Hotel

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Jueves » 1

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Si quería estar despejado para un nuevo día de trabajo, se dijo Peter McDermott era mejor volver a casa y dormir.

Eran las doce y media. Había caminado durante un par de horas, o quizás, algo más. Se sintió refrescado y no muy cansado.

Caminar mucho era un antiguo hábito, en especial cuando tenía alguna preocupación o un problema de difícil solución.

Esa misma noche, más temprano, después de dejar a Marsha, había vuelto a su apartamento en el centro. Pero se había sentido inquieto en el estrecho recinto y con pocas ganas de dormir, de manera que salió a caminar, hacia el río. Había andado a todo lo largo de los muelles del Poydras y de Julia Street, había pasado frente a los barcos anclados, algunos apenas iluminados, silenciosos, otros activos y preparándose para partir. Luego tomó el

ferry-boat de Canal Street que cruza el Mississippi; en la otra ribera caminó por los solitarios diques, observando las luces de la ciudad contra la oscuridad del río. Volvió por el Vieux Carré y ahora estaba sentado sorbiendo

café au lait, en el viejo mercado francés.

Pocos minutos antes, recordando los asuntos del hotel por primera vez en algunas horas, había telefoneado al «St. Gregory». Preguntó si había alguna novedad con respecto a la amenaza de retirar la Convención de los Odontólogos. El ayudante de gerencia nocturno le informó que el jefe de camareros del piso de la convención le había dejado un mensaje poco antes de medianoche. Lo que éste había oído era que la junta de ejecutivos odontólogos, después de seis horas de sesión no había llegado a ninguna conclusión. Sin embargo, tendría lugar una reunión general de emergencia de todos los delegados de la convención a las nueve y treinta horas en el «Dauphine Salón». Se esperaba que asistieran alrededor de trescientas personas. La reunión sería secreta, con muchas precauciones de seguridad y se había pedido al hotel que ayudara a fin de asegurar el aislamiento.

Peter dejó instrucciones de que se hiciera cualquier cosa que pidieran, y apartó el asunto de su mente hasta la mañana.

Salvo esta breve desviación, la mayor parte de sus pensamientos se habían concentrado en Marsha y en los sucesos de la noche. Las preguntas zumbaban en su mente como pertinaces abejas. ¿Cómo resolver la situación con honradez y sin grosería, evitando lastimar a Marsha? Una cosa, por supuesto, era evidente: su proposición era imposible. Y sin embargo sería el peor tipo de grosería, desechar, sin más, una declaración sincera. Él le había dicho:

Si hubiera más gente honrada como usted…

Además había otra cosa… ¿y por qué temerlo si ambos eran sinceros? Esta noche se había sentido atraído por Marsha, no como niña, sino como mujer. Si cerraba los ojos podía verla como en aquel momento. El efecto era como vino engañoso.

Pero ya había probado el vino engañoso antes, y el sabor se había convertido en amargura, y, había jurado nunca más dejarse atrapar. Ese tipo de experiencia, ¿acaso templaría el juicio, y haría que un hombre fuera más hábil en la elección de una mujer? Lo dudaba.

Y sin embargo él

era un hombre, que respiraba, sentía. Ningún aislamiento voluntariamente impuesto podría o debería durar para siempre. La cuestión era: ¿cuándo y cómo ponerle fin?

En cualquier caso, ¿qué sucedería después? ¿Volvería a ver a Marsha? Suponía que a menos de romper su conexión en forma definitiva en seguida… era inevitable que la viera. Entonces, ¿en qué términos? ¿Y la diferencia de edad?

Marsha tenía diecinueve años. El treinta y dos. La diferencia parecía mucha, ¿pero en realidad era tanta? Ciertamente si ambos tuvieran diez años más, una ligazón… o casamiento… no parecía nada raro. También dudaba de que Marsha se interesara en un muchacho de su edad.

Los interrogantes eran interminables. Pero tenía que decidir si vería o no a Marsha otra vez y en qué circunstancias.

En todas sus reflexiones permanecía también el recuerdo de Christine. En el espacio de pocos días Christine y él parecían haberse acercado más que en ningún momento. Recordaba que su último pensamiento antes de salir para la casa de los Preyscott la noche anterior, había sido para Christine. Aun ahora, estaba deseando verla y oírla otra vez.

Le resultaba curioso que él, tan libre hacía una semana, se sintiera ahora atraído por dos mujeres.

Peter sonrió con pesadumbre mientras pagaba el café y se levantaba para volver a su casa.

El «St. Gregory» estaba más o menos en el camino, e instintivamente sus pasos lo llevaron a pasar por allí. Cuando llegó al hotel era la una y minutos.

Todavía había actividad dentro del vestíbulo. Fuera, St. Charles Avenue estaba tranquila, no había más que un taxi y algún que otro peatón. Cruzó la calle para cortar camino por detrás del hotel. Aquí estaba más tranquilo aún. Cuando iba a pasar por la entrada del garaje del hotel se detuvo, advertido por el sonido de un motor y el reflejo de los faros que se acercaban por la rampa de adentro. Un momento después apareció un coche negro, largo y bajo. Venía ligero y frenó bruscamente, chirriando las cubiertas, al llegar a la calle. Cuando el coche se detuvo quedó en plena luz. Peter advirtió que era un «Jaguar», y parecía como si el guardabarros estuviera abollado; y en el mismo lado había algo raro en el faro. Deseó que el daño no se hubiera producido por negligencia en el garaje del hotel. Si así fuera pronto lo sabría.

Automáticamente miró al conductor. Se sorprendió al ver a Ogilvie.

El detective jefe, al encontrarse con los ojos de Peter, pareció sorprenderse también. Luego, en forma abrupta el coche salió del garaje y continuó su camino.

Peter se preguntó por qué y adonde iría Ogilvie; y por qué en un «Jaguar» en lugar del acostumbrado y ajetreado «Chevrolet» del detective. Luego, pensando que la conducta de los empleados fuera del hotel era cosa de ellos, Peter continuó hacia su apartamento.

Un poco más tarde dormía profundamente.

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