Hotel

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Lunes, por la noche » 9

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Caminaron juntos, sorteando los charcos de agua que había dejado la lluvia, hasta un aparcamiento situado a manzana y media del hotel. En lo alto, el cielo se estaba limpiando después del interludio de la tormenta, con una luna en cuarto creciente que comenzaba a aparecer; y alrededor de ellos, la ciudad empezaba a sumirse en el silencio, interrumpido de vez en cuando por algún taxi, y el tap-tap de sus pisadas sonaba hueco a lo largo del cañón de edificios en sombra.

El cuidador del aparcamiento, medio dormido, trajo el «Volkswagen» de Christine y subieron en él; Peter, comprimiendo su estatura para sentarse en el asiento de la derecha.

—¡Esto es vivir! ¿No le importa que me estire? —Apoyó su brazo a lo largo del respaldo del asiento del conductor, muy próximo, pero sin tocar los hombros de Christine.

Mientras esperaban que cambiaran las luces del semáforo en Canal Strett, uno de los ómnibus nuevos, con aire acondicionado, se deslizó hacia el paseo central, frente a ellos.

—Me iba a contar lo que ha sucedido —le recordó ella.

Él frunció el ceño, volviendo sus pensamientos al hotel, y con rápidas y precisas frases le relató lo que sabía referente a la tentativa de violación de Marsha Preyscott. Christine oyó en silencio, dirigiendo el pequeño automóvil hacia el noroeste mientras Peter hablaba, terminando con su conversación con Herbie Chandler y su sospecha de que el jefe de botones sabía mucho más de lo que había dicho.

—Herbie siempre sabe más. Por eso permanece aquí.

—El hecho de «permanecer aquí» no es una respuesta a todo —dijo Peter, tajante.

El comentario, como ambos sabían, indicaba la impaciencia de Peter por la falta de eficiencia que reinaba dentro del hotel y que por falta de autoridad no podía corregir. En un establecimiento dirigido normalmente, sobre directrices claras y definidas, no habría tales problemas. Pero en el «St. Gregory», no estaba reglamentada gran parte de la organización, y las resoluciones finales dependían de Warren Trent, quien las tomaba según su propio arbitrio.

En circunstancias ordinarias, Peter, graduado con honores en la Escuela de Administración de Hoteles de la Universidad de Cornell, habría tomado una decisión meses atrás, buscando trabajo más satisfactorio en alguna otra parte. Pero las circunstancias no eran normales. Había llegado al «St. Gregory» precedido por una nube que, sin duda, ocultaría, por mucho tiempo, toda posibilidad de alcanzar otro empleo.

Reflexionaba a veces con mal humor, sobre la forma en que había arruinado su carrera, y cuya culpa —admitía con honradez— sólo la tenía él.

En el «Waldorf», donde había ido a trabajar después de graduarse en Cornell, Peter McDermott había sido el brillante joven que parecía tener el futuro en sus manos. Como subgerente novel, había sido seleccionado para una promoción, cuando intervinieron la indiscreción y la mala suerte. En un momento en que debía estar cumpliendo sus tareas y que fue requerido en el hotel, lo descubrieron

in fraganti en un dormitorio con una huésped.

Aun así, podría haber evitado el castigo. Los jóvenes atrayentes que trabajan en hoteles acostumbran recibir propuestas de mujeres solas, y la mayoría de ellos sucumben en algún momento de su carrera. Los gerentes, sabiendo eso, podían castigar la primera transgresión con una severa advertencia de que no podía repetirse jamás una cosa similar. Sin embargo, dos factores conspiraron contra Peter. El marido de la mujer en cuestión; ayudado por detectives privados, intervino en el descubrimiento, dando por resultado un divorcio escandaloso que tuvo publicidad, cosa que todos los hoteles aborrecen.

Como si esto fuera poco, hubo una represalia personal. Tres años antes del desastre del «Waldorf», Peter McDermott se había casado impulsivamente, y el casamiento pronto terminó en una separación. Hasta cierto punto, su soledad y desilusión habían sido causa del incidente en el hotel. Sin tener en cuenta la causa, y utilizando la reciente evidencia, la esposa separada obtuvo el divorcio.

El resultado final, fue un ignominioso despido, poniéndolo en la lista negra de la principal cadena de hoteles.

Por supuesto que nadie admitía la existencia de una lista negra. Pero en una gran cantidad de hoteles, la mayoría afiliados a la misma cadena, las solicitudes de empleo de Peter McDermott fueron rechazadas en forma definitiva. Sólo en el «St. Gregory», un hotel independiente, pudo obtener trabajo con un salario que Warren Trent, con un encogimiento de hombros, condicionó a la propia desesperación de Peter.

Por ello, cuando un momento antes había dicho: «El hecho de permanecer aquí no es una respuesta a todo», había presumido de una independencia que no existía. Sospechaba que Christine también lo sabía.

Peter la observaba mientras ella maniobraba con pericia su pequeño coche a través del estrecho espacio de Burgundy Street, por los suburbios del French Quarter, corriendo paralelamente al Mississippi, un kilómetro más al Sur. Christine aminoró por un momento la marcha eludiendo un grupo de tambaleantes juerguistas que venían desde Bourbon Street, brillante y congestionada, dos manzanas más adelante.

—Creo que hay algo que usted debería saber. Curtis O’Keefe llega mañana —anunció entonces Christine.

Era el tipo de noticia que McDermott había temido y esperado por igual.

Curtis O’Keefe era un hombre que le hacía temblar. Cabeza de la cadena mundial de «Hoteles O’Keefe», compraba hoteles como otros hombres compran corbatas o pañuelos. Era obvio, hasta para el menos informado, que la aparición de Curtis O’Keefe en el «St. Gregory» no podía tener más que un significado: su interés en adquirir el hotel para la cadena O’Keefe, que se expandía continuamente.

—¿Viene para comprarlo? —preguntó Peter.

—Podría ser. —Christine mantuvo sus ojos en la calle poco iluminada—. W. T. no quiere vender. Pero puede suceder que no le quede alternativa. —Estaba por agregar que esto último era una información confidencial, pero no lo hizo. Peter lo entendería así. Y en cuanto a la presencia de Curtis O’Keefe, esta novedad electrizante correría por el «St. Gregory» por la mañana, a los pocos minutos de la llegada del importante personaje.

—Supongo que tenía que suceder. —Peter lo sabía, lo mismo que otros ejecutivos del hotel, que en los últimos meses el «St. Gregory» había sufrido grandes pérdidas financieras—. A pesar de todo, creo que es una pena.

—Todavía no ha sucedido. Le dije que W. T. no quiere vender —le recordó.

Peter asintió con la cabeza, sin hablar.

Estaban dejando atrás el French Quarter, girando a la izquierda por el bulevar bordeado de árboles de Esplanade Avenue, desierta ahora, salvo por las luces posteriores de alguno que otro coche que desaparecía con rapidez hacia Bayou St. John.

Luego Christine informó:

—Hay problemas para la refinanciación. W. T. ha tratado de buscar nuevos capitales. Todavía espera lograrlos.

—Entonces, supongo que veremos bastante más frecuentemente a míster Curtis O’Keefe.

—¿Y si no?

Y mucho menos a Peter McDermott, pensó Peter. Se preguntaba si había llegado el momento en que en una cadena de hoteles, tal como la «O’Keefe» pudiera considerarlo rehabilitado y digno de empleo. Lo dudaba. En algún momento podría suceder si su concepto seguía siendo bueno. Pero todavía no.

Parecía probable que pronto tendría que buscar otro empleo. Decidió no preocuparse hasta que sucediera.

—El «O’Keefe St. Gregory» —rumió Peter—. ¿Cuándo lo sabremos con seguridad?

—En cualquiera de los dos casos, a fin de semana.

—¿Tan pronto?

Christine sabía que había razones apremiantes para que fuera tan pronto. Por el momento se las reservó.

Peter dijo con énfasis:

—El viejo no encontrará nuevo capitalista.

—¿Por qué es tan categórico?

—Porque la gente que tiene esa cantidad de dinero quiere invertirla en cosas seguras. Seguridad significa buena administración. Y el «St. Gregory» no la tiene. Podría tenerla, pero no la tiene.

Se dirigían al Norte, por Elysian Fields, con sus dos direcciones desiertas, cuando, de súbito, una relampagueante luz blanca que se movía de un lado a otro apareció delante. Christine frenó, y cuando el coche se detuvo, se acercó un agente de tránsito uniformado. Dirigiendo su linterna sobre el «Volkswagen», dio una vuelta alrededor del coche, inspeccionándolo. Mientras lo hacía, pudieron ver que la sección del camino que tenían enfrente estaba bloqueada por una valla. Más allá de la misma había otros hombres uniformados, y algunos vestidos de paisano, que estaban examinando la superficie del camino con ayuda de potentes luces.

Christine bajó el cristal de la ventanilla cuando el policía se acercó a su lado. Aparentemente satisfecho con la inspección, dijo:

—Tendrán que hacer un desvío. Vayan despacio por la otra dirección, y el agente del otro extremo los volverá de nuevo a ésta.

—¿Qué pasa? —preguntó Peter—. ¿Qué ha sucedido?

—Uno que atropello a alguien y huyó. Sucedió esta noche, temprano.

—¿Hubo muertos? —preguntó Christine.

—Una niñita de siete años. —Y en respuesta a sus expresiones de desagrado, el policía les refirió—: Iba caminando de la mano de su madre. Ésta está en el hospital. La niña murió instantáneamente. Los que iban en el coche tuvieron que darse cuenta, pero siguieron… —Y añadió en voz baja—: ¡Miserables!

—¿Los encontrarán?

—Los encontraremos —afirmó ceñudo el policía, indicando la actividad que se desarrollaba detrás de la barrera—. Los muchachos, por lo común, los encuentran. Y esto los ha indignado. Hay vidrios en el camino, y el coche que las atropelló debe de tener marcas. —Más faros se estaban aproximando desde atrás, y entonces les hizo continuar la marcha.

Permanecieron silenciosos, mientras Christine conducía despacio por el desvío, al final del cual le hicieron una señal para que tomara la dirección correspondiente. En algún lugar de la mente de Peter se había alojado una impresión, un medio pensamiento errante, que no podía definir. Suponía que era el incidente mismo lo que lo estaba molestando, como siempre sucedía con las tragedias repentinas, pero una vaga inquietud lo mantuvo preocupado hasta que, con sorpresa, oyó que Christine le decía:

—Ya estamos cerca de casa.

Había dejado atrás Elysian Fields y tomado Prentiss Avenue. Un momento después el pequeño coche giró a la derecha, luego a la izquierda, para detenerse en el

parking de un edificio de apartamentos.

—Si todo lo demás falla —dijo alegremente Peter—, me haré barman. —Estaba preparando cócteles en la sala de Christine, de suaves tonos verde-musgo y azul, mientras ella cascaba huevos en la cocina.

—¿Ha sido barman alguna vez?

—Durante algún tiempo. —Calculó tres medidas de whisky de centeno, dividiéndolo en dos partes, luego buscó «angostura» y los amargos de Peychaud—. Alguna vez se lo contaré. —Y pensándolo de nuevo, aumentó la proporción de whisky, utilizando un pañuelo para enjugar algunas gotas que habían caído en la alfombra azul de Wedgewood.

Incorporándose, echó una mirada por la sala, con su agradable combinación de muebles y colores; un sofá provenzal francés tapizado con un diseño de hojas en blanco, azul y verde; un par de sillas Hepplewhite próximas a una mesa de nogal con tapa de mármol, y un aparador de caoba con incrustaciones, en el que estaba preparando las bebidas. En las paredes había algunos grabados de la Luisiana francesa, y un óleo de un impresionista moderno. El conjunto era acogedor, alegre, muy parecido a Christine, pensó. Sólo un pesado reloj de chimenea colocado sobre el mueble que tenía a su lado resultaba una nota incongruente. El reloj, que sonaba con suavidad, era, sin duda alguna, victoriano, con complicados adornos de bronce, anticuados y algo oxidados. Peter lo miró con curiosidad.

Cuando llevó las bebidas a la cocina, Christine estaba vertiendo los huevos batidos en el tazón a una sartén caliente.

—Tres minutos más —dijo— y estará lista.

Le dio su bebida y chocaron los vasos.

—Preste atención a mi

omelette —dijo Christine—. Ya está lista.

Resultó lo que prometía ser: liviana, jugosa y sazonada con hierbas.

—Tal como deben ser las

omelettes —aseguró él—, pero rara vez las hacen así.

—También sé hacer huevos pasados por agua.

Él hizo un ademán.

—Los probaremos en algún desayuno.

Luego volvieron a la sala y Peter preparó otros cócteles. Eran casi las dos de la madrugada.

Sentado al lado de ella en el sofá, Peter señaló el curioso reloj.

—Tengo la sensación de que me está espiando…, anunciando la hora con desaprobación.

—Tal vez sea así. Era de mi padre. Estaba en el consultorio, donde los pacientes pudieran verlo. Es lo único que he guardado.

Se produjo un silencio. Cierta vez Christine le había hablado, en forma incidental, del accidente de aviación ocurrido en Wisconsin.

—Después de lo que pasó, debe de haberse sentido muy sola —dijo Peter, con suavidad.

—Quería morir. Aun cuando eso se supera, por supuesto, después de un tiempo —respondió ella simplemente.

—¿Cuánto tiempo?

Christine sonrió apenas, con fugacidad:

—El espíritu humano se repone con rapidez. Me refiero a eso de querer morir… Me duró una o dos semanas.

—¿Y luego?

—Cuando vine a Nueva Orleáns, traté de concentrarme en no pensar. Se hizo cada vez peor a medida que pasaban los días. Sabía que tenía que hacer algo, pero no estaba segura de qué ni de dónde.

Hizo una pausa y Peter le pidió:

—Continúe.

—Durante un tiempo consideré la posibilidad de volver a la Universidad; luego decidí que no lo haría. Graduarme en arte, sólo por hacerlo, no parecía importante y, además, de pronto advertí que me había desinteresado de todo.

—Lo comprendo.

Christine bebió un trago, pensativa. Observando la firme línea de sus facciones, él notó que había en ella una gran serenidad y autocontrol.

—De cualquier manera —continuó Christine—, un día caminaba por Carondelet y vi un letrero que decía «Escuela de Secretariado». Pensé… ¡Eso es! Aprenderé cuanto necesite para tener un empleo que signifique interminables horas de trabajo. Al fin fue exactamente lo que sucedió.

—¿Y en qué forma entró en el «St. Gregory»?

—Estaba alojada allí, desde que llegué de Wisconsin. Una mañana el

Times-Picayune llegó con el desayuno, y vi entre los avisos clasificados que el director gerente del hotel necesitaba una secretaria personal. Era temprano, de manera que pensé que sería la primera y esperé. En aquella época W. T. llegaba a trabajar antes que nadie. Cuando entró, yo estaba esperando en la

suite de los ejecutivos.

—¿La tomó en seguida?

—No, exactamente. En realidad, no creo que me tomara. Sucedió que cuando W. T. supo para qué había ido, me hizo entrar y comenzó a dictarme cartas, y luego me dio instrucciones para que las transmitiera a otras personas del hotel. Cuando llegaron otras solicitantes ya hacía horas que yo estaba trabajando, y me encargué de decirles que la vacante había sido cubierta.

Peter rió.

—Modalidades del viejo…

—Aun entonces, no creo que supiera mi nombre hasta tres días después, cuando dejé una nota sobre su escritorio: «Mi nombre es Christine Francis», y sugerí un salario. Me devolvió la nota sin comentario: sólo sus iniciales, y nada más.

—Una bonita historia para antes de dormir. —Peter se incorporó del sofá, estirando su vigoroso cuerpo—. Ese reloj me está mirando con demasiada fijeza. Supongo que será mejor que me retire.

—No es justo —objetó Christine—. No hemos hablado más que de mí. —Tenía conciencia de la masculinidad de Peter. Y sin embargo, pensó, tenía también suavidad. Lo había comprobado esa noche cuando levantó a Albert Wells para llevarlo a la otra habitación. Se encontró pensando qué sensación tendría si él la llevara así en sus brazos.

—Ha sido un placer…, un hermoso antídoto para un día terrible. De cualquier manera, habrá otras ocasiones —se detuvo, mirándola en forma directa—. ¿No es así?

Cuando ella asintió, él se inclinó hacia delante y la besó ligeramente.

En el taxi que había pedido por el teléfono de Christine, Peter McDermott se distendió, sintiendo bienestar y cansancio, recordando los sucesos del día pasado, que ya se habían volcado en el siguiente. Las horas diurnas habían producido su cuota usual de problemas, culminando en muchos otros durante la noche: el rozamiento con el duque y la duquesa de Croydon; Albert Wells, que casi había muerto; y la tentativa de violación de Marsha Preyscott. También había muchos interrogantes con respecto a Ogilvie, Herbie Chandler, y ahora Curtis O’Keefe, cuya llegada podía ser causa de que el mismo Peter se marchara. Por fin, Christine, que había estado siempre allí, pero a quien no había notado antes en la forma en que lo había hecho esta noche.

¡Pero se puso en guardia! ¡Las mujeres…! Ya habían sido su ruina dos veces. Si algo surgía entre Christine y él, tendría que ser muy despacio, con mucha precaución por su parte.

En Elysian Fields, volviendo a la ciudad, el taxi marchaba de prisa. Pasando por el lugar donde habían sido detenidos con Christine para hacer el desvío, observó que habían quitado la barrera y que la Policía ya no estaba. Pero el recuerdo volvió a producirle la vaga incomodidad que había experimentado anteriormente, y continuó molestándolo durante todo el trayecto hasta su propio apartamento a una o dos manzanas del «St. Gregory Hotel».

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