Hotel

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Viernes » 5

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En la espaciosa oficina de Warren Trent, míster Dempster había concluido su conversación privada con el contador. Esparcidas alrededor de ellos había hojas de balance, informaciones que Royall Edwards estaba recogiendo, mientras llegaban otros para la reunión de las once y treinta. El banquero pickwiniano, Emile Dumaire, fue el primero en llegar un poco engreído de su propia importancia. Lo seguía un cetrino y delgado abogado que se ocupaba de la mayoría de los asuntos legales del «St. Gregory», y un abogado más joven de Nueva Orleáns, representando a Albert Wells.

Peter McDermott llegó después, acompañando a Warren Trent, que había bajado desde el decimoquinto piso un momento antes. Paradójicamente, a pesar de haber perdido la larga lucha para mantener en sus manos el control del hotel, el propietario del «St. Gregory» parecía más amable y descansado que en ningún momento de las pasadas semanas. Llevaba un clavel en el ojal y saludó a los visitantes con gran cordialidad, incluyendo a míster Dempster, a quien Peter lo presentó.

Para Peter, todo el proceso tenía algo de quimérico. Actuaba mecánicamente, su conversación era un reflejo condicionado, como si respondiera a una letanía. Era como si un robot, dentro de él, se hubiera hecho cargo de todo, hasta que se pudiera recobrar del impacto que le produjo el hombre de Montreal.

Vicepresidente ejecutivo. Le importaba menos el título que sus responsabilidades.

Dirigir el «St. Gregory» con absoluto control era como el logro de un imposible. Peter sabía, con una convicción apasionada, que el «St. Gregory» se convertiría en un espléndido hotel. Llegaría a ser estimado, eficiente, lucrativo.

Era obvio que Curtis O’Keefe (cuya opinión debía tenerse en cuenta) también pensaba así.

Había medios para lograr ese fin. Incluía un aumento de capital, una reorganización con zonas de autoridad bien definidas, y cambios en el personal: retiros, promociones y traslados.

Cuando se enteró de la compra del hotel por Albert Wells, y de que continuaría independiente, Peter esperaba que alguien tuviera la visión y el ímpetu para hacer cambios progresistas. Ahora tendría él esa oportunidad. La perspectiva era emocionante. Y también asustaba un poco.

Tenía una importancia personal. La designación, y lo que le seguía, significaría una rehabilitación del

status de Peter McDermott dentro de la industria hotelera. Si tenía éxito en el «St. Gregory» lo que había sucedido antes sería olvidado, su cuenta barrida y limpia. Los hoteleros, como grupo, no eran rencorosos ni cortos de vista. Al fin, lo que más importaba era el éxito.

Los pensamientos de Peter volaban. Todavía estaba aturdido, pero comenzando a recuperarse, se unió a los otros que ahora tomaban asiento en una larga mesa de reuniones, colocada cerca del centro de la habitación.

Albert Wells fue el último en llegar. Entró con timidez, escoltado por Christine. Cuando llegó, los que estaban sentados se pusieron de pie.

Visiblemente molesto, el hombrecito movió la mano para que tomaran asiento:

—¡No, no! ¡Por favor!

Warren Trent se adelantó, sonriendo:

—Míster Wells, le doy la bienvenida a mi hotel. —Se estrecharon la mano—. Cuando se convierta en su casa, deseo de todo corazón que estas viejas paredes le den tantas alegrías y satisfacciones, como, a veces, me han dado a mí.

Las palabras fueron dichas con cortesía y gracia. En boca de cualquier otra persona, pensó Peter McDermott, hubieran parecido huecas o exageradas. Pronunciadas por Warren Trent, tenían una convicción curiosamente conmovedora.

Albert Wells pestañeó. Con la misma cortesía, Warren Trent le tomó del brazo y procedió a hacer las presentaciones.

Christine cerró la puerta y se unió a los otros en la mesa:

—Entiendo que ya conoce a mi ayudante, miss Francis: y a míster McDermott.

Albert Wells sonrió con su sonrisa de pájaro:

—Sí, hemos tenido algún contacto —hizo un guiño a Peter—. Creo que tendremos más.

Fue Emile Dumaire quien abrió la sesión.

Los términos de la venta, señaló el banquero, ya estaban acordados en lo sustancial. El propósito de la reunión que presidía, a petición de míster Trent y de míster Dempster, era decidir las tramitaciones incluyendo la fecha del traspaso. Al parecer no había dificultades. La hipoteca sobre el hotel vencía hoy, había sido tomada temporalmente por el «Industrial Merchants Bank», bajo garantías de míster Dempster, en representación de míster Wells.

Peter sorprendió una irónica mirada de Warren Trent, quien, durante meses, había tratado infructuosamente de obtener la renovación de la hipoteca. El banquero sacó un proyecto de convenio que distribuyó. Hubo una breve discusión sobre su contenido, en la que participaron los abogados y míster Dempster. Luego comenzaron a analizar el proyecto punto por punto. Durante la mayor parte de lo que siguió tanto Warren Trent como Albert Wells permanecieron como espectadores; el primero, meditativo; el hombrecillo, hundido en su silla como si deseara diluirse en el fondo. En ningún punto míster Dempster se refirió a Albert Wells, ni siquiera miró hacia su lado. Era obvio que el hombre de Montreal conocía las preferencias de su jefe en cuanto a evitar llamar la atención, y estaba acostumbrado a tomar las decisiones por sí mismo.

Peter McDermott y Royall Edwards respondieron a las preguntas, cuando surgieron, relativas a la administración y a las finanzas. En dos ocasiones Christine abandonó la reunión y volvió, trayendo documentos de los archivos.

A pesar de su pomposidad, el banquero presidió bien la reunión. Al cabo de media hora se había terminado con los asuntos principales. La fecha oficial para hacer la transferencia se fijó para el martes. Otros detalles menores se dejaron para que los arreglaran los abogados.

Emile Dumaire dirigió una rápida mirada a las personas en la mesa:

—Si no hay nada más…

—Tal vez una cosa. —Warren Trent se inclinó hacia delante; su movimiento reclamó la atención de todos—. Entre caballeros, la firma de documentos no es más que una formalidad aplazada, confirmando compromisos honorables ya vigentes. —Miró a Albert Wells—. Me imagino que está de acuerdo.

—Por supuesto —respondió míster Dempster.

—Entonces por favor, considérense en libertad para comenzar a tomar en seguida cualquier disposición que hayan previsto dentro del hotel.

—Gracias. —Míster Dempster asintió apreciativamente—. Hay algunas cosas que desearíamos poner en movimiento. Inmediatamente después del traspaso el martes, míster Wells desea que se cite a una reunión de directores, en la cual lo primero que se propondrá será su elección, míster Trent, como presidente de la junta.

Warren Trent inclinó graciosamente la cabeza.

—Tendré el honor de aceptar. Haré cuanto pueda para ser un digno ornamento.

—Míster Wells desea que yo asuma la presidencia.

—Un deseo que comprendo bien.

—Con míster Peter McDermott como vicepresidente ejecutivo.

Un coro de felicitaciones se dirigió a Peter, de los que estaban alrededor de la mesa. Christine sonreía. Con los otros, Warren Trent estrechó la mano de Peter.

Míster Dempster esperó hasta que la conversación se apagara.

—Todavía queda pendiente otro punto. Esta semana estaba en Nueva York cuando salió esa publicidad desagradable con respecto al hotel. Me agradaría que me aseguraran que eso no se repetirá, por lo menos antes del cambio de administración.

Hubo un repentino silencio.

El abogado más viejo pareció asombrado. En un murmullo audible, el joven le explicó:

—Fue porque despidieron a un hombre de color.

—¡Ah! —El abogado mayor asintió, comprensivo.

—Quiero dejar aclarada una cosa —míster Dempster se quitó los anteojos y comenzó a limpiarlos con cuidado—: no sugiero que haya ningún cambio básico en la política del hotel. Mi opinión, como hombre de negocios, es que deben respetarse los puntos de vista y las costumbres locales. Lo que me preocupa es que, si surge una situación parecida, produzca un resultado similar.

De nuevo se produjo un silencio.

De pronto, Peter McDermott advirtió que el foco de la atención se había fijado en él. Tuvo una repentina y helada intuición de que aquí, y sin previo aviso, se había producido una situación crítica: la primera y quizá la más significativa del nuevo régimen. La manera con que la tratara podía afectar al futuro del hotel y al suyo propio. Esperó hasta estar bien seguro de lo que quería decir.

—Lo que se ha dicho hace un momento —Peter hablaba con tranquilidad, asintiendo al joven abogado—, por desgracia es verdad. A un miembro de una convención en este hotel, con una reserva confirmada, se le negó alojamiento. Era un dentista, y entiendo que muy distinguido, e incidentalmente, negro. Lamento decir que fui yo quien lo despachó. Desde entonces tomé la decisión personal de que eso no sucederá jamás.

—Como vicepresidente ejecutivo, dudo que se vea en esa situación… —acotó Dumaire.

—Ni de permitir que se haga una cosa similar en un hotel que esté a mi cargo.

—Es una declaración demasiado absoluta.

—Ya hemos hablado de todo esto —subrayó Warren Trent volviéndose con rapidez hacia Peter.

—Caballeros —míster Dempster se puso otra vez los anteojos—, creo que dije con claridad que no estaba sugiriendo ningún cambio fundamental.

—Pero yo sí, míster Dempster.

Si había de haber algún choque, pensó Peter, mejor sería que fuera ahora mismo y se terminara. Sería él quien dirigiera o no el hotel. Ésta parecía una buena oportunidad para ponerlo en evidencia.

—Quiero estar seguro de entender su posición —declaró el hombre de Montreal inclinándose hacia delante.

Una cauta voz interior le avisó a Peter que estaba mostrándose demasiado inquieto. La desoyó.

—Mi posición es muy simple. Insistiré en una completa integración del hotel, como condición para aceptar mi cargo.

—¿No se precipita demasiado en dictar los términos?

—Imagino que su pregunta significa que están enterados de ciertas cuestiones personales… —respondió Peter con tranquilidad.

—Sí, estamos enterados —admitió míster Dempster.

Peter observó que los ojos de Christine estaban fijos con intensidad en su cara. Se preguntó inquieto qué pensaría ella.

—Precipitado o no —dijo—, creo que es honrado que conozcan mi punto de vista.

Míster Dempster limpiaba una vez más sus anteojos. Se dirigió a todas las personas:

—Supongo que todos respetamos una convicción sostenida con firmeza. Si bien me parece que éste es el tipo de problema en que podríamos contemporizar. Si míster McDermott está de acuerdo, podíamos posponer una decisión definitiva. Luego, dentro de uno o dos meses, el tema puede ser reconsiderado.

Si míster McDermott está de acuerdo. Peter pensó que con astucia diplomática, el hombre de Montreal le había ofrecido una salida.

Seguía un patrón establecido. Primero se insistía, se apaciguaba la conciencia, se declaraba la fe. Luego venía la concesión moderada. El razonable compromiso a que llegan los hombres razonables.

El tema puede ser reconsiderado. ¿Qué podría ser más civilizado, más eminentemente sensato? ¿Acaso no era la actitud moderada, sin violencia, la que la mayor parte de las personas deseaban? Los dentistas, por ejemplo. Su carta oficial, con la resolución deplorando la actitud del hotel en el caso del doctor Nicholas, había llegado hoy.

También era cierto:

había dificultades que encaraba el hotel. El momento era inapropiado. Un cambio de administración produciría una enormidad de problemas, para inventar otros nuevos. Esperar quizá fuera lo más prudente.

Pero entonces, el momento para los cambios reales nunca sería oportuno. Siempre habría razones para no hacer las cosas. Alguien había dicho eso hacía poco tiempo. ¿Quién?

El doctor Ingram. El valiente presidente de los dentistas que dimitió porque consideraba que el principio era más importante que la conveniencia, y que se había marchado del «St. Gregory Hotel» la noche anterior con justa cólera.

De cuando en cuando, había dicho el doctor Ingram,

se tienen que poner en la balanza los deseos contra los principios… Usted no lo hizo, McDermott, cuando tuvo la oportunidad. Estaba demasiado preocupado con este hotel, su trabajo… Algunas veces, sin embargo, se tiene una segunda oportunidad. Si eso le sucede a usted… no la desaproveche.

—Míster Dempster, la ley y los derechos civiles son perfectamente claros. Aunque lo demoremos o lo eludamos durante un tiempo, al final el resultado será el mismo.

—Entiendo —señaló el hombre de Montreal— que se discute bastante sobre los derechos de los Estados.

Peter movió la cabeza con impaciencia. Su mirada recorrió la gente de la mesa:

—Creo que un buen hotel debe adaptarse a los tiempos cambiantes. Hay asuntos de derecho humano a los cuales nuestro tiempo ha despertado. Es mucho mejor que nos adelantemos a realizar y aceptar estas cosas que soportar que se nos impongan, como sucederá si no actuamos por nosotros mismos. Hace un momento declaré que nunca tomaré parte otra vez en despedir a un doctor Nicholas. No estoy dispuesto a cambiar de idea.

—Todos no serán el doctor Nicholas —espetó Warren Trent.

—Ahora mantenemos cierto nivel, míster Trent. Continuaremos manteniéndolo, sólo que abarcará más.

—¡Se lo advierto! Llevará este hotel a la ruina.

—Parece que ha habido otras maneras de conseguir eso.

Ante la respuesta Warren Trent se sonrojó.

Míster Dempster se miraba las manos:

—Desgraciadamente, hemos llegado a un punto muerto. Míster McDermott, en vista de su actitud, podríamos tener que reconsiderar… —Por primera vez, el hombre de Montreal indicó una duda. Miró a Albert Wells.

El hombrecito estaba hundido en su silla. Pareció encogerse cuando la atención de todos los presentes se concentró en él. Pero sus ojos se encararon con los de míster Dempster.

—Charles, creo que deberíamos dejar que el joven haga lo que piensa —dijo Albert Wells. Y movió la cabeza asintiendo hacia Peter.

—Míster McDermott, se aceptan sus condiciones —anunció míster Dempster sin el menor cambio en la expresión.

La reunión se estaba levantando. En contraste con el acuerdo de momentos antes, había una sensación de tensión y embarazo.

Warren Trent eludió a Peter, tenía la expresión sombría. El abogado más viejo parecía desaprobar, y el más joven, no se comprometería ni en un sentido ni en otro. Emile Dumaire hablaba con vehemencia a míster Dempster. Sólo Albert Wells parecía ligeramente divertido con lo que había pasado.

Christine fue la primera en acercarse a la puerta. Un momento después se volvió buscando a Peter. A través de la puerta vio a su secretaria esperando en la oficina de fuera. Conociendo a Flora, tenía que ser algo extraordinario lo que la trajera hasta allí. Se excusó y salió.

—Míster McDermott, no lo hubiera molestado…

—Lo sé. ¿Qué ha sucedido?

—Hay un hombre en su oficina. Dice que trabaja en el incinerador y que tiene algo importante que usted necesita. No me lo quiere entregar, ni tampoco quiere marcharse.

—Iré lo más pronto que pueda —respondió Peter, sorprendido.

—¡Por favor, dese prisa! —Flora parecía incómoda—. Detesto decirlo, míster McDermott, pero el hecho es que… bien,

apesta.

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