Hotel

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Ahí va. Sin paños calientes. Os aseguro que tengo el culo pelado, literalmente pelado, de leer y de releer la obra de todo cuentista contemporáneo en español que se precie de serlo. Sin excepción. Suman legión, lo reconozco. Das una patada a una piedra y salen diez. Eso ha hecho más difícil encontrar una aguja en ese maldito pajar arrasado que algunos denominan mundillo literario y que, como bien dice Ruiz Zafón en la única frase afortunada que, en mi opinión, ha sido capaz de fabricar entre tanto ‘best-seller’, “es 1% literario y 99% mundillo”. Sin embargo, el resultado ha merecido la pena. Empaparme de tanto malo relato, quiero decir. Os puedo hablar, con conocimiento de causa lectora, de cientos de nombres de jóvenes y no tan jóvenes escritores cuyos manidos relatos, sobrevaloradísimos por la anémica crítica que pulula por la prensa del Movimiento de nuestros días, han sido llamados para revolucionar el panorama —o mejor dicho, mundillo— literario.

Patricio Pron, Alberto Olmos, Hipólito G. Navarro, Ricardo Méndez Salmón, Andrés Neuman, Lara Moreno, Matías Candeira, Elvira Navarro... La lista es larga y tan insípida como la minificción con que sus autores nos estragan. Muy laaaaaaarga. Más de lo que a muchos nos gustaría. Y lo peor de todo es que algunos de ellos, casi otra legión, son citados como clásicos modernos por revistas como ‘Granta’ y suplementos culturales. No hay año que no nos ‘sorprendan’ con un nuevo Cortázar. Pero, tras su lectura, no queda nada más que alardes sin chicha, posmodernidad mal comprendida y floristería literaria sacada de un cursillo CCC. Al leer esta afirmación mía habrá más de cuatro talibanes literarios que se echarán las manos a la cabeza. No importa. Dejémosles en esa incómoda postura y sigamos adelante.

A mí un cuento tiene que agarrarme por los huevos y no soltarme hasta varias décadas después. Es la única teoría literaria que mantengo. Que me sirve. Que practico. Que no me hace perder el tiempo. Que me ha convertido, con el paso del tiempo, en escritor. Y os aseguro que los cuentos de Carlos de Tomás te agarran. Por los huevos. Por el pescuezo. Por el alma. Igual que lo haría, con sus uñas pintadas de azul, una amante despechada. Como lo hicieron en su día los de Rulfo, Aldecoa, Baroja, Cortázar, Quiroga, Carver, Bukowski y alguno que otro más. En este caso, la lista no es tan larga como uno quisiera. Pero se suma ahora Carlos de Tomás a ella haciendo bueno eso de que los últimos, llegado ese día de la Victoria Final que muchos ansiamos, serán los primeros. En el fondo es algo tan sencillo como disponer de una voz propia, tener algo que contar y saber cómo hacerlo. Sin más.

Este preámbulo, que a simple vista parece una sandez (y que a lo mejor lo es, porque nadie está libre de un mal momento), quiere daros a entender que los relatos que vais a leer a continuación son los cuatro estruendosos puñetazos en la mesa del convite de una boda en la que todos, incluidos los novios, el cura, la tarta y la sombra de ojos que convierte a la madrina en una anoréxica osa panda, son de mentira. Pura estafa. Replicantes, robots, seres postizos ideados por uno de esos pocos escritores que van haciendo, poco a poco, su camino, sabedores de que en esto de juntar letras nunca hay fin. El fin es el camino en sí. Puesto que escribir, como ya nos advirtió en su día Clarice Lispector, “es un sufrimiento que salva”.

Ahí voy. Directo a vuestra mandíbula. O a la mía, que para el caso viene a ser lo mismo. Carlos de Tomás y estas cadenas hoteleras narrativas, redecoradas cual interminable barrio chino por una futurista Ikea, contienen entre sus páginas el salvavidas adecuado para sobrevivir en ese sufrimiento vital donde nos encontramos todos. De Tomás se asoma, y nos obliga a asomarnos a los demás de paso, a ese abismo crítico y existencial que se abre a unos metros de nuestra psique. Un ‘voyeur’ experimentado, obsesivamente dedicado a mirar por las cerraduras que dan paso a las dimensiones paralelas de nuestros alrededores. De Tomás funde narrativamente a negro, a blanco, a rojo, a gris, como si las palabras emergiesen, en realidad, de una cámara de cine. De ahí que a mí, desde hace tiempo, todo lo que leo de este autor me transporte violentamente al cine de Cronenberg o de Lynch. Puesto que hay mucho de Cronenberg, y de Lynch, en su mirada. Eso sí, añadiendo, siempre añadiendo entre súbitos parpadeos las poderosas imágenes que remiten a Buñuel, a Polanski, a Lang, a Zulueta.

Parece contradictorio, que para hablar de literatura haya que hacerlo de cine, pero no lo es. Los cuentos de Carlos de Tomás son puro cine. Al igual que lo son sus novelas y poemarios. Cine comprendido como aquello que se aprehende a través de imágenes que entran y salen de nuestra mente en una sucesión implacable y feroz. Carlos es un guionista que se aferra a las palabras. En su voluntad de estilo sobran las acotaciones técnicas. No hay cabida más que para hirientes metáforas, punzantes diálogos o descripciones desoladoras. De ahí que siempre me llamase la atención, desde lo primero suyo que leí, que en su caso la diferenciación de géneros literarios resulta en vano. ¿Poesía? ¿Novela? ¿Relato? ¿Ciencia ficción? ¿Thriller? ¿Realismo sucio? ¡A tomar por culo con las etiquetas! ¿Quién necesita muletas para echar a andar? Da lo mismo lo que tengas delante, puesto que, si es de Carlos de Tomás, estarás a punto de enfrentarte a una desmesurada novela río. Siempre en marcha. Hecha para quienes pensamos que una obra literaria no sólo ha de entretener, sino también perturbar cuerpo y espíritu.

Si Carlos de Tomás hubiese nacido en Bielefeld y no en Navalmoral de la Mata, y ejerciese de juez y viviese entre Bonn y Berlín en vez de en Salamanca, se llamaría Bernhard Schlink. Carlos es, de hecho, nuestro Bernhard particular. La única duda que me queda es si Schlink tiene algo de poeta, aunque doy por hecho que sí. Solamente los poetas pueden escribir ‘El lector’. Haced la prueba. Leed cualquiera de los relatos de Bernhard Schlink y pensaréis que lo que acaban de comprimir ahí es un pedazo de novela. Cada cuento de Schlink, por corto que sea, encierra una novela de largo aliento en su interior. Pues con Carlos de Tomás ocurre lo mismo. A eso me refería cuando os hablaba de mi teoría literaria. Eso es, y no otra cosa, que un cuento te agarre por los huevos. Que te deje el poso que dejan las grandes novelas. Que te rompa en mil pedazos. Si Carlos de Tomás hubiese nacido en Norfolk y hubiese permanecido hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial en Sumatra y en Birmania, se llamaría Brian W. Aldiss. Carlos es, de hecho, nuestro representante de la nueva ola de la ciencia ficción británica particular. La única duda que me queda es si Aldiss tiene algo de poeta, aunque doy por hecho que sí. Solamente los poetas pueden escribir ‘Bang, Bang’ y ‘Donde las líneas convergen’. Si Carlos de Tomás hubiese nacido…

Acabo ya. Espero que el mensaje esté recibido. Aunque sé que siempre hay despistados. A ellos van dirigidas estas últimas líneas. ¡Eh!, ¡despertad! El ‘Hotel’ que tenéis ahora mismo entre las manos es un libro tan irreverente, visionario y apocalíptico como decididamente libre. Su tono, su voz, su registro narrativo es siempre novedoso, desafiante, provocativo y exigente. No en vano a su autor no se le ocurre otra cosa que rematar uno de los relatos así: “Últimamente solo ronda una idea en mi cabeza, deseo apagarme, apagarme de una puta vez. ¡¿Por qué no me apagan?!”.

Gracias por haber llegado hasta aquí. Lanzaos ahora a por estos cuentos como si no hubiera un mañana (¡en ninguno de ellos hay un mañana!). No os arrepentiréis.

David Benedicte

(Periodista, Novelista y Poeta. Ganador del I Premio Francisco Umbral de Novela, entre otros). Prólogo para la edición impresa. Madrid, mayo 2013.

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