Hotel

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Viernes » 1

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Peter McDermott pensó que era comprensible que el duque y la duquesa de Croydon estuvieran haciendo rodar al jefe de detectives, Ogilvie (bien liado en una pelota), hacia el borde del techo del «St. Gregory», mientras allá abajo un mar de rostros levantados observaban la maniobra. Pero era extraño, y en cierta forma chocante, que a pocos metros de distancia, Curtis O’Keefe y Warren Trent intercambiaran salvajes golpes con ensangrentadas espadas de duelo. Peter se preguntaba por qué no había intervenido el capitán Yolles, que estaba de pie en la puerta. Entonces Peter comprendió que el policía observaba el nido de un pájaro gigantesco en donde un huevo se estaba abriendo. Un momento después, del interior del huevo, emergió un gorrión de gran tamaño con la alegre cara de Albert Wells. Pero ahora la atención de Peter se dirigió al borde del techo, donde Christine, luchando desesperadamente, se había complicado con Ogilvie, y Marsha Preyscott estaba ayudando a los Croydon a empujar la doble carga hacia el terrible vacío. La multitud continuaba con la boca abierta mientras el capitán Yolles, recostado contra la puerta, bostezaba.

Peter pensó que si deseaba salvar a Christine tenía que actuar él mismo. Pero cuando intentó moverse, sus pies estaban firmemente amarrados como con cola, y en tanto que su cuerpo pugnaba por liberarse, sus piernas rehusaban seguirlo. Trató de gritar, pero tenía la garganta apretada. Sus ojos se encontraron con los de Christine en muda desesperación.

De pronto, los Croydon, Marsha, O’Keefe, y Warren Trent se detuvieron y estaban escuchando. El gorrión que era Albert Wells levanto una oreja. Ahora Ogilvie, Yolles y Christine hacían lo mismo. ¿Qué escuchaban?

Entonces Peter oyó una cacofonía como si todos los teléfonos de la tierra sonaran al mismo tiempo. El sonido se hizo más próximo, se amplió hasta que pareció envolverlos a todos. Peter se llevó las manos a los oídos. La disonancia creció. Cerró los ojos, luego los abrió.

Estaba en su apartamento. El despertador marcaba las seis y treinta.

Se quedó por algunos minutos, liberando su cabeza del absurdo y entremezclado sueño. Luego se dirigió al cuarto de baño a ducharse, obligándose a permanecer bajo la lluvia fría durante el último minuto. Salió de la ducha completamente despierto. Poniéndose un albornoz de tela de esponja, comenzó a preparar el café en la cocinita, luego fue al teléfono y marcó el número del hotel.

Habló con el gerente nocturno, quien le aseguró que no había mensaje concerniente a nada que se hubiera encontrado en el incinerador. El gerente nocturno dijo en un atisbo de cansancio que no lo había verificado personalmente. Pero si míster McDermott lo deseaba, bajaría en seguida y telefonearía informando el resultado.

Peter advirtió que le incomodaba hacer semejante trabajo al fin de un turno largo y agotador. El incinerador estaba en alguna parte del último subterráneo.

Peter se estaba afeitando, cuando llamó el teléfono con la respuesta. El gerente nocturno informó que había estado hablando con el empleado del incinerador, Graham, que lamentaba mucho, pero que el papel que míster McDermott quería no había sido hallado. Ahora parecía poco probable que apareciera. El gerente agregó a la información que el turno de Graham, así como el propio, casi había llegado a su término.

Peter decidió después pasar la novedad, o más bien la falta de ella, al capitán Yolles. Recordaba la opinión de éste, la noche anterior, de que el hotel había hecho cuanto había podido en materia de obligación pública. Cualquier otra cosa, era de la incumbencia de la Policía.

Entre tragos de café, y mientras se vestía, Peter consideró los dos asuntos predominantes. Uno era Christine; el otro su propio futuro, si es que lo había, en el «St. Gregory Hotel».

Después de lo pasado anoche, comprendió que cualquier cosa que pudiera suceder, lo que más deseaba era que Christine continuara formando parte de ello. La convicción que había estado creciendo en él, ahora era clara y definida. Suponía que se podría decir que estaba enamorado, pero evitaba definir sus sentimientos más profundos, aun para sí mismo. Ya una vez, lo que había creído que era amor se había transformado en cenizas. Quizá. Quizás era mejor comenzar con una esperanza y dirigirse a tientas hacia un fin desconocido.

Podía no ser romántico, reflexionaba Peter, decir que se sentía cómodo con Christine. Pero era verdad, y en un sentido, tranquilizador. Tenía la convicción de que los lazos entre ellos se harían más fuertes a medida que pasara el tiempo. Creía que los sentimientos de Christine se parecían a los suyos.

El instinto le decía que lo que estaba al alcance inmediato debía ser saboreado, no devorado.

En cuanto al hotel, era difícil comprender, ni siquiera ahora, que Albert Wells, a quien había imaginado un hombrecito agradable y sin importancia, se hubiera revelado como un mogol financiero, que había tomado el control del «St. Gregory», o que lo haría en el día de hoy.

Superficialmente, parecía posible que la posición de Peter se afianzara con este desarrollo inesperado. Se había hecho amigo del hombrecito y tenía la impresión de que a su vez ese sentimiento era compartido. Pero simpatizar con una persona y tomar decisiones en un negocio, eran dos cosas distintas. Las personas más agradables podían ser tercas y ásperas cuando querían. También parecía poco probable que Albert Wells manejara el hotel en persona, y cualquiera que lo hiciera por él podría tener puntos de vista definidos con respecto a los antecedentes del personal.

Como siempre, Peter decidió no preocuparse de las cosas hasta que sucedieran.

A través de Nueva Orleáns, los relojes hacían sonar sus campanas anunciando las siete y treinta, cuando Peter McDermott llegó en un taxi a la mansión Preyscott en Prytania Street.

Detrás de las graciosas columnas, la gran casa blanca se destacaba noblemente a la luz del sol mañanero. El aire era tenue y fresco, con restos de la humedad de la alborada. El perfume de las magnolias parecía suspendido en el aire y había rocío sobre el césped.

La calle y la casa estaban en silencio, pero desde St. Charles Avenue y más allá, se podían oír los ruidos de una ciudad que despertaba.

Peter cruzó el césped por el sendero de ladrillo rojo. Subió los escalones de la terraza y llamó a la doble puerta tallada.

Ben, el sirviente que había servido la comida el miércoles, abrió la puerta y saludó a Peter con cordialidad.

—Buenos días, señor. Haga el favor de entrar. —Dentro continuó—: Miss Marsha me pidió que lo llevara a la galería. Se reunirá con usted dentro de unos minutos.

Ben lo precedió; subieron la ancha y curva escalera y llegaron al amplio corredor con las paredes pintadas al fresco donde el miércoles, en la semioscuridad de la tarde, Peter había acompañado a Marsha. Se preguntó si en realidad hacía tan poco que había ocurrido todo eso.

A la luz del día la galería parecía tan bien ordenada y agradable como antes. Había sillones con almohadones mullidos, y macetas con brillantes flores. Cerca del frente, mirando hacia abajo, al jardín, se había preparado una mesa para el desayuno. Había dos cubiertos.

—¿La casa está en movimiento tan temprano por culpa mía? —preguntó Peter.

—No, señor —respondió Ben—. Aquí somos madrugadores. A míster Preyscott, cuando está en casa, no le gusta que el día comience tarde. Siempre dice que el día no es suficientemente largo como para que se desperdicie ni el comienzo ni el fin.

—¡Ya lo ve! Le dije que mi padre se parece mucho a usted.

Al oír la voz de Marsha, Peter se volvió. Había llegado silenciosa por detrás de ellos. Peter tuvo una impresión como de rocío y de rosas, y que se había levantado fresca con el sol.

—¡Buen día! —Marsha sonrió—. Ben, por favor, traiga para míster McDermott un

absinthe Suissesse —tomó del brazo a Peter.

—Que sea suave, Ben. Ya sé que el

absinthe Suissesse se sirve en el desayuno en Nueva Orleáns, pero tengo un jefe nuevo. Y quiero saludarlo sobrio.

—¡Sí, señor! —respondió el sirviente.

Mientras se sentaba Marsha preguntó:

—¿Era por eso por lo que usted…?

—¿Desaparecí como el conejo de un prestidigitador? No, se trataba de otra cosa.

Ella abrió los ojos cuando él le relató lo que podía de las investigaciones del atropello-huida, sin mencionar a los Croydon. Trató de no dejarse arrastrar por las preguntas de Marsha, pero le dijo:

—Suceda lo que suceda, tendrá que ser hoy.

Pero para sí mismo pensaba: A estas horas Ogilvie debe de estar de vuelta en Nueva Orleáns, y lo estarán interrogando. Si lo mantienen detenido, tendrá que ser acusado y comparecer ante un tribunal que alertará a la Prensa. Es inevitable que haya una referencia al «Jaguar» que, a su vez, indicará a los Croydon.

Peter probó el

absinthe que tenía delante. De su época de barman recordaba los ingredientes (yerbabuena, la clara de un huevo, crema, jarabe de horchata y una pizca de anís). Pocas veces lo había probado mejor hecho. Al otro lado de la mesa, Marsha estaba bebiendo jugo de naranja.

Peter se preguntaba: el duque y la duquesa de Croydon, frente a las acusaciones de Ogilvie, ¿continuarían sosteniendo su inocencia? Era una pregunta más que el día de hoy aclararía.

Pero era indudable que la nota de la duquesa, si existió, había desaparecido. No había habido otra información del hotel, por lo menos en ese punto, y Booker T. Graham hacía mucho tiempo que habría terminado su turno.

Frente a Peter y a Marsha, Ben colocó una crema de queso

Creóle Evangeline, rodeada de fruta.

Peter comenzó a comer con placer.

—Hace un momento —dijo Marsha—, usted empezó a decir algo. Se trataba del hotel.

—Oh, sí —entre bocados de queso y fruta, explicó lo de Albert Wells—. El nuevo propietario será anunciado hoy. Me telefonearon cuando salía para venir aquí.

La llamada había sido de Warren Trent. Informó a Peter que míster Dempster de Montreal, representante financiero del nuevo propietario del «St. Gregory», estaba en camino hacia Nueva Orleáns. Míster Dempster se hallaba en Nueva York, desde donde tomaría un avión de la «Eastern Airlines» y llegaría a media mañana. Había que reservar una

suite, y se había convocado una reunión entre los antiguos y los nuevos grupos administradores para, aproximadamente, las once y media. Le dijo a Peter que se mantuviera disponible por si se le necesitaba.

Era curioso, pero Warren Trent no parecía deprimido en lo más mínimo, en realidad mucho más optimista que en los días pasados. ¿Sabría W. T. que el nuevo propietario del «St. Gregory» ya estaba en el hotel? Recordando que hasta que se produjera el cambio oficial, su propia lealtad era para el antiguo dueño, Peter le relató la conversación de la noche anterior entre Christine, Albert Wells y él mismo. «Sí lo sé —había respondido Warren Trent—. Emile Dumaire del “Industrial Merchants Bank” (el que hizo la negociación por Wells) me lo dijo por teléfono anoche a última hora. Parece que había alguna reserva; ya no la hay».

Peter también sabía que Curtis O’Keefe, y su compañera miss Lash, debían marcharse del «St. Gregory» en las últimas horas de la mañana. Aparentemente iban a distintos destinos, ya que el hotel, que se ocupaba de esos asuntos para los huéspedes distinguidos, había adquirido un pasaje en avión hasta Los Ángeles para miss Lash, mientras que Curtis O’Keefe se dirigía a Nápoles, vía Nueva York y Roma.

—Está pensando en un montón de cosas —dijo Marsha—; me gustaría que me dijera algunas. Mi padre solía hablar a la hora del desayuno, pero mi madre nunca se interesaba. A mí me interesa.

Peter sonrió. Le refirió el tipo de día que le esperaba.

Mientras hablaban, retiraron los restos de queso

Evangeline para reemplazarlos con humeantes huevos

Sardou. Dos huevos

poché sobre un fondo de corazones de alcauciles, cubiertos por una deliciosa crema de espinacas y salsa holandesa. Un vino

rosé fue servido en la copa de Peter.

—Comprendo lo que quiere decir por un día atareado —comentó Marsha.

—Y yo comprendo lo que usted quiso decir por un desayuno tradicional. —Peter vio al ama de llaves, Arma, que estaba en el fondo. Le dijo—: ¡Magnífico! —y la vio sonreír.

Más tarde quedó con la boca abierta cuando llegaron lomitos con hongos, pan francés caliente y mermelada de naranja.

—No estoy seguro… —exclamó Peter, pensativo.

—De postre hay

crepés Suzette y

café au lait —le informó Marsha—. Cuando aquí había grandes plantaciones, la gente solía burlarse del

petit déjeuner de los continentales. Hacían del desayuno un acontecimiento.

—Usted lo ha hecho un acontecimiento. Esto, y muchas cosas más. Conocerla; mis lecciones de historia; estar con usted aquí. No lo olvidaré… nunca.

—Lo dice como si se estuviera despidiendo.

—Así es, Marsha. —Quedó mirándola a los ojos; luego sonrió—. En seguida de los

crepés Suzettes.

Hubo un silencio antes de que ella comentara:

—Pensé…

Peter estiró la mano por encima de la mesa, cubriendo la de Marsha:

—Quizá los dos hayamos estado soñando. Creo que así fue. Pero es el sueño más hermoso que haya tenido.

—¿Por qué tiene que quedar sólo en eso?

—Hay cosas que no se pueden explicar. Por mucho que a uno le guste alguien, es una cuestión de decidir qué es lo mejor; de juicio…

—Y mi juicio, ¿acaso no cuenta?

—Marsha, yo tengo que confiar en el mío. Para ambos. —Pero se preguntaba si en verdad sería de fiar. Sus propios instintos habían probado ser muy poco seguros, antes. Quizás en este momento, estaba cometiendo un error que muchos años después recordaría y lamentaría. ¿Cómo poder estar seguro de nada, cuando con frecuencia ocurre que se conoce la verdad demasiado tarde?

Sintió que Marsha estaba próxima a llorar.

—Perdóneme —dijo en voz baja. Se levantó y se alejó aprisa de la galería.

Peter, sentado allí, deseó haber hablado con menos franqueza suavizando sus palabras con la simpatía que sentía por esta muchacha solitaria. Se preguntaba si volvería. Después de unos minutos, al no hacerlo Marsha, apareció Anna:

—Me parece que va a terminar el desayuno solo, señor. No creo que miss Marsha vuelva.

—¿Cómo está?

—Está llorando en su dormitorio. —Anna se encogió de hombros—. No es la primera vez, supongo que tampoco será la última. Es una costumbre que tiene cuando no consigue todo lo que quiere —retiró los platos con los lomitos—. Bien, le serviré el resto.

—No, gracias. Tengo que marcharme.

—Entonces le traeré el café.

Allá en el fondo, Ben estaba ocupado y fue Anna quien le llevó el

café au lait y lo puso al lado de Peter.

—No se preocupe demasiado, señor. Cuando pase el primer momento haré lo que pueda. Miss Marsha tiene demasiado tiempo para pensar, en sí misma. Si su padre estuviera más aquí, tal vez las cosas fueran de otra manera. Pero no está. Casi nunca.

—Es usted muy comprensiva.

Peter recordó lo que Marsha le había referido acerca de Anna: cómo de muchacha se había visto obligada a contraer matrimonio con un hombre que apenas conocía; pero la felicidad del matrimonio había durado más de cuarenta años, hasta que el marido de Anna murió el año pasado.

—Me han hablado de su marido. Debió de ser un gran hombre.

—¿Mi marido? —El ama de llaves se echó a reír—. No he tenido esposo. Nunca, en toda mi vida, he estado casada. Soy una solterona…

Marsha le había dicho:

Vivían con nosotros, Anna y su marido. Era el hombre más bueno y gentil que haya conocido. Si ha habido un matrimonio feliz fue el de ellos. Marsha había utilizado el cuadro para reforzar su propio argumento cuando le pidió a Peter que se casara con ella.

Anna todavía reía:

Mon Dieu! Miss Marsha le ha estado relatando todos sus cuentos. Inventa con facilidad. Muchas veces está fingiendo, por cuyo motivo usted no necesita preocuparse por lo que pasó.

—Comprendo. —Peter no estaba seguro de comprender, pero se sintió aliviado.

Ben lo acompañó a la puerta. Eran más de las nueve, y el día ya se hacía caluroso. Peter caminó con rapidez hacia St. Charles Avenue desde donde se dirigió al hotel. Esperaba que la caminata le quitara la soñolencia que podía sentir después de semejante comida. Lamentaba mucho no volver a ver a Marsha, y le tenía lástima por una razón que no alcanzaba a comprender. Se preguntó si alguna vez entendería a las mujeres. Lo dudaba.

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