Hotel

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Miércoles » 8

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8

Después de la violenta escena en el vestíbulo, que culminó con la partida del doctor Nicholas, Peter McDermott se preguntó, inquieto, qué sucedería después. Reflexionando, decidió que no ganaría nada precipitando un encuentro con los organizadores del Congreso de Odontólogos Americanos. Si su presidente, el doctor Ingram, persistía en su amenaza de retirar la convención del hotel, esto no podía llevarse a cabo antes de la mañana siguiente, en el peor de los casos. Eso significaba que sería mejor y más prudente esperar una o dos horas, hasta la tarde, para que los ánimos se calmaran. Entonces hablaría con el doctor Ingram y los otros, si era necesario.

En cuanto a la presencia del periodista, durante la desdichada escena, desde luego era demasiado tarde para tratar de aminorar el daño ya producido. Para beneficio del hotel, Peter esperaba que quienquiera que tomara las decisiones con respecto a la importancia de las noticias, considerase el incidente como algo intrascendente.

Volviendo a su oficina en el entresuelo principal, se ocupó de los asuntos de trámite durante el resto de la mañana. Resistió la tentación de buscar a Christine, pues el instinto le decía que aquí también sería mejor dejar pasar un período de enfriamiento. Sin embargo, comprendió que muy pronto tendría que enmendar su monumental

gaffe de horas antes.

Decidió ir a ver a Christine a mediodía, pero la intención fue eclipsada por una llamada telefónica del ayudante de gerencia de turno, quien le informó de que en la habitación ocupada por míster Stanley Kilbrick de Marshalltown, Iowa, se había cometido un robo. Aunque recién denunciado, todo sugería que el hecho debió de tener lugar durante la noche. Se alegaba que había desaparecido una larga lista de objetos valiosos y dinero en efectivo y, según el ayudante de gerencia, el huésped parecía muy alterado. Un detective del hotel estaba ya en el lugar del hecho.

Peter llamó al jefe de detectives. No tenía la menor idea de si Ogilvie estaba o no en el hotel, pues era un misterio su horario de trabajo, conocido por él mismo. Poco después, sin embargo, un mensaje avisó que Ogilvie se había hecho cargo del interrogatorio e informaría lo antes posible. Unos veinte minutos más tarde llegó a la oficina de Peter McDermott.

El jefe de detectives del hotel se dejó caer con cuidado en un sillón de cuero, frente al escritorio.

—¿Qué le parece el asunto? —preguntó Peter, tratando de disimular su instintivo rechazo.

—El individuo que ha sido robado, es un tonto. Se emborrachó. Esto es lo que le falta. —Ogilvie puso sobre el escritorio de Peter una lista escrita a mano—. Me guardo una copia para mí.

—Gracias. Se la pasaré a nuestra compañía de seguros. Y en cuanto a la habitación… ¿hay alguna evidencia de que la puerta haya sido forzada?

—Con seguridad, se trata de un asunto de llave —sentenció el detective—. Todo lo indica. Kilbrick admite que estuvo de juerga anoche, en el Quarter. Creo que todavía debería andar pegado a la falda de su madre. Dice que perdió su llave. No cambiará el relato. Pero es más probable que haya caído en unas de esas absurdas trampas que tienden las mujeres de los bares.

—¿No comprende que si es franco con nosotros, tendremos mayor probabilidad de recobrar lo que le robaron?

—Se lo dije. Pero no sirvió de nada. Por lo pronto, en este mismo momento siente que lo han timado. Además, imagina que el seguro del hotel cubrirá lo que ha perdido. ¡Tal vez un poco más! Dice que tenía cuatrocientos dólares en la cartera.

—¿Usted lo cree?

—No.

Bien, pensó Peter, mejor será que el huésped despierte. El seguro del hotel cubre la pérdida de artículos hasta un valor de cien dólares, pero no dinero en efectivo. Ni un dólar.

—¿Qué piensa usted en cuanto al resto? ¿Cree usted que se trata de un caso único?

—No, no lo creo —replicó Ogilvie—. Me parece que nos ha caído un ladrón profesional de hoteles, y que está trabajando aquí dentro.

—¿Qué le hace pensar eso?

—Algo que ha sucedido esta mañana. Una queja de la habitación 641. Supongo que todavía no le ha llegado a usted.

—Si ha llegado, no la he visto aún.

—Temprano, casi al amanecer según entiendo, alguien entró en la 641 con una llave. El cliente de la habitación se despertó. El otro se hizo pasar por borracho y dijo que se había equivocado con la 614. El que estaba en la habitación volvió a dormirse, pero cuando se despertó esta mañana, se sorprendió de que la llave de la 614 abriera la 641. Fue entonces cuando me enteré.

—En el mostrador de recepción pudieron haberle dado la llave equivocada.

—Podía haber ocurrido, pero no fue así. Lo comprobé. El empleado nocturno jura que ninguna de las dos llaves salió del casillero. En la 614 hay un matrimonio; se acostaron temprano y no se movieron.

—¿Tenemos la descripción del hombre que entró en la 641?

—Es muy vaga, de modo que no sirve de nada. Para estar seguro, reuní a los dos hombres de las habitaciones 614 y 641. El de la 614 no fue a la habitación 641. También probé las llaves; ninguna de ellas abre la otra habitación.

—Se diría que tiene usted razón en cuanto a que se trata de un ladrón profesional. En ese caso tendríamos que planear una campaña.

—Ya he hecho algunas cosas —aclaró Ogilvie—. Les he dicho a los empleados del mostrador de recepción que durante los próximos días, exijan los nombres de las personas al entregarles las llaves. Si encuentran algo extraño, entregarán la llave, pero se fijarán detenidamente en la persona que la lleve, avisando en seguida a mi personal. Ya se ha informado a las camareras y botones para que estén atentos por si aparecen vagos o cualquier sujeto extraño. Mis hombres trabajarán horas extras, recorriendo los pisos durante la noche.

—Eso parece bien —aprobó Peter—. ¿Ha pensado en quedarse en el hotel, usted mismo, por uno o dos días? Le conseguiré una habitación si lo desea.

Peter advirtió una vaga expresión de contrariedad en el rostro del gordo. Éste negó con la cabeza.

—No será necesario.

—Pero ¿usted andará por aquí… disponible?

—¡Por supuesto! —Las palabras eran enfáticas, pero sonaron extrañas, faltas de convicción. Como si advirtiera la deficiencia, Ogilvie agregó—: Aunque no estuviera aquí siempre, mis hombres saben lo que deben hacer.

—¿Cuál es nuestro arreglo con la Policía? —preguntó Peter, todavía pensativo.

—Habrá un par de hombres vestidos de civil. Les diré lo que pienso, y supongo que harán alguna investigación para saber quién puede estar en la ciudad. Si se tratara de algún individuo con antecedentes, podríamos apresarlo.

—Entretanto, por supuesto, nuestro amigo, quienquiera que sea, no permanecerá quieto.

—Eso es seguro. Y si es tan listo como imagino, ya sabrá que andamos detrás de él. De manera que es probable que trabaje aprisa, y luego se largue.

—Lo que es una razón más —señaló Peter—, para que usted esté a mano.

—Creo que lo he previsto todo —protestó Ogilvie.

—Yo también lo creo así. En realidad, no puedo pensar en nada que haya quedado sin cubrir. Lo que me preocupa es que, cuando usted no esté aquí, otro no sea tan eficiente o tan rápido.

Peter pensó que por muchos defectos que tuviera el jefe de detectives, conocía su trabajo y lo hacía bien, cuando quería. Pero era irritante que su recíproca relación hiciera necesario tener que rogarle algo tan obvio como esto.

—No hay nada que pueda preocuparlo —dijo Ogilvie. Pero su instinto le decía a Peter que, por alguna razón, el gordo estaba preocupado mientras enderezaba su voluminoso cuerpo y abandonaba la oficina.

Después de uno o dos minutos Peter lo siguió, deteniéndose sólo para dar instrucciones a fin de que se notificara el robo a la compañía de seguros del hotel, conjuntamente con el inventario de las cosas robadas que Ogilvie le había dado.

Peter recorrió la corta distancia que lo separaba de la oficina de Christine. Se sintió decepcionado al comprobar que no estaba. Decidió volver en seguida de almorzar.

Bajó hasta el vestíbulo y caminó hacia el comedor principal. Al entrar observó el agitado movimiento al servirse el almuerzo, que reflejaba la gran cantidad de huéspedes que había en el hotel.

Peter hizo un amable saludo con la cabeza a Max, el

maître, que se acercó presuroso.

—Buenos días, míster McDermott. ¿Una mesa para usted solo?

—No, gracias, me uniré a la colonia de los penados. —Peter rara vez usaba su privilegio, como subgerente general, de ocupar su propia mesa en el comedor principal. La mayoría de las veces prefería reunirse con otros miembros del personal ejecutivo, en la gran mesa circular reservada para ellos, próxima a la cocina.

El contador general del «St. Gregory», Royall Edwards y el fornido y calvo gerente de créditos Sam Jakubiec, estaban almorzando cuando Peter se les reunió. Doc Vickery, el jefe de mecánicos, que había llegado unos minutos antes, estudiaba el menú. Sentándose en la silla que Max había retirado y le ofrecía, Peter preguntó:

—¿Qué me recomiendan?

—Pruebe la sopa de berros —dijo Jakubiec, entre sorbo y sorbo de la que tenía delante—. No es como la hecha por nuestra madre; es mucho mejor.

—La especialidad de hoy es el pollo frito —agregó, con su voz precisa de contador, Royall Edwards—. Lo hemos pedido.

Cuando el

maître se alejó, apareció un joven camarero para atenderlos. A pesar de las instrucciones dadas en contra, la «colonia penal» (al estilo propio de los ejecutivos) recibía en forma invariable, la más esmerada atención en el comedor. Era difícil, como Peter y los otros ya habían descubierto, persuadir a los empleados de que los clientes que pagaban el hotel eran más importantes que los ejecutivos que lo administraban.

El mecánico jefe cerró su menú, atisbando por encima de sus anteojos de gruesa armazón que, como siempre, se habían deslizado hasta la punta de su nariz.

—Lo mismo para mí, hijo.

—Yo también me adhiero —dijo Peter, devolviendo el menú, que no había abierto.

El camarero titubeó.

—No estoy seguro de que esté tan bueno el pollo frito, señor. Tal vez prefiera otra cosa.

—Bien —exclamó Jakubiec—, ¡buena hora para

decirnos eso!

—Puedo cambiar su pedido sin inconveniente, míster Jakubiec. El suyo también, míster Edwards.

—¿Qué le pasa al pollo frito? —preguntó Peter.

—Quizá no debí decirlo —el joven camarero se movía incómodo—, pero sucede que hemos recibido quejas. Parece que no ha gustado a la gente. —Volvió la cabeza mientras por un momento recorría el atareado comedor con la mirada.

—En ese caso —le dijo Peter—, tengo curiosidad por saber la razón. De manera que deje mi pedido como está.

Con una sombra de disgusto, los otros acordaron hacer lo mismo.

Cuando el camarero se fue, Jakubiec preguntó:

—¿Qué significa ese rumor de que nuestra convención de dentistas puede marcharse en cualquier momento?

—Lo que ha oído es cierto, Sam. Esta tarde sabré si sólo se trata de un rumor. —Peter comenzó a tomar la sopa que había aparecido como por arte de magia, y luego describió la escena de una hora antes en el vestíbulo. Los rostros de los otros se tornaron serios a medida que escuchaban.

—He observado que los desastres rara vez llegan solos —señaló Royall Edwards—, y juzgando por nuestros últimos resultados financieros, que ustedes, caballeros, conocen, éste podría ser uno más.

—Si resulta así —comentó el jefe de mecánicos—, no cabe duda de que lo primero que hará usted es cercenar dinero del presupuesto previsto para las maquinarias.

—Eso —dijo el contador general—, o suprimirlo por completo.

El jefe protestó, poco divertido.

—Tal vez nos eliminen a todos —acotó Sam Jakubiec—, si la gente de O’Keefe se hace cargo de esto. —Miró inquisitivo a Peter, pero Royall Edwards hizo un gesto con la cabeza, advirtiendo que el camarero se acercaba. El grupo permaneció silencioso, mientras el joven servía con destreza al contador general y al gerente de créditos, en tanto alrededor continuaba el murmullo del comedor, un apagado ruido de platos, y el pasar de los camareros por la puerta de la cocina.

—Bien, ¿cuál es la novedad? —interrogó Jakubiec, cuando el camarero se alejó.

—No sé una palabra, Sam, excepto que esta sopa está muy buena.

—Si recuerda —dijo Royall Edwards—, se la recomendamos, y ahora les ofreceré un consejo: retiren el pedido, ya que pueden —había probado el pollo frito que le sirvieron a él y a Jakubiec un momento antes. Luego dejó el cuchillo y el tenedor—. Sugiero que otra vez escuchemos con más respeto el consejo del camarero.

—¿Tan malo está? —inquirió Peter.

—Supongo que no —replicó el contador general—, si le gusta la comida rancia.

Con cierta duda, Jakubiec probó de su propio plato, mientras los otros lo observaban.

—Aparten eso. Si tuviera que pagar por este plato… yo no lo haría —dijo al fin.

Incorporándose en su asiento, Peter vio al

maître, al otro lado del comedor, y le hizo señas para que se acercara.

—Max ¿está de servicio el

chef Hébrand?

—No, míster McDermott. Tengo entendido que está enfermo. En su lugar está el

sub-chef Lemieux —agregó el

maître con ansiedad—. Si se trata del pollo frito, le aseguro a usted que todo se ha resuelto. Hemos dejado de servir ese plato, y donde se han tenido quejas, se les ha cambiado el menú —sus ojos se dirigieron hacia la mesa—. Haremos lo mismo aquí, en seguida.

—Por el momento —replicó Peter—, me preocupa más saber qué es lo que ha sucedido. ¿Quiere pedirle al

chef Lemieux que se reúna con nosotros?

Peter pensó que estando la cocina tan próxima, era una tentación entrar y preguntar directamente qué había sucedido con el plato especial del almuerzo. Pero hacerlo hubiera sido poco prudente.

Al tratar con sus principales

chefs, los ejecutivos del hotel seguían el protocolo tan rígido y tradicional, como el de cualquier casa real. Dentro de la cocina, el

chef de cuisine, o en ausencia de éste, el

sub-chef, era un rey indiscutido. Entrar en una cocina sin ser invitado era algo inconcebible para un gerente de hotel.

Los

chefs podían ser despedidos, como a veces sucedía. Pero hasta que eso sucediera, su reino era inviolable.

Invitar a un

chef fuera de la cocina (en este caso, a una mesa en el comedor) era lo correcto. En realidad, era casi una orden, ya que en ausencia de Warren Trent, Peter McDermott era la máxima autoridad del hotel. También hubiera sido correcto que Peter se parara en la puerta de la cocina, y esperara que lo invitaran a entrar. Pero dadas las circunstancias, con una crisis evidente en la cocina, Peter sabía que era mejor lo que había hecho.

—En mi opinión —observó Jakubiec mientras esperaban—, es hora de que se retire el viejo

chef Hébrand.

—Si se retira —preguntó Royall Edwards— ¿advertiría alguien la diferencia? —Todo el mundo sabía que era una referencia a las frecuentes ausencias del

chef de cuisine, una de las cuales, al parecer, se había producido hoy.

—Demasiado pronto llega el fin para todos nosotros —dijo el jefe de mecánicos—. Es natural que nadie quiera apresurarlo voluntariamente. —No era un gran secreto que la fría aspereza del contador general irritaba, a veces, al jefe de mecánicos, de buen carácter, por lo común.

—No conozco a nuestro nuevo sub-chef —dijo Jakubiec—. Supongo que no ha salido de la cocina.

La mirada de Royall Edwards bajó hasta su plato, apenas tocado.

—Si es así, tiene un órgano muy poco sensible. Mientras hablaba el contador general, la puerta de vaivén de la cocina se abrió una vez más. Un pinche, que estaba por pasar, se detuvo con deferencia, mientras Max, el

maître, apareció. Precedía por contados pasos a una figura alta y delgada, vestida de blanco inmaculado, con un gorro de cocinero alto y almidonado. En su rostro, una expresión de infinita angustia.

—Señores —anunció Peter a la mesa de ejecutivos—, en caso de no haber sido presentados… éste es el

chef André Lemieux.

Messieurs! —El joven francés se detuvo, extendiendo sus manos en un gesto de impotencia—. ¡Que haya sucedido esto…!

—¡Estoy desolado! —Tenía la voz quebrada.

Peter McDermott había encontrado varias veces al nuevo

sub-chef desde que este último llegara al «St. Gregory», seis semanas antes. Cada vez le había gustado más.

La designación de André Lemieux había seguido a la repentina partida de su predecesor. El anterior

sub-chef, después de meses de frustraciones interiores, había estallado en un colérico arrebato contra su superior, el anciano monsieur Hébrand. En condiciones ordinarias, podría no haber pasado nada después de la escena, ya que los arrebatos emocionales entre los

chefs y cocineros ocurrían (como en cualquier otra gran cocina) con visible frecuencia. Lo que señaló la ocasión como distinta fue la reacción posterior del

sub-chef, arrojándole una sopera llena al

chef de cuisine. Por fortuna, la sopa era Vichyssoise, si no las consecuencias podrían haber sido muy serias. En una memorable escena, el

chef de cuisine, empapado de líquido blanco y goteando, escoltó a su exayudante a la puerta de salida del personal y allí, con sorprendente energía en un viejo, lo había arrojado a la calle. Una semana después se contrató a André Lemieux.

Sus calificaciones eran excelentes. Había estudiado en París, y había trabajado en Londres, en «Prunier’s» y en el «Savoy». Luego, por corto tiempo en «Le Pavillon» de Nueva York antes de obtener un cargo más importante en Nueva Orleáns. Pero ya, en su corta estancia en el «St. Gregory», Peter sospechaba que el joven

sub-chef había encontrado la misma frustración que enloqueciera a su predecesor. Ésta era la causa; la inflexible negativa de monsieur Hébrand a permitir cambios en los procedimientos de la cocina, a pesar de que las frecuentes ausencias del mismo

chef de cuisine trasladaban las responsabilidades al

sub-chef, quien quedaba a cargo de todo. En muchos sentidos, pensó Peter con simpatía, la situación era similar a su relación con Warren Trent.

Peter indicó un asiento vacante en la mesa de los ejecutivos.

—¿No quiere acompañarnos?

—Gracias, monsieur. —El joven francés tomó asiento con gravedad, cuando el camarero le ofreció la silla.

Su llegada fue seguida por la de otro camarero que, sin preocuparse por las instituciones, había ordenado cuatro escalopines de ternera. Retiró los dos platos de pollo, que un ayudante llevó de prisa a la cocina. Los cuatro ejecutivos aceptaron la carne en sustitución del pollo. El

sub-chef ordenó sólo una taza de café. —Esto está mejor —dijo Sam Jakubiec con aprobación—. ¿Ha descubierto —preguntó Peter—, cuál ha sido la causa del problema?

El

sub-chef miró afligido hacia la cocina. —Los problemas tienen diversas causas. En este caso lo malo fue freír en manteca que sabía mal. Pero soy yo quien tiene la culpa… no se había cambiado la manteca, como yo creía. Y yo, André Lemieux, he permitido que una comida preparada en esa forma, saliera de la cocina—. Movió la cabeza con un gesto de no poder creerlo.

—Es difícil que una persona pueda estar en todas partes —dijo el jefe de mecánicos—. Todos los que estamos a cargo de departamentos sabemos eso.

Royall Edwards puso en palabras lo que a Peter se le había ocurrido pensar antes.

—Desgraciadamente, no sabremos nunca cuántos son los que no se han quejado, pero que no volverán.

André Lemieux asintió con tristeza, dejando su taza de café sobre la mesa.

—Messieurs, excúsenme. Monsieur McDermott, ¿podríamos, quizás, hablar cuando haya terminado?

Quince minutos más tarde Peter entró en la cocina por la puerta del comedor.

André Lemieux se adelantó presuroso a recibirlo.

—Ha sido usted muy gentil en venir, monsieur.

—Me gustan mucho las cocinas —declaró Peter. Mirando alrededor, advirtió que la actividad de la hora del almuerzo estaba menguando. Todavía salían algunos platos, controlados por dos mujeres maduras, sentadas muy tiesas, como suspicaces inspectoras de escuela, en altos taburetes frente a las planillas donde se computaban las cuentas. Pero iban llegando más platos del comedor a medida que los ayudantes y camareros levantaban los servicios de las mesas, mientras disminuía el conjunto de clientes. En la gran pileta para lavar platos, en el fondo de la cocina, donde las superficies cromadas y los recipientes de desperdicios semejaban una cafetería vista por dentro, seis ayudantes con delantales impermeables trabajaban de consuno manteniendo el ritmo de la marea de platos que llegaban desde los distintos restaurantes del hotel y del piso de la convención. Como siempre, Peter advirtió que un ayudante extra estaba cogiendo manteca sin usar, introduciéndola en un gran recipiente cromado. Luego, como sucedía en casi todas las cocinas comerciales (si bien pocas lo admitían) la manteca recuperada se usaría para cocinar.

—Deseaba hablar con usted a solas. Con otras personas presentes, usted comprende, hay cosas difíciles de decir.

—Hay algo que no entiendo —observó Peter con interés—. ¿He comprendido bien que usted ordenó que se cambiara la manteca, pero que no lo hicieron?

—Eso es exacto.

—¿Qué sucedió?

—Esta mañana di la orden —el rostro del joven

chef parecía preocupado—. Mi nariz me informó de que la manteca no estaba buena. Pero monsieur Hébrand, sin decírmelo, dio contraorden. Luego, monsieur Hébrand se fue a su casa y yo me quedé, sin saberlo, con la manteca rancia.

—¿Por qué motivo cambió la orden?

—La manteca es cara, muy cara; en eso estoy de acuerdo con monsieur Hébrand. Últimamente la hemos cambiado muchas veces. Demasiadas.

—¿Ha tratado de encontrar la causa de eso?

André Lemieux levantó las manos, con un gesto de desesperación en el rostro.

—Todas las veces he propuesto hacer una prueba química, para saber el grado de acidez de la manteca. Se podía hacer en un laboratorio, o aquí mismo. Luego, podríamos descubrir la causa por la que la manteca se ponía mala. Monsieur Hébrand no está de acuerdo con eso… ni con otras cosas.

—¿Cree usted que aquí, muchas cosas andan mal?

—Muchas. —Fue una respuesta cortante, ceñuda, y por un momento pareció como si la conversación fuera a terminar. Luego, de pronto, como si un dique se hubiera desmoronado, las palabras fluyeron atropelladamente—. Monsieur McDermott, le digo que muchas cosas andan mal. Esto no es una cocina en la que se pueda trabajar con orgullo. Es, como ustedes dicen, una componenda de comidas: algunas viejas recetas que están mal, y otras nuevas que también están mal, y mucho desperdicio por todas partes. Yo soy un buen

chef. Los otros se lo dirán. Pero un buen

chef tiene que estar satisfecho con lo que hace, o si no, ya no es bueno. Sí, monsieur. Yo haría cambios, muchos cambios; cosas mejores para el hotel, para monsieur Hébrand, y para los otros. Pero me ordenan, como si fuera un niño, que no cambie nada.

—Es posible que eso se logre —replicó Peter—. Pueden producirse grandes cambios aquí. Y muy pronto.

André Lemieux se irguió cuan alto era.

—Si usted se refiere a monsieur O’Keefe, cualesquiera que sean los cambios que haga, no estaré aquí para verlos. No tengo intención de convertirme en un cocinero instantáneo de un hotel en cadena.

—Si el «St. Gregory» permaneciera independiente —preguntó Peter con curiosidad—, ¿qué tipo de cambios haría usted?

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