengo que volver al médico, esta vez sí iré. Eso, y que la chaqueta cada día me abroche peor, indica lo que el doctor predijo hace tiempo. “¡Eh Frank! Cuando se llene y comience a crecer deprisa, estarás en la última recta. Tienes que cuidarte.” Pero cómo, si el Jefe Ceñudo Taylor dice que no me queje, que trabaje más, que no levante la cabeza de los expedientes. “¡Eh Frank! Te noto algo despistado”. Creo que el volumen de expedientes pesa más que la mesa que los soporta. No dejan nunca de suministrarnos papel, lo apilo como puedo, no doy abasto, por eso los montones adquieren forma de pequeños edificios inclinados, elásticos, combados. Digitalizar, digitalizar, digitalizar… Siempre lo mismo, clasificar, archivar… Desde que se prohibió el uso del papel es una locura, y después a los hornos; y allí estoy, acarreando montoneras de papel escaneado hasta los pasillos, donde otros lo bajan a los sótanos para quemarlo. Cuando arrastro los fardos imagino que parezco una cucaracha, casi rozando con mi rostro el suelo al tirar de las pilas de resmas polvorientas. Si no fuera por esta maldita joroba, y los muchos años que tengo, desenvolvería mejor el trabajo, pero eso ya me da igual. Menos mal que hasta ahora he tenido suerte y no estoy allí abajo, en las infernales calderas. Jefe Ceñudo Taylor aparenta ser buena persona, a pesar del gesto de labriego curtido y siempre serio, pero solo aparenta; a Redondo Martínez le mandó a calderas, por quejarse de dolor óseo y abandonar el puesto de trabajo durante unos breves minutos antes de sonar la sirena. A Redondo Martínez no he vuelto a verlo más.

El sujeto de la 302 dice que si quieres estar metido en este hotel, tienes que aguantar la tostadora del tejado, que no puedes recordarles que el aire acondicionado se estropeó hace mucho tiempo, que solo por ese comentario pueden borrarte. Todas estas palabras se las ha dicho en voz muy baja a una visita femenina. Ella ha pronunciado otras palabras insustanciales, y después solamente se les oía gemir y retozar pero muy en la lejanía, como si evitaran ser escuchados. Este suceso me hizo recordar a Darling Junior y sus sesiones amatorias que duraban horas y horas. Tumbado sobre ella, parecía una situación eterna, pero Darling Junior inventó una fórmula entre culinaria y física para tenerme siempre dispuesto.

Estoy convencido de que soy la única persona que escucha las conversaciones, y me preocupan las palabras del de la 302, claro que si le oyeran desde recepción o desde otro lugar, le hubieran eliminado, o acaso sean palabras sin sentido, por eso aunque le escuchen no le harán nada, incluso aunque proteste para que arreglen el aire acondicionado. El calor es absoluto. Si me preocupo es porque tengo aún esperanzas de volver a ver a Susana, el resto de asuntos me dan igual, sigo adelante con la esperanza de poder mirarla otra vez, me conformaría con unos escasos minutos, intercambiar algunas palabras con la joven y sonriente Susana, ofrecerle mi casa antes de que se venda. Por las noches, sobre el camastro, cuando después de un buen rato encuentro la postura en la que la joroba no me molesta, casi siempre de lado; entonces intento relajarme y recordar las horas que pasé contemplando a Susana. Algunas veces hablaba con ella, pocas palabras, la verdad. Me miraba sin pestañear, y sentía que observaba todas las parcelas de mi físico ¿o era mi alma lo que observaba? No podía ser de otro modo, pues Darling Junior no dejaba de mirarnos inquisitivamente, nos comunicábamos con sutiles miradas y roces cuando nos cruzábamos por la casa.

El de la 201 ha dicho que cuando está indispuesto no hace otra cosa que subir a la tercera planta y luego volver a bajar y así sucesivamente hasta que nota mejoría. Añade que lo único que pretende es tener la puerta de su cuarto abierta, por si acaso… Es cierto que el de la 201 es un tanto aprensivo, ciertamente miedoso, pero no entiendo por qué tiene tantas ganas de vivir, o tanto miedo a la muerte. Una vez muerto, no creo que le deba preocupar que le encuentren fiambre en su habitación pasados unos días. Que complejos somos ¿llegarán a ser así los androides del futuro?

No tuve más remedio que dejar la llave de mi casa a Gruesa Amelia. Aunque me de miedo mirarla y me caiga mal, es la única persona del barrio, además de su compañero Oso Doyle, con la que tengo cierta confianza por su pasada relación con Darling Junior. Si hubiera localizado a Susana no tendría que vender la maldita casa; para mí un lugar lleno de recuerdos grises. Si Susana se quedara con ella, comenzaría a fabricar nuevos y bellos recuerdos, como los que se refieren a aquellos que ocurrieron en esos breves días que estuvo con nosotros. Y para Susana sería una casa maravillosa y bonita, la pintaría de algún color alegre, viviría días felices. Me doy cuenta que la felicidad o la desdicha está dentro de nosotros, en la percepción. No creo que tenga nada que ver con lo que nos rodea, tiene más relación con el optimismo o pesimismo sobre la predisposición que tengamos en el análisis de lo que nos acontece. Pero en este tiempo ¿cabe el optimismo en nosotros? ¿Acaso no necesitamos de alguien que nos lo transmita? Un motor que nos predisponga a lo positivo, ese motor es Susana, la transmisora de esas sensaciones indefinibles e indescriptibles que te hacen sentir bien. “¡Eh Frank! Esta chica se hubiera ido ya, si no es porque tú le sigues el juego.” ¿De qué mierda de juego hablaba Darling Junior, acaso del juego de las sonrisas?

Esta tarde fui caminando con mucho esfuerzo hasta el parque, la joroba me estorba y las piernas me fallan ¿Mereció la pena? Cuando voy y vengo del trabajo apenas camino, a pocos metros del hotel sumerjo mi achacoso cuerpo en busca del metro, sin tiempo para observar lo que hay encima de mi cabeza, pero al llegar al parque me senté en un banco de piedra y contemplé el cielo, ha sido un alivio, otra perspectiva; desde mi ventana solo veo los rascacielos colindantes, la joroba me obliga a inclinar tanto la cabeza hacia abajo que me resulta muy difícil elevar la mirada. En aquel parque era como si volviera al jardín de mi casa. El color lo noté menos pardo, aún sin nubes, y el calor aplastante, nunca te acostumbras. Era un lugar casi solitario, si no fuera por unos hombres de oscuro con sombrero también oscuro y gafas de vidrios amarillos, que paseaban de dos en dos. Ninguna mujer, algún caminante que lo atravesaba con rapidez. Tampoco animales ni niños. Cuando regresaba al hotel notaba las calles solitarias, sin alma, si es que las calles tienen alma; más vacías que de costumbre, pocos vehículos. Creo que no fue buena idea el paseo, me agoté bastante.

Para disgusto de Pequeña Gloria no creo que lo vuelva a repetir.

Cuando atravesé la recepción camino de mi cuarto, Fredo se despachaba a gusto con el relevo, “llegas tarde, cada día más tarde; abusas de mí porque soy nuevo, no me sigas jodiendo o tendré que joderte. Habla, sucio negro; no lo haces porque sabes que tengo razón. Estar aquí doce horas no le gusta a nadie, por eso métete en tu asquerosa cabeza que no quiero hacer trece horas.”

Anoche, el de la 304 me ha desafiado, aunque no sé si es un desafío, acaso fuera solamente una bronca. Todo el mundo pega broncas. “¡Eh viejo chocho, cállate! ¿Será posible? En este hotel de mierda no se puede dormir. Estos sucios y dementes viejos ¿cuándo duermen? Hasta aquí llega la voz de ese esquelético y chepudo esperpento; parece increíble que de tan exangüe cuerpo salga ese vozarrón grave y profundo.” Lo siento… lo siento mucho. Tuve miedo durante un buen rato, pensaba que el de la 304 aporrearía mi puerta para continuar la bronca. Lo siento, no me explico cómo puede pasar, pero es verdad, a veces me percato de que estoy hablando en voz alta y en el silencio de la noche…

“¡Eh Frank! Acabarás en el sótano, allí sabes que hace infinito calor. No logro ver tu grasiento pelo entre los papeles. Digitaliza Frank, digitaliza.” Decía con sorna ácida el Jefe Ceñudo Taylor, desde la puerta de mi despacho.

Michel me ha dicho que acuda al médico de La Compañía, me ve los ojos inyectados de sangre y eso no debe ser bueno, de lo contrario Jefe Ceñudo Taylor puede enviarme a las calderas de destrucción de papel. Eso me da miedo, pero también me da miedo el médico, las consecuencias pueden ser imprevisibles. A Michel no le he dicho que la joroba me está creciendo muy deprisa y que la noto llena de líquido.

Tengo que indagar sobre la venta de mi casa, nadie me ha informado hasta el momento de cómo van las gestiones. Preguntar a Grande Amelia no me apetece, no tengo ganas ni fuerzas para desandar un camino que pensé siempre no tendría retorno. Además, están los recuerdos con Susana, a veces pienso que son los únicos recuerdos bonitos de mi existencia, aunque se me amontonen en mi cabeza pequeños recuerdos, acontecimientos agradables con mis padres, pero son tan difusos y lejanos que no puedo concretarlos. Ya ni siquiera recuerdo cuando me uní a Darling Junior; de su madre no puedo acordarme del rostro, pero sí de cuando perdió el apellido Dolly, se balanceaba con una copa en la mano y hablaba y hablaba sin parar; Oso Doyle le acompañó a su casa, creo que entre los dos hubo algo.

Oso Doyle siempre me impresiona cuando lo veo; calvo total, grueso y alto, con cierto morrillo en el cuello, vestido siempre de negro con gafas oscuras. La piel del rostro la tiene un tanto picada de viruela; habla poco y nunca me pareció de fiar. A pesar de todo, tendré que ver a Gruesa Amelia y dar una vuelta por la casa, aunque sea muy fatigoso. Me pregunto qué es lo que he hecho para encontrar a Susana. La verdad, poca cosa y ahora me arrepiento. Si ella estuviera a mi lado seguramente no tendría la sensación de que todo se acabará pronto.

Intento averiguar cuánto tiempo llevo aquí, pero es difícil saberlo, no presto atención a esos detalles y cuando se me ocurre mirar el calendario no logro averiguar la información que deseo conocer. El de la 104 tiene un pupilo, o un discípulo, no lo sé muy bien, al chico casi no se le escucha. Creo que son rateros de poca entidad. Le dice al chico que el hotel es otro submundo, aunque en vez de estar bajo tierra estés sobre ella, pero submundo al fin y al cabo; con sus galerías y estancias igual que las madrigueras de las ratas, y en lo único que pensamos es en buscar comida y engordar, y si se pone alguien por delante entorpeciendo el paso lo mordemos, je, je, je, se ríe groseramente para luego terminar dando un cachetazo al chico y decirle que joder lo que ha engordado este mes. La otra tarde me crucé con él en las escaleras, no es bien parecido, tampoco mal parecido, pero no tiene un rostro de buena persona, no compartiría mesa con el de la 104. Ayer, se alteró con el de la habitación contigua, estaba exaltado. “¿Zapatear? ¡Hijos de puta! Tengo párkinson y los kilos de más me vienen bien, cuanto más gordo estoy menos tembladera tengo, es mi medicina a falta de posibles para tratarme ¡Hijo de puta, estoy enfermo! Clanc, clanc, clanc…” Sodomiza al chico, estoy seguro. Lo del párkinson es la escusa para cubrirse de las juergas a las que somete al aprendiz de ratero. Casi con certeza, ya roba para él.

A pesar del enorme calor, cuando tocaba los frágiles dedos de Susana siempre estaban frescos y una sutil y agradable fragancia emanaba de su rostro; perfume que trasmitía frescura y ofrecía a su alrededor una sensación de tibieza. Era como chocar con un halo de brisa muy húmeda. Pero quizá fuera solamente un espejismo de mi mente rodeado de tanta sequedad.

Hoy tengo miedo a la muerte, siempre presumiendo de lo contrario, pero han sido las palabras del tipo de la 302 las que me han puesto un poco nervioso; pensó en voz alta y dijo: “Hace tiempo que no oigo ni veo al de la 304 ¿Se lo habrán cargado? O acaso esté escondido, por eso no hace ruido y no lo barrunto. Creo que el de la 304 es el siguiente si es que no ha caído ya. Debo extremar las precauciones.” Pero… ¿Por qué habrá dicho eso? ¿Qué precauciones? ¿A qué se refiere? Y encima, para más desasosiego, está el aprensivo de la 201: “Lo mejor es quedar muerto bajo el marco de la puerta de entrada, así me podrán identificar. Si muero en las escaleras, tal vez me tomen por otro, y si muero aquí dentro, con la puerta cerrada, cuando me encuentren, si me encuentran, me habrán comido los bichos, me habré descompuesto ¡No podrán reconocerme, qué horror! Es importante que me reconozcan, que sepan todos que yo era Boris Gran Grozinsky, el que eclipsó la mirada de las damas y los maricones, cuando bailé El Lago de los Cisnes en Chicago. Dijeron de mí que era el mejor desde Nuréyev.”

Darling Junior, en una ocasión organizó una fiesta, la única que recuerdo. Pequeña Gloria y Gruesa Amelia iban de un lado para el otro colocando y recolocando y recogiendo después. Hacía pocas fechas que Susana estaba con nosotros, tal vez fue la chispa que puso de buen humor a Darling junior; aunque su alegría se esfumó poco antes de terminar la fiesta. Montó un numerito cuando me preguntó que cuanto tiempo llevaba a solas con Susana en la cocina. Creo que no había terminado la fiesta cuando me puso los cuernos con el bestia de Oso Doyle, allí mismo. Los sentí en el cuarto de la leña, junto al arcón congelador de alimentos. Me faltaron las fuerzas para entrar, sabía lo que estaba ocurriendo y no tuve reaños.

“¡Eh Frank! Estás más gordo, la chaqueta te ha quedado pequeña. Me alegro Frank, me alegro.” Lo que no sabe, o no es capaz de apreciar Michel, es que mi cuerpo cada día está más delgado y débil, que lo que me ha crecido es la puta joroba, por eso no me abrocha la chaqueta, y que cada vez me cuesta más mirar en horizontal. Michel no está en la realidad, lo digo siempre, en ninguna realidad.

Hoy Jefe Ceñudo Taylor ha vuelto a importunarme; no me gusta, auguro algún cambio, tal vez vengan peores tiempos. A veces me pregunto por qué no hemos tenido hijos. En el barrio tampoco había niños. Se ven escasamente, sé que los hay, pero veo tan pocos que en ocasiones pienso que de esta ciudad han desaparecido. Desconozco si en otras ciudades ocurrirá lo mismo. Acaso sea esta la razón por la que la joven Susana ejercía sobre mí tanta atracción.

El anciano de la 204, el que pensaba en voz alta en su amada, dijo ayer: “Qué descuidado soy, tengo todo muy desordenado y sucio ¿Qué pensará de mí Rosalinda? Tengo que arreglar de inmediato la habitación, pero estoy cansado, muy cansado…” El anciano de la 204 no volverá jamás a ver a Rosalinda, estoy convencido. Le ocurrirá lo mismo que a mí con Susana, ya me he dado cuenta de mi realidad. Estoy perdiendo la esperanza y eso me hace mella, me vuelve suspicaz. Hoy, por casualidad asistí al cambio de turno en la recepción; de esa mole negra cada día me fío menos. Dicen que Fredo está enfermo. Le sustituye otro joven con acento extranjero, parece despistado, lo curioso es que se parece muchísimo a Fredo, si no fuera porque este no tiene pecas en la cara diría que es Fredo.

Cada día que pasa me siento más cansado, soporto peor el calor. Gracias a recrearme en el sueño con el que me desperté, voy sobrellevando las horas. Susana decía que me esperaba en casa, que debía regresar a su lado cuanto antes, que su felicidad estaba junto a la mía, y me veía a mí mismo joven y sin joroba, con una buena mata de pelo negro. Corría por una calle solitaria hacia mi casa, al encuentro con la joven Susana. “¡Eh Frank! Ven, te estoy esperando para cenar, date prisa, tengo esos bollitos de azúcar que tanto te gustan.” Ahora sí. Estoy decidido a dar una vuelta por mi antigua casa. Preguntaré a Gruesa Amelia por las gestiones de venta. Les diré a Michel y Pequeña Gloria que me lleven el domingo. Pequeña Gloria nos ofrecerá esos riquísimos emparedados de carne que me darán fuerza, ya estoy cansado de los buñuelos y su enigmático relleno. Me dan cierto asco. ¿Y si el domingo Susana estuviera allí, esperando mi llegada? Construir ese pensamiento me acelera tanto el corazón que casi no puedo soportarlo, me ahogo.

Cuando comencé a divisar la casa, la frágil cerca de madera gris me pareció más pobre desde la distancia. Bajamos del furgón de Michel, Pequeña Gloria le advirtió que me dejara solo. La pareja se quedó fuera del jardín de matorrales, mientras me aproximaba con paso torpe hacia la puerta. A mis costados, los matojos me superaban en altura. Pude subir no sin dificultad los cuatro peldaños hasta el porche. Introduje mi brazo en la pequeña gatera donde siempre estuvo la llave, rebusqué con la mano ciega, la saqué al fin y titubee antes de apartar la sucia mosquitera para después girar la llave. Mi corazón se aceleraba, luego notaba como si se parara; pero la gran impresión fue creciendo mientras empujaba despaciosamente la puerta y contemplé la sala principal iluminada por la parda luz de la calle. Parecía una cueva tiznada y sucia después de soportar tantas hogueras, pero era una apariencia provocada por las paredes de neumáticos negros que absorbían casi toda la luz que llegaba desde fuera. El polvo flotaba espeso y caprichoso. No pude entrar, di media vuelta con una cierta violencia, la joroba se balanceó más de lo que hubiera deseado provocándome pinchazos en la espalda y la ilusión de que me arrugaba por momentos. Pequeña Gloria, siempre tan atenta y pendiente de mi, se acercó presta a ofrecerme su brazo. Con la cabeza casi hundida en el asfalto y mi joroba apuntando al astro culpable del Gran Apagón, cruzamos la calle para saludar a Gruesa Amelia y Oso Doyle, e interesarme, a pesar de mi zozobra, por las gestiones de venta.

La puerta estaba abierta, Michel continuaba junto a su furgón, Pequeña Gloria se quedó fuera. Entré en la casa con cierta desconfianza. Alcé la voz hasta donde mis fuerzas me permitían alzar la voz. La contestación de Oso Doyle, desde el jardín no se hizo esperar “¡Eh Frank! Ahora estoy contigo” como si estuviera resolviendo alguna cuestión con otra persona en vez de realizar cualquier tarea en la trasera de su casa. Parecía que Gruesa Amelia no estaba. Continué hacia el fondo de la sala, el cuarto de la derecha tenía la puerta entreabierta, como un acto automático la empuje con los nudillos lo suficiente para mirar en su interior, repasé con la vista el cuarto y cuando estaba a punto de voltearme para tomar asiento en la sala grande, cambié de opinión, como si una llamada interior me hubiera alertado de algo, decidí penetrar aquella pequeña estancia y mirar detrás de la puerta. La sorpresa me dejó paralizado, tuve que arrodillarme pues las piernas no eran capaces de sostener mi enjuto cuerpo, temblaba mientras la veía, sí, contemplé a Susana sentada en una silla inmóvil, mirando fijamente la pared de enfrente y sin el brazo izquierdo, de cuya rotura colgaban cables y algún fino elemento metálico. Aún en el suelo arrodillado, extendí mi brazo para tocar su frio rostro, el perfume de Susana me envolvió y comencé a experimentar una extraña sensación. “¡Eh Frank! ¡¿Qué mierda haces aquí dentro!?” Las palabras de Oso Doyle fueron suficientes para tumbarme de miedo en el suelo y llorar en silencio con amargura.

Después de aquello, solamente me acuerdo de estar acostado en mi habitación del hotel, intentando comprenderlo todo. Darling Junior arrastró a Susana a los brazos de Oso Doyle, todo ocurrió después de aquella fiesta. Darling Junior deseaba los favores de su vecino y Susana fue la moneda de cambio. Ahora, estoy en las calderas, destruyendo papel. Mi joroba se ha secado, creo que por los efectos del calor de los crematorios, e irradia una inquietante luz. Últimamente solo ronda una idea en mi cabeza, deseo apagarme, apagarme de una puta vez ¡¿Por qué no me apagan?!

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