Hotel

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Miércoles » 4

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Para Peter McDermott el día comenzó con un detalle menor de organización. Entre el correo de la mañana había un memorándum enviado por «Reservas», informando que míster y mistress Justin Kubek, de Tuscaloosa, debían llegar al «St. Gregory» el día siguiente. Lo que hacía de los Kubek algo especial, era una nota de mistress Kubek advirtiendo que su marido medía dos metros quince.

Sentado detrás del escritorio de su oficina, Peter deseaba que todos los problemas del hotel fueran tan simples.

—Avise a la carpintería —instruyó a su secretaria, Flora Yates—■, es probable que tengan todavía la cama y colchón que usamos para el general De Gaulle; si no, tendrán que hacer algo. Que mañana haya una habitación preparada temprano, y la cama tendida antes de que lleguen los Kubek. Hable también a ropería; necesitarán sábanas y mantas especiales.

Sentada muy correcta del otro lado del escritorio, Flora tomaba nota, como siempre, sin alboroto ni preguntas. Las instrucciones serían transmitidas con fidelidad, Peter lo sabía, sin necesidad de recordárselo. Flora lo comprobaría, para asegurarse de que se habían cumplido.

Había heredado a Flora cuando vino al «St. Gregory» y desde entonces decidió que era todo lo que una secretaria eficiente debía ser: competente, de confianza, cerca de los cuarenta años, casada feliz, y sencilla como una pared de cemento. Una de las cosas más cómodas con respecto a Flora, pensó Peter, era que podía gustarle inmensamente, como le gustaba, sin significar una distracción. Ahora, si Christine hubiera estado trabajando con él, reflexionó, en lugar de hacerlo con Warren Trent, el efecto hubiera sido muy distinto. Desde su impulsiva partida del apartamento de Christine la noche antes, sólo había estado ausente de su recuerdo por breves momentos. Aun durmiendo había soñado con ella. El sueño era una odisea en la que habían estado flotando serenamente en un río de orillas verdes (no sabía a bordo de qué) con acompañamiento de música fuerte, en donde las arpas, eran pulsadas con fuerza. Se lo había contado a Christine esa mañana temprano por teléfono, y ella le había preguntado: «¿íbamos corriente arriba o abajo? Eso debería tener importancia». Pero él no podía recordarlo… sólo que había disfrutado mucho con todo, y esperaba (le informó a Christine) seguir más tarde donde se había interrumpido el sueño.

Sin embargo, antes de eso, en algún momento de la noche, se habían de encontrar. Acordaron que el lugar y la hora lo arreglarían más tarde.

—Buscaré un pretexto para llamarte —dijo Peter.

—¿Quién necesita un pretexto? —había replicado ella—. Además, esta mañana traté de encontrar un pedazo de papel sin la menor importancia, el cual debía entregárselo en persona. —Parecía feliz, casi sin aliento, como si la excitación de la noche anterior se hubiera derramado sobre el nuevo día.

Esperando que Christine viniera pronto, volvió su atención a Flora y al correo de la mañana.

Era un montón de cosas corrientes, incluyendo algunas preguntas sobre los congresos, que se proponía aclarar primero. Como siempre, Peter tomó su postura favorita para dictar: los pies sobre un canasto de cuero, para papeles, y su sillón giratorio echado hacia atrás en tal forma que su cuerpo estaba casi en posición horizontal. Descubrió que podía pensar con más claridad en esa posición, que había adoptado a lo largo de su experiencia, de manera que ahora el sillón estaba en los límites extremos de equilibrio, con sólo un pelo de distancia entre la estabilidad y el desastre.

Como hacía con frecuencia, Flora miraba expectante durante las pausas del dictado. Sólo observaba, sin hacer ningún comentario.

Había otra carta hoy, que contestó a continuación, de un residente de Nueva Orleáns cuya esposa había asistido a la recepción de una boda privada en el hotel, cinco semanas antes. Durante la recepción, había colocado su abrigo de pieles de visón silvestre sobre un piano, junto con ropas y pertenencias de otros asistentes. Con posterioridad descubrió una seria quemadura de cigarrillo cuya reparación había costado cien dólares. El marido quería cobrarlos al hotel, y su última carta contenía la amenaza de una demanda.

La respuesta de Peter era cortés, pero firme. Señaló, como lo había hecho con anterioridad, que el hotel proveía de departamentos para guardar las prendas, que la señora del reclamante no quiso utilizar. Si hubiera usado esa habitación, él hotel habría considerado la reclamación. Pero dada la forma en que había sucedido, el «St. Gregory» no era responsable.

Peter sospechaba que la carta del marido no era más que una tentativa, aun cuando podía convertirse en un pleito; había habido una cantidad de demandas igualmente banales en el pasado.

En general, los tribunales rechazaban con costas tales reclamaciones, pero eran fastidiosas por el tiempo y el esfuerzo que consumían. Peter pensó que a veces parecía que el público consideraba el hotel como a una vaca lechera muy conveniente, con ubre de cornucopia.

Había elegido otra carta, cuando se oyó un ligero golpe en la puerta de la oficina exterior. Levantó los ojos, esperando ver a Christine.

—Soy yo —dijo Marsha Preyscott—. No había nadie fuera, de manera que… —miró a Peter—: ¡Oh, por Dios! ¿No se caerá de espaldas?

—Todavía no —dijo… y de pronto se cayó.

El ruido que hizo fue seguido por unos segundos de estupefacto silencio.

Mirando hacia arriba desde el suelo, detrás del escritorio, Peter calculaba el daño. El tobillo izquierdo le dolía donde se había golpeado con la silla al caer. Le dolía la parte de atrás de la cabeza al tocarla —aunque por fortuna la alfombra había aminorado la fuerza del impacto—. Y que su dignidad se había desvanecido, lo atestiguaban las carcajadas de Marsha y la sonrisa más discreta de Flora.

Se acercaron al escritorio para ayudarlo a incorporarse. A pesar de su molestia, percibió una vez más la radiante frescura de Marsha. Lucía un simple vestido de algodón azul que, en cierta forma, acentuaba su calidad de medio-mujer-medio-niña de la que él había estado tan consciente el día anterior. Su cabello largo y oscuro caía, tan brillante como la víspera, sobre sus hombros.

—Debería usar una red de seguridad —dijo Marsha—, como hacen en el circo.

—Quizá también podría desempeñar el papel del payaso —replicó Peter, con una triste sonrisa.

Flora volvió a colocar el pesado sillón giratorio en su posición vertical. Cuando Peter se incorporaba apoyando los codos en Marsha y Flora, entró Christine. Se detuvo en la puerta, con un manojo de papeles en la mano.

—¿Interrumpo? —preguntó.

—No —respondió Peter—. Yo… bien, me caí del sillón.

Los ojos de Christine se dirigieron al sillón, sólidamente instalado.

—Me caí de espaldas —aclaró él.

—Siempre se caen así… ¿verdad? —Christine miró a Marsha. Flora se había marchado en silencio.

Peter las presentó.

—¿Cómo le va, miss Preyscott? —dijo Christine—. He oído hablar de usted.

Marsha miró a Christine y a Peter apreciativamente. Respondió con frialdad:

—Supongo que trabajando en un hotel, oirá todo tipo de murmuraciones, miss Francis. Usted trabaja aquí, ¿no es verdad?

—Murmuración, no es lo que quise decir —dijo Christine—. Pero, tiene razón, trabajo aquí. De manera que puedo venir en cualquier otro momento, cuando las cosas no sean tan agitadas o privadas.

Peter advirtió la existencia de un sentimiento antagónico entre Marsha y Christine. Se preguntó cuál sería la causa.

Como interpretando sus pensamientos, Marsha sonrió con dulzura.

—Por favor, no se vaya por mí, miss Francis, sólo he venido un momento para recordarle a Peter la comida de esta noche —se volvió hacia él—. No lo ha olvidado, ¿verdad?

Peter tenía una sensación de vacío en el estómago.

—No —mintió—, no lo había olvidado.

Christine rompió el silencio que siguió:

—¿Esta noche?

—¡Oh, por Dios! —replicó Marsha—. ¿Tiene que trabajar, o algo por el estilo?

—No tendrá nada que hacer —Christine negaba decididamente con la cabeza—. Me ocuparé de ello personalmente.

—Es muy gentil de su parte. —Marsha disparó otra sonrisa—. Bien, será mejor que me retire. Ah, sí… a las siete en punto —le dijo a Peter—, y es en Prytania Street… la casa con cuatro columnas grandes. Adiós, miss Francis —saludando con la mano, se marchó cerrando la puerta.

Con expresión cándida, Christine preguntó:

—¿Quiere que se lo anote…? La casa con cuatro columnas grandes… para que no lo olvide.

Él levantó las manos con un gesto de desesperación.

—Ya lo sé… tú y yo… teníamos una cita. Cuando la concerté me olvidé del otro compromiso, porque anoche contigo… me olvidé de todo lo demás. Cuando hablamos esta mañana, creo que estaba perturbado.

—Comprendo eso muy bien —dijo Christine alegremente—. ¿Quién no estaría perturbado con tantas mujeres a sus pies?

Estaba decidida, aun cuando haciendo un esfuerzo, a mostrarse despreocupada y, si fuera necesario, comprensiva. Recordó que a pesar de lo acontecido la noche anterior, no tenía ningún derecho sobre Peter, y lo que había dicho referente a su perturbación, era cierto, sin duda.

—Espero que pases una noche muy agradable —agregó Christine.

Peter se movió incómodo.

—Marsha no es más que una niña.

Había límites, hasta para una paciente comprensión. Sus ojos escrutaron la cara de él.

—Supongo que, en realidad, crees eso. Pero hablando como mujer, déjame advertirte que la pequeña miss Preyscott se parece tanto a una niña, como un gato a un tigre. Pero supongo que será divertido para un hombre dejarse devorar.

Peter movió la cabeza con impaciencia.

—No puedes estar más equivocada. Se trata, simplemente, de que hace dos noches estuvo en una situación muy desagradable, y…

—Necesitaba un amigo.

—Eso es.

—Y ahí estabas tú.

—Comenzamos a hablar. Y prometí ir a una comida a su casa esta noche. Habrá otras personas.

—¿Estás seguro?

Antes de que pudiera responder, sonó el teléfono. Con un gesto de fastidio lo atendió.

—Míster McDermott —decía una voz con urgencia—, hay un problema en el vestíbulo, y el ayudante del gerente dice que baje deprisa.

Cuando colgó el receptor, Christine se había marchado.

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