Hotel

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Viernes » 18

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Las sombras, como un calmante para el día que terminaba, estaban invadiendo la ciudad. Peter McDermott pensó que pronto llegaría la noche, con el sueño, y por un tiempo, el olvido. Mañana la opresión de los acontecimientos de hoy comenzaría a ceder. Ya la oscuridad marcaba el comienzo al proceso del tiempo que, al fin, curaba todas las cosas.

Pero pasarían muchos atardeceres y noches y días antes que aquellos que estuvieron cerca de los sucesos acaecidos hoy, pudieran liberarse de la sensación de tragedia y terror. Las aguas del Leteo estaban aún muy distantes. Río del olvido.

La actividad, si bien no curaba, mitigaba un poco.

Desde esta tarde temprano, habían pasado muchas cosas.

Solo, en su oficina del entresuelo principal, Peter pasó revista a lo que se había hecho y a lo que quedaba por hacer.

El triste proceso de identificar a las personas muertas y notificarlo a sus familias, ya se había llevado a cabo. Y se estaban tomando las disposiciones pertinentes para que el hotel ayudara, en los casos necesarios.

Lo poco que podía hacerse por los heridos, además del cuidado en el hospital, se estaba haciendo.

El personal de emergencia, bomberos y policías, hacía mucho que se habían marchado. En su lugar estaban los inspectores de ascensores, examinando cada una de las piezas del equipo de ascensores que poseía el hotel. Trabajarían toda la noche y mañana. Entretanto, el servicio de ascensores había sido restablecido parcialmente.

Los inspectores de seguros, hombres sombríos, previendo cuantiosas reclamaciones, interrogaban en forma intensiva, tomando declaraciones.

El lunes, un equipo de consultores vendría por avión desde Nueva York para comenzar a proyectar el reemplazo de la maquinaria de todos los ascensores de pasajeros por otra nueva. Sería el primer gasto grande del régimen Albert Wells-Dempster-McDermott.

La renuncia del jefe de mecánicos estaba sobre el escritorio de Peter. Pensaba aceptarla.

El jefe, Doc Vickery, debería ser retirado honorablemente, con una pensión que compensara sus largos años de servicio en el hotel. Peter se ocuparía de que fuera bien tratado.

Monsieur Hebrand, el

chef de cuisine, recibiría el mismo trato. Pero el retiro del viejo

chef debía realizarse rápidamente, y André Lemieux sería promovido a su lugar.

El futuro del «St. Gregory» dependería en gran parte del joven André Lemieux (con sus ideas para crear restaurantes de especialidades, bares íntimos, severo control del sistema de abastecimiento del hotel). El hotel no vivía sólo de lo producido por las habitaciones. Podría tener un lleno cada día y quebrar. Servicios especiales, tales como convenciones, restaurantes, bares, eran la veta madre donde yacían las ganancias.

Serían necesarias otras designaciones, una reorganización de los departamentos, una nueva clara delimitación de responsabilidades. Como vicepresidente ejecutivo, Peter estaría ocupado mucho tiempo en el aspecto político. Necesitaría un ayudante general para que supervisara todos los días la marcha del hotel. Quienquiera que fuera tenía que ser joven, eficiente, disciplinado cuando fuera necesario, pero capaz de llevarse bien con personas mayores que él. Un graduado del «School of Hotel Administration» podría servir. El lunes, decidió Peter, telefonearía al Dean Robert Beck en Cornell. El decano se mantenía en contacto con sus exalumnos más capaces. Pudiera ser que conociera a un hombre de esas condiciones que en este momento estuviera disponible.

A pesar de la tragedia de hoy era necesario pensar en el futuro.

También debía considerar su propio futuro con Christine. La idea era inspiradora. Todavía no se había acordado nada entre ellos. Pero sabía cuál sería la solución. Christine se había marchado, más temprano, a su apartamento de Gentilly. Pronto la vería.

Otra cosa, menos agradable, quedaba por hacer. Hacía una hora que el capitán Yolles de la Policía de Nueva Orleáns había llegado a la oficina de Peter. Volvía de entrevistar a la duquesa deCroydon.

—Cuando se está con ella —había dicho Yolles—, uno se pregunta: ¿qué hay debajo de toda esa coraza de hielo? ¿Es una mujer? ¿Es que

siente algo por la forma en que murió su marido? Vi su cuerpo.

Mon Dieu! Nadie merece una cosa así. Ella también lo vio. Pocas mujeres lo hubieran resistido. Sin embargo la duquesa no se inmutó. Ni sentimiento, ni lágrimas. Sólo la cabeza echada hacia atrás, con ese gesto que tiene, y la altanera forma con que lo mira a uno. Si le digo la verdad, como hombre me siento atraído por ella. A uno se le ocurre que quisiera saber qué es en realidad. —El detective guardó silencio.

Más tarde, respondiendo a una pregunta de Peter, Yolles informó:

—La acusaremos como cómplice, y será arrestada después del funeral. Lo que suceda después, si el jurado la condena, si la defensa sostiene que el marido era culpable, y está muerto… Bien, veremos.

Ogilvie ya había sido acusado. Dijo el policía:

—Está detenido por complicidad. Podemos cargarle algo más después. El fiscal del distrito decidirá. De cualquier manera, si le reserva el puesto a Ogilvie, no cuente con él hasta dentro de cinco años.

—No pensamos hacerlo. —La reorganización de la fuerza de detectives del hotel encabezaba la lista de cosas que debía hacer Peter.

Cuando el capitán Yolles se marchó, la oficina quedó en silencio. Ya eran las primeras horas de la noche. Un momento después, Peter oyó la puerta exterior abrirse y cerrarse. Un golpe suave sonó en la de su oficina.

—¡Adelante!

Era Aloysius Royce. El joven negro traía una bandeja con un jarro y una sola copa. Dejó la bandeja sobre el escritorio y dijo:

—Pensé que quizá le gustaría esto.

—Gracias —respondió Peter—. Pero nunca bebo solo.

—Tenía la idea de que iba a decir eso. —Del bolsillo sacó una segunda copa.

Bebieron en silencio. Lo que habían vivido en el día de hoy, estaba demasiado próximo para hacer ningún brindis.

—¿Fue usted quien acompañó a mistress Lash?

—La llevé al hospital. Tuvimos que entrar por puertas diferentes, pero nos encontramos dentro y la acompañé a ver a míster O’Keefe.

—Gracias —después de la llamada de Curtis O’Keefe, Peter había querido que alguien de su confianza fuera al aeropuerto. Ésa fue la razón por la que se lo pidió a Royce.

—Habían terminado de operar cuando llegamos al hospital.

—Salvo que se produzcan complicaciones, la señorita… miss Lash… se repondrá.

—¡Me alegro!

—Míster O’Keefe me dijo que iban a casarse tan pronto se recupere. A su madre parece gustarle la idea.

Peter sonrió fugazmente.

—Supongo que a las madres les gustaría.

Hubo un silencio; luego Royce dijo:

—He oído hablar de la reunión de esta mañana. La posición que usted adoptó. La forma en que terminaron las cosas.

—El hotel ya no es segregacionista. A partir de ahora.

—Supongo que usted espera que le dé las gracias, por darnos lo que en derecho nos pertenece.

—No —respondió Peter—. Y está quisquilloso de nuevo. Me pregunto si decidirá quedarse con W. T. Yo sé que a él le gustaría y usted estaría enteramente libre. En el hotel hay trabajo para un abogado. Puedo ocuparme de que sea usted.

—Le agradezco eso, pero la respuesta es

no. Se lo dije a míster Trent esta tarde… Me marcho tan pronto me gradúe. —Volvió a llenar los vasos con «Martini» y quedó contemplando el suyo—. Estamos en una guerra, usted y yo… en bandos contrarios. No terminará en nuestra época, tampoco. Lo que yo pueda hacer, lo que he aprendido de la ley, pienso utilizarlo en ayudar a mi gente. Hay muchas luchas por delante, algunas legales, y también de otro tipo. No siempre serán limpias de nuestro lado, como tampoco del de ustedes. Pero cuando somos injustos, intolerantes, poco razonables, recuerde… lo hemos aprendido de ustedes. Todos tendremos dificultades. Ustedes también. Usted ha eliminado la discriminación, pero no es el fin. Habrá problemas: con la gente a quien no le gusta lo que usted ha hecho, con negros que no se comportarán agradablemente, que lo perturbarán porque algunos son como son. ¿Qué hará con el negro vocinglero, con el negro pícaro, con el negro enamoradizo, medio borracho? Nosotros también los tenemos. Cuando los blancos se comportan así, ustedes se lo aguantan, tratan de sonreír, y la mayoría de las veces los disculpan. ¿Cuando sean negros… qué harán entonces?

—Puede no ser fácil —respondió Peter—. Trataré de ser objetivo.

—Usted lo será. Otros no. De todas maneras, la guerra seguirá su curso. Sólo hay una cosa buena.

—¿Cuál?

—De vez en cuando habrá treguas. —Royce tomó la bandeja con el jarro y los vasos vacíos—. Creo que esto ha sido una.

Ya era de noche.

Dentro del hotel, el ciclo de otro día hotelero había seguido su curso. Éste había sido distinto de la mayoría, pero bajo los acontecimientos excepcionales, la rueda continuaba. Reservas, recepciones, administración, manejo doméstico, mecánico, garaje, tesorería, cocinas… todo se combinaba en una sola y simple función: Dar la bienvenida al viajero, alimentarlo, proporcionarle descanso y despedirlo.

Pronto el ciclo comenzaría otra vez.

Cansado, Peter McDermott se preparó para marcharse. Apagó las luces de la oficina y, desde la

suite de los ejecutivos, caminó a lo largo del entresuelo principal. Cerca de las escaleras que iban al vestíbulo de entrada se vio en el espejo.

Por primera vez advirtió que el traje que llevaba estaba arrugado y manchado. Se había puesto así, reflexionó, bajo los escombros del ascensor, donde Billyboi había muerto.

Se estiró la chaqueta y la limpió lo mejor que pudo con la mano; el ligero crujir de un papel, le hizo buscar en el bolsillo donde sus dedos encontraron una nota doblada. Al sacarla, recordó. Era la que Christine le había dado al dejar la reunión esa mañana… la reunión en donde había expuesto su carrera en aras de un principio, y había vencido.

No había recordado la nota hasta este momento. La abrió con curiosidad. Decía:

Será un hermoso hotel, porque se parecerá al hombre que lo dirige.

Abajo, con letra más pequeña, Christine había esrito:

Postdata: Te amo.

Sonriendo y alargando los pasos, bajó las escaleras hasta llegar al vestíbulo principal de su hotel.

FIN

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