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Martes » 8

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Las desordenadas páginas del periódico de la mañana estaban esparcidas sobre la cama de la duquesa de Croydon. Había pocas noticias que la duquesa no hubiera leído a conciencia y ahora estaba recostada contra las almohadas, su mente trabajando con intensidad. Comprendió que nunca había habido una ocasión en que su habilidad y recursos fueran más necesarios.

En una mesa auxiliar, la bandeja con el desayuno había sido utilizada y puesta a un lado. Aun en momentos de crisis la duquesa acostumbraba a desayunar bien. Era un hábito que conservaba desde su niñez, allá en la residencia de campo de su familia en Fallingbrook Abbey, en donde el desayuno siempre consistía en una comida abundante de varios platos, con frecuencia después de una agitada cabalgada a campo traviesa.

El duque, que desayunó solo en la sala, había vuelto al dormitorio pocos minutos antes. Él también había leído los periódicos ávidamente, tan pronto llegaron. Ahora, con una bata escarlata con cinturón sobre el pijama, paseaba inquieto. De cuando en cuando se pasaba la mano por los cabellos aún despeinados.

—¡Por amor de Dios, sosiégate! —La tensión que compartían era notoria en la voz de la esposa—. No puedo pensar mientras te paseas como un caballo en Ascot.

Se volvió: su rostro se veía arrugado y afligido a la luz de la mañana.

—¿De qué demonios sirve pensar? No va a cambiar nada.

—Pensar siempre ayuda… si se piensa lo necesario y lo que es debido. Eso es lo que hace que algunas personas triunfen y otras no.

Él se pasó la mano por la cabeza una vez más.

—Nada parece mejor hoy que anoche.

—Por lo menos no está peor —dijo la duquesa con criterio práctico—. Y eso es algo que podemos agradecer. Todavía estamos aquí… intactos.

Él movió la cabeza preocupado. Había dormido poco durante la noche.

—¿En qué forma nos ayuda?

—Como yo lo veo, es una cuestión de tiempo. El tiempo está de nuestra parte. Cuanto más esperemos y no pase nada… —Se calló, y luego continuó lentamente, pensando en voz alta—. Lo que necesitamos con urgencia es atraer la atención de la gente sobre ti. El tipo de atención que hiciera que lo otro pareciera tan fantástico que ni siquiera fuera considerado.

Como por un mutuo consentimiento, ninguno se refirió a la acrimonia de la noche anterior.

El duque reanudó su paseo.

—Lo único que podría tener ese efecto es el anuncio de la confirmación de mi nombramiento en Washington.

—Así es.

—No lo puedes apresurar. Si Hal siente que lo están presionando, arderá Downing Street. Todo es endiabladamente complicado, de cualquier manera…

—Será más complicado si…

—¿No crees que lo sé demasiado bien? ¿No crees que he pensado en renunciar a eso, en mandar todo al diablo? —Había un principio de histeria en la voz del duque de Croydon. Encendió un cigarrillo; sus manos temblaban.

—¡No renunciaremos! —En contraste con su marido, el tono de la duquesa era cortante y seco—. Hasta los primeros ministros responden a una presión si viene del lugar apropiado. Hal no es una excepción. Llamaré a Londres.

—¿Para qué?

—Hablaré con Geoffrey. Le pediré que haga todo lo que pueda para apresurar tu nombramiento.

El duque movió la cabeza dubitativamente, si bien no se opuso a la idea. En el pasado, había comprobado la gran influencia que tenía la familia de su esposa. De todos modos advirtió:

—Podríamos estar cargando nuestras propias armas, mujer.

—No necesariamente. Geoffrey sabe cómo presionar cuando quiere. Además, si nos sentamos aquí a esperar, el asunto puede empeorar. —Uniendo la acción a la palabra, la duquesa tomó el teléfono que tenía al lado de su cama e indicó al telefonista—: Deseo llamar a Londres y hablar con Lord Selwyn —dio un número de Mayfair.

Contestaron la llamada a los veinte minutos. Cuando la duquesa de Croydon hubo explicado el propósito, su hermano, Lord Selwyn, se mostró muy frío. Desde el otro lado del dormitorio, el duque podía oír la voz profunda de su cuñado, protestando, al pasar por el teléfono.

—¡Por Dios, hermana! Sería revolver un nido de víboras, ¿para qué hacerlo? Debo advertirte que la designación de Simón para Washington es un asunto suspendido, por ahora. Algunos en el Gabinete piensan que no es el hombre para el momento. No digo que yo esté de acuerdo, pero no es bueno ponerse anteojeras, ¿no es así?

—Si las cosas se dejan como están, ¿cuánto tardarán en tomar una decisión?

—Es difícil decirlo con seguridad, mujer. Por lo que oigo, podría tardar algunas semanas.

—No podemos esperar semanas —insistió la duquesa—. Tienes que comprender, Geoffrey, sería un error terrible no hacer un esfuerzo ahora.

—No lo entiendo —la voz que hablaba desde Londres estaba evidentemente impaciente.

El tono de ella se hizo más cortante:

—Lo que estoy pidiendo es tanto por la familia como por nosotros mismos. Espero que aceptes mi palabra.

Hubo una pausa; luego la pregunta cautelosa:

—¿Simón está ahí contigo?

—Sí.

—¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Qué es lo que ha hecho?

—Aunque hubiera una respuesta —respondió la duquesa de Croydon—, no seré tan tonta como para dártela por un teléfono público.

Hubo un silencio otra vez, y luego la reticente aceptación:

—Bien, por lo general tú sabes lo que haces. Tengo que admitirlo.

La duquesa miró a su marido. Hizo un simple movimiento afirmativo con la cabeza, antes de preguntar a su hermano:

—¿Debo entender que harás lo que te he pedido?

—No me gusta, hermana. Todavía no me gusta —y agregó—: Muy bien, haré lo que pueda.

Se despidieron con pocas palabras más.

Sólo hacía un momento que había puesto el auricular en su lugar, cuando llamó otra vez el teléfono. Ambos Croydon se sobresaltaron; el duque se humedeció los labios nerviosamente. Escuchó mientras su esposa respondía:

—Diga.

Una voz sin inflexiones, nasal, preguntó:

—¿La duquesa de Croydon?

—Soy yo.

—Soy Ogilvie, el detective del hotel. —Se oyó la pesada respiración a través de la línea, y una pausa como si el que había llamado estuviera tomándose tiempo para dar la información.

La duquesa esperó. Luego, viendo que nada más se decía, preguntó con arrogancia:

—¿Qué es lo que quiere?

—Una conversación privada. Con su esposo y con usted. —Era una respuesta llana, sin emoción ni modulación.

—Si se trata de algo del hotel, sugiero que ha cometido un error. Estamos acostumbrados a tratar con míster Trent.

—Hágalo esta vez y se arrepentirá —la voz fría e insolente tenía un tono de inconfundible seguridad. Hizo que la duquesa vacilara. Al hacerlo, vio que las manos le temblaban.

Se obligó a contestar:

—No es conveniente verlo a usted ahora.

—¿Cuándo? —Otra vez hubo una pausa y el ruido de una respiración pesada.

Cualquier cosa que quisiera o supiera este hombre, la duquesa comprendió que era un perito en mantener una ventaja psicológica.

—Posiblemente más tarde —respondió.

—Estaré ahí dentro de una hora —era una decisión, no una consulta.

—Puede no ser…

Cortando su protesta, se oyó un clic cuando el que había llamado cortó la comunicación.

—¿Quién era? ¿Qué quería? —El duque se aproximó, tenso. Su rostro delgado parecía más pálido que antes.

Momentáneamente, la duquesa cerró los ojos. Tenía un desesperado anhelo por sentirse aliviada de la dirección y responsabilidad de ambos; de tener alguien que asumiera el peso de la decisión. Sabía que era una esperanza vana, lo mismo que había sido siempre, desde que recordaba. Cuando se nace con un carácter más fuerte que los que te rodean, no hay escape. En su propia familia, en la que la fortaleza era una norma, los otros se volvían hacia ella instintivamente, siguiendo sus directrices y respetando su consejo. Hasta Geoffrey, con su verdadera habilidad y obstinación, siempre la escuchaba al fin, como acababa de hacerlo. Cuando volvió a la realidad, el momento había pasado. Abrió los ojos.

—Era el detective del hotel. Insistió en venir aquí dentro de una hora.

—¡Entonces lo sabe! ¡Gran Dios, lo sabe!

—Era obvio que estaba al tanto de algo. No dijo de qué.

Sorprendentemente, el duque de Croydon se enderezó, su cabeza se irguió y los hombros se le cuadraron. Las manos se hicieron más seguras y su boca adquirió un gesto firme. Era el mismo cambio de camaleón que había exhibido la noche anterior. Dijo con tranquilidad:

—Aun ahora, podía salir mejor si yo fuera…, si admitiera…

—¡No! ¡Absoluta y definitivamente no! —Los ojos de su mujer relampaguearon.—• Comprende una cosa: nada que puedas hacer podría mejorar la situación en lo más mínimo —hubo un silencio, luego la duquesa dijo con aire protector—: No diremos nada. Esperaremos que venga ese hombre, y descubriremos qué es lo que sabe y qué es lo que intenta hacer.

Por un momento pareció que el duque iba a discutir Luego cambió de opinión, y asintió con mansedumbre. Ajustándose la bata escarlata, se dirigió a la habitación contigua. Poco después volvió trayendo dos vasos de whisky. Cuando le ofreció uno a su esposa, ésta protestó:

—Sabes que es demasiado temprano.

—Eso no importa. Lo necesitas. —Con una solicitud muy poco usual, puso el vaso en su mano.

Sorprendida, pero vencida, ella tomó el vaso y lo bebió; el licor sin agua ni soda, quemaba, quitándole el aliento, pero un momento después la envolvía en un calor muy agradable.

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