Hotel

Hotel


Jueves » 4

Página 54 de 94

4

Durante algunos minutos después de despertar, poco antes de las ocho, Warren Trent se preguntaba cuál sería la razón de su buen humor. Luego recordó: esta mañana consumaría el trato hecho ayer con el Sindicato de Jornaleros. Desafiando presiones, malos augurios y diversos obstáculos, había salvado al «St. Gregory» (con sólo unas horas de tiempo) de ser absorbido por la cadena de O’Keefe. Era un triunfo personal. Apartó de su mente el pensamiento de que más adelante esta audaz alianza entre él y el sindicato podría significar un problema mayor. Si eso sucedía, se preocuparía a su debido tiempo; lo más importante era eliminar la amenaza inmediata.

Saliendo de la cama, miró hacia abajo, a la ciudad, desde una ventana de su

suite en el piso decimoquinto, el más alto del hotel. Afuera, otro día hermoso, el sol ya estaba alto, brillando en un cielo casi sin nubes.

Tarareaba suavemente mientras se duchaba, y luego lo afeitó Aloysius Royce. La evidente alegría de su patrón era tan poco frecuente, que Royce levantó las cejas en un gesto de sorpresa. Pero Warren Trent no le aclaró nada, pues era demasiado temprano para entrar en conversación.

Cuando estuvo vestido, entró en la sala y telefoneó a Royall Edwards. El contador general, a quien la telefonista localizó en su casa, se ingenió para dejar establecidas dos cosas: que había trabajado durante toda la noche, y que la llamada telefónica de su patrón le había interrumpido su bien ganado desayuno. Desoyendo el tono de queja, Warren Trent trató de descubrir qué reacción habían tenido los dos contadores visitantes, durante la noche. Según el contador general, los visitantes, aunque informados de la actual crisis financiera del hotel, no habían descubierto ninguna otra cosa, y parecían satisfechos con las respuestas a sus preguntas.

Tranquilizado, Warren Trent dejó al contador con su desayuno. Tal vez en ese mismo momento, pensó, se telefoneaba a Washington confirmando sus propias declaraciones sobre la situación del «St. Gregory». Suponía que pronto recibiría una noticia directa.

Casi en seguida sonó el teléfono.

Royce estaba para servir el desayuno que había llegado hacía unos minutos, en una mesa rodante, desde la cocina. Warren Trent le indicó que aguardara.

La voz de la telefonista informó que era una conferencia. Cuando se identificó, una segunda telefonista le rogó que esperara. Al fin, la voz del presidente del Sindicato de Jornaleros se dejó oír bruscamente en la línea.

—¿Trent?

—Sí. Buenos días.

—Ayer le avisé que no ocultara ninguna información. Usted fue lo bastante tonto como para intentarlo. Ahora le digo: la gente que trata de engañarme termina deseando no haber nacido. Usted tiene suerte, esta vez, en que el pito haya sonado antes de cerrar el trato. Pero es una advertencia: ¡no trate de hacerlo conmigo, jamás!

La sorpresa, la voz dura y helada, dejaron momentáneamente sin habla a Warren Trent. Recobrándose, protestó.

—¡En nombre de Dios! No tengo la menor idea de lo que está usted hablando.

—¡No tiene idea, cuando ha habido un conflicto racial en su maldito hotel! ¡Cuando la crónica está en todos los diarios de Nueva York y Washington!

Tardó unos minutos en relacionar la colérica arenga con el informe de Peter McDermott del día anterior.

—Ayer por la mañana hubo un incidente pequeño. No fue un conflicto racial ni nada por el estilo. En el momento que hablamos usted y yo, no tenía conocimiento del hecho. Y aun cuando lo hubiera sabido, no lo habría mencionado, por no considerarlo importante. En cuanto a los diarios de Nueva York, aún no los he visto.

—Mis hombres los han visto. Y si no ésos, otros diarios de todo el país, llevarán la crónica esta noche. Lo que es más, si pongo dinero en un hotel que rechaza a los negros, pondrán el grito en el cielo, juntamente con todos los políticos que quieren obtener el voto de la gente de color.

—De manera que, entonces, lo que importa no es el principio. No le importa lo que hagamos, mientras no se sepa.

—Lo que me importa es mi negocio. Es decir, dónde invierto los fondos del sindicato.

—Nuestra transacción puede mantenerse confidencial.

—Si usted cree eso, es aún más tonto de lo que pensaba.

Era verdad, concedió, entristecido, Warren Trent: tarde o temprano la noticia de su alianza se conocería. Trató de encararlo de otra manera.

—Lo que sucedió ayer no es un caso aislado. Ya ha ocurrido en otros hoteles del Sur, y sucederá de nuevo. Uno o dos días después la atención se vuelca hacia otra cosa.

—Quizá sea así. Pero si su hotel consigue la ayuda financiera de los Jornaleros ahora, la atención volverá a enfocarlo muy pronto. Y es, precisamente, la clase de atención que no quiero provocar.

—Quiero aclarar esto. ¿Debo entender que, a pesar de la inspección realizada anoche por sus contadores, el acuerdo a que llegamos ayer no subsiste?

La voz desde Washington dijo:

—El problema no está en sus libros. El informe de mi gente es afirmativo. Por el otro asunto no se puede llevar a cabo.

De manera que, después de todo, pensó Warren Trent con amargura, por un incidente que ayer consideró insignificante, le había sido arrebatado el néctar de la victoria. Sabiendo que cualquier cosa que dijera, no significaría ya nada, comentó con acritud:

—No siempre ha sido usted tan escrupuloso para usar los fondos del sindicato.

Hubo un silencio. Luego el presidente de los Jornaleros replicó con suavidad:

—Alguna vez se arrepentirá de haber dicho eso.

Con lentitud, Warren Trent colocó el teléfono en su lugar. En una mesa próxima, Aloysius Royce había abierto el correo, con los diarios de Nueva Orleáns. Señaló el

Herald Tribune.

—Casi todo está aquí. No veo nada en el

Times.

—Ellos tienen ediciones posteriores en Washington.

Warren Trent leyó por encima los títulos del

Herald Tribune y miró la fotografía. Era de la escena del día anterior en el vestíbulo del «St. Gregory», con el doctor Nicholas y el doctor Ingram como figuras centrales. Más tarde tendría que leer el artículo completo; pero ahora no se sentía con ánimo para hacerlo.

—¿Quiere que le sirva el desayuno ahora?

—No tengo apetito —dijo moviendo la cabeza. Levantó los ojos, encontrando la mirada tranquila del negro—. Supongo que pensarás que tengo mi merecido.

—Algo así, quizá. Pero más bien diría que usted no acepta los tiempos en que vivimos —respondió Royce después de pensarlo.

—Si eso es verdad, no debe preocuparte más. Desde mañana, dudo que mi opinión cuente mucho aquí.

—Lo siento mucho.

—Lo que significa que O’Keefe lo tomará a su cargo.

El viejo caminó hasta la ventana y se quedó mirando hacia fuera. Estaba silencioso. Luego, en forma inesperada, dijo:

—Supongo que sabrás las condiciones que me han ofrecido… entre ellas, la de continuar viviendo aquí.

—Sí.

—Ya que tendrá que ser de esa manera, pienso que cuando te gradúes de abogado el mes que viene, tendré que conservarte aquí… en lugar de sacarte de un puntapié, como debiera.

Aloysius Royce vaciló. En cualquier otro momento hubiera devuelto una respuesta rápida y punzante. Pero sabía que lo que estaba oyendo era una súplica de un hombre, vencido y solitario, para que se quedara.

La decisión preocupaba a Royce; de todos modos tendría que tomarla pronto. Durante casi doce años, Warren Trent lo había tratado en muchos sentidos como a un hijo. Si se quedaba, sabía que sus obligaciones podrían ser insignificantes fuera de ser una compañía y confidente, en las horas libres de su trabajo como abogado. La vida distaría mucho de ser desagradable. Y sin embargo, había otras presiones encontradas, que atañían a esa elección de irse o quedarse.

—No lo he pensado mucho —mintió—. Sería mejor que lo hiciera.

Warren Trent reflexionó: todas las cosas grandes y pequeñas estaban cambiando, la mayoría sorprendentemente. No tenía la menor duda de que Royce lo dejaría pronto, del mismo modo que al final había perdido el control del «St. Gregory». Su sensación de soledad, y ahora, de exclusión de la principal corriente de los sucesos, era típica, casi con seguridad, de las personas que han vivido demasiado tiempo.

—Puedes marcharte, Aloysius —le dijo a Royce—. Quiero estar solo un momento.

Decidió que, luego de unos minutos, llamaría a Curtis O’Keefe para rendirse oficialmente.

Ir a la siguiente página

Report Page