Hotel

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Martes » 13

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En el comedor de la

suite privada de Warren Trent, Curtis O’Keefe saboreaba un cigarro. Lo había elegido de una cigarrera de madera de cerezo que le ofreció Aloysius Royce, y su sabor se mezclaba agradablemente en su paladar con el coñac «Louis XIII» que acompañaba el café. A la izquierda de O’Keefe, en la cabecera de la mesa de roble donde Royce hábilmente había servido una soberbia comida de cinco platos, Warren Trent presidía con patriarcal benevolencia. Frente a él estaba Dodo, vestida con un traje negro ceñido, y aspirando con agrado un cigarrillo turco que Royce le había ofrecido y encendido.

—Oh —dijo Dodo—. Me siento como si hubiera comido un cerdo entero.

O'Keefe sonrió con indulgencia.

—Una espléndida comida, Warren. Ofrezca mis felicitaciones a su

chef.

El propietario del «St. Gregory» inclinó con gracia la cabeza.

—Estará satisfecho de que sea usted quien manda felicitarlo. De paso, quizá le interese saber que esta misma comida se sirve esta noche en el comedor principal.

O'Keefe sonrió, aunque no se impresionó mucho. En su opinión, una comida larga y elaborada estaba fuera de lugar en el comedor de un hotel, como lo estaría el

paté de foie-gras en una olla para el almuerzo. Aún más importante (esa tarde había entrado en el restaurante principal del «St. Gregory» a echar una ojeada a la hora en que debía estar más concurrido) era que sólo estaba ocupada una tercera parte del salón.

En el imperio de O’Keefe, la comida estaba estandarizada y simplificada con la elección de un menú limitado a algunos platos populares y corrientes. Detrás de esta política estaba la convicción de Curtis O’Keefe (confirmada por la experiencia) de que el gusto del público y sus preferencias sobre comidas eran iguales, y muy poco imaginativas. En cualquiera de los establecimientos de O’Keefe, si bien se preparaban las comidas con cuidado y se servían con antiséptica limpieza, no eran precisamente para

gourmets, a quienes se consideraba como una minoría que no daba beneficios.

El magnate hotelero observó:

—No hay muchos hoteles en esta época que ofrezcan este tipo de cocina. Casi todos los que lo hacían tuvieron que cambiar esa costumbre.

—La mayoría, pero hay excepciones. ¿Por qué han de ser todos tan dóciles?

—Porque la concepción integral del negocio ha cambiado, Warren, desde que usted y yo empezamos a trabajar en él, siendo jóvenes, nos guste o no. Los días de «mi huésped» y de servicio personal ya no existen. Quizás a la gente le haya importado esas cosas alguna vez, pero ya no.

Había un tono inequívoco en la voz de ambos hombres, indicadora de que con la terminación de la comida el momento para la mera cortesía también tocaba a su fin.

Mientras los dos hablaban, los infantiles ojos azules de Dodo iban curiosos de uno a otro, como si siguiera una obra teatral, apenas comprendida. Aloysius Royce, vuelto de espaldas, estaba ocupado en el aparador.

—Hay personas que estarían en desacuerdo con esa teoría —dijo Warren Trent en tono cortante.

O'Keefe miró la punta encendida de su cigarro.

—Para quienes piensen así mi respuesta son mis balances comparados con los otros. Por ejemplo, con el suyo.

El otro se sonrojó y sus labios se apretaron.

—Lo que está sucediendo aquí es temporal. Lo he visto antes. Pasará lo mismo que otras veces.

—No. Si usted piensa eso, está buscando ahorcarse. Y usted merece algo mejor, Warren… después de tantos años.

Hubo un obstinado silencio antes de que respondiera gruñonamente.

—No he pasado mi vida moldeando una institución para verla convertida en un hotel barato.

—Si usted se refiere a mis hoteles, ninguno de ellos puede calificarse así —le tocó el turno a O’Keefe de sonrojarse de cólera—. Tampoco estoy tan seguro de que éste sea una institución.

En el frío silencio que siguió Dodo preguntó:

—¿Va a ser una verdadera pelea o sólo de palabra?

Ambos hombres rieron, si bien Warren Trent menos sinceramente. Fue Curtis O’Keefe quien levantó sus manos con aire apaciguador.

—Ella tiene razón, Warren. No tenemos por qué disgustarnos. Si hemos de continuar nuestros caminos separados, por lo menos deberíamos seguir siendo amigos.

Más apaciguador, Warren Trent asintió. En parte su anterior acritud se debía a una puntada de crítica que por el momento había pasado. Aun admitiendo esto, pensó con amargura, era difícil no resentirse con este hombre suave y afortunado, cuyas conquistas financieras contrastaban tanto con las suyas.

—Lo que el público de nuestros días espera de un hotel puede sintetizarse en tres palabras: acomodación eficiente y económica. Pero sólo podemos proporcionarla si tenemos una contabilidad real de los costos de cada movimiento eficiente; y por encima de todo, una cuenta de salarios mínima, lo que significa automatización, eliminando gente y una hospitalidad pasada de moda, siempre que sea posible.

—Y ¿nada más? ¿Descarta lo demás que solía constituir un hermoso hotel? ¿Negaría usted que un buen hotelero puede imprimir su personalidad en cualquier hotel? —El propietario del «St. Gregory» resopló—. El que visita su tipo de hotel no tiene la sensación de pertenecer a él, de ser alguien importante a quien se le brinda algo más, en calor y hospitalidad, de lo que se le cobra en su cuenta.

—Es una ilusión que no necesita —respondió O’Keefe incisivamente—. Si se proporciona hospitalidad es porque se paga para obtenerla, por eso a fin de cuentas no importa.

»La gente ve a través de la falsedad en una forma que antes no lo hacía. Pero respetan la honradez: una ganancia justa para el hotel; un precio justo para los huéspedes, que es lo que mis hoteles proporcionan. Oh, le garantizo que siempre habrá algunos selectos… para los que quieran un tratamiento especial y estén dispuestos a pagarlo. Pero son lugares pequeños y pocos. Las grandes empresas hoteleras como la suya, si quieren sobrevivir a una competencia como la mía, tienen que pensar como pienso yo.

—No objetará si continúo pensando por mí mismo durante algún tiempo —gruñó Warren Trent.

—No era nada personal, estaba hablando de tendencias y no de personas en particular. —O’Keefe movió la cabeza con impaciencia.

—¡Al demonio con las tendencias! Tengo la sensación de que a mucha gente le gusta viajar en primera clase. Son los que esperan algo más que cajones con camas.

—No es eso lo que he dicho, pero no me quejo. —Curtis O’Keefe sonrió con frialdad—. Yo también lo desafío, sin embargo. Excepto para muy pocos, la primera clase ha desaparecido, ha muerto.

—¿Porqué?

—Porque los

jets han matado al viajero de primera clase, y también a todo un modo de pensar. Antes de los

jets, la primera clase tenía una aureola de distinción. Pero el viaje en

jet ha mostrado a todo el mundo cuán tonta y costosa era la antigua manera. Los viajes aéreos se hicieron tan rápidos y tan cortos, que la primera clase no valía la pena. De manera que la gente se apretujó en sus asientos de turistas y dejaron de preocuparse de los prejuicios: el precio era demasiado alto. Bien pronto surgió un tipo de prejuicio opuesto: viajar como turista. La mejor gente lo hacía. La primera clase, se decían unos a otros mientras saboreaban sus almuerzos servidos en cajas, era para tontos y pródigos. Y lo que los

jets brindan a la gente, la acomodación eficiente, económica… es lo mismo que reclaman de los hoteles.

Sin lograrlo, Dodo intentó ocultar un bostezo detrás de su mano, luego dejó la colilla de su cigarrillo turco. Instantáneamente Aloysius Royce se aproximó, ofreciéndole otro y lo encendió. Ella le sonrió con expresión de cordialidad, y el negro devolvió la sonrisa, consiguiendo agregarle una amistosa pero discreta simpatía. Sin el menor ruido reemplazó los ceniceros usados por otros limpios, y volvió a llenar la taza de café de Dodo, luego las de los otros. Cuando Royce desapareció calladamente, O’Keefe observó:

—Tiene usted un buen hombre en él, Warren.

Warren Trent respondió ausente:

—Ha estado conmigo desde hace mucho tiempo. —Mientras él mismo había estado observando a Royce se preguntó cómo hubiera reaccionado el padre de Aloysius al enterarse de que el control del hotel pronto podría pasar a otras manos. Probablemente con un encogimiento de hombros. Las posesiones y el dinero no habían significado mucho para el viejo. Warren Trent casi podía oírlo ahora diciendo con voz cascada, viva: «Usted ha hecho su voluntad durante mucho tiempo, puede ser que un cambio a los malos tiempos sea para su propio bien. Dios inclina nuestras espaldas y nos humilla, recordándonos que no somos nada más que sus hijos descarriados, a pesar de nuestras ilusiones en otro sentido». Pero luego, con calculada incongruencia el viejo podría haber agregado: «De todos modos, si usted cree en algo, luche por ello. Después que haya muerto no va a matar a nadie porque difícilmente podrá apuntarle».

Tratando de apuntar, aunque inseguro, Warren Trent insistió:

—Con su criterio todo lo que tiene que ver con el hotel resulta endiabladamente antiséptico. A su tipo de hotel le falta calor o humanidad. Es para autómatas, con mentes como tarjetas perforadas y lubricante en lugar de sangre.

O'Keefe se encogió de hombros.

—Ése es el tipo que da dividendos.

—En el aspecto financiero, quizá, pero no humano.

Ignorando la última observación, O’Keefe continuó:

—He hablado de nuestro negocio tal como es ahora. Llevemos las cosas un poco más lejos. En mi organización, tengo un plan trazado para el futuro. Algunos podrán llamarlo visión, supongo, aun cuando es más bien un proyecto, de lo que los hoteles, por supuesto los hoteles de la cadena «O’Keefe», serán dentro de pocos años.

»Lo primero que vamos a simplificar es la recepción, donde el registro de huéspedes sólo requerirá unos segundos a lo sumo. La mayoría de ellos llegará de manera directa desde los terminales aéreos, por helicóptero, de manera que el punto principal de recepción será un helipuerto privado en el terrado. En segundo lugar habrá puntos de recepción en el subsuelo, donde los coches y limousines podrán entrar directamente eliminando el traslado al vestíbulo, como hacen ahora. En todos estos lugares habrá una especie de oficina de distribución instantánea, dirigida por un cerebro IBM, que, incidentalmente, ya está listo ahora.

»A los huéspedes con reserva se les habrá enviado su tarjeta con clave codificada. La insertarán en una ranura y al instante se pondrán en camino por una sección individual de escaleras mecánicas hacia la habitación que puede haber quedado lista para ser usada, segundos antes. Si una habitación no está lista, cosa que sucederá, —continuó Curtis O’Keefe—, lo mismo que sucede ahora, tendremos pequeñas vagonetas transportables. Serán cubículos con un par de sillas, lavabo y espacio para el equipaje, a fin de proporcionar alguna intimidad inmediata. La gente puede ir y venir, como lo hace en una habitación corriente, y mis ingenieros están trabajando en un proyecto para hacer unas vagonetas movibles para luego adosarlas a las habitaciones. De esa manera los huéspedes no tendrán más que abrir una puerta IBM y entrar directamente en los alojamientos reservados.

»Para los que conducen sus propios coches habrá comodidades similares con luces móviles codificadas que lo guiarán al lugar de estacionamiento particular, desde donde otras escaleras mecánicas los llevarán sin desvíos a sus habitaciones. En todos los casos vamos a reducir la manipulación de equipaje, utilizando distribuidores y transportadores de alta velocidad, y los equipajes serán conducidos a los alojamientos, llegando en realidad antes que los huéspedes.

»En forma similar, todos los otros servicios tendrán sistemas automáticos de entrega en las habitaciones: botones, bebidas, alimentos, flores, farmacia, diarios, hasta la cuenta final puede ser recibida y pagada en forma automática en las habitaciones. Y con esto, aparte de otros beneficios, habrá quebrado el sistema de propinas, una tiranía que hemos sufrido, e igualmente los huéspedes, durante demasiados años.

Hubo un silencio en el comedor con

boisserie, mientras el magnate hotelero todavía dueño de la escena sorbía el café antes de continuar.

—El diseño de mi construcción y la automatización rebajarán al mínimo la necesidad de que los empleados entren en la habitación del huésped. Las camas, que se incrustan en las paredes, serán manejadas por una máquina desde fuera. La filtración de aire ya está mejorada, al punto de que el polvo y la suciedad no son problemas. Las alfombras, por ejemplo, pueden tenderse en pisos con una fina malla de acero, con espacio de aire por debajo que se succiona una vez al día cuando entra el relevo.

»Todo esto y más, puede hacerse ahora. Los problemas que aún subsisten, y que naturalmente tendrán solución —Curtis O’Keefe movió la mano con su actitud habitual de descartar algo—, son de coordinación, construcción e inversión.

—Espero —dijo Warren Trent con firmeza—, no vivir para verlo en mi hotel.

—No lo verá —le informó O’Keefe—. Antes que pueda suceder aquí, tendremos que echar abajo su hotel y construir otro.

—¡Tendría que hacerlo! —Era una réplica áspera.

O'Keefe se encogió de hombros.

—No puedo revelar planes de largo alcance, como es natural. Pero diría que ésa será nuestra política antes de mucho tiempo. Si se preocupa en cuanto a la supervivencia de su nombre, le podría prometer que se incorporaría a la nueva estructura una placa conmemorando el hotel original y tal vez su conexión con él.

—¡Una placa! —el propietario del «St. Gregory» resopló—. ¿Dónde la pondría… en el lavabo de caballeros?

De pronto Dodo se echó a reír. Cuando los hombres volvieron la cabeza en forma instintiva, ella dijo:

—Quizá no haya. Quiero decir que con tantos transportadores ¿quién va a necesitarlos?

Curtis O’Keefe la miró con fijeza. Había momentos en que se preguntaba si Dodo no sería algo más inteligente de lo que demostraba ser.

Ante la reacción de Dodo, Warren Trent se sonrojó incómodo. Entonces le dijo en forma cortés:

—Le ruego que me disculpe, estimada señora, por una elección de palabras poco afortunada.

—Eh, no se preocupe por mí. —Dodo parecía sorprendida—. De cualquier manera pienso que éste es un hermoso hotel —volvió sus ojos grandes y de aspecto inocente hacia O’Keefe—: Curtie, ¿por qué tienes que echarlo abajo?

—Estaba pensando en una posibilidad, solamente. De cualquier modo, Warren, es tiempo que deje el negocio de hoteles.

La respuesta, para su sorpresa, fue suave comparada con la aspereza de momentos antes.

—Aunque quisiera hacerlo, hay otra gente que considerar además de mi persona. Muchos de mis empleados más antiguos dependen de mí lo mismo que yo dependo de ellos. Usted me dice que su proyecto es reemplazar gente con cosas automáticas. No podría marcharme sabiéndolo. Le debo a mi personal por lo menos eso, a cambio de la lealtad con que me han servido.

—¿Se lo debe? ¿Es leal algún personal de hotel? ¿Acaso la mayoría de ellos no lo vendería a usted en el instante que significara una ventaja para ellos?

—Le aseguro que no. He manejado este hotel más de treinta años y en ese tiempo se crea la lealtad. Tal vez tenga usted menos experiencia en ese sentido.

—Tengo mis opiniones con respecto a la lealtad. —O’Keefe hablaba con expresión ausente. Estaba recordando el informe de Odgen Bailey y del joven ayudante Sean Hall que había leído antes. Era a Hall a quien le había prevenido que no entrara en demasiados detalles, pero uno de ellos, que ahora podía resultar de utilidad había sido incluido en el sumario escrito. El hotelero se concentró. Por fin dijo—: Usted tiene un antiguo empleado, que es responsable de su «Pontalba Bar», ¿no es así?

—Sí… Tom Earlshore. Ha estado trabajando aquí tanto tiempo como yo.

En cierta forma, pensó Warren Trent, Tom Earlshore representaba a todos los empleados más antiguos, a quienes no podía abandonar. Él mismo había contratado a Earlshore cuando ambos eran jóvenes, y ahora, si bien la cabeza del viejo barman se inclinaba y su trabajo se hacía más lento, era uno de aquéllos a quienes Warren Trent consideraba como amigo personal. Y como se hace con un amigo, también había ayudado a Tom Earlshore. Hubo una época en que la hijita de Earlshore, que había nacido con una cadera deformada, fue internada en la «Clínica Mayo» para ser operada con éxito, mediante la influencia de Warren Trent. Luego, sin decir palabra, había pagado la cuenta, por lo que Tom Earlshore hacía mucho tiempo había declarado su eterna gratitud y devoción. La niñita de Earlshore era ahora una mujer casada y con hijos, pero el lazo entre su padre y el dueño del hotel todavía existía.

—Si hay alguna persona a quien confiaría cualquier cosa es a Tom.

—Sería usted tonto si lo hiciera —dijo O’Keefe cortante—. Me han informado de que le está chupando la sangre.

En el profundo silencio que siguió, O’Keefe comenzó a relatar los hechos. Había muchas maneras por las cuales un barman infiel podía robar a su patrón… sirviendo medidas escasas para obtener una o dos copas extras de cada botella; no registrando todas las ventas; introduciendo licor comprado por él, en forma privada, en el bar, de manera que una verificación de inventario no demostraría disminución de existencia, pero el producto, con sustanciales beneficios, sería para el barman mismo. Tom Earlshore, al parecer, estaba utilizando los tres métodos. También de acuerdo con el informe de Sean Hall que abarcaba algunas semanas, los dos ayudantes de Earlshore estaban en combinación.

—Un alto porcentaje de los beneficios de su bar es sustraído —declaró O’Keefe—, y a juzgar por otras cosas en general, diría que está sucediendo desde hace mucho tiempo.

Durante el informe Warren Trent había permanecido sentado inmóvil, con el rostro inexpresivo, pero sus pensamientos eran tristes y amargos. A pesar de su confianza en Tom Earlshore, y de la amistad que había creído que existía, no tenía la menor duda de que la información era cierta. Sabía demasiado de los métodos de espionaje de los hoteles en cadena para pensar otra cosa y tampoco Curtis O’Keefe hubiera hecho los cargos sin estar seguro. Warren Trent presumía que desde hacía mucho tiempo hombres de O’Keefe se habían infiltrado en el «St. Gregory», adelantandose a la llegada del jefe. Pero lo que no había esperado era esta humillación personal y dolorosa.

—Usted habló de «otras cosas en general». ¿Qué quiso decir? —preguntó.

—Que su supuesto personal leal está saturado de corrupción. No hay casi un departamento donde no le roben y engañen. Naturalmente, no tengo todos los detalles, pero puede disponer de los que tengo. Si lo desea haré que le preparen un informe.

—Gracias —las palabras fueron apenas audibles.

—Tiene usted demasiada gente gorda. Fue lo primero que advertí cuando llegué. Siempre me ha parecido una señal de aviso. Sus vientres están llenos de la comida del hotel, y ahí lo han golpeado en todas formas.

Hubo un silencio en el pequeño comedor íntimo, quebrado sólo por el suave tictac de un reloj alemán colgado del muro. Por último, en forma lenta y con expresión de cansancio, Warren Trent anunció:

—Lo que ha dicho cambia mi posición.

—Pensé que así sería. —Curtis O’Keefe parecía querer frotarse las manos de satisfacción, pero se contuvo—. En cualquier caso, ahora que hemos llegado a ese punto me gustaría que considerara una proposición.

—Me imaginé que llegaría a eso —dijo Trent con sequedad.

—Es una proposición justa, sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias. De paso, debo decirle que conozco el cuadro de su situación financiera.

—Me hubiera sorprendido que no fuera así.

—Permítame resumirlo: sus haberes personales en este hotel suman el cincuenta y uno por ciento de todas las acciones, dándole a usted el control.

—Es cierto.

—Usted refinanció el hotel en el 39: una hipoteca de cuatro millones. Dos millones de dólares del préstamo todavía están pendientes de pago y deben de integrarse este viernes. Si usted no paga, los acreedores hipotecarios se harán cargo del hotel.

—Cierto otra vez.

—Hace cuatro meses trató usted de renovar la hipoteca. No pudo hacerlo. Ofreció a los acreedores hipotecarios mejores condiciones y fue rechazado. Desde entonces ha estado buscando otra financiación. No la ha conseguido. En el corto tiempo que le queda no hay la menor probabilidad de que lo logre.

—No puedo aceptar eso —gruñó Warren Trent—. Muchas refinanciaciones se arreglan en un plazo corto.

—No las de este tipo. Y menos con déficit de administración tan grandes como los suyos. —Fuera de apretar los labios, Trent no hizo ninguna manifestación.

—Mi proposición es comprar el hotel en cuatro millones de dólares. De éstos, se obtendrán dos millones renovando su actual hipoteca, que le aseguro no tendré dificultad en arreglar.

Warren Trent asintió, advirtiendo con amargura la satisfacción del otro.

—El resto será de un millón de dólares en efectivo, que le permitirá pagar a sus accionistas menores, y un millón de dólares, en acciones de los «Hoteles O’Keefe»: Se hará una nueva emisión de valores. Además, como una consideración personal, usted tendrá el privilegio de retener su apartamento mientras viva, con mi palabra de que si se hace una reconstrucción haremos otro, y arreglos recíprocamente satisfactorios.

Warren Trent permaneció sentado e inmóvil, su rostro no revelaba sus pensamientos ni su sorpresa. Las condiciones eran mejores de lo que había esperado, le quedaría personalmente un millón de dólares, más o menos: muy buena situación para retirarse de una vida de trabajo. Y sin embargo significaría

alejarse; alejarse de todo lo que había construido y por lo que se había interesado, por lo menos, reflexionó con tristeza, de lo que creía que le había interesado hasta un momento antes.

—Imagino —dijo O’Keefe, con un atisbo de jovialidad—, que vivir aquí, sin preocupaciones y con su ayuda de cámara para que se ocupe de usted, será bastante soportable.

No había para qué explicar que Aloysius Royce pronto se graduaría en la Facultad de Derecho y sin duda tendría otras ideas para su propio futuro. Eso, sin embargo, le recordaba que la vida en este sitio, en un hotel que ya no controlaría, sería muy solitaria.

—Suponiendo que rehuse vender. ¿Cuáles son sus planes? —preguntó de pronto Warren Trent.

—Buscaré un solar y levantaré otro hotel. En realidad creo que usted perderá éste antes de que eso suceda. Pero aunque así no fuera, la competencia que le haremos lo obligará a abandonar el negocio.

El tono era estudiadamente indiferente, pero la intención astuta y calculada. La verdad era que la «O’Keefe Hotel Corporation» quería obtener el «St. Gregory» y con urgencia. La falta de una filial de O’Keefe en Nueva Orleáns era como un diente menos que privaba a la compañía de un sólido bocado en el público viajero. Ya había ocasionado costosas pérdidas el tener que remitir a otras ciudades el oxígeno que sustentaba una brillante cadena de hoteles. También era inquietante que las cadenas que le hacían la competencia estaban explotando la brecha. El «Sheraton-Charles» hacía mucho que estaba establecido. Hilton, además de tener su hostería en el aeropuerto, estaba construyendo en el Vieux Carré. La «Hotel Corporation of America» tenía el «Royal Orleans».

Las condiciones que Curtis O’Keefe había ofrecido a Warren Trent eran realistas. Los acreedores hipotecarios del «St. Gregory» ya habían sido sondeados por un emisario de O’Keefe y no pensaban cooperar. Pronto se puso en evidencia que su intención era, primero, obtener el control del hotel y luego proceder al despido general.

Si el «St. Gregory» había de ser comprado a un precio razonable, el momento crucial era éste.

—¿Cuánto tiempo está dispuesto a concederme para pensarlo? —preguntó Warren Trent.

—Prefiero que me conteste en seguida.

—Todavía no estoy preparado.

—Muy bien —O’Keefe lo consideró—. Tengo una cita en Nápoles el sábado. Desearía salir a más tardar el jueves por la noche. ¿Qué le parece si fijamos el jueves a mediodía?

—¡Es menos de cuarenta y ocho horas!

—No veo motivo alguno para esperar más.

La obstinación inclinaba a Warren Trent a no cejar. Pero la razón le recordó que sólo significaba adelantar un día al plazo fatal del viernes que ya había afrontado. Concedió.

—Supongo que si usted insiste…

—¡Espléndido! —O’Keefe, sonriendo amistosamente, retiró su silla y se levantó, haciendo un gesto con la cabeza a Dodo que había estado observando a Warren Trent con simpatía.

—Es hora de que nos marchemos, querida. Warren, le agradecemos su hospitalidad. —Esperar un día y medio más, decidió, sólo era un inconveniente menor. Después de todo, no cabía duda en cuanto al resultado final.

En la puerta exterior Dodo volvió sus ojos azules hacia el anfitrión.

—Muchas gracias, míster Trent.

Él le tomó la mano y se inclinó sobre ella.

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