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Hotel Don Ramón

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Después de ocho años, el paraje está distinto. Ramón se lleva una sorpresa agradable al arrimarse a la cerca de piedra y reconocer el viejo roble. No todo está perdido entre la salvaje vegetación de escobas y jaras que mudan lo que antaño fue una pradera. Es cuestión de orientarse, saltar el murete de piedras de granito oscuro y húmedo, dirigirse con paso firme hacia el árbol y buscar la marca. Pero, los pensamientos convierten el instante en un manojo de zozobra. Barre con la mirada el paisaje y gira en redondo su cansado cuerpo, nadie le ha seguido, cree que nadie le observa. Dentro de la finca, comienza a caminar escuchando con inquietud crujir la hojarasca bajo las suelas. Frena el paso al batir las alas con estruendo una torcaz. Se reafirma como hombre decidido y arriesgado, que sea lo que tenga que ser; por eso ha estado estos últimos años en la cárcel, por el riesgo, pero tal vez merezca la pena haber aguantado tantos envites y mantener consigo un secreto que le dará el bienestar y la felicidad el resto de sus días.

Camina hacia el viejo roble con sus miedos, con sus fantasmas, con la incertidumbre y la inseguridad del porvenir. Pero se ha cerciorado bien, dejó el coche a más de dos kilómetros en un lugar que no debería levantar sospecha, conoce el terreno y sabe que a esta hora de la tarde poca gente puede andar por el contorno. Le soltaron hace unos días y le faltó tiempo para comenzar de nuevo a engañar, a contarle una milonga a su hermana para que le prestara el coche. Busca la marca, una señal tallada muy profunda en la madera, reconoce dos rocas grandes, caballeras una sobre la otra a escasos veinte metros. Por eso debía llegar aún con luz, para familiarizarse con el paraje. Tiene que encontrar la señal en el árbol para avanzar con precisión sobre su objetivo, para dar pasos sin marrar, la vegetación hace invisibles los recuerdos.

Por fin, una muesca en la corteza le da esperanza. Diez pasos, quince en escuadra hacia una roca grande, en el vértice del ángulo imaginario está el objetivo. Vuelve a medir con los mismos pasos que dio aquella atardecida de noviembre, fría y gris. Se para, escucha un sonido extraño detrás de una ligera elevación del terreno, a su izquierda. Un animal, tal vez un conejo. Se dispone a desenfundar una pequeña azada que cubría la cazadora que lleva puesta, pero…

Ramón Uría no sabe si tiembla por miedo o por susto cuando divisa la pequeña figura que se eleva tras el montículo. Parece un sueño, observa sin poder abrir la boca ante semejante cosa.

— Le esperaba desde hace varios días. Concretamente desde el martes, cuando supe que le iban a poner en la calle —anunció la silueta.

La voz que se destapa de aquel ente parece de un anciano ronco, a pesar de tener el tamaño de un niño. De un niño gordo con una escopeta o un rifle, Ramón no alcanza a precisar con exactitud, debido a la escasa luz de atardecida y a la salvaje vegetación. Quiere hablar, pero las palabras se amontonan bajo la lengua. Quiere hablar pero no sabe si cualquiera de las cosas que se le ocurren será acertada. Es una escopeta de caza, de dos caños.

— Comprendo que le he asustado, pero tenía que estar seguro de que vendría a este lugar, a este preciso lugar ¡Ah! por favor, arroje la herramienta al suelo, ya no le servirá de nada.

Ramón obedece sin saber aún a qué atenerse. “¿Cómo pudo saber, este ser que parece salido de ultratumba, mi llegada a un lugar con el que nadie me relaciona?”, son las palabras mudas que le almohadillan el cerebro. Es un enano. Un enano rollizo con el rostro hundido y ancho.

— Termine la medición… no servirá de mucho, aunque así comprobará que donde escondió aquello ya no hay nada. Yo mismo lo desenterré hace ocho años, poco después que se marchara tan aprisa ¡Eh, eh, eh! No se mueva en esa dirección.

— ¿Si ya no está ahí, para qué quiero desenterrar nada? Déjeme en paz, me marcharé por donde he venido, no sé quién es ni quiero saberlo.

Duda de las verdaderas intenciones del enano, pero sospecha lo peor.

— Le repito. Acérquese al lugar exacto donde enterró el botín.

Ramón Uría, da unos ocho pasos entre la maleza, bajo la atenta mirada de la pequeña figura. Se frena, en el lugar preciso está excavado un buen agujero. Sus peores sospechas se confirman y le apelmazan la materia gris, le ofuscan y no le dejan pensar con claridad. El enano se dispone a decir algo, pero antes de que termine la primera palabra, Ramón se tumba entre los matojos y rueda un par de metros con la intención de ocultarse. Un estruendo hace callar a las aves que ramonean buscando dormida en las encinas. Los perdigones silbaron y movieron los arbustos a su lado mientras escucha un grito casi a compas, y al instante otro disparo, esta vez una soflama al aire después de tropezar el enano tras la primera detonación, quién sabe si el traspiés fue por el retroceso del arma o un mal paso en retroceso. El enano en el suelo boca arriba como una tortuga desamparada. Ramón, le roba el pensamiento y se incorpora de un brinco, sube de dos zancadas el terraplén y se lanza sobre el pequeño personaje que intentaba, aún desde el suelo, insertar dos cartuchos en la recámara. Ramón le arrebata, no sin dificultad, la escopeta; en esto el enano ruega que pare de atropellarle cuando recibe un culatazo en la sien, estallando con violencia el desmesurado cráneo.

Lo que ocurre a continuación es fácil de imaginar. Ramón hace rodar el cuerpo sin sentido hasta el borde del hoyo. Un empujón más y lo arroja tumba adentro, excavada con esfuerzo horas antes para un destinatario equivocado. Arroja también la escopeta, no quiere problemas. Y cosas del destino, le toca ocho años después volver a tapar el mismo agujero que abrió aquel día de frío noviembre, pero esta vez sin botín e intentando cerciorarse mejor de que no existan testigos, lo último que desea es volver a la cárcel.

Guarda la documentación que llevaba encima el enano, piensa que nadie lo relacionará con él y se marcha, después de empujar la tierra con las botas hasta tapar el cuerpo y arma del enano, con todo el sigilo y la ocultación que puede. Camina campo a través sin dejar de sacudirse los restos de tierra de la ropa; encuentra el coche y se larga de allí con toda la fuerza que le presta el gastado Peugeot de su hermana, y con todo el resquemor y la rabia del mal fario después de tantos años de espera.

Las primeras luces a pocos kilómetros. Frena, se desvía, vuelve a frenar y la gravilla del parking de la estación de servicio pone final sonoro al excesivo estrés. Más tranquilo, no puede aguantar las ganas de ver lo que oculta la pequeña carterilla que sustrajo al enano. Abre las dos hojas forradas de fina piel, aún con restos de tierra, extrae los doscientos euros mal contados del billetero y se los guarda en el bolsillo del pantalón de manera automática, mientras no deja de observar y memorizar los datos del carnet de identidad y de una tarjeta de crédito; no hay nada más. Pedro Remate, así se llamaba el enano. Ramón se baja del coche, gira la cabeza para todos lados, nadie le mira y arroja la cartera vacía al contenedor de basura. La tarjeta y el carnet se los guarda en el bolsillo del pantalón con el propósito de quemarlos en la primera ocasión que se presente. Entra en el bar. Ya es tarde y solamente hay un par de clientes y la camarera.

Por la cabeza de Ramón atraviesa una idea, volver al pueblo, está a pocos kilómetros de donde dejó al enano, tiene la dirección y no sería descabellado dar una vuelta por allí y ver si puede entrar en la guarida de ese pequeño hombre para recuperar lo que es suyo, lo que le robó y seguramente disfrutó desde el primer momento que Ramón pisó la áspera cárcel. Aún no sabe nadie que ha desaparecido, y probablemente no le relacionen.

— ¿A cuánto está Riolobos?

— A quince quilómetros. No hace falta que vaya por la autopista, puede tomar la carretera que sale a la derecha y se evitará varias rotondas, un lío hasta encontrar el acceso verdadero, sobre todo de noche. La carretera le llevará sin dejarla.

— Gracias. Si todo el mundo fuera como usted el mundo giraría más lento.

— Ya. La primera vez que oigo semejante cosa ¿En serio cree que la velocidad de rotación depende de las personas? —dice la mujer con risa cínica.

— Estoy convencido… Póngame un café solo bien cargado y el combinado número dos.

— La cocina está cerrada. Puede comer solamente lo que ve en la barra ¿Y para qué quiere un café bien cargado si no va a conducir toda la noche? ¿No dice que va a Riolobos?

— También es la primera vez que oigo semejante cosa. No he dicho que vaya hasta allí, simplemente pregunté la distancia.

— Seguro que va, a ese maldito pueblo…

— ¿Me da el café o no? ¡Ah! Y todas esas tapas... ¿Maldito?

— Tiene hambre, se ve que ha estado trabajando duro —se afana en recolectar alimentos atrasados y añade—, sí, maldito para quienes no hemos salido nunca de estos campos despoblados.

Un plato grande lleno de tapas resecas y un café en vaso de cristal son depositados con estruendo y desgana sobre la barra. Después que apagó la música fue el único ruido y la voz desganada de la mujer, que lanza otra andanada.

— Dese prisa, en diez minutos apago las luces.

— Este café es una mierda, las tapas están como el mármol, sé que vas a cobrar igual el sueldo, y que tienes ganas de marcharte; por eso, dime guapa dónde puedo tomar un buen café y cenar algo decente por aquí cerca.

— ¡¿A estas horas?! —aprieta los párpados y mira a Ramón con ojos afilados e insinuantes, para después soltar algo que se ha repensado—, si nos damos prisa, en Riolobos ¿Acaso no se dirige hacia mi pueblo?

— Sí, eso creo…

— Puede hospedarse y cenar en el único sitio que encontrará abierto. El hotel.

— ¿Está segura que quiero ir con usted?

La mujer ahora se aparta de la barra y comienza la rutina de cierre del bar, de un lado para otro, sin dejar de hablar.

— Yo no me lo perdería por nada del mundo… Tiene que invitarme a una copa, aquí es todo muy aburrido, y para una vez que pasa alguien que no es camionero… El hotel es de mi primo Pedro, aunque no hubiera habitaciones libres le haría un hueco… Ya verá qué hotel… Le tocó la lotería hace unos años y construyó uno igual que los de ciudad… La pena es que va poca gente…

— ¿Cómo se apellida su primo?

— Remate.

— Es la persona que deseo ver.

Ramón intenta guardar la compostura, no pestañear más de lo debido, se percata de que ha cometido una torpeza.

— Pues es fácil, vive allí mismo, en la última planta del hotel ¿Lo ha visto alguna vez?

— No.

— No tiene posibilidades de error, ja, ja, ja, ja… es… es pequeñito.

— ¿Qué quiere decir?

— ¡Que es enano coño! Pero lo lleva muy bien.

— ¿Estás casada?

— No, separada y sin compromiso.

— Tampoco tengo compromiso, acabo de llegar de otro país y conozco pocas chicas.

— No sé… no sé, pareces buena persona, no sé…

— ¡Menos palique y cóbranos! —Dice uno de los camioneros del extremo opuesto.

— Si aguantas dos minutos, te abro camino y me invitas a una copa en el hotel.

— Eso está hecho.

Pasados unos minutos, Ramón Uría se encuentra sobre la estrecha carretera que conduce a Riolobos, sigue al coche de la mujer. Volver sobre sus pasos por una carretera secundaria tan siniestra le encoje el alma. No sabe exactamente qué se va a encontrar y como deberá actuar, y eso le pone muy nervioso. Si el enano no se ha gastado todo el botín, lo cual es difícil a pesar de que el hotel le hubiera costado mucho dinero, tendrá una oportunidad al menos de tomar lo que reste de lo que considera suyo. Y por supuesto, como es materia que no puede guardarse en un banco, casi con total seguridad estará dentro, en alguna parte, del maldito hotel. Seguro que en las dependencias privadas del enano. Lo mejor será darse prisa, antes de que lo echen de menos.

Está en todos esos pensamientos cuando, a pesar de la poca iluminación del pueblo y de la cerrada noche, observa desde la distancia cómo el hotel se pavonea entre las casas, portando un luminoso de color verde que anuncia: “Hotel Don Ramón”. No tiene pérdida. Parece que va a estallarle la cabeza al sentirse un pringao de mierda por el sarcasmo del enano. Busca con la mirada el vehículo de la mujer… ha desaparecido entre las callejuelas de Riolobos, pero no siente preocupación, el futuro está de antemano establecido: “Al hotel del puto enano”, acelera con ira.

Una gran plaza de pueblo, y como si estuviera elevado sobre un grandioso pedestal, rodeado de una escalera perimétrica de granito de ocho escalones por lado, se elevan majestuosas las también ocho plantas de habitaciones. El enano quiso levantar un gran falo en medio de su pueblo, una contraposición megalómana y paranoide a su escasa figura. Al aproximarse, tan solo el utilitario de la mujer aparcado junto a las escaleras del hotel. Ella se encuentra dentro del edificio; Ramón, de manera automática se baja, cierra la portezuela sin hacer apenas ruido en el silencio de la noche. El ulular de un ave, después un aullido ronco a lo lejos. Tras la exangüe luz de las farolas pareciera que le observan, pero es fruto de su mente; mira a su alrededor, no sin una cierta inquietud. Observa ahora las casas de la plaza, algunas porticadas que parecen establos o cocheras o bocas mudas abiertas pidiendo pan al ogro, rindiendo pleitesía al gigante Don Ramón. Sube los ocho peldaños corridos de granito hasta alcanzar la puerta principal. La recepción. Un instante antes, se le pasó por la cabeza que el enano tuvo que colmar a muchas voluntades para que le dejaran construir esta aberración.

Ella está del otro lado del cristal. Mira de frente a Ramón Uría, reparando en su cuerpo, recorriendo la silueta de un hombre que necesita un buen reconstituyente después de día tan aciago y sorpresivo, tan descorazonador, eso es, descorazonador es la palabra que encuentra más apropiada. Se acerca a la puerta de cristal, la abre, y a Ramón le parece, en ese entorno tan distinto a la estación de servicio, que es otra mujer, tiene el pelo suelto, parece más joven al no haber luz cenital; el cabello rubio y su rostro amable van componiendo una persona sumamente atractiva, ayudada por el efecto del juego de luces mortecinas que iluminan la escena desde varios ángulos.

— Pasa. Mandé a dormir al recepcionista, le dije que tomaría una copa con un amigo. Que me encargaba de todo. El bar está abierto hasta el amanecer —se ríe con volteo de cabeza como una diva—. Mi primo no está ¡Ah! Se me olvidaba, esta es la llave de tu habitación, la ochocientos ocho. Le pedí esa precisamente porque me caes bien, quiero que descanses en la mejor; en la última planta. Es la suite Don Ramón, las vistas son inmejorables; se domina toda la extrema y dura periferia.

— ¿Por qué se llama Don Ramón?

— ¡Qué sé yo! Acaso un rey o algo así. Mi primo quiso siempre que este sitio tuviera empaque.

Ramón no encuentra palabras, le gustaría afrontar varias cuestiones pero decide callar después de encadenar tres gestos a la mujer: el primero de sorpresa, luego de complacencia y el tercero extendiendo el brazo izquierdo, invitación para que vaya delante, para seguirla hasta el bar donde la mujer introduce una tarjeta magnética en la cerradura y abre de forma automática dos grandes hojas en apariencia pesadas.

Se ilumina la estancia, rodeada de cortinones hasta el alto techo que ocultan amplios ventanales a la plaza. Fondo adentro, una barra de estilo inglés perfectamente dotada de bebidas y detalles del mejor bar que jamás se pueda encontrar. La iluminación indirecta refuerza el preciosismo, las botellas ofrecen múltiples colores que prestan vida, junto con la agradable fragancia del ambientador, a un lugar mágico. Pocas mesas con divanes a los lados, y un gran espacio en el centro, lugar que atraviesan mientras pisan un mosaico circular que representa un juego de constelaciones colocadas con capricho. Desde el mismo centro del universo, Ramón repara en los originales taburetes que anteceden a la barra, como peones de un tablero de ajedrez, cabezones negros mullidos y gruesas patas de acero inoxidable emitiendo brillos. Ella se sienta y al hacer presión con su bonito culo, sobre uno de los taburetes, suena la música. A todo volumen. Un sonido de orquesta y solo de violín que recuerda a Ramón una danza húngara. Reconoce a Brahms y se paraliza de estupor. La mujer le mira con fijeza, él con gesto indefinido y lelo se sienta con torpeza sobre el taburete. Desmadeja su cuerpo contra la barra, y cuando la mujer iba a sugerir una bebida, Ramón interrumpe y dice mirando a ninguna parte:

— Llevo escuchando esta música todos los días durante ocho años… no puede ser tanta casualidad… es la música con la que activaban nuestras neuronas…

— ¿Qué te pasa? Tómate un J&B en vaso bajo con un solo hielo, verás cómo te encuentras mejor. Tomaré lo mismo.

Ramón Uría se baja del taburete, las piernas comienzan a temblarle, casi no se tiene en pie. Ella hace lo mismo para dirigirse al otro lado de la barra y preparar los whiskys, pero algo frena sus intenciones, es la mano derecha de Ramón que sujeta con fuerza su brazo obligándola a girarse, mientras balbucea nervioso:

— ¡¿Qué cojones pasa aquí?!

Ella primero sonríe, le mira, ríe, ríe a carcajadas; según abre la boca sus labios y rostro son más bellos, detrás de los blanquísimos dientes aparece un fondo negro, como boca de cueva, y a Ramón le parece que tiene que entrar cueva adentro, que no hay otro remedio, que está abocado a ser digerido por la mujer cuyos pechos son ahora más grandes y turgentes. Se besan, se besan con violencia. Y dentro de la cueva una lucha suave y caliente de lenguas estremece a Ramón.

— ¡¿Qué ha pasado?!

— Eres un hombre impresionable ¿o es porque te ha domado la cárcel y blandeas como un niño?

Ramón abofetea a la mujer que sangra un ápice al instante, por la comisura de sus labios, y se relame con sensualidad al volver a enfrentar el rostro a Ramón.

Allí mismo, sobre uno de los divanes de cuero negro copulan sin freno hasta que un Sol sanguinolento y robusto se cuela por la cortina de uno de los ventanales. Ramón Uría se incorpora entre el espeso humo del cigarro con el que ella lo envuelve.

De pie, agotado y satisfecho, gira sobre sí mismo, contempla una estancia distinta. Todo lo que pareció oropel a su llegada, ahora es viejo y sucio, un lugar que parece cerrado hace tiempo, polvo sobre los muebles. También la mujer es distinta, es la camarera de aquel tugurio de carretera, incluso aprecia en ella algún detalle de dejadez y desaseo. Mientras su cerebro digiere el rancio olor a sudor y sexo, Ramón no da crédito a lo que ven sus ojos.

— ¿Cuánto tiempo lleva cerrado este hotel?

— Ocho años. Te traje aquí porque a mi casa no podíamos ir, y como tengo la llave de este mamotreto...

— Pero… y tu primo…me dijiste que este lugar era de tu primo.

— Sí, has dicho bien, era, el pobre enano murió hace ocho años, el mismo tiempo que lleva cerrado. Desapareció sin dejar rastro después de salir a cazar. Aquel mismo día, hubo una muerte violenta en este hotel; se cerró, y hasta hoy. Parece que una maldición lo persiguiera. A ratos, intento tener esto lo mejor posible, pero solo me da tiempo a limpiar algo el polvo. El pueblo lo utiliza para alguna boda y durante las fiestas, que es cuando exclusivamente se usa. Entonces me ayuda una cuadrilla de mujeres para dejarlo aseado. ¿Dónde vas?... ¡Vuelve!... ¡Vuelve! ¿No quieres el desayuno?

Sale corriendo de allí despavorido. Sube al auto, sin entender nada, sin comprender a dónde se habían esfumado los ocho últimos años de su vida. Cuando salió de la cárcel no tenía canas, pero al mirarse en el retrovisor el vello se le eriza, dieciséis años Ramón, dieciséis años. Arranca. Pone rumbo a la finca donde ha enterrado al enano. A medio camino del objetivo atraviesa una bruma espesísima. Siente frío. La temperatura ha bajado.

Aproxima el vehículo a la pared de piedra, tiene la precaución de dejar espacio libre en el camino de tierra, para que no le moleste nadie, aunque ahora le importa una mierda estar expuesto, dejarse ver. Salta la pared y corre, corre como un atleta hacia el gran roble, busca las marcas, las huellas de lo que cree ocurrió la noche anterior. Rebusca entre los matorrales y las jaras; cuando se percata que la mujer, a la que nunca preguntó el nombre, sabía que había estado en la cárcel… en la cárcel ocho largos e inacabables años ¿Qué está pasando? Un agujero, tierra fresca y removida, pequeñas huellas y restos de sangre coagulada. Pisadas con claridad, de pies pequeños, y por lo profundas no son de niño. Está vivo, piensa; mientras un estado de angustia le oprime por completo, le deforma el cerebro. Unos pasos más allá, a los pies de una retama, se encuentra el cuerpo aún con vida del pequeño sujeto, al cual la tierra húmeda ensucia y viste por completo haciendo que parezca una albóndiga terrestre; un amasijo de carnes, ropas y tierra. La escopeta no está, quedaría medio enterrada en la fosa. Ramón Uría se arrodilla junto al enano Pedro Remate, lo voltea ligeramente. Con un hilo de voz, y sin abrir casi los ojos, se escucha con dificultad:

— Has vuelto… lo sabía, sabía que volverías…

— ¿Puedes incorporarte?

— No ¡Déjame! Me queda poco tiempo. Has ganado a mi pesar, pero has ganado y tienes que tener lo que te corresponde ¡Quédate con todo! Está en la caja fuerte de mi habitación, la combinación es “aurora boreal”.

Sin comprobar si la muerte era fehaciente lo arrojó de nuevo al escaso hoyo.

Parece que la temperatura sube, que la bruma se ha disipado, que la mañana se acerca al mediodía, el tiempo corre, aunque Ramón desea parar las manecillas del reloj cósmico en aquella fría noche de noviembre y no haber escondido el botín, haberse escondido él mismo hubiera sido más fructífero. Con estos pensamientos Ramón regresa al pueblo llamado Riolobos. Se acerca al hotel, todo reluciente. La mañana luminosa acrecienta la suntuosidad del edificio; sube corriendo las escaleras de granito, atraviesa acelerado y sudoso la recepción.

— ¡Eh! ¡Oiga! ¡¿Dónde va?! ¡¿Qué desea?!

Ramón no toma el ascensor, sube escaleras arriba como si conociera el camino.

— ¡Esther! ¡Esther! ¡Un hombre ha subido desaforado hacia arriba!

La guarda de seguridad corre al ascensor con la intención de subir a la última planta y bajar luego por las escaleras para intentar frenar al sujeto. Pero cuando llega al final del trayecto escucha ruidos en el apartamento del Jefe. Ramón ya está abriendo la caja fuerte, “aurora boreal”, y allí se encuentra lo que más ha deseado siempre en su vida, la caja negra que escondiera después del robo. Abre con mucho cuidado la tapa y un resplandor enorme inunda de luz la sala.

— ¡Eh usted! ¡Las manos donde pueda verlas! ¡Gire muy despacio o disparo!

Ensimismado y alterado por la visión del interior de la caja, se da la vuelta con violencia cuando decide pronunciar una palabra y en ese preciso instante la detonación del revólver revienta el aire y Ramón, con sus ojos perforando los de ella, al compás de la lenta caída de su cuerpo sobre la alfombra que había bajo sus pies, dice las últimas palabras.

— ¡Tú! ¡Eres tú!

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