Hotel

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Lunes, por la noche » 1

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«Si yo mandara aquí —pensó Peter McDermott—, habría despedido al detective principal del hotel, tiempo ha». Pero no pudo hacerlo, y en este momento, una vez más, el obeso expolicía había desaparecido cuando más se le necesitaba.

McDermott se inclinó desde su elevada y fornida estatura de metro y noventa y cinco centímetros, y repiqueteó con impaciencia en la horquilla del teléfono de su escritorio.

—Andan mal cien cosas al mismo tiempo —dijo a la muchacha que estaba al lado de la ventana de la amplia y alfombrada oficina—, y nadie puede encontrarlo.

Christine Francis echó una ojeada a su reloj de pulsera. Faltaban pocos minutos para las veintitrés.

—Hay un bar en Barone Street, donde se podría intentar buscarlo.

Peter McDermott hizo un movimiento con la cabeza.

—El conmutador está ocupado en averiguar el paradero de Ogilvie.

Abrió un cajón del escritorio, sacó cigarrillos y los ofreció a Christine. Adelantándose, tomó uno y McDermott se lo encendió, haciendo lo mismo con el propio. La observó mientras aspiraba.

Christine había abandonado minutos antes su propia oficina, más pequeña, situada en el sector de los funcionarios del «St. Gregory Hotel». Se entretuvo trabajando hasta muy tarde, estaba a punto de irse a su casa, cuando, al ver luz debajo de la puerta del subgerente general, resolvió entrar.

—Nuestro míster Ogilvie dicta sus propias reglas —dijo Christine—. Siempre ha sido así, de acuerdo con las órdenes de W. T.

McDermott habló brevemente por teléfono, y esperó de nuevo.

—Tiene razón —reconoció—. He tratado de reorganizar nuestro «disciplinado» cuerpo de detectives, y no se me ha hecho caso.

—No sabía eso —respondió ella muy tranquila.

La miró con curiosidad.

—Creía que usted lo sabía todo.

Y en general, era así. Como ayudante personal de Warren Trent, el impredecible e irascible dueño del hotel más importante de Nueva Orleáns, Christine estaba enterada de los secretos internos del hotel, así como de los asuntos cotidianos. Sabía por ejemplo que Peter, que había sido promovido al puesto de subgerente general hacía uno o dos meses, estaba dirigiendo el grande y concurrido «St. Gregory», aunque con salario poco generoso y autoridad limitada. También sabía las razones que existían detrás de esa actitud, que constaban en el archivo

confidencial, y que involucraban la vida particular de Peter McDermott.

—¿Qué es lo que anda mal? —preguntó Christine.

McDermott sonrió con buen humor, lo que suavizó sus facciones toscas, casi feas.

—Hemos recibido una queja del undécimo piso con referencia a una especie de orgía; en el noveno, la duquesa de Croydon reclama porque el duque ha sido ofendido por un camarero; han informado que alguien se queja horriblemente en la habitación 1439; el gerente nocturno está ausente, enfermo, y los otros dos empleados responsables del hotel están ocupados en otras cosas.

Volvió a llamar por teléfono, y Christine se dirigió otra vez a la ventana del despacho, que estaba en el entresuelo principal. La cabeza, ligeramente inclinada para evitar que el humo del cigarrillo le entrara en los ojos, miraba distraída a la ciudad. Directamente al frente, a través de un gran espacio entre dos edificios próximos, podía divisar el compacto y populoso rectángulo del French Quarter. Faltando una hora para la medianoche, todavía era temprano para el

quarter, y las luces, frente a los bares nocturnos,

bistros, salas de jazz, y lugares donde se efectuaban

strips, así como también detrás de las persianas bajas, seguirían encendidas hasta bien entrada la mañana.

Hacia el Norte, probablemente sobre el lago Pontchartrain, en la oscuridad se estaba formando una tormenta de verano. Ya se percibían los primeros truenos sordos, y algún relámpago ocasional. Con suerte, si la tormenta se dirigía al Sur, hacia el golfo de México, podría llover por la mañana en Nueva Orleáns.

La lluvia sería bien recibida, pensó Christine. Durante tres semanas, la ciudad había estado abrumada bajo el calor y la humedad, provocando tensiones en todas partes. También habría un alivio en el hotel. Esta tarde el jefe de mecánicos había vuelto a lamentarse: «Si no puedo apagar pronto parte del aire acondicionado, no me hago responsable de lo que pueda ocurrir en las instalaciones».

Peter McDermott colgó el auricular, y ella le preguntó:

—¿Sabe usted el nombre de la persona que ocupa la habitación donde se oyen los quejidos?

Negó con la cabeza y volvió a levantar el auricular.

—Lo averiguaré. Quizá sea alguien con pesadillas, pero será mejor cerciorarse.

La muchacha se dejó caer en una silla tapizada de cuero, que estaba frente al gran escritorio de caoba, y al hacerlo se dio cuenta de cuán cansada estaba. Si hubiera sido un día corriente, ya habría estado de regreso en su casa, en los Apartamentos Gentilly, desde horas antes. Pero hoy había sido un día excepcionalmente lleno de acontecimientos, con dos congresos en marcha y una intensa afluencia de otros huéspedes, creando problemas, muchos de los cuales ya habían llegado a su escritorio.

—Muy bien. Gracias. —McDermott garabateó un nombre y colgó el receptor—. Albert Wells, de Montreal.

—Lo conozco —dijo Christine—. Un hombrecillo muy agradable que viene aquí todos los años. Si quiere, averiguaré qué pasa.

Peter vaciló, observando la delicada y esbelta figura de Christine.

El teléfono sonó estridente, y él contestó.

—Lo siento, señor —le informó el telefonista—, no podemos localizar a míster Ogilvie.

—No se preocupe. Envíeme al jefe de los botones. —Aun cuando no pudiera despedir al principal detective del hotel, pensó McDermott, le llamaría con mucha seriedad la atención al día siguiente. Mientras tanto, mandaría a alguien a ver qué pasaba en el undécimo piso, y atendería personalmente el problema del duque y la duquesa.

—Habla el jefe de los botones —dijo una voz en el teléfono, y McDermott reconoció el típico acento nasal de Herbie Chandler. Éste, como Ogilvie, era otro de los veteranos del «St. Gregory», y tenía reputación de estar envuelto en más asuntos marginales que cualquier otro del personal.

McDermott le explicó el problema y le pidió a Chandler que investigara la queja referente a la supuesta orgía. Como lo había previsto, la protesta llegó en seguida.

—Eso no es tarea mía, míster McDermott, y todos estamos ocupados por aquí —el tono era típico de Chandler, mitad adulador, mitad insolente.

—Dejemos las discusiones de lado —ordenó McDermott—, quiero que atienda a esa queja —y tomando otra decisión, agregó—: ¡Ah! Además hay otra cosa; envíe un botones con una llave maestra a miss Francis que está en el entresuelo principal —colgó el auricular antes de que se renovaran las objeciones.

—Vamos —su mano tocó ligeramente el hombro de Christine—. Llévese al botones con usted, y dígale a su amigo que cuando tenga pesadillas, se cubra con las sábanas.

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