Hotel

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Jueves » 2

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A diferencia de Peter McDermott, Keycase Milne no durmió bien.

La rapidez y eficiencia con que obtuvo los detalles precisos de la llave de la

Presidential Suite no se había repetido al hacer el duplicado para su propio uso. Las conexiones que Keycase había establecido al llegar a Nueva Orleáns habían demostrado ser menos útiles de lo que esperó. Un cerrajero, de una calle suburbana próxima a Irish Channel, en quien le aseguraron que podía confiar, aceptó hacer el trabajo, protestando por tener que seguir especificaciones en lugar de copiar la verdadera llave. Pero la nueva llave no estaría lista hasta el mediodía del jueves, y el precio que pidió era exorbitante.

Keycase había aceptado el precio y la espera sabiendo que no tenía alternativa. Pero la espera resultaba muy dura, ya que no ignoraba que cada hora que pasaba, aumentaba la posibilidad de ser perseguido y apresado.

Esta noche, antes de acostarse, había discutido consigo mismo si haría o no otra correría por el hotel, al amanecer. Todavía no habían sido utilizadas dos llaves de su colección: la 449, segunda obtenida en el aeropuerto el martes por la mañana; y la 803, que había pedido y recibido en el mostrador de la recepción, en lugar de la suya propia, la 830. Pero decidió no hacerlo, diciéndose que era más prudente esperar y concentrarse en el proyecto más grande que involucraba a la duquesa de Croydon. Sin embargo, Keycase sabía, al llegar a esa conclusión, que la verdadera razón era el miedo.

Durante la noche, a medida que eludía el sueño, el miedo se hizo más intenso, de manera que ya no intentó ocultárselo a sí mismo, ni con el más sutil velo de engaño. Pero mañana, decidió, de alguna forma vencería el miedo y se convertiría en el león que alguna vez había sido.

Por fin cayó en un sueño intranquilo, y soñó con una gran puerta de hierro, que dejaba fuera la luz del día y el aire, cerrándose tras de él. Trató de correr hacia la puerta mientras se encontraba entreabierta, pero no podía moverse. Cuando la puerta se cerró, lloró, sabiendo que nunca se abriría de nuevo.

Despertó, temblando, en la oscuridad. Su rostro estaba húmedo por las lágrimas.

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