Hotel

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Tengo que indagar sobre la venta de mi casa, nadie me ha informado hasta el momento de cómo van las gestiones. Preguntar a Grande Amelia no me apetece, no tengo ganas ni fuerzas para desandar un camino que pensé siempre no tendría retorno. Además, están los recuerdos con Susana, a veces pienso que son los únicos recuerdos bonitos de mi existencia, aunque se me amontonen en mi cabeza pequeños recuerdos, acontecimientos agradables con mis padres, pero son tan difusos y lejanos que no puedo concretarlos. Ya ni siquiera recuerdo cuando me uní a Darling Junior; de su madre no puedo acordarme del rostro, pero sí de cuando perdió el apellido Dolly, se balanceaba con una copa en la mano y hablaba y hablaba sin parar; Oso Doyle le acompañó a su casa, creo que entre los dos hubo algo.

Oso Doyle siempre me impresiona cuando lo veo; calvo total, grueso y alto, con cierto morrillo en el cuello, vestido siempre de negro con gafas oscuras. La piel del rostro la tiene un tanto picada de viruela; habla poco y nunca me pareció de fiar. A pesar de todo, tendré que ver a Gruesa Amelia y dar una vuelta por la casa, aunque sea muy fatigoso. Me pregunto qué es lo que he hecho para encontrar a Susana. La verdad, poca cosa y ahora me arrepiento. Si ella estuviera a mi lado seguramente no tendría la sensación de que todo se acabará pronto.

Intento averiguar cuánto tiempo llevo aquí, pero es difícil saberlo, no presto atención a esos detalles y cuando se me ocurre mirar el calendario no logro averiguar la información que deseo conocer. El de la 104 tiene un pupilo, o un discípulo, no lo sé muy bien, al chico casi no se le escucha. Creo que son rateros de poca entidad. Le dice al chico que el hotel es otro submundo, aunque en vez de estar bajo tierra estés sobre ella, pero submundo al fin y al cabo; con sus galerías y estancias igual que las madrigueras de las ratas, y en lo único que pensamos es en buscar comida y engordar, y si se pone alguien por delante entorpeciendo el paso lo mordemos, je, je, je, se ríe groseramente para luego terminar dando un cachetazo al chico y decirle que joder lo que ha engordado este mes. La otra tarde me crucé con él en las escaleras, no es bien parecido, tampoco mal parecido, pero no tiene un rostro de buena persona, no compartiría mesa con el de la 104. Ayer, se alteró con el de la habitación contigua, estaba exaltado. “¿Zapatear? ¡Hijos de puta! Tengo párkinson y los kilos de más me vienen bien, cuanto más gordo estoy menos tembladera tengo, es mi medicina a falta de posibles para tratarme ¡Hijo de puta, estoy enfermo! Clanc, clanc, clanc…” Sodomiza al chico, estoy seguro. Lo del párkinson es la escusa para cubrirse de las juergas a las que somete al aprendiz de ratero. Casi con certeza, ya roba para él.

A pesar del enorme calor, cuando tocaba los frágiles dedos de Susana siempre estaban frescos y una sutil y agradable fragancia emanaba de su rostro; perfume que trasmitía frescura y ofrecía a su alrededor una sensación de tibieza. Era como chocar con un halo de brisa muy húmeda. Pero quizá fuera solamente un espejismo de mi mente rodeado de tanta sequedad.

Hoy tengo miedo a la muerte, siempre presumiendo de lo contrario, pero han sido las palabras del tipo de la 302 las que me han puesto un poco nervioso; pensó en voz alta y dijo: “Hace tiempo que no oigo ni veo al de la 304 ¿Se lo habrán cargado? O acaso esté escondido, por eso no hace ruido y no lo barrunto. Creo que el de la 304 es el siguiente si es que no ha caído ya. Debo extremar las precauciones.” Pero… ¿Por qué habrá dicho eso? ¿Qué precauciones? ¿A qué se refiere? Y encima, para más desasosiego, está el aprensivo de la 201: “Lo mejor es quedar muerto bajo el marco de la puerta de entrada, así me podrán identificar. Si muero en las escaleras, tal vez me tomen por otro, y si muero aquí dentro, con la puerta cerrada, cuando me encuentren, si me encuentran, me habrán comido los bichos, me habré descompuesto ¡No podrán reconocerme, qué horror! Es importante que me reconozcan, que sepan todos que yo era Boris Gran Grozinsky, el que eclipsó la mirada de las damas y los maricones, cuando bailé El Lago de los Cisnes en Chicago. Dijeron de mí que era el mejor desde Nuréyev.”

Darling Junior, en una ocasión organizó una fiesta, la única que recuerdo. Pequeña Gloria y Gruesa Amelia iban de un lado para el otro colocando y recolocando y recogiendo después. Hacía pocas fechas que Susana estaba con nosotros, tal vez fue la chispa que puso de buen humor a Darling junior; aunque su alegría se esfumó poco antes de terminar la fiesta. Montó un numerito cuando me preguntó que cuanto tiempo llevaba a solas con Susana en la cocina. Creo que no había terminado la fiesta cuando me puso los cuernos con el bestia de Oso Doyle, allí mismo. Los sentí en el cuarto de la leña, junto al arcón congelador de alimentos. Me faltaron las fuerzas para entrar, sabía lo que estaba ocurriendo y no tuve reaños.

“¡Eh Frank! Estás más gordo, la chaqueta te ha quedado pequeña. Me alegro Frank, me alegro.” Lo que no sabe, o no es capaz de apreciar Michel, es que mi cuerpo cada día está más delgado y débil, que lo que me ha crecido es la puta joroba, por eso no me abrocha la chaqueta, y que cada vez me cuesta más mirar en horizontal. Michel no está en la realidad, lo digo siempre, en ninguna realidad.

Hoy Jefe Ceñudo Taylor ha vuelto a importunarme; no me gusta, auguro algún cambio, tal vez vengan peores tiempos. A veces me pregunto por qué no hemos tenido hijos. En el barrio tampoco había niños. Se ven escasamente, sé que los hay, pero veo tan pocos que en ocasiones pienso que de esta ciudad han desaparecido. Desconozco si en otras ciudades ocurrirá lo mismo. Acaso sea esta la razón por la que la joven Susana ejercía sobre mí tanta atracción.

El anciano de la 204, el que pensaba en voz alta en su amada, dijo ayer: “Qué descuidado soy, tengo todo muy desordenado y sucio ¿Qué pensará de mí Rosalinda? Tengo que arreglar de inmediato la habitación, pero estoy cansado, muy cansado…” El anciano de la 204 no volverá jamás a ver a Rosalinda, estoy convencido. Le ocurrirá lo mismo que a mí con Susana, ya me he dado cuenta de mi realidad. Estoy perdiendo la esperanza y eso me hace mella, me vuelve suspicaz. Hoy, por casualidad asistí al cambio de turno en la recepción; de esa mole negra cada día me fío menos. Dicen que Fredo está enfermo. Le sustituye otro joven con acento extranjero, parece despistado, lo curioso es que se parece muchísimo a Fredo, si no fuera porque este no tiene pecas en la cara diría que es Fredo.

Cada día que pasa me siento más cansado, soporto peor el calor. Gracias a recrearme en el sueño con el que me desperté, voy sobrellevando las horas. Susana decía que me esperaba en casa, que debía regresar a su lado cuanto antes, que su felicidad estaba junto a la mía, y me veía a mí mismo joven y sin joroba, con una buena mata de pelo negro. Corría por una calle solitaria hacia mi casa, al encuentro con la joven Susana. “¡Eh Frank! Ven, te estoy esperando para cenar, date prisa, tengo esos bollitos de azúcar que tanto te gustan.” Ahora sí. Estoy decidido a dar una vuelta por mi antigua casa. Preguntaré a Gruesa Amelia por las gestiones de venta. Les diré a Michel y Pequeña Gloria que me lleven el domingo. Pequeña Gloria nos ofrecerá esos riquísimos emparedados de carne que me darán fuerza, ya estoy cansado de los buñuelos y su enigmático relleno. Me dan cierto asco. ¿Y si el domingo Susana estuviera allí, esperando mi llegada? Construir ese pensamiento me acelera tanto el corazón que casi no puedo soportarlo, me ahogo.

Cuando comencé a divisar la casa, la frágil cerca de madera gris me pareció más pobre desde la distancia. Bajamos del furgón de Michel, Pequeña Gloria le advirtió que me dejara solo. La pareja se quedó fuera del jardín de matorrales, mientras me aproximaba con paso torpe hacia la puerta. A mis costados, los matojos me superaban en altura. Pude subir no sin dificultad los cuatro peldaños hasta el porche. Introduje mi brazo en la pequeña gatera donde siempre estuvo la llave, rebusqué con la mano ciega, la saqué al fin y titubee antes de apartar la sucia mosquitera para después girar la llave. Mi corazón se aceleraba, luego notaba como si se parara; pero la gran impresión fue creciendo mientras empujaba despaciosamente la puerta y contemplé la sala principal iluminada por la parda luz de la calle. Parecía una cueva tiznada y sucia después de soportar tantas hogueras, pero era una apariencia provocada por las paredes de neumáticos negros que absorbían casi toda la luz que llegaba desde fuera. El polvo flotaba espeso y caprichoso. No pude entrar, di media vuelta con una cierta violencia, la joroba se balanceó más de lo que hubiera deseado provocándome pinchazos en la espalda y la ilusión de que me arrugaba por momentos. Pequeña Gloria, siempre tan atenta y pendiente de mi, se acercó presta a ofrecerme su brazo. Con la cabeza casi hundida en el asfalto y mi joroba apuntando al astro culpable del Gran Apagón, cruzamos la calle para saludar a Gruesa Amelia y Oso Doyle, e interesarme, a pesar de mi zozobra, por las gestiones de venta.

La puerta estaba abierta, Michel continuaba junto a su furgón, Pequeña Gloria se quedó fuera. Entré en la casa con cierta desconfianza. Alcé la voz hasta donde mis fuerzas me permitían alzar la voz. La contestación de Oso Doyle, desde el jardín no se hizo esperar “¡Eh Frank! Ahora estoy contigo” como si estuviera resolviendo alguna cuestión con otra persona en vez de realizar cualquier tarea en la trasera de su casa. Parecía que Gruesa Amelia no estaba. Continué hacia el fondo de la sala, el cuarto de la derecha tenía la puerta entreabierta, como un acto automático la empuje con los nudillos lo suficiente para mirar en su interior, repasé con la vista el cuarto y cuando estaba a punto de voltearme para tomar asiento en la sala grande, cambié de opinión, como si una llamada interior me hubiera alertado de algo, decidí penetrar aquella pequeña estancia y mirar detrás de la puerta. La sorpresa me dejó paralizado, tuve que arrodillarme pues las piernas no eran capaces de sostener mi enjuto cuerpo, temblaba mientras la veía, sí, contemplé a Susana sentada en una silla inmóvil, mirando fijamente la pared de enfrente y sin el brazo izquierdo, de cuya rotura colgaban cables y algún fino elemento metálico. Aún en el suelo arrodillado, extendí mi brazo para tocar su frio rostro, el perfume de Susana me envolvió y comencé a experimentar una extraña sensación. “¡Eh Frank! ¡¿Qué mierda haces aquí dentro!?” Las palabras de Oso Doyle fueron suficientes para tumbarme de miedo en el suelo y llorar en silencio con amargura.

Después de aquello, solamente me acuerdo de estar acostado en mi habitación del hotel, intentando comprenderlo todo. Darling Junior arrastró a Susana a los brazos de Oso Doyle, todo ocurrió después de aquella fiesta. Darling Junior deseaba los favores de su vecino y Susana fue la moneda de cambio. Ahora, estoy en las calderas, destruyendo papel. Mi joroba se ha secado, creo que por los efectos del calor de los crematorios, e irradia una inquietante luz. Últimamente solo ronda una idea en mi cabeza, deseo apagarme, apagarme de una puta vez ¡¿Por qué no me apagan?!

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