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Jueves » 11

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Por toda la ciudad, en pausado alborozo, las campanas de Nueva Orleáns anunciaban las doce del día. Su melodía en contrapunto, llegaba a través de las ventanas del noveno piso (herméticas, en razón del aire acondicionado) de la

Presidential Suite. El duque de Croydon, sirviéndose inseguro un whisky y soda (el cuarto, desde la media mañana) oía las campanas y miraba su reloj para afirmar la hora. Movió la cabeza, incrédulo, y musitó:

—¿Tan temprano…? El día más largo que recuerdo haber vivido…

—En algún momento terminará. —Desde un sofá (donde había tratado, sin éxito, de concentrarse en los

Poems de W. H. Anden), la réplica de su esposa era menos severa que la mayoría de las respuestas de los días pasados. El período de espera desde la noche anterior, también había sido difícil para la duquesa, sabiendo que Ogilvie, con el coche acusador, estaba en alguna parte camino del Norte. ¿Pero dónde? Ahora se cumplían diecinueve horas desde el último contacto de los Croydon con el jefe de detectives, y no habían sabido una palabra de cómo se desenvolvían las cosas.

—¡Por el amor de Dios! ¿Acaso no podría telefonear ese individuo? —El duque se paseaba por la sala, agitado, de un lado a otro, como lo había hecho desde la mañana temprano.

—Quedamos en que no nos comunicaríamos —le recordó la duquesa, todavía con suavidad—. Es mucho más seguro así. Además, si el coche permanece oculto durante el día, como esperamos, es muy probable que él también lo esté.

El duque de Croydon examinó un mapa de carreteras «Esso», como ya lo hiciera innumerables veces. Con el dedo trazó un círculo alrededor del área de Macón en Mississippi. Hablando a medias consigo mismo, dijo:

—¡Todavía está tan cerca, tan infernalmente cerca…! ¡Y todo el día de hoy… esperando… esperando! —Apartándose del mapa, continuó—: El hombre podría ser descubierto.

—Es evidente que no lo ha sido, porque ya estaríamos enterados de una forma u otra. —Al lado de la duquesa había un ejemplar del vespertino

States-Item. Había enviado a su secretario al vestíbulo a comprar la primera edición. También había escuchado las noticias radiofónicas que se transmitían de hora en hora durante la mañana. La radio estaba conectada ahora, con suavidad, pero el locutor describía los daños causados por una tormenta de verano en Massachusetts, y la noticia anterior había sido una declaración de la Casa Blanca sobre Vietnam. Los diarios y transmisiones precedentes se habían referido a la investigación del atropello-huida, pero sólo para decir que continuaba y que no había ninguna novedad.

—Anoche sólo dispuso de pocas horas para conducir el coche —continuó la duquesa, como para tranquilizarse—. Esta noche será diferente. Puede seguir en cuanto oscurezca, y para mañana a la noche ya estará a salvo.

—¡A salvo! —Su marido volvió con lentitud a su bebida—. Supongo que lo sensato es pensar así. Y no en lo que sucedió. En esa mujer y en esa niña… Hicieron fotografías; supongo que las viste.

—Ya hemos pensado en eso. No traerá ningún beneficio volver sobre lo mismo.

Él pareció no haberla oído.

—El funeral es hoy… esta tarde… por lo menos, podríamos ir.

—No puedes hacerlo, y sabes que no lo harás.

Hubo un pesado silencio en la elegante y espaciosa habitación.

Se quebró, de pronto, por la campanilla del teléfono. Se miraron. Ninguno de los dos intentó responder. Los músculos del rostro del duque se plegaban espasmódicamente.

La campanilla sonó otra vez, luego calló. A través de las puertas intermedias, oyeron la voz del secretario, indiferente, que respondía desde una extensión telefónica.

Un momento después, el secretario golpeó la puerta y entró en actitud deferente. Miró hacia el duque.

—Su Gracia, es uno de los diarios locales. Dicen que han tenido una noticia… (titubeó ante un término poco familiar) un boletín relámpago que parece referirse a usted.

Haciendo un esfuerzo, la duquesa recobró su dominio.

—Páseme la comunicación. Cuelgue la conexión. —Levantó el teléfono que tenía cerca. Sólo un observador muy perspicaz habría advertido que las manos le temblaban.

Esperó el leve ruido que indicaba el cierre de la extensión, y luego anunció:

—Habla la duquesa de Croydon.

La voz rápida de un hombre, respondió:

—Señora, le hablan desde la oficina central del

States-Item. Tenemos una información recibida por la «Associated Press», y acaban de decir… —La voz calló—. Perdóneme —oyó decir irritado al que hablaba—. ¿Dónde demonios está?… ¡Hey! ¡Dame ese papel, Andy! —hubo un ruido de papeles; luego la voz continuó—: Lo lamento, señora. Le leeré esto: «

Londres (AP) Círculos parlamentarios locales citan hoy el nombre del duque de Croydon, conocida fuente de dificultades para el Gobierno británico, como el futuro embajador de este país, en Washington. La reacción inicial es favorable. Se espera el anuncio oficial de un momento a otro». Aún hay más, señora. Pero no la molestaré con ello. Llamamos para saber si su marido quiere hacer alguna declaración; luego, con su permiso, me gustaría enviar un fotógrafo al hotel.

Por un momento, la duquesa cerró los ojos, dejando que oleadas de alivio la inundaran, purificándola al arrastrar las preocupaciones.

La voz en el teléfono insistió:

—Señora, ¿todavía está ahí?

—Sí —obligó a su mente a que funcionara.

—Con respecto a la declaración, querríamos…

—Por ahora —interrumpió la duquesa—, mi marido no tiene nada que decir, ni lo tendrá, hasta que la designación se confirme oficialmente.

—En ese caso…

—Lo mismo digo de la fotografía.

—Por supuesto —la voz parecía defraudada—, daremos la noticia que tenemos en la primera edición.

—Eso es cosa de ustedes.

—Entretanto, si hay algún anuncio oficial, nos gustaría estar en contacto.

—Si eso ocurriera, estoy segura de que mi marido estaría encantado de hablar con la Prensa.

—Entonces, ¿podemos llamar por teléfono otra vez?

—Sí. Hágalo, por favor.

Después de colgar el receptor, la duquesa de Croydon se sentó erguida e inmóvil. Por último, con una sonrisa en los labios, dijo:

—¡Se ha producido… Geoffrey ha triunfado!

Su marido la miraba incrédulo. Se humedeció los labios.

—¿Washington?

La duquesa repitió la síntesis del boletín de la «AP».

—La filtración fue deliberada, con seguridad, para probar la reacción. Es favorable.

—No hubiera creído que ni siquiera tu hermano…

—Su influencia ha ayudado. Sin duda, han mediado otras razones. El momento. Se necesitaba alguien con tus antecedentes. La política adecuada. Tampoco olvides que sabíamos que existía la posibilidad. Por fortuna, todo coincidió.

—Ahora que ha sucedido… —guardó silencio, sin desear completar su pensamiento.

—Ahora que ha sucedido… ¿qué?

—Me pregunto… ¿lo podré llevar a cabo?

—Puedes y lo harás.

Lo haremos.

El duque movía la cabeza dubitativo.

—Hubo un tiempo…

—Todavía es tiempo —la voz de la duquesa se agudizó con autoridad—. Más tarde te verás obligado a recibir a la Prensa. Habrá otras cosas. Será necesario que estés coherente y que permanezcas así.

—Haré lo mejor que pueda —asintiendo, levantó el vaso para beber.

—¡No! —la duquesa se levantó; quitó el vaso de la mano de su marido y lo llevó al cuarto de baño. El duque oyó que el contenido se derramaba en el lavabo.

—No habrá más de eso —anunció ella volviendo—. ¿Comprendes? Ni una gota más.

Parecía que el duque iba a protestar; luego se mostró de acuerdo.

—Supongo… que es la única manera.

—Si quieres que retire las botellas, que derrame ésta…

—Yo me las arreglaré —con un evidente esfuerzo de voluntad, trató de concentrar sus pensamientos. Con esa misma cualidad de camaleón que había exhibido el día anterior, parecía haber más determinación en sus rasgos que un momento antes. Su voz era firme, cuando observó:

—Es una noticia muy buena.

—Sí. Puede significar un nuevo comienzo.

Dio un medio paso hacia ella; luego cambió de parecer. Cualquiera que fuera el nuevo comienzo, sabía que no incluiría eso.

Su esposa ya estaba razonando en voz alta.

—Será necesario cambiar nuestros planes respecto a Chicago. De ahora en adelante, todos tus movimientos serán objeto de mucha atención. Si vamos juntos, será informado en grandes titulares en la Prensa de Chicago. Podría provocar curiosidad que el coche se llevara para ser reparado.

—Uno de nosotros debe ir.

—Yo iré sola —afirmó la duquesa con decisión—. Puedo cambiar un poco mi aspecto, usar anteojos. Si tengo cuidado, evitaré llamar la atención. —Sus ojos se dirigieron a una pequeña cartera de mano que había al lado del

secrétaire.— Llevaré el resto del dinero y haré lo que sen necesario.

—Das por sentado que ese hombre llegará a salvo a Chicago. Todavía no ha sucedido.

Los ojos de la duquesa se agrandaron como si recordara una pesadilla olvidada.

—¡Oh, Dios! ¡Ahora… más que nunca… debe llegar! ¡Debe llegar!

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