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Jueves » 5

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La revista

Time, cuyos editores adivinaban una historia de éxitos cuando la leían en los diarios de la mañana, se había lanzado sobre el asunto de los derechos civiles en el incidente del «St. Gregory». Su contacto local, integrante del personal del

States-Item de Nueva Orleáns, fue puesto sobre aviso y se le ordenó que reuniera todos los antecedentes que pudiera en el ambiente local. Habían telefoneado al jefe del

Time, en Houston, la noche anterior, poco antes de que una edición temprana del

Herald Tribune diera la noticia en Nueva York; y el jefe de la agencia de Houston había tomado el avión de las primeras horas de la mañana para Nueva Orleáns.

Ahora ambos hombres estaban conferenciando a puerta cerrada con Herbie Chandler, el jefe de botones, en una pequeña habitación del piso principal, vagamente conocida como oficina de Prensa. Tenía pocos muebles: un escritorio, teléfono y una percha. El hombre de Houston, en razón de su importancia, ocupaba la única silla.

Chandler, respetuosamente, conocedor de la liberalidad del

Time con aquellos que le facilitaban el camino, estaba proporcionando las noticias que acababa de recoger.

—He averiguado lo que pasa en la reunión de odontólogos. Están encerrándose más herméticamente que un tambor. Le han dicho al camarero principal del piso que nadie puede entrar, excepto los miembros; ni siquiera las esposas, y tienen gente propia en la puerta, controlando los nombres. Antes de que comience la reunión, todo el personal del hotel tiene que marcharse y las puertas se cerrarán con llave.

El jefe de Houston asintió. Era un joven vehemente llamado Quaratone, que ya había entrevistado al presidente de los dentistas, doctor Ingram. El informe del jefe de botones confirmaba lo que había sabido.

—Desde luego, vamos a celebrar una reunión general de emergencia —había dicho el doctor Ingram—. Lo decidió la junta de los ejecutivos anoche, pero será una reunión a puerta cerrada. Si por mí fuera, hijo, usted y todo el que quisiera entraría y los recibiríamos con gusto. Pero algunos de mis colegas lo ven de otra manera. Piensan que la gente hablará con más libertad si la Prensa no está presente. De manera que pienso que tendrán que esperar que terminemos.

Quaratone, que no tenía la intención de esperar, había agradecido cortésmente al doctor Ingram sus declaraciones. Con Herbie Chandler ya comprado, Quaratone había tenido la idea de emplear un viejo truco y asistir a la reunión vestido con el uniforme de un botones. La última información de Chandler, demostró que necesitaba cambiar de plan.

—¿Es grande el recinto donde se celebra la reunión? —preguntó Quaratone.

—Es el Salón Dauphine, señor —informó Chandler—. Tiene capacidad para trescientas personas sentadas. Es la cantidad de gente que esperan tener.

El hombre del

Time pensó un momento. Cualquier reunión que alcance a trescientas personas, dejará de ser secreta en el instante que termine. Después podré mezclarme fácilmente con los delegados, y actuando como uno de ellos, enterarme de lo que ha sucedido. Sin embargo, de esa manera perdería la mayor parte de las menudencias de interés humano que reclaman el

Time y sus lectores.

—¿El salón tiene galería?

—Hay una pequeña, pero ya han pensado en ello. Lo averigüé. Habrá un par de personas de la convención allí. Además, se desconectarán los altavoces.

—¡Demonios! —objetó el corresponsal local—. ¿De qué tienen miedo? ¿De saboteadores?

—Algunos de ellos quieren decir algo, pero sin dejar constancia —dijo Quaratone, pensando en voz alta—. La gente profesional, en asuntos raciales por lo menos, no toma posiciones. Aquí mismo se han metido en un brete al admitir el planteo de una definición entre la acción descarada de marcharse o tener un gesto simbólico, sólo para salvar las apariencias. En ese sentido, digo que la situación es excepcional.

Pensó que también por eso podría haber allí una historia mejor de lo que al principio había supuesto. Más que nunca, estaba determinado a encontrar una manera de entrar en la reunión.

—Quiero un plano del piso donde se celebra la reunión y del de arriba —le dijo en forma perentoria a Herbie Chandler—. No sólo un plano de la distribución, sino uno técnico, que muestre las paredes, conductos, espacios en los cielos rasos y todo lo demás. Lo quiero pronto, porque si hemos de hacer algo, tenemos menos de una hora.

—En realidad, no sé que exista una cosa así, señor. En cualquier caso… —el jefe de botones guardó silencio, al observar que Quaratone estaba sacando una cantidad de billetes de veinte dólares.

El hombre del

Time le dio cinco de los billetes a Chandler.

—Consiga alguien encargado del mantenimiento, mecánico o lo que sea. Utilice esto, por ahora. Me ocuparé de usted más tarde. Búsqueme aquí dentro de media hora; antes, si es posible.

—¡Sí, señor! —La cara de comadreja de Chandler se plegó en una sonrisa obsequiosa.

—Continúe con los enfoques locales, ¿quiere? —ordenó Quaratone al reportero de Nueva Orleáns—. Declaraciones de la Municipalidad de ciudadanos importantes; mejor será que hable con la N.A.A.C.P. Usted sabe… ese tipo de cosas.

—Podría describirlo en sueños.

—No lo haga. Y busque cosas de interés humano. Podría ser una buena idea conseguir hablar con el alcalde en los lavabos. Lavándose las manos, mientras le formula a usted una declaración… Simbólico. Consígase una primicia…

—Trataré de ocultarme en un lavabo. —El reportero salió alegremente, sabiendo que a él también se le pagaría con generosidad por ese trabajo extra.

Quaratone esperó en la cafetería del «St. Gregory». Pidió té helado y lo bebió a sorbos, ausente, absorto en la historia que estaba desarrollándose. No sería muy importante, pero si podía encontrar enfoques nuevos, tal vez resultaría una columna y media en la edición de la semana siguiente. Lo que le agradaría, puesto que en las últimas semanas, una docena o más de sus artículos elaborados con todo cuidado, habían sido rechazados o acortados por Nueva York, durante la preparación de la revista. Esto no era excepcional, y escribir en el vacío era una frustración con la que había aprendido a vivir el personal de

Time-Life. Pero a Quaratone le gustaba salir en letra de molde, y ser tenido en cuenta por quienes le interesaban.

Volvió a la pequeña oficina de Prensa. A los pocos minutos llegó Herbie Chandler, trayendo a un joven de cara afilada vestido con traje de mecánico. El jefe de botones lo presentó como Ches Ellis, operario del servicio de mantenimiento del hotel. El recién llegado tendió la mano, saludando con deferencia a Quaratone.

—Tengo que devolverlos en seguida —aclaró con nerviosismo, señalando un rollo de planos que llevaba debajo del brazo.

—Lo que yo necesito no tomará mucho tiempo. —Quaratone ayudó a Ellis a extender los planos, sujetando los bordes—. Bien, ¿dónde queda el Salón Dauphine?

—Aquí.

—Ya le advertí a Ellis que había una reunión, señor —interrumpió Chandler—, y que usted quería observar lo que ocurría, sin ser visto.

—¿Qué hay en las paredes y cielos rasos? —preguntó el hombre del

Time a Ellis.

—Las paredes son macizas. Hay un espacio entre el cielo raso y el piso de arriba, pero si piensa estar allí, no lo haga. Caería a través del yeso.

—Compruébelo —dijo Quaratone, que había estado pensando, precisamente, eso. Señaló el plano con un dedo—. ¿Qué son estas líneas?

—Salidas del aire caliente que viene desde la cocina. En cualquier lugar próximo a eso, se asará.

—¿Y esto otro?

Ellis se inclinó, estudiando el plano. Consultó una segunda hoja.

—Conductos de aire frío. Corre a través del cielo raso del Salón Dauphine.

—¿Hay salidas de aire frío hacia ese salón?

—Tres. En el centro y en cada uno de los extremos. Ahí están marcadas.

—¿De qué tamaño es el conducto?

—Poco más o menos un tercio de metro cuadrado —estimó el hombre del mantenimiento.

—Me gustaría introducirme en ese conducto, y arrastrarme por él, para oír y ver lo que sucede abajo.

Necesitaron menos tiempo del que habían previsto. Ellis (al principio muy reticente), fue convencido por Chandler para que obtuviera otro traje de mecánico y un equipo de herramientas. El hombre del

Time se puso con rapidez el mono y tomó las herramientas. Luego, con cierto nerviosismo pero sin incidentes, Ellis lo precedió por una salida anexa a la cocina en el piso de la convención. El jefe de los botones se mantenía discretamente apartado. Quaratone no tenía idea de cuántos de los cien dólares habían pasado de Chandler a Ellis… No serían todos, pero era obvio que fueron bastantes.

El paso a través de la cocina (ostensiblemente, de dos operarios del mantenimiento) no llamó la atención. Ellis había retirado de antemano una rejilla de metal colocada arriba, en la pared del anexo. Una escalera alta estaba frente a la abertura que había estado cubierta por la rejilla. Sin hablar, Quaratone subió por la escalera y se introdujo en el hueco. Descubrió que había espacio para arrastrarse, utilizando los codos, pero era muy justo. La oscuridad, exceptuando los fugaces reflejos provenientes de la cocina, era completa. Sintió una ráfaga de aire fresco en la cara; la presión del aire aumentaba a medida que su cuerpo obstruía más el conducto de metal.

—Cuente cuatro salidas de aire —le susurró Ellis desde atrás—. La cuarta, quinta y sexta son las del Salón Dauphine. Trate de no hacer ruido, señor, porque lo oirán. Volveré dentro de media hora; si no ha terminado, insistiré media hora después. —Quaratone trató de volver la cabeza, pero no pudo. Eso le sugirió que salir sería más difícil que entrar. Para animarse, se dijo en voz baja: «¡Adelante, Roger!», y comenzó a arrastrarse.

La superficie metálica era dura para rodillas y codos. Tenía también unos rebordes afilados que lastimaban. Quaratone retrocedió cuando un tornillo le rasgó el pantalón, penetrándole dolorosamente en la pierna. Desenganchó la tela y volvió a avanzar.

Los conductos de aire eran fáciles de localizar por la luz que se filtraba desde abajo. Pasó por encima de tres salidas de aire, deseando que las rejillas y conductos estuvieran bien firmes. Al acercarse a la cuarta, oyó voces. Parecía que la reunión había comenzado. Para alegría de Quaratone, las voces llegaban con claridad, y extendiendo el cuello podía ver una parte de la habitación de abajo. La vista, pensó, probablemente fuera mejor desde la siguiente rejilla. Así era. Ahora podía ver más de la mitad de la concurrida asamblea, donde el presidente de los dentistas, el doctor Ingram, estaba hablando. El hombre del

Time sacó un bloc y un bolígrafo, este último con una pequeña luz en la punta.

—… les pido —estaba diciendo el doctor Ingram—, que tomen la actitud más dura —se calló un momento, y prosiguió—: Los profesionales como nosotros, por naturaleza, estamos situados en un término medio, pero hemos perdido demasiado tiempo hablando de los derechos humanos. Entre nosotros, no discriminamos, por lo menos, la mayor parte del tiempo, y hemos considerado que ya ha habido bastante de eso en el pasado. En general, hemos desoído los sucesos y las presiones externas a nuestras propias filas. Nuestro razonamiento ha sido que somos profesionales, hombres de la medicina, con poco tiempo para otras cosas. Bien, puede ser que eso sea verdad, aunque cómodo. Pero aquí y ahora… nos guste o no,

estamos comprometidos hasta los dientes.

El pequeño doctor se detuvo, escrutando con los ojos los rostros de su auditorio.

—Ustedes ya están informados de la intolerable ofensa hecha por este hotel a nuestro distinguido colega, el doctor Nicholas; una ofensa en abierto desafío a la ley de los derechos civiles. En represalia, como presidente, tengo que recomendar una acción extrema: debemos cancelar nuestra convención, y retirarnos del hotel, en masa.

Se produjo un movimiento de sorpresa en los distintos sectores del salón. El doctor Ingram continuó:

—La mayor parte de ustedes estaban enterados de esa proposición. Para otros, para los que han llegado esta mañana, es una cosa nueva. Permítanme añadir, para conocimiento de ambos grupos, que el paso que acabo de proponer significa inconvenientes y frustración, tanto para mí como para ustedes, y una pérdida profesional así como de interés público. Pero hay situaciones que implican planteos de conciencia demasiado serios, en los que sólo caben definiciones categóricas. Creo que ésta es una de ellas. También es la única forma en que podemos demostrar la fuerza de nuestros sentimientos y con la que probaremos, sin lugar a dudas, que en materia de derechos humanos esta profesión no será burlada otra vez.

Desde algunos puntos llegaron exclamaciones de: «¡Bien! ¡Bien!» pero también otras de disentimiento.

Cerca del centro del salón, una figura corpulenta se puso de pie. Quaratone, inclinándose hacia delante, desde su ventajosa situación tuvo una impresión de mandíbulas, una sonrisa en unos labios gruesos, y anteojos de pesada armazón. El hombre anunció:

—Soy de Kansas City.

Hubo un aplauso cálido que fue retribuido con un ademán.

—Sólo tengo una pregunta que hacer al doctor. ¿Será él quien le explique a mi mujercita (que ha estado contando con este viaje, como muchas otras esposas, supongo)

por qué, no bien hemos llegado, tenemos que volvernos a casa?

—¡No se trata de eso! —protestó una voz indignada, que fue ahogada por comentarios y risas irónicas de otros asistentes.

—Sí, señor —dijo el hombre corpulento—, me gustaría que fuera él quien se lo dijera a mi esposa —y complacido consigo mismo, volvió a sentarse.

—Señores, éste es un asunto urgente, serio. —El doctor Ingram estaba de pie, con la cara roja, indignado—. Hemos postergado una resolución por veinticuatro horas lo que, en mi opinión, significa que ya hemos perdido medio día.

Hubo aplausos, pero breves y esparcidos. Muchas otras voces hablaron a la vez. Al lado del doctor Ingram, el presidente de la reunión golpeó la mesa con un mazo.

Otros hablaron, deplorando la expulsión del doctor Nicholas, pero dejando la cuestión de la represalia sin respuesta. Entonces, como por consenso general, la atención se centralizó en una figura delgada, apuesta, que se había puesto de pie, con una sugestión de autoridad, próxima al frente del salón. Quaratone no pudo escuchar el nombre que anunció el presidente, pero oyó:

—… segundo vicepresidente y miembro de nuestra junta ejecutiva.

El nuevo orador tenía una voz seca y autoritaria.

—Fue a mi requerimiento, apoyado por algunos de nuestros miembros ejecutivos, por lo que esta reunión se celebra

in camera. En consecuencia podemos hablar libremente, sabiendo que lo que aquí se diga no quedará registrado o tal vez mal reproducido, fuera de este salón. Esta circunstancia, debo añadir, contó con la fuerte oposición de nuestro estimado presidente, el doctor Ingram.

—¿De qué tiene miedo…? ¿De comprometerse? —interrumpió desde la plataforma el doctor Ingram.

—Siento como nadie un desagrado personal por la discriminación —continuó el hombre apuesto, desoyendo la pregunta de Ingram—. Algunos de mis mejores… —dudó— de mis más apreciados asociados son de otros credos y razas. Además, deploro, con el doctor Ingram, el incidente de ayer. En lo que discrepamos en este momento, es simplemente en una cuestión de procedimiento. El doctor Ingram (si se me permite emular su inclinación a las metáforas), propugna la «extracción». Mi punto de vista es tratar con más mesura una «infección» desagradable, pero «localizada» —hubo un rumor de risas. El orador sonrió—. No puedo creer que nuestro colega, el doctor Nicholas desgraciadamente ausente —prosiguió—, gane nada en absoluto con la cancelación de nuestra convención. Es seguro que, como profesión, perderíamos. Más aún, y ya que estamos en sesión privada lo diré con franqueza, no creo que como organización, el amplio tema de las relaciones raciales, sea de nuestra incumbencia.

Una sola voz, cerca del fondo, protestó:

—¡Por supuesto que nos incumbe! ¿Acaso, no le incumbe a todo el mundo? —Pero en casi todo el salón, sólo hubo un atento silencio.

El orador movió la cabeza.

—Cualquiera que sea la postura que tomemos o dejemos de tomar, debe ser en forma individual. Desde luego, debemos apoyar a nuestra gente cuando sea necesario. Dentro de un momento seguiré ciertos pasos para el caso del doctor Nicholas. Pero estoy de acuerdo con el doctor Ingram en que somos médicos profesionales con poco tiempo para otras cosas.

—¡Yo no he dicho eso! —barbotó el doctor Ingram, poniéndose de pie de un salto—. Señalé que era un punto de vista que se había sostenido en el pasado. Sucede que estoy en completo desacuerdo.

El hombre apuesto se encogió de hombros.

—Y sin embargo, ésa fue su declaración.

—Pero no con esa significación. ¡No permitiré que tergiverse el sentido de mis palabras! —Los ojos del doctor Ingram brillaban coléricos. Prosiguió con vehemencia, sin esperar autorización:

—Señor presidente: estamos aquí hablando ligeramente, usando palabras como «desgraciado» y «lamentable». ¿No comprenden todos ustedes que es más que eso? ¿Que estamos considerando una cuestión de derechos humanos y de decoro? Si hubieran estado aquí ayer y hubieran presenciado, como yo, la indignidad y el agravio inferido a un colega, a un amigo, a un hombre bueno…

—¡Orden! ¡Orden! —se oyeron algunas exclamaciones fuertes. Cuando el presidente de la reunión golpeó con el mazo, el doctor Ingram con sonrojo y disgusto, se dio por vencido.

—¿Puedo continuar? —inquirió con cortesía el hombre apuesto.

El presidente asintió.

—Gracias, señores, formularé mis sugerencias en forma breve. Primera: propongo que en el futuro nuestras convenciones se lleven a cabo en locales, donde el doctor Nicholas y otros de su raza, sean aceptados sin preguntas ni inconvenientes. Hay muchos lugares que el resto de nosotros encontrará aceptables. En segundo lugar: propongo que levantemos un acta desaprobando la actitud de este hotel al rechazar al doctor Nicholas; después de lo cual deberíamos continuar con nuestra convención, como se proyectó.

En el estrado, el doctor Ingram sacudía la cabeza, sin poder creer lo que oía.

El orador consultó una hoja de papel que tenía en la mano.

—De acuerdo con otros miembros de la junta ejecutiva, he preparado una resolución…

En su nido de ave de presa, Quaratone había dejado de escuchar. Se podía presumir lo que diría; si era necesario, obtendría una copia más tarde. Observaba, en cambio, los rostros del auditorio de allí abajo. Era un conjunto de rostros comunes, de hombres razonablemente educados. Traslucían alivio. Alivio, pensó Quaratone, al no tener que afrontar el tipo de acción, poco cómoda y desacostumbrada, que había propuesto el doctor Ingram. El recurso de las palabras, exhibidas con cuidado en un estilo democrático, ofreció una salida. Las conciencias se sentirían aliviadas, las conveniencias intactas. Había habido una suave protesta, un solo orador que apoyó al doctor Ingram, pero de poco peso. Y la reunión parecía abocarse a una prolija discusión respecto a las palabras de la resolución.

El hombre del

Time se estremeció, lo que le recordó que entre otras molestias, había estado cerca de una hora en un conducto de aire frío. Pero el esfuerzo había valido la pena. Tenía una historia vivida que los estilistas de Nueva York podían volver a redactar cáusticamente. También tenía la idea de que esta semana, su trabajo no sería cercenado.

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