Hotel

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Jueves » 12

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Poco después de almorzar, Peter McDermott consiguió salir del hotel y dirigirse a su apartamento, donde cambió su traje negro de trabajo que usaba la mayor parte del tiempo en el hotel, por unos pantalones de lino y una chaqueta liviana. Volvió luego por poco tiempo a la oficina, donde firmó unas cartas, y al salir las dejó en el escritorio de Flora.

—Volveré a última hora de la tarde —le anunció. Luego, recordándolo, añadió—: ¿Ha sabido algo sobre Ogilvie? —La secretaria negó con un gesto.

—En realidad, nada. Usted me dijo que preguntara si míster Ogilvie había dicho a alguien adonde iba. Bien, no lo ha dicho.

—En verdad, no esperaba que lo hiciera.

—Pero hay una cosa… —Flora vaciló—. Probablemente no tenga importancia, pero parece un poco extraño.

—¿Qué?

—El automóvil que utilizó míster Ogilvie… ¿dijo usted que era un «Jaguar»?

—Sí.

—Pertenece al duque y la duquesa de Croydon.

—¿Está segura de que nadie ha cometido un error?

—Yo también me lo pregunté, de manera que pedí que investigaran en el garaje. Me dijeron que hablara con un hombre llamado Kulgmer, que es el encargado nocturno.

—Sí, lo conozco.

—Estaba de servicio anoche, de manera que lo llamé a su casa. Dice que míster Ogilvie tenía una autorización escrita por la duquesa de Croydon para llevar el coche.

Peter se encogió de hombros.

—Supongo, entonces, que todo está bien. —Era extraño, sin embargo, pensar que Ogilvie utilizara el coche de los Croydon; y aún más extraño, que existiera alguna clase de vínculo entre los duques y el rústico detective del hotel. Era evidente que Flora había pensado lo mismo.

—¿Ha vuelto el coche? —preguntó Peter.

—No sabía si hablar a la duquesa de Croydon —informó Flora—, pero luego decidí preguntárselo a usted, primero.

—Me alegro. —Peter suponía que sería bastante fácil preguntar a los Croydon si sabían el destino de Ogilvie. Puesto que éste tenía su coche, parecía probable que lo supieran. Sin embargo, dudaba. Después de su escaramuza con la duquesa el lunes por la noche, Peter no quería correr el riesgo de otro mal entendido, sobre todo cuando cualquier clase de indagación podría ser rechazada como una intromisión. También habría que admitir la embarazosa situación de que el hotel ignoraba el paradero de su detective jefe.

—Por el momento, déjelo así.

También había otro asunto sin terminar: el de Herbie Chandler. Esta mañana había tenido intención de informar a Warren Trent de las declaraciones hechas ayer por Dixon, Dumaire y los otros dos, implicando al jefe de botones en los hechos que llevaron al intento de violación de la noche del lunes. Sin embargo, la obvia preocupación del propietario del hotel, lo decidió a no hacerlo. Ahora, Peter suponía que era mejor que viera a Chandler, personalmente.

—Averigüe si Herbie Chandler está de turno esta tarde —instruyó a Flora—. Si está, dígale que me gustaría verlo a las seis en punto. Si no, mañana por la mañana.

Dejando la

suite de los ejecutivos, Peter bajó al vestíbulo. Pocos minutos después salió de la relativa penumbra del hotel a St. Charles Street, brillante al sol de las primeras horas de la tarde.

—¡Peter! Estoy aquí.

Volviendo la cabeza, vio a Marsha saludándolo con la mano desde el asiento de su convertible. El coche se colocó en la fila de los taxis que esperaban. Un portero alerta se adelantó con rapidez a Peter y abrió la portezuela del coche. Mientras Peter se deslizaba en el asiento al lado de Marsha, vio a un trío de conductores de taxi sonreír, y uno de ellos emitió un largo silbido de lobo.

—¡Vaya! Si usted no hubiera venido, habría tenido que coger un pasajero —comentó Marsha.

Con un ligero traje de verano estaba más deliciosa que nunca, pero a pesar del saludo despreocupado, Peter sentía cierta timidez, tal vez a causa de lo que había pasado entre ellos la noche anterior. Impulsivamente, él le tomó la mano y se la oprimió.

—Me gusta eso, aunque le prometí a mi padre utilizar las dos manos para conducir.

Con la ayuda de los conductores de taxi, que se movieron hacia delante y hacia atrás para facilitarle la maniobra, sacó el convertible al tránsito.

Parecería, reflexionó Peter mientras esperaban la luz verde en Canal Street, que siempre lo estuvieran llevando de un lado a otro de Nueva Orleáns, mujeres atractivas. Sólo hacía tres días que había ido con Christine en el «Volkswagen» a su apartamento. Fue la misma noche que conoció a Marsha. Parecía que habían pasado más de tres días, quizá porque entretanto recibió una proposición de casamiento de ésta. Se preguntaba si a la cruda luz del día, la muchacha tendría pensamientos más razonables, aunque de cualquier manera, decidió no decir nada, salvo que ella lo mencionara.

De todos modos experimentaba una excitación al estar juntos, en especial al recordar los momentos antes de partir la noche anterior… El beso, tierno; luego, con una pasión cada vez más intensa, a medida que se disolvía la contención; el momento crucial cuando había pensado en Marsha, no como una niña sino como mujer; cuando la había tenido en sus brazos, fuerte, sintiendo la urgente promesa de su cuerpo. Ahora, la observaba con disimulo: su ansiosa juventud, los movimientos flexibles de sus piernas, la levedad de su figura debajo del fino vestido. Si intentaba…

Se controló, aunque a desgana. En el mismo impulso casto, recordó que en toda su vida adulta, hasta ahora, la proximidad de las mujeres había ensombrecido su propio juicio, precipitándolo a indiscreciones.

Marsha lo miraba, distrayendo su propia atención del tránsito que tenía delante.

—¿En qué estaba usted pensando?

—En historia —mintió—. ¿Por dónde empezamos?

—Por el antiguo cementerio de St. Louis. ¿Ha estado allí?

—Nunca pongo los cementerios en la lista de los lugares por visitar.

—En Nueva Orleáns debería hacerlo.

Era corto el camino hasta Basin Street. Marsha estacionó bien en el lado sur y cruzaron el bulevar hasta el cementerio rodeado por un muro, el de St. Louis, el principal, con su antigua entrada depilares.

—Mucha historia comienza aquí —explicó Marsha, tomando del brazo a Peter—. A principios del 1700, cuando Nueva Orleáns fue fundada por los franceses, la tierra era, en su mayor parte, un pantano. Aún sería un pantano si no fuera porque los diques interceptaron el río.

—Ya sé que es una ciudad húmeda en sus cimientos. En el subsuelo del hotel, bombeamos las veinticuatro horas del día. Bombeamos nuestras aguas para que vayan a las cloacas de la ciudad.

—Solía ser mucho más húmeda. Hasta en los lugares secos, el agua estaba a sólo un metro bajo el nivel del suelo, de manera que cuando se cavaba una tumba, se inundaba antes de que nadie pudiera poner el féretro dentro. Hay relatos de que los sepultureros solían subirse sobre los féretros para que descendieran. Algunas veces agujereaban la madera para que se inundaran. La gente solía decir que si no estaban realmente muertos, se ahogarían.

—Parece una película de horror.

—Algunos libros cuentan que el olor de los cuerpos muertos saturaba el agua potable. —Hizo un gesto de disgusto—. De cualquier manera, luego se dictó una ley estableciendo que los enterramientos tenían que hacerse sobre la superficie de la tierra.

Comenzaron a caminar entre hileras de tumbas edificadas. El cementerio era distinto de todos los otros que había visto Peter. Marsha hizo un ademán, abarcándolas.

—Esto fue lo que sucedió después de aprobarse la ley. En Nueva Orleáns llamamos a este lugar, la ciudad de los muertos.

—Comprendo bien el porqué.

Era como una ciudad, pensó. Las calles irregulares, con tumbas al estilo de casas en miniatura, ladrillo y estuco, algunas con balcones de hierro y aceras angostas. Las casas tenían varios pisos o niveles. La ausencia de ventanas era el único distintivo, pero en su lugar había innumerables puertas pequeñas.

—Son como entradas de apartamentos —comentó.

—Son apartamentos, en realidad. Y la mayor parte arrendados a corto plazo.

Él la miró con curiosidad.

—Las tumbas se dividen en secciones. Las de una familia común tienen de dos a seis secciones; las más grandes, más. Cada sección tiene su propia pequeña puerta. Cuando hay un entierro, antes de la hora fijada, se abre una puerta. El féretro que ya estaba dentro se vacía, y los restos se empujan hacia el fondo, cayendo por una ranura a la tierra. El cajón vacío se quema y se pone el nuevo. Se deja por otro año, y luego se hace lo mismo.

—¿Nada más que un año?

Una voz, desde atrás, intervino.

—Es lo que necesita. A veces, están más tiempo… si el próximo no tiene prisa. Las cucarachas también ayudan.

Se volvieron. Un anciano, bajo y grueso, vistiendo un mono manchado, los miraba con expresión alegre. Quitándose su viejo sombrero de paja, se enjugó la calva con un pañuelo de seda roja.

—Hace calor, ¿no es cierto? Ahí dentro se está mucho más fresco. —Golpeó con la mano sobre una tumba, con aire familiar.

—Si es lo mismo para usted, prefiero el calor —exclamó Peter.

—A todos nos llega el fin —rió el otro—. ¿Cómo está, miss Preyscott?

—¡Hola, míster Collodi! Éste es míster McDermott.

El sepulturero saludó amablemente.

—¿Echando un vistazo a la bóveda de la familia?

—Vamos a hacerlo.

—Por aquí, entonces. —Por sobre el hombro siguió diciendo—: La hemos limpiado hace una o dos semanas. Ahora parece muy bien.

Mientras se dirigían por las angostas calles de juguete, Peter vio viejas fechas y nombres. Su guía señaló una pila de fragmentos humeantes en un espacio abierto.

—Estamos quemando un poco.

Peter pudo ver pedazos de féretro entre el humo.

Se detuvieron ante una tumba de seis secciones, construida como una casa criolla tradicional. Estaba pintada de blanco y en mejores condiciones que la mayoría de las que la rodeaban. Grabados en un mármol desgastado por el tiempo, había muchos nombres, casi todos Preyscott.

—Somos una antigua familia. Debe estarse llenando allí abajo, entre el polvo.

El sol caía brillante sobre la tumba.

—Linda, ¿no es cierto? —El sepulturero dio un paso hacia atrás, admirándola. Luego señaló la puerta de arriba.

—Ésa será la primera en abrirse, miss Preyscott. Su papá irá allá dentro. —El hombre tocó una segunda fila—: Ésa será para usted. Dudo, sin embargo, que sea yo quien la ponga dentro. —Guardó silencio. Luego, reflexionando, agregó—: Llega antes de lo que queremos para todos nosotros. Tampoco importa que se haya aprovechado el tiempo… ¡No, señor! —Enjugándose la cabeza una vez más, se marchó.

A pesar del calor del día, Peter se estremeció. La idea de señalar la tumba designada a alguien tan joven como Marsha, lo turbaba.

—No es tan morboso como parece —los ojos de Marsha lo miraban, y él advirtió una vez más su habilidad para leer sus pensamientos.

—Aquí nos educan para entender todo esto como parte de nosotros.

Asintió. De todas maneras ya había tenido bastante de este lugar de muerte.

Estaban saliendo, cerca de la puerta de Basin Street, cuando Marsha, poniéndole la mano en el brazo, lo retuvo.

Una fila de coches se había detenido. Cuando las portezuelas se abrieron, la gente que salía se reunió en la acera. A juzgar por las apariencias, era obvio que iba a entrar un cortejo fúnebre.

—Peter, tendremos que esperar —susurró Marsha. Se apartaron, quedando cerca de los portones, pero menos visibles.

Ahora el grupo de la acera se separaba para dar paso a un pequeño cortejo. Un hombre cetrino, con la actitud untuosa de un empresario de pompas fúnebres, venía delante. Lo seguía un sacerdote.

Detrás del sacerdote, un grupo de seis personas se movía con lentitud, llevando un pesado féretro sobre los hombros. Detrás de ellos, otros cuatro llevaban un féretro pequeño blanco. Sobre él había adelfas esparcidas.

—¡Oh, no! —exclamó Marsha.

Peter le tomó la mano, apretándosela.

El sacerdote iba entonando un cántico: «Que los ángeles te lleven al paraíso, que los mártires salgan a recibirte y te lleven a la ciudad santa de Jerusalén».

Un grupo de deudos seguía el segundo féretro. Delante, caminando solo, iba un hombre joven. Vestía un traje negro que no era para su talle, y llevaba el sombrero con desaire. Sus ojos parecían remachados al pequeño féretro. Las lágrimas le caían por las mejillas. En el grupo de atrás, una mujer entrada en años, lloraba apoyada en otra.

—«… que un coro de ángeles te dé la bienvenida, y con Lázaro, pobre en otro tiempo, puedas descansar eternamente…»

—Son las personas que murieron atropelladas en aquel accidente, y luego el coche huyó. Eran una madre y su niñita. Estaba en los diarios —murmuró Marsha. Peter vio que estaba llorando.

—Lo sé —Peter tenía la sensación de ser parte de esta escena, de compartir el dolor. El primer encuentro, aquel lunes por la noche, había sido triste y completo. Ahora, la sensación de tragedia parecía más próxima, más íntimamente real. Sintió que sus propios ojos estaban húmedos, cuando pasó el cortejo.

Detrás de los deudos de la familia, caminaban otras personas. Peter se sorprendió cuando reconoció un rostro. Al principio no pudo identificar a su dueño; luego comprendió que era Sol Natchez, el viejo camarero del servicio de habitaciones suspendido en su trabajo después de su disputa con el duque y la duquesa de Croydon, el lunes por la noche. Peter había hecho venir a Natchez el martes por la mañana para transmitirle la orden de Warren Trent, de pasar el resto de la semana sin prestar servicios en el hotel y con paga. Natchez miró hacia el lugar donde Peter y Marsha estaban de pie, pero no dio señales de reconocerlo.

El cortejo fúnebre continuó adelante por el cementerio, y luego se perdió de vista. Esperaron a que todos los deudos y acompañantes pasaran.

—Ahora podemos marcharnos —dijo Marsha.

Inesperadamente, una mano tocó el brazo de Peter. Volviendo la cabeza, vio a Sol Natchez. Después de todo, los había visto.

—Lo vi allí, míster McDermott. ¿Conocía usted a la familia?

—No —respondió Peter—. Estábamos aquí por casualidad —y presentó a Marsha.

—¿Usted no esperó a que terminaran los servicios?

El viejo movió la cabeza.

—Algunas veces no se puede soportar todo esto.

—Entonces, ¿usted conocía a la familia? —inquirió Peter al viejo.

—Sí, muy bien. Es una cosa triste, demasiado triste.

Peter asintió. Pareció que todo estaba dicho.

—El martes, no pude decírselo, míster McDermott, pero le agradezco lo que hizo. Me refiero a lo que habló por mí.

—Está bien, Sol. Nunca pensé que tuviera la culpa.

—Es una cosa extraña, cuando se piensa en ella. —El viejo miró a Marsha; luego a Peter. Parecía no querer marcharse.

—¿Qué es lo extraño?

—Todo esto. El accidente… —Natchez hizo un ademán señalando hacia donde había desaparecido el cortejo.

—Debió de suceder poco antes de que yo tuviera ese pequeño incidente el lunes por la noche, mientras usted y yo estábamos hablando…

—Sí —replicó Peter. Se sentía poco inclinado a explicar su propia experiencia un poco más tarde, en la escena del accidente.

—Quería preguntarle, míster McDermott… ¿se dijo algo más acerca del asunto con el duque y la duquesa?

—Ni una palabra.

Peter supuso que Natchez encontraba un alivio, como él mismo lo sentía, comentando otra cosa que no fuera el funeral.

—Más tarde he pensado mucho en eso —rumiaba el camarero—. Parecería como si se hubieran empeñado en hacer un alboroto. No puedo entenderlo. Todavía no puedo.

Peter recordó que Natchez había dicho algo muy parecido el mismo lunes por la noche. Recordó las palabras exactas que había pronunciado el camarero. Natchez había estado hablando de la duquesa de Croydon:

Me empujó el brazo. Si no supiera que es imposible, diría que fue deliberado. Y luego había tenido la misma impresión general: que la duquesa quería que se recordara el incidente. ¿Qué había dicho ella? Algo acerca de pasar una noche tranquila en la

suite, y luego haber dado una vuelta a pie alrededor de la manzana. Acababan de llegar, había dicho la duquesa. Peter recordaba haberse preguntado en aquel momento por qué había insistido en eso.

Entonces el duque de Croydon había murmurado algo sobre haber dejado sus cigarrillos en el coche, y que la duquesa lo había acallado en seguida.

…El duque había dejado sus cigarrillos en el coche…

Pero si los Croydon se habían quedado en el departamento, y luego salieron a dar una vuelta a la manzana…

Por supuesto, podía haberlos olvidado antes.

Sin saber por qué, Peter no le creyó.

Olvidado de Marsha y de Sol, se concentró.

¿Por qué los Croydon deseaban ocultar haber utilizado su coche el lunes por la noche? ¿Por qué la simulación de haber pasado la noche en el hotel? ¿La queja sobre la

Creóle de langostinos derramada, sería un ardid teatral… involucrando deliberadamente a Natchez, luego a Peter… para afianzar la ficción? De no ser por la observación casual del duque,

que encolerizó a la duquesa, Peter lo habría aceptado como cierto.

¿Por qué callar que habían utilizado el coche?

Natchez había dicho hacía un momento: «

Es una cosa curiosa… el accidente… debió de haber ocurrido un momento antes de que tuviera ese pequeño incidente».

El coche de los Croydon era un «jaguar».

Ogilvie.

De pronto tuvo el recuerdo del «Jaguar» emergiendo del garaje la noche anterior. Cuando se detuvo por un momento bajo la luz, había visto algo extraño. Recordaba haber visto algo. Pero ¿qué? Con una terrible frialdad recordó:

Eran el faro y el guardabarros delantero; ambos estaban averiados. Por primera vez tenían significado los boletines de la Policía.

—Peter —comentó Marsha—, de pronto se ha puesto pálido.

Apenas la oyó.

Era esencial que pudiera marcharse. Estar en alguna parte solo, donde pudiera pensar. Tenía que razonar con cuidado, en forma lógica y sin prisa. Sobre todo, no podía proceder con premura, ni llegar a conclusiones engañosas.

Eran las piezas de un rompecabezas: parecían estar relacionadas.

Pero había que pensar una y otra vez, arreglar y volver a arreglar. Quizá descartar.

La idea parecía imposible. Era demasiado fantástica para ser verdad. Y sin embargo…

Oyó la voz de Marsha como si estuviera muy lejos.

—Peter, ¿qué tiene? ¿Qué ha pasado?

Sol Natchez también lo miraba extrañado.

—Marsha, no puedo decirle nada ahora, pero tengo que irme.

—¿Ir adónde?

—Al hotel. Lo siento. Le explicaré después.

—Creía que tomaríamos el té. —Su voz tenía un leve desencanto.

—Por favor, créame. Es importante.

—Si tiene que irse, lo llevaré.

—No, por favor. —Volver con Marsha significaría hablar, explicar—. La llamaré más tarde.

Los dejó plantados y aturdidos, mirándolo.

Fuera, en Basin Street, llamó un taxi. Le había dicho a Marsha que iría al hotel, pero cambiando de idea, le dio al conductor la dirección de su apartamento.

Allí estaría más tranquilo.

Tenía que pensar. Decidir qué iba a hacer.

Eran las últimas horas de la tarde, cuando Peter McDermott resumió sus deducciones.

Cuando se suma algo, veinte, treinta, cuarenta veces… cuando en todos los casos la conclusión a que se llega es la misma; cuando el resultado es el mismo a que uno se ve obligado; cuando todo esto sucede, la propia responsabilidad es ineludible.

Desde que dejó a Marsha hora y media antes, había permanecido en su apartamento. Se había obligado, venciendo la agitación y el impulso apremiante, a pensar razonadamente, con cuidado, sin excitación. Había revisado, punto por punto, los incidentes acumulados desde el lunes por la noche. Había buscado explicaciones, tanto para los hechos individuales como para la acumulación de todos ellos. No encontró ninguna que ofreciera consistencia ni sentido común, salvo la terrible conclusión a que había llegado en forma sorprendente esa tarde.

Ahora el análisis había terminado. Tenía que tomar una decisión.

Consideró la posibilidad de decir todo lo que sabía y había conjeturado, a Warren Trent. Luego, desechó la idea por ser una cobarde evasión de su responsabilidad. Cualquier cosa que fuera necesario hacer, tendría que realizarla solo.

Tenía la sensación de que debía actuar de acuerdo a las circunstancias. Se cambió con rapidez el traje claro por otro oscuro. Al salir tomó un taxi para recorrer las pocas manzanas que lo separaban del hotel.

Caminó desde el vestíbulo contestando saludos, hasta su oficina en el entresuelo principal. Flora tenía la tarde libre. Había un montón de mensajes, que no leyó, sobre su escritorio.

Se sentó tranquilamente por un momento, en la silenciosa oficina, pensando en lo que iba a hacer. Luego levantó el auricular, esperó a que le dieran línea, y marcó el número de la Policía.

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