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El enterrador de fotografías

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El enterrador de fotografías

 

A Bernardito le ocurrían cosas mágicas. Es fácil hablar de él, lleno de anécdotas y ocurrencias. Ahora que ha muerto, me dispongo a escribir lo que me acuerde de tan curioso personaje, pondré empeño y paciencia hasta llenar de palabras este cuaderno de anillas que llevo en el zurrón. La historia de Bernardo —cuyo primer apellido también era Bernardo— no es una historia corriente.

Era un martes cualquiera. En la carretera, a lo lejos, cuando nacían dos luces mudas al momento silbaban a nuestro lado con olor a gas, le parecía que era olor a gas el rebufo de los autos peinando el horizonte, uno cada cuarenta minutos aproximadamente, y Bernardito curando callos en un poyo improvisado junto a la cuneta, harto de tantas patadas por estas carreteras de cuarta, sin arcén y sin pintura.

Ya era miércoles, madrugada, cuando una sola luz se descabezó por el cambio de rasante a su derecha, el sur. En verano abundan las motos y esa era de las guapas, de las que al viejo, con cara de niño y peinado corto a raya de niño, le gustaban. El motero, no midió si Bernardo era gente de bien, y sin desprenderse de la celada preguntó si iba por buen camino a Calahorra. Por la voz, Bernardito supo que era un yogurín y que el cachondeo estaba servido ¡sorpresa! que detrás venía la yogura, cabalgando con el mismo atuendo oscuro y al momento contagiada de las risas de su compañero. Pero para “soca” el viejo Bernardito, dos bocinazos de garganta y levantar de vara, descompusieron a la pareja que reventaron la maneta del acelerador. Tuvo que marcharse del ahogo a goma quemada, tomó el petate y al andar unos metros situó su pequeño cuerpo bajo una farola de un polígono industrial sin industrias, había solamente calles, y nos preguntamos para qué estaría iluminado en mitad del campo a las dos de la mañana. Debajo de la farola, pudo anudarse los cordones de las botas del treinta y ocho, ya que la humareda de la goma impidió la tarea en el cómodo reposadero que disfrutábamos. Después de discutir un rato —Bernardito era porfiador—, decidimos tomar la ruta de la cuesta de los infartos, camino de Santiago, que ya se terminaba la temporada de caminantes santiagueros.

Decía de su padre que era un poco hijo puta —con perdón y que en gloria esté—. El difunto insultado dijo a su madre: “de nombre igual que de apellido”, y al parecer se empezó a descojonar no por la borrachera, no, era porque repetía una y otra vez el nombre del neonato y le hacía gracia, “Bernardo Bernardo Cuadrado, ja ja ja ja”. Su madre era boba y pródiga, si hubiera sido santa le habría parado los pies y no le hubiera permitido nunca blasfemar, que era una de las pocas cosas que hizo bien, según contaba de corrido el andarín. De Bernardito no se podía esperar gran elocuencia porque solo llegó a ingreso, y aunque pudiera parecer lo contrario y porque fue, antes de convertirse en errante, alcalde de Buenasmalas, pueblo escondido al norte de Zamora, se trastabillaba algo cuando la conversación entraba en calenturas.

Demasiado lo aprendido estos últimos años en albergues y tahonas, esto último es broma pero conviene saber que Bernardito trabajó muchos años en una panadería, amasando. La hermana de la panadera, que era muy instruida, le enderezó algo el seso, más por intercambiar fluidos y sin hacerse ilusiones. Luego, Bernardito se dedicó a robar a peregrinos, era más lucrativo que andar con la masa o con los papeles de una corporación canija. Siempre estaba de cachondeo, que la calle y la fonda gratis ayudan al buen talante. Tuvo conocimiento de mucha gente; extranjeros, de todos los lugares, y algunos con mucha pasta. Desde hace diez años más o menos, del día de San José al Puente de la Constitución no dejaba de santiaguear camino arriba camino abajo, aunque siempre cambiando recorridos; que si el francés, que si la ruta de la plata, que si el… Y con mucho tiento al marcar los itinerarios, porque tuvo varios encontronazos con los mosqueteros y no deseaba que le llevaran preso. Le dijo a la benemérita que era pedigüeño sin malicia, que desahuciado de la familia, que disfrutaba de una pequeña pensión de minusvalía, y que entre la caridad de las gentes y la del estado iba pasando los días con mucho fervor que todo eran agradecimientos a Don Santiago. La verdad sea dicha, grande fue la simulación porque si investigaban lo jodían. Hace dos inviernos, sin ir más lejos, pasó el frío, casi entero, en Cancún, “aquello fue la hostia, buenas jacas, y tirás de precio” cómo le gustaba presumir conmigo, “más baratas que las de los puticlus gallegos”. No podía quejarse, entre las limosnas de peregrinos y la sisa al turista tenía la cartilla en el “botín” repleta.

Los días más calurosos solíamos andar por las noches, así durante las horas diurnas estábamos más frescos y descansados. Con el Sol sobre las molleras era mejor aplastarse en cualquier lugar frondoso, donde abundase la concha para dar el golpe. Aunque, a veces desaparecía de mi lado sin dejar rastro durante varios días y eso me ponía nervioso. Los dos primeros años de este oficio los pasó regular, pero después ya estaba hecho a todo, y lo mejor: se las sabía todas, no quería decir que no le pudiera ocurrir algo.

Por aquel tiempo, después de salir una mañana muy temprano de Cacabelos, me contó, que anduvo junto a un paisano mallorquín, hombre de mundo, grande y fuerte de setenta años, que se iba ahogando por el camino y andaba con dificultad, pero era tan grande el tesón y la tozudez que al llegar a la cuesta de los infartos le arreó uno que lo dejó en el sitio. Bernardito heredó todas sus pertenencias, un zurrón de cuero magnífico que vendió por cincuenta euros, una cazadora sin mangas llena de bolsillos a la que le sacó también algo de pasta, la cartera que llevaba encima, guindada al muerto antes de que llegaran los del sámur y cuatro mil euracos del ala que llevaba encima el mallorquín. Las tarjetas de crédito las dejó en su sitio y también el resto de las cosas, que por esas avaricias te veías en el talego. Pero la herencia más importante de aquel viejo hombretón fue la vara, es la que portaba desde entonces Bernardito y le hubo salvado dos veces la vida. Aquel individuo de nombre impronunciable, era algo así como Rogín o Rogís, le resumió casi toda su vida antes de palmarla, que por cierto no tenía desperdicio, y una de las cosas que contó fue su amor a las monterías de corzo. Por eso, se acompañaba y sujetaba con su mano derecha, de una vara de fresno que mide exactamente un metro y setenta y dos centímetros, que al parecer es la longitud del pene de un gigante que anda por tierras de Salamanca, del que no recuerdo su nombre, y está coronada con la cuerna de un corzo, que según decía fue medalla de oro en la Sierra de Cazorla. Cuando se alejó del cadáver del hombretón mallorquín, lo primero que se le ocurrió, sabiendo que no respiraba, fue ocultar en una carrasquera su palo de vaqueiro de alzada y tomar aquella vara mágica.

Unos meses después, me acercaba a Fisterra a ver a una comadre, y en una trocha cerca del Xallas, caminando solo y sin amparo de nada ni de nadie, una jauría de perros cimarrones primero me miraron y luego me atacaron en tropel, viniendo hacia mí desde unos ciento cincuenta metros. Hay que imaginarse lo que pasaba por mi cabeza; el jefe venía adelantado, cruce de mastín y lobo ladraba con un estruendo gutural que a punto estuve de caer de la tembladera, cuando de repente, escuché un fuerte silbido a mis espaldas y un estate quieto, no te muevas. Bernardito asomaba por mi costado derecho, esgrimía la vara coronada y la enfilaba hacia el can, apuntando con la cuerna astifina a la cabeza del perraco, dando voces y quedando quieto a puerta gallola. Cuando el monstruo elevó un punto las manos para abalanzarse hacia mí, Bernardito se flexionó y empuñó a clavar con los dos brazos bien prietos y las manos bien sujetas a la vara que era entonces una lanza. Clavó por detrás de la mandíbula inferior y parte del cuello. Supe entonces que había atinado, por la sensación en la carne del animal, luego, sacó la cuerna del pellejo e hizo ademán de volver a clavar en el perro, pero éste ya estaba en la Torre de Hércules, y sus colegas detrás, menos uno negro más pequeño que se quedó ladrando con otros dos manetos, el cual probó también la medicina del mallorquín. Cuál sería la tensión acumulada que me parece estar aún gritando el desahogo. Me has salvado Bernardo, eres mi salvador… mi salvador…

En otra ocasión, después de aquel suceso, volvió a darle la vida la mágica vara, cuando pudo gracias a la cuerna sortear a un marrano herido en los montes de San Mamed, en Orense. En seguida, pensó feriarse una bici, así evitaría algún peligro, pero lo de caminar era más tranquilo y a su edad decía que el mejor deporte es el andar, que hacía caso a los médicos. Dedujo que la bicicleta restaría horas de tertulia a la caminata y eso no lo perdonaba, que además el andarían era hablador. Bernardito tenía el paso ligero, por escaso de carnes y el haber dejado de fumar a los cincuenta y ocho, que antes se trincaba dos de fortuna, media caja de cerveza, sus cubatitas y lo que se terciara a diario, tanta abstinencia le daba alas. Claro que ahora solo bebe Balantines con hielo. Un peregrino, avezado en la cosa del hígado, le dijo en una ocasión que si quería vivir muchos años solo bebiera ese alcohol que lo demás eran venenos, y que buen vino el que quisiera, que no era alcohol, era el néctar que sale del coño de las monjas cuando manchan las bragas, y llevó esa regla al extremo que para comer solo bebía buen tintorro, Ribera o Toro; el Rioja le daba una acidez de la hostia y se le hacía algo flojo. Decía risueño, aquí en Galicia te puedes poner morado a blancos, pero como esos salen de otro sitio como que no, y tinto del bueno aquí, la verdad que tampoco, algo en la Ribeira Sacra, que por eso se llama así, decía ese paisano, de tanta monja que la habita.

Después del episodio de las motos, ya era final de temporada, anduvimos unos días por el lugar de los infartos, aquella curva con revolera y subida empinada cerca de Santiago. Allí mismo, tras una pared de piedra y bajo la mala uva de una zarza estaba enterrado el tesoro de Bernardito, un hato de arpillera mugroso desenterrado con las pequeñas manos de mi compañero. Me dijo que no pensara que el próximo año volvería a estar en el mismo sitio, que no me hiciera ilusiones. Le dije que no era ladrón de amigos. Me imaginaba que necesitaba de mí para trasportar el botín a lugar seguro, sabía que podía ser atropellado por cualquier salteador, pero le dio igual. Al templar la cuesta de la tercera cuesta sintió un ahogo fuerte y después un dolor que lo tumbó en la cuneta. Por azar me convertí en un obligado asaltante de infartado, no le encontraba el pulso, intenté reanimarlo sin resultado, tapé su pequeño cuerpo con el chubasquero, le registré y me cargué el bulto que acababa de desenterrar. Lo único que deseaba era alejarme de allí lo más rápido posible, con ganas de comprobar el tesoro de Bernardito, el fruto de la pesca peregrina de toda una campaña, y quién sabe si de más tiempo. Tomé una vereda de bajada que lleva al río y cuando habían transcurrido más de dos horas me senté a tomar resuello acostado sobre el tronco de un nogal gigante. En la cartera del muerto apenas cien euros y ya casi desenvuelto el hatillo, todavía con restos de tierra, comencé a sentir una voz que me llamaba: Rogelio, Rogelio. No sabía si era en el monte o en mi cabeza donde atronaba, pero durante un buen rato estuve paralizado intentando desentrañar el misterio, hasta que dejé de escuchar la voz que me llamaba.

Más tranquilo, ya de noche, comencé a desenvolver el bulto. Grande fue la sorpresa al comprobar que solo contenía un álbum de fotografías cubierto de plástico y metido en una lata, debajo, en el fondo de la lata ochenta euros y una tarjeta de un puticlub de Puebla de Sanabria, y en el anverso de la tarjeta, anotado a bolígrafo, el nombre de una mujer: Bianca, y un teléfono móvil. Me dieron ganas de tirar el álbum al río, pero me arrepentí, tal vez Bernardito había ingresado sus dineros en el banco porque pensaba marcharse pronto al Caribe.

La noche no era fría, pero me moví a terreno más elevado intentando evitar el exceso de humedad que se acumula en los valles, ya que esa noche me propuse no buscar refugio de peregrino. Sentía como si hubiese cometido una fechoría, Rogelio… Rogelio… oía dentro de mí, como si alguien me quisiera decir algo ¿acaso Bernardito? Me convencí que no tenía por qué temer nada, que al pequeño compañero le sobrevino un infarto o algo parecido. Recostado sobre una pared de unas viejas ruinas cerca de Madriñán, sin hacer intención de dormir, asumía que iba a ser una noche larga, no podía dejar de pensar en aquella voz y en mi falta de sentimientos hacia el muerto. Me daba igual su muerte, no me impresionó, y mi mayor ansia fue tomar el bulto desenterrado. Pero, yo no lo maté… o eso creo, que en momentos de tanta confusión alcancé a imaginar cualquier cosa. Con estos pensamientos y otros parecidos, trascurrieron las horas hasta que de amanecida tome rumbo a Zamora. Quería visitar el puticlub y conocer a la tal Bianca, tal vez nombre de combate de una puta, y quién sabe si no sacaría provecho de aquello. Mi mayor desazón seguía siendo no sufrir dolor por la pérdida de un compañero y creo que amigo.

Tres días me demoré hasta que pude bajar el Padornelo. El día anterior, al salir de Verín, mientras desayunaba caliente en un bar de carretera, comprobé que la prensa dejaba abierto un enigma, un peregrino profesional, tal vez un mendigo del camino fue encontrado muerto, la autopsia no reveló señales de violencia, pero la posición del cuerpo y determinadas pistas obligaban a pensar en un compañero de andadura que tal vez pudiera desvelar lo ocurrido… Tenía a los mosqueteros lamiéndome los talones, por eso hice autoestop hasta Puebla de Sanabria. Cuando descendí del camión y le di las gracias al chofer, escondí la vara del mallorquín, las vieiras y cualquier objeto que me identificara como peregrino, entré en la cafetería de la gasolinera y en el servicio me asee todo lo que pude, al afeitarme casi no reconocía mi rostro. La ducha me la daría en el puticlub, que acababa de abrir cuando la tarde comenzó a esconderse por detrás de las montañas.

Solo un camionero se recostaba sobre la barra del oscuro bar. El volumen de la música pachanguera ocluía mis sentidos. Me situé al otro extremo, lejos del cliente, y ya tenía una colombiana a mis espaldas, y al camarero delante, como un espectro cuando mis pupilas se acomodaron a la mortecina luz. Después de varios tragos, y conversación sin sustancia con la morena, me decidí a preguntar por Bianca. La mujer, se desprendió de mí para preguntar qué quería saber de ella. Después de decir que me la recomendó un buen amigo en Galicia, me sorprendió al relatar que la tal Bianca, de la que supe se llamaba Luz Divina, llevaba desaparecida una buena temporada y que precisamente estaban a punto de llamar a su familia para ver si sabían algo de ella. Luz Divina aunque era algo coja de nacimiento y un punto bisoja, según la compañera tenía enorme tirón sexy. Me dijo que la última vez que la saludó, se disponía a salir del club con un asiduo. El camarero, que estaba al quite de la conversación, mandó callar a la puta y dijo que ese no era asiduo sino su padre, un tal Bernardo, de un pueblo cerca de allí. Cuando profundizamos en la conversación, transcurridos cuatro cubatas, vino a decir que el Bernardo casó con una puta hace años y de ahí salió la Bianca; por ese motivo abandonó su pueblo cuando era Alcalde. Todos los años, Bernardito visitaba en ese Club de solera a la madre, muerta hacía un tiempo, y a la hija. Se me ocurrió entonces sacar de la mochila el álbum de fotos… “esta es Sor Chocholinda, la madre de la Bianca…”, “y esta debe ser la Bianca de niña, con su padre…” apuntaba el camarero, emocionado por reconocer en fotografías a personajes de tan ilustre lupanar.

Se hizo el silencio como vaticinio de tormenta, y de repente un estruendoso vozarrón brincó la música de pachanga, “¡¡Bianca!!” Era el asiduo camionero, al reconocerla, desde el otro extremo de la barra del bar. Hizo entrada la mujer, cojeando y con sonrisa en el rostro. Después de un buen rato de algazara compartida, de explicaciones y contar cada uno su historia; la Bianca, anunció que ya tenía hora para operarse la cojera en la mejor clínica de Madrid, y que fue gracias a su padre que lo pagó todo, que con los ahorrillos que ella tenía no hubiera llegado ni para las consultas. Después, me preguntó la coja que de dónde había sacado el álbum, que dónde estaba su padre al que tanto quería. No tuve arrestos para comunicarle de inmediato que estaba muerto, y comencé a albergar un sentimiento entre culpable y amargo por la pérdida de Bernardito. Le dije a la Bianca que se lo contaría todo con calma. Subimos a uno de los reservados. Ella, con esa vis comercial de puta de ralea, me advirtió que a pesar de las circunstancias tenía que pagar. Accedí, y forniqué con la hija de Bernardito, que para eso había pagado. Le conté lo ocurrido y entre sollozos volvimos a fornicar, y así varias veces más hasta que amaneció. Me rogó y rogó con suma insistencia, que por la memoria de su padre la sacara de aquel convento, que no tenía vocación.

Ha pasado más de un año. La que fuera puta, coja y bisoja, fue operada con buenísimos resultados; y miren por dónde, Luz Divina Bernardo es ahora mi compañera de camino por estas trochas santiagueras, ¡ah! y la vara del tal Rogín o Rogís.

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