Hotel

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Martes » 1

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Como sucedía en todos los hoteles, el «St. Gregory» se animaba temprano, despertábase como un soldado veterano, después de un sueño corto y ligero. Mucho antes de que el primer huésped se dirigiera soñoliento al cuarto de baño, la maquinaria de un nuevo día hotelero se ponía en movimiento sin mucho ruido.

A las cinco de la mañana, más o menos, grupos de mozos de limpieza nocturnos que durante las ocho horas pasadas se habían afanado por los cuartos de baño, las escaleras interiores, las zonas de la cocina y el vestíbulo principal, cansados, comenzaban a desarmar su equipo y se preparaban a guardarlo hasta otro día. Al despertar, los pisos relucían y las maderas y las guarniciones metálicas brillaban, y en todos los ambientes se percibía el agradable olor de la cera fresca.

Una de las asistentas, la vieja Meg Yetmein, que había trabajado casi treinta años en el hotel caminaba desmañadamente, aun cuando cualquiera que lo hubiese advertido podía haber tomado su torpe marcha por cansancio. La verdadera razón, sin embargo, era un trozo de carne de kilo y medio, amarrado con fuerza a la parte interior de uno de sus muslos. Media hora antes, eligiendo unos minutos en que nadie podía verla, Meg había sacado la carne del refrigerador de la cocina. Tenía larga experiencia, y sabía dónde buscar sin equivocarse, y luego cómo ocultar su botín en un trapo viejo, camino del cuarto de baño de las mujeres. Allí, segura tras una puerta con cerrojo, sacaba una venda adhesiva y ponía la carne en su lugar. La hora que tenía que estar soportando la incomodidad, bien valía la pena, sabiendo que podía pasar sin sobresaltos frente al detective del hotel que cuidaba la entrada para el personal, registrando con cuidado los paquetes y los bolsillos abultados de la gente que salía. El procedimiento, de su propia invención, daba resultado, porque lo había probado muchas otras veces.

Dos pisos más arriba, detrás de una puerta sin inscripción y asegurada con llave, en el entresuelo donde se celebraban los congresos, una telefonista dejó a un lado su tejido e hizo la primera llamada de la mañana. La telefonista era mistress Eunice Ball, viuda, abuela y, esta noche, a cargo de las tres compañeras que atendían los silenciosos conmutadores. Esporádicamente, entre este momento y las siete de la mañana, el trío de la centralita despertaría a los huéspedes, cuyas instrucciones habían sido registradas la noche anterior en un índice, colocado frente a ellas, y dividido en cuartos de hora. Después de las siete, el ritmo se aceleraría…

Con dedos expertos, mistress Ball recorrió las tarjetas. Como siempre, observó que el momento culminante sería a las siete y cuarenta y cinco, con cerca de ciento ocho llamadas. Aun trabajando a gran velocidad, las tres telefonistas tendrían problemas para completar tantas llamadas en veinte minutos, lo que significaba que tendrían que comenzar temprano, a las siete y treinta y cinco —suponiendo que hubieran terminado con las llamadas de las siete y media— y continuar hasta las siete y cincuenta y cinco, lo que determinaría que algunas sólo podrían hacerse a las ocho.

Mistress Ball suspiró. Sin duda alguna hoy habría quejas de los huéspedes a la administración, alegando que alguna telefonista, adormilada en el conmutador, los había despertado demasiado temprano o demasiado tarde.

Sin embargo, había algo bueno. A esa hora de la mañana pocos huéspedes estaban con ánimo de trabar conversación o de mostrarse enamoradizos, como ocurría a veces por la noche…, razón por la cual la puerta no tenía inscripción y se cerraba con llave. A las ocho también llegarían las telefonistas diurnas, un total de quince en el período de agobio del día; y a las nueve de la mañana, el turno nocturno, incluyendo a mistress Ball, estarían en su casa y en la cama.

Era hora de despertar a otro huésped. Otra vez mistress Ball dejó a un lado el tejido, presionó una llave, y una campanilla comenzó a sonar estridente allá arriba.

Dos pisos más abajo del nivel de la calle, en el cuarto de control de máquinas, Wallace Santopadre, mecánico estable de tercera clase, dejó a un lado un ejemplar en rústica de la

Greek Civilization de Toynbee, y terminó un sandwich con manteca de cacahuete que había empezado a comer. Las cosas habían estado tranquilas durante la pasada hora y pudo leer con intermitencias. Había llegado el momento de hacer un recorrido final de inspección por los dominios de los mecánicos. El zumbido de la maquinaria lo saludó cuando abrió la puerta del cuarto de control.

Inspeccionó el sistema de agua caliente, advirtiendo un aumento de temperatura, lo que a su vez indicaba que el termostato funcionaba bien. Habría bastante agua caliente durante el período de mayor demanda, que pronto vendría, cuando más de ochocientas personas podrían decidir tomar un baño o una ducha a la misma hora.

Los grandes acondicionadores de aire, dos mil quinientas toneladas de maquinaria especial, funcionaban con mayor comodidad, como resultado del agradable descenso de temperatura del aire exterior experimentado durante la noche. El fresco relativo había permitido desconectar uno de los compresores, y ahora los otros podían aliviarse en forma alternada, dejando hacer el trabajo de reparaciones que debió postergarse durante la ola de calor de las semanas pasadas. Wallace Santopadre pensó que el jefe de mecánicos estaría complacido con eso.

El pobre hombre sería, sin embargo, menos feliz cuando se enterara de una interrupción en el abastecimiento de energía de la ciudad, ocurrido durante la noche (alrededor de las dos de la madrugada), y que duró once minutos, debido sin duda a la tormenta del Norte.

En el «St. Gregory» no se habían presentado serios problemas; sólo el breve apagón que pasó inadvertido a la mayor parte de los huéspedes, profundamente dormidos. Santopadre había recurrido a la energía de emergencia, provista por los propios generadores del hotel, que trabajaron con eficiencia. Sin embargo, se habían necesitado tres minutos para hacer funcionar los generadores y llevarlos al máximo de capacidad, con el resultado de que todos los relojes eléctricos del «St. Gregory», doscientos en total, iban ahora tres minutos atrasados. El tedioso trabajo de volver a poner los relojes en hora, a mano, ocuparía la mayor parte del día al hombre encargado de su mantenimiento.

No lejos de la sala de máquinas, en un recinto tórrido y mal oliente, Booker T. Graham vertía los residuos y desperdicios de un largo día de trabajo en el hotel. Alrededor de él, en las paredes tiznadas y sucias, se veía el resplandor de las llamas vacilantes.

Uno de los escasos integrantes del personal había visto los dominios de Booker T., y aquellos que lo habían visto declaraban que era como la imagen del infierno de un evangelista. Pero a Booker T., que no dejaba de parecerse a un demonio amistoso (con ojos luminosos, dientes resplandecientes en una cara negra brillante de sudor) le gustaba su trabajo, incluso el calor del incinerador.

Uno de los muy pocos integrantes del personal a quien Booker T. Graham veía, era Peter McDermott. Al poco tiempo de haber ingresado al «St. Gregory», Peter decidió conocer la geografía y trabajos del hotel, hasta en sus lugares más remotos. En una de sus expediciones descubrió el incinerador.

Desde entonces —en algunas oportunidades, como se había propuesto hacer con todos los departamentos—, Peter había llegado para preguntar a la persona indicada cómo andaban las cosas. A causa de esto, y tal vez a través de una instintiva y mutua simpatía, a los ojos de Booker T. Graham, el joven míster Mc-Dermott estaba en algún lugar próximo a Dios.

Peter siempre examinaba el sucio y grasoso cuaderno en el que Booker T. llevaba con orgullo los apuntes de los resultados de su trabajo. El resultado se obtenía recobrando cosas que tiraban otras personas. Lo más importante era la vajilla de plata del hotel.

Booker T., hombre sin complicaciones, nunca había preguntado por qué la vajilla de plata llegaba a la basura. Fue Peter McDermott quien le explicó que era el eterno problema con que luchaba la administración de todos los grandes hoteles. En general, la causa se debía a los camareros que andaban demasiado de prisa, a los ayudantes, y a otros que no sabían o no les importaba que junto con los restos de comida, se mezclara una corriente constante de cubiertos que desaparecían con ellos.

Hasta algunos años antes, el «St. Gregory» comprimía y congelaba sus desperdicios, que luego enviaba a un vertedero de la ciudad. Pero, llegado un momento, las pérdidas de cubiertos y vajilla de plata eran tan grandes que se construyó un incinerador interno y se empleó a Booker T. Graham para que lo alimentara.

Lo que hacía era sencillo. Los desperdicios que provenían de todas partes del hotel, se depositaban en cajones que se colocaban sobre carretillas; Booker T. llevaba las carretillas adentro y, poco a poco, esparcía el contenido en una gran bandeja plana, cerniéndolo con un movimiento de atrás para adelante, como si fuera un jardinero preparando el mantillo de tierra de un jardín. Siempre que se encontraba un «trofeo» (una botella que podía devolverse, copas intactas, cubiertos, y algunas veces cosas pertenecientes a los clientes) Booker T. lo recogía. Al fin, lo que quedaba se empujaba al fuego, y se esparcía un nuevo montón.

La operación de hoy demostró que el presente mes, ya casi finalizado, había respondido al promedio de recuperaciones. Hasta ahora, la vajilla de plata había totalizado casi dos mil piezas, cada una de las cuales costaba por término medio un dólar, al hotel; unas cuatro mil botellas a dos centavos de dólar por pieza; ochocientos vasos intactos de un valor de veinticinco centavos cada uno; y una gran cantidad de otros chismes, incluyendo (cosa increíble) una sopera de plata. Le había ahorrado al hotel algo así como cuarenta mil dólares.

Booker T. Graham, cuyo salario neto era de treinta y ocho dólares semanales, se puso la grasosa chaqueta y se marchó a su casa.

En ese momento, el tránsito por la entrada de servicio, de ladrillo pardo, en un callejón que daba a Common Street, aumentaba constantemente. Los trabajadores nocturnos salían, de uno en uno o de dos en dos, en tanto que los del primer turno diurno acudían de todas partes de la ciudad llegando en una continua corriente.

En la zona de las cocinas se encendían las luces a medida que los pinches adelantaban las tareas para los cocineros, quienes ya estaban cambiándose las ropas de calle por otras blancas y limpias, en los vestuarios próximos. Pocos minutos después, los cocineros comenzarían a preparar los seiscientos desayunos; y más tarde, mucho antes de que el último huevo con tocino se sirviera a media mañana, los dos mil almuerzos que preveía el cálculo del día.

En medio del montón de calderas hirvientes, hornos enormes y otros utensilios para la preparación de grandes cantidades de alimentos, un único paquete de «Quaker Oats» proporcionaba el toque hogareño. Era para los pocos forzudos que, como todos los hoteles sabían, exigían un potaje de avena caliente como desayuno, ya fuera la temperatura exterior de cero o de cuarenta grados centígrados a la sombra.

En el sector de la cocina donde se freía, Jeremy Boehm, un pinche de dieciséis años, vigilaba la enorme y profunda sartén que había conectado hacía diez minutos. La había colocado a 95º, siguiendo las instrucciones. Más tarde podría elevarse rápidamente la temperatura a los 180º requeridos para cocinar. Éste iba a ser un día muy ocupado en esa sección, ya que el pollo frito al estilo sureño figuraba como plato especial en el menú del restaurante principal.

La manteca se había calentado bien, observó Jeremy, aun cuando le pareció que humeaba un poco más de lo usual, a pesar de la campana de tiraje y del extractor de aire allí instalado. Se preguntó si debería informar del humo a alguien, y luego recordó que el día anterior un ayudante del

chef lo había reprendido con severidad por demostrar interés en la preparación de una salsa, y se le había informado de que eso no era asunto suyo. Jeremy se encogió de hombros. Esto tampoco era asunto suyo. Que otro se preocupara.

Alguien

estaba preocupándose, aunque no por el humo, en la lavandería del hotel, a media manzana de distancia.

La lavandería, un anexo bullicioso y humeante, que ocupaba un edificio contiguo de dos pisos, estaba unido a la estructura principal del «St. Gregory» por un amplio túnel entre los subsuelos. Su expresiva y mal hablada encargada, mistress Isles Schulder, había atravesado el túnel hacía algunos minutos, llegando, como siempre, antes que la mayor parte de su personal. En ese momento la causa de su preocupación era un montón de manteles planchados.

En el curso de un día de trabajo, la lavandería manipulaba unas veinticinco mil piezas de ropa blanca, desde toallas y sábanas, delantales de camareros y de personal de cocina hasta los grasientos monos de los mecánicos y operarios. La mayoría requerían un trabajo de rutina, pero últimamente se había presentado un problema enojoso que se hacía cada vez más agudo. Su origen: hombres de negocios que hacían sus cálculos en los manteles, utilizando bolígrafos.

—¿Cree usted que estos miserables lo harían en su casa? —le espetó mistress Schulder al mozo nocturno que había separado los manteles en cuestión de una pila más grande de ropa sucia corriente—. ¡Por Dios! Si lo hicieran, sus esposas les darían un puntapié en el trasero, mandándolos de aquí al cementerio. Les he dicho muchas veces a esos estúpidos de

maîtres que vigilen y pongan fin a esto. Pero ¿qué les importa? —Su voz bajó a una mímica y remedo despectivo—. Señor, señor, lo besaré en ambas mejillas, señor. Por favor, escriba en el mantel, señor, y aquí tiene otro bolígrafo, señor. (Siempre que yo reciba una buena propina, ¿a quién le importa la maldita lavandería?)

Mistress Schulder calló. Al hombre del servicio nocturno, que se había quedado mirándola con la boca abierta, le gritó irritada:

—¡Vayase a su casa! ¡No han hecho otra cosa que darme un dolor de cabeza, para empezar el día!

«Bien —reflexionó cuando el hombre se fue—, por lo menos ha separado ese montón antes de que los metieran en el agua. Una vez que la tinta de los bolígrafos se moja, se puede descartar la pieza, porque nada le quitará la mancha». Nellie, la mejor quitamanchas de la lavandería, tendría que trabajar duro todo el día con el tetracloruro de carbono. Con suerte, quizá pudieran salvar la mayor parte de los manteles de esta pila, «aun cuando —pensó mistress Schulder ceñudamente—, todavía me daría el gusto de cambiar algunas palabras con los despreciables sujetos que me pusieron en tal necesidad».

Y así seguían las cosas en todo el hotel. En el escenario, y entre bambalinas, en los departamentos de servicio, oficinas, carpintería, panadería, imprenta, dependencias domésticas, fontanería, compras, diseños y decoraciones, despensas, garaje, reparaciones de TV, y otras despertaba un nuevo día.

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