Hotel

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Viernes » 3

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Míster Dempster de Montreal llegó a las diez y media. Peter McDermott, avisado de su llegada, fue hasta el vestíbulo para recibirlo oficialmente. Hasta entonces, ni Warren Trent, ni Albert Wells, habían aparecido en los primeros pisos del hotel, ni se tenían noticias de este último.

El representante financiero de Albert Wells era una persona expeditiva, imponente, que tenía el aspecto de un maduro gerente de una gran sucursal bancaria. Respondió a un comentario de Peter acerca de la celeridad de los acontecimientos que resultaban sorprendentes, diciendo que míster Wells con frecuencia producía ese efecto.

Un botones escoltó al recién llegado a una

suite en el piso undécimo.

Veinte minutos después míster Dempster reapareció en la oficina de Peter.

Había visitado a míster Wells, dijo, y había hablado por teléfono con míster Trent. La reunión anunciada en principio para las once treinta, fue confirmada. Entretanto había algunas personas con quienes Mr. Dempster deseaba conferenciar (para empezar, con el contador general del hotel) y míster Trent lo había invitado a hacer uso de la

suite de los ejecutivos.

Míster Dempster parecía un hombre acostumbrado a ejercer autoridad.

Peter lo llevó a la oficina de Warren Trent y se lo presentó a Christine. Para Peter y Christine era el segundo encuentro de la mañana. Al llegar al hotel la había buscado, y aunque lo más que pudieron hacer, en los concurridos alrededores de la

suite de los ejecutivos, fue cogerse las manos brevemente, en ese momento robado se sintieron nerviosos y tuvieron una vehemente conciencia de la importancia que cada uno tenía en la vida del otro.

Por primera vez desde su llegada, el hombre de Montreal sonrió:

—Oh, sí, miss Francis, míster Wells la ha mencionado. En realidad ha hablado con mucha simpatía de usted.

—Creo que míster Wells es un hombre maravilloso. Lo pensé antes… —se detuvo.

—Estoy un poco confundida, con respecto a algo que sucedió anoche —respondió Christine.

Míster Dempster sacó unos anteojos de ancha armazón que limpió, poniéndoselos luego.

—Si usted se refiere al incidente de la cuenta del restaurante, miss Francis, no debe preocuparse. Míster Wells me dijo, y cito sus propias palabras, que era la cosa más hermosa y gentil que alguien ha realizado por él. Sabía lo que estaba pasando, por supuesto. Hay pocas cosas que se le escapen.

—Sí, me estoy dando cuenta.

Hubo un golpecito en la puerta exterior de la oficina, que al abrirse dejó ver al gerente de créditos, Sam Jakubiec:

—Perdónenme —se disculpó al ver al grupo dentro, y se volvió para marcharse. Peter le hizo volver.

—Vengo a comprobar un rumor —exclamó Jakubiec—. Corre, como un fuego en la pradera, que el viejo caballero, míster Wells…

—No es un rumor. Es un hecho —respondió Peter. Luego presentó al hombre del crédito a míster Dempster.

Jakubiec se llevó una mano a la cabeza:

—¡Dios mío! Yo comprobé su crédito. Puse en duda su cheque. ¡Hasta telefoneé a Montreal!

—Me informaron de su llamada. —Por segunda vez míster Dempster sonrió—. En el Banco estaban muy divertidos. Pero tenían instrucciones estrictas de no dar ninguna información sobre míster Wells. Es la manera de hacer las cosas que le gusta.

Jakubiec emitió un sonido que pareció llanto.

—Creo que tendría que preocuparse más —le aseguró el hombre de Montreal— si no hubiera comprobado el crédito de míster Wells. Lo respetará por haberlo hecho. Tiene la costumbre de hacer cheques en pedacitos de papel, que la gente encuentra desconcertantes. Por supuesto que los cheques son buenos. Probablemente ya sepan que míster Wells es uno de los hombres más ricos de Norteamérica.

Jakubiec, aturdido, sólo podía mover la cabeza de un lado al otro.

—Sería más comprensible para todos ustedes —siguió diciendo míster Dempster— si les explicara algunas cosas de mi patrón.

—Miró su reloj. —Míster Dumaire, el banquero, y algunos abogados vendrán pronto, pero creo que tenemos tiempo.

Lo interrumpió la llegada de Royall Edwards. El contador traía algunos papeles y una abultada cartera. Una vez más se llevó a cabo el ritual de las presentaciones.

Dándole la mano, míster Dempster informó al contador:

—Tendremos una breve conversación dentro de un momento, y me gustaría que se quedara a la reunión de las once y media. Ah…, y usted también, miss Francis. Míster Trent solicitó que usted estuviera aquí, y sé que míster Wells va a estar encantado.

Por primera vez, Peter McDermott tuvo la desconcertante sensación de estar excluido del centro de los asuntos.

—Iba a explicar algunos aspectos concernientes a míster Wells. —Míster Dempster se quitó los anteojos, echó aliento en los cristales y comenzó a pulirlos otra vez.

—A pesar de la considerable fortuna de míster Wells, ha permanecido siendo un hombre de gustos sencillos. Esto de ninguna manera se debe a mezquindad. En realidad, es muy generoso. Es que para sí mismo prefiere las cosas modestas, aun en detalles como trajes, viajes y hospedaje.

—En cuanto al hospedaje —interrumpió Peter—, estaba pensando en mandar a míster Wells a una

suite. Míster Curtis O’Keefe desocupa una de nuestras mejores

suites esta tarde.

—Sugiero que no lo haga. Sucede que sé que a míster Wells le gusta la habitación que ocupa si bien no la que tenía antes.

Mentalmente, Peter se heló ante la referencia de la habitación ja-ja, que Albert Wells había ocupado antes de ser transferido a la 1410 el lunes por la noche.

—No se opone a que otros ocupen una

suite… por ejemplo yo —explicó míster Dempster—. Se trata, simplemente, de que él no necesita tales cosas. ¿Los estoy cansando?

Los interlocutores contestaron a una que no.

—¡Es algo como de los hermanos Grimm! —comentó Royall Edwards divertido.

—Quizá. Pero no creo que míster Wells viva en un mundo de cuento de hadas. No, desde luego. Ni yo tampoco.

Lo adviertan o no los otros, hay una insinuación de inflexibilidad bajo la cortesía de las palabras, pensó Peter…

—Conozco a míster Wells desde hace muchos años —continuó míster Dempster—. En ese tiempo he aprendido a respetar sus intuiciones tanto en los negocios como respecto a las personas. Tiene una especie de sagacidad instintiva que no se enseña en «Harvard School of Business».

Royall Edwards, que se había graduado en «Harvard Business School» se sonrojó. Peter se preguntó si la coincidencia era casual o si el representante de Albert Wells había hecho algunas rápidas investigaciones sobre el personal superior del hotel. Era muy posible que las hubiera hecho, en cuyo caso, los antecedentes de Peter McDermott, incluyendo su despido del «Waldorf» y la subsecuente inclusión en la lista negra, se conocerían. ¿Sería ésta la razón, se preguntaba Peter, de su exclusión del núcleo central?

—Supongo que habrá muchos cambios —observó Royall Edwards.

—Me parece probable —nuevamente míster Dempster limpió sus anteojos; parecía un hábito compulsivo—. El primer cambio será que me convertiré en el presidente de la compañía del hotel, papel que desempeño en casi todas las empresas de míster Wells. Nunca quiere asumir los títulos él mismo.

—Entonces lo veremos mucho por aquí —comentó Christine.

—En realidad, muy poco, miss Francis. Yo seré una figura, nada más. El vicepresidente ejecutivo tendrá toda la autoridad. Ésa es la política de míster Wells, y también la mía.

Después de todo, pensó Peter, la situación se había resuelto copio había esperado. Albert Wells no estaría complicado en la dirección del hotel; de manera que el hecho de conocerlo no significaba ninguna ventaja. El hombrecito estaba doblemente alejado de la administración activa, y el futuro de Peter dependería de un vicepresidente ejecutivo, cualquiera que fuese. Peter se preguntaba si sería alguien que conociera. En ese caso podría resultar muy distinto.

Hasta ese momento Peter se había dicho que aceptaría las cosas como vinieran, incluyendo (si fuera necesario) su propia partida. Ahora descubría que deseaba quedarse en el «St, Gregory», y mucho. Christine, por supuesto, era una razón. La otra, el «St. Gregory», que siguiendo independiente con una nueva administración, prometía ser emocionante.

—Míster Dempster —preguntó Peter—, si no es un gran secreto, ¿quién será el vicepresidente ejecutivo?

El hombre de Montreal pareció sorprenderse. Miró con extrañeza a Peter, luego su expresión se aclaró:

—Excúseme, pensé que lo sabía. Usted.

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