Hotel

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Lunes, por la noche » 8

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Peter esperó solo el ascensor en el quinto piso. Aloysius Royce ya había tomado el ascensor de servicio para ir al decimoquinto, donde estaban sus habitaciones, adyacentes a la

suite privada del dueño del hotel.

Había sido una noche llena de acontecimientos, pensó Peter… con su parte de cosas desagradables… aun cuando no excepcionales tratándose de un gran hotel, que a menudo presentaba y exhibía pedazos de vida que los empleados de hoteles se habituaban a ver.

Cuando llegó el ascensor, dijo al ascensorista:

—Al salón de entrada, por favor —recordando que Christine estaba esperando en el entresuelo principal, pero que su tarea en la planta baja sólo le llevaría unos minutos.

Advirtió con impaciencia que, aunque las puertas del ascensor estaban cerradas, no había comenzado a bajar. El ascensorista, uno de los hombres que hacían el servicio nocturno con regularidad, movía la manija de control de atrás para adelante. Peter preguntó:

—¿Está seguro que las puertas están bien cerradas?

—Sí, señor. No es eso; son las conexiones. Aquí o arriba. —El hombre movió la cabeza en dirección al techo, donde estaba la maquinaria, y agregó—: He tenido bastantes inconvenientes, últimamente. El jefe de mecánicos estaba inspeccionándolo todo el otro día —movió la manija con vigor. Con un brusco movimiento el mecanismo funcionó y el ascensor comenzó a descender.

—¿Qué ascensor es éste?

—El número cuatro.

Peter tomó nota mental, para preguntar al mecánico cuál era el inconveniente.

Eran casi las doce y media de la noche en el reloj del salón de entrada, cuando salió del ascensor. Como siempre a esta hora, había mermado la entrada y salida de gente, pero todavía se veían bastantes personas, y los acordes de la música desde el «índigo Room» próximo, indicaba que la cena danzante estaba en su apogeo. Peter se volvió a la derecha, hacia la recepción, pero sólo había dado unos pasos cuando vio una figura obesa que se le aproximaba. Era Ogilvie, el detective principal, a quien no, se le había encontrado horas antes. El rostro de fuertes maxilares del expolicía (años antes había servido sin destacarse en la fuerza de Nueva Orleáns) se mostraba inexpresivo, aunque sus pequeños ojos de cerdo se movían de un lado a otro, observando lo que ocurría alrededor. Como siempre, lo acompañaba un olor rancio a humo de tabaco, y una hilera de gruesos cigarros, como torpedos sin disparar, llenaba el bolsillo superior de su chaqueta.

—Me han dicho que andaba buscándome —dijo Ogilvie. Fue un comentario simple, despreocupado.

Peter sintió que la cólera que había experimentado antes recrudecía:

—Por supuesto que sí. ¿Dónde demonios estaba usted?

—Trabajando, míster McDermott. —Para ser un hombre grande, Ogilvie tenía una sorprendente voz de falsete—. Si quiere saberlo, estaba en el Departamento de Policía informando sobre algunos inconvenientes que hemos tenido aquí. Hoy robaron una maleta del cuarto de los equipajes.

—¡Departamento de Policía…! ¿En qué habitación estuvieron jugando al póquer?

Los ojos de cerdo brillaron con resentimiento:

—Si lo toma usted de esa manera, será mejor que haga una inspección… o que hable con míster Trent.

Peter asintió con resignación. Sería una pérdida de tiempo; lo sabía. La coartada, sin duda alguna, era buena; los amigos de Ogilvie en el Departamento de Policía, lo respaldarían. Además, Warren Trent jamás haría nada contra Ogilvie, que estaba en el «St. Gregory», tanto tiempo como el propietario mismo. Algunas personas decían que el grueso detective sabía dónde estaban enterrados uno o dos cuerpos, y por eso tenía amarrado a Warren Trent. Pero, cualquiera que fuera la razón, la posición de Ogilvie era inatacable.

—Bien, se ha perdido usted un par de emergencias —dijo Peter—. Ambas están solucionadas.

Quizá, después de todo, lo mismo daba que Ogilvie no hubiera estado presente. Sin duda el detective del hotel no habría respondido en el caso de Albert Wells con la misma eficiencia que Christine, ni hubiera manejado el asunto de Marsha Preyscott con tacto y comprensión.

Resuelto a no pensar más en Ogilvie, tras un ligero movimiento de cabeza, se dirigió a la recepción.

El empleado nocturno a quien había telefoneado con anterioridad estaba en su escritorio. Peter decidió intentar un acercamiento conciliatorio. Dijo en tono agradable:

—Gracias por ayudarme con el problema del piso decimocuarto. Hemos instalado a míster Wells cómodamente en la habitación 1410. El doctor Aarons se está ocupando de la enfermera, y el mecánico proveyó el oxígeno.

El rostro del empleado del servicio de habitaciones se había endurecido cuando Peter se le aproximó. Ahora aflojaba:

—No imaginé que se tratara de algo tan serio.

—Fue una cosa de vida o muerte en un momento dado; por eso me interesaba tanto que se le trasladara a la otra habitación.

El empleado asintió con gravedad.

—En ese caso haré investigaciones. Sí, puede usted estar seguro.

—También hemos tenido problemas en el piso undécimo. ¿Quiere decirme a nombre de quién está la

suite 1126-7?

El empleado miró su lista; mostró una tarjeta:

—Míster Stanley Dixon.

—Dixon… —Era uno de los dos nombres que Aloysius Royce le había dado en su breve conversación después de dejar a Marsha.

—Es el hijo del comerciante de automóviles. Míster Dixon, padre, está con frecuencia en el hotel.

—Gracias. —Peter asintió con la cabeza—. Será mejor que le ponga entre los que se marchan del hotel, y haga que el cajero envíe la cuenta. —Se le ocurrió una idea—. No, ocúpese de que me manden la cuenta a mí, mañana, y yo escribiré la carta. Habrá un excedente por daños, después de que hayamos calculado el importe.

—Muy bien, míster McDermott. —El cambio en la actitud del empleado era notoria—. Le diré al cajero que haga lo que usted solicita. Entiendo que la

suite queda disponible ahora.

—Sí. —Peter decidió que no había para qué mencionar la presencia de Marsha en el 555, que quizá pudiera marcharse sin ser vista por la mañana, temprano. Ese pensamiento le recordó su promesa de telefonear a la casa de los Preyscott. Tras un cordial «¡buenas noches!» al empleado, cruzó el salón de entrada hasta un escritorio que no estaba ocupado, utilizado durante el día por uno de los ayudantes de gerencia. Encontró en la guía a un Mark Preyscott, en Garden District, y marcó el número. El teléfono continuó llamando durante un tiempo antes que una voz de mujer adormilada contestara. Identificándose, anunció:

—Tengo un mensaje de Miss Preyscott para Anna.

La voz respondió, con un marcado acento sureño:

—Soy Anna. ¿Está bien miss Marsha?

—Está bien, pero me pidió que le dijera que pasará la noche en el hotel.

La voz del ama de llaves preguntó:

—¿Quién dijo usted que era?

Peter explicó con paciencia.

—Bien, si quiere comprobarlo, ¿por qué no llama aquí? Es el «St. Gregory», y pida hablar con el subgerente que está en su escritorio, en la entrada.

La mujer, obviamente más tranquila, dijo:

—Sí, señor, haré lo que me dice. —En menos de un minuto estaban hablando de nuevo—. Está bien —dijo la mujer—. Ahora estoy segura de quién es. Estábamos preocupados por miss Marsha, ya que su padre está ausente.

Al poner el receptor en su lugar, se encontró pensando otra vez en Marsha Preyscott. Decidió tener una conversación con ella al día siguiente, para averiguar con exactitud lo que había pasado antes de que tuviera lugar el intento de violación. El desorden de la habitación, por ejemplo, planteaba algunas preguntas que no habían tenido respuesta.

Había advertido que Herbie Chandler lo había estado mirando con disimulo desde su escritorio. Dirigiéndose hacia él, Peter dijo:

—Creí que le había dado instrucciones para que verificara los desórdenes en el undécimo piso.

El rostro de comadreja de Chandler enmarcaba un par de ojos inocentes:

—Claro que lo hice, míster McDermott. Estuve por allí y todo estaba tranquilo.

En efecto, así había sido, pensó Herbie. Al fin había subido muy nervioso hasta el undécimo, y para su alivio verificó que cualquiera que hubiese sido el desorden, ya había terminado. Mejor aún, al volver al salón de entrada, vio que las muchachas invitadas se marchaban sin que nadie les prestara atención.

—No ha mirado ni escuchado con atención.

Herbie Chandler movió con obstinación la cabeza:

—Lo que le puedo decir es que hice lo que usted me indicó, míster McDermott. Me dijo que subiera y así lo hice, aun cuando no es tarea mía.

—Muy bien. —El instinto le dijo que el jefe de botones sabía más de lo que estaba diciendo. Peter decidió no presionar sobre ese punto—. Haré algunas averiguaciones. Tal vez hable con usted de nuevo.

Cuando volvió a cruzar el salón de la planta baja y entró en el ascensor, tenía conciencia de que ambos, Herbie Chandler y el detective Ogilvie lo observaban. Esta vez subió un solo piso, hasta el entresuelo principal.

Christine lo esperaba en su oficina. Se había quitado los zapatos y estaba acurrucada sobre sus pies, en el sillón tapizado de cuero que había ocupado hora y media antes. Tenía los ojos cerrados y los pensamientos muy lejos en tiempo y espacio. Cuando Peter entró, levantó los ojos y se situó en el presente.

—No se case con un hombre que trabaje en un hotel —le advirtió—. Nunca se termina.

—Es una advertencia oportuna —respondió Christine—. No se lo dije, pero tomé una naranjada, invitada por ese nuevo

sub-chef que se parece a Rock Hudson —estiró las piernas y buscó los zapatos—. ¿Tenemos más problemas?

Peter sonrió, sintiendo que la presencia y la voz de Christine eran tonificantes.

—De otras personas, en su mayoría. Se lo contaré cuando salgamos.

—¿Adónde?

—A cualquier parte lejos del hotel. Ambos hemos tenido bastante para un solo día.

Christine lo consideró:

—Podríamos ir al Quarter. Hay muchos lugares abiertos. O si lo prefiere, vamos a mi casa; soy un genio para hacer

omelettes.

Peter la ayudó a incorporarse y la condujo hasta la puerta; apagó la luz de la oficina.

Omelette —declaró—. Es lo que en realidad tenía deseos de comer, y no lo sabía.

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