Horror

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El gusano conquistador

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El gusano conquistador

STEPHEN R. DONALDSON

Existen, por supuesto, buen número de temores basados en seres procedentes del más allá, del mundo de lo sobrenatural en el que nosotros, como es natural, no creemos…, casi nunca. Pero hay igual número de cosas que logran asustarnos bastante, o nos hacen encoger, sin que haya que calificarlas de preternaturales. Los hombres, de vez en cuando, pelean entre ellos, simplemente porque temen dar mucho de su persona y quedar reducidos a algo inferior a la imagen que tienen de sí mismos. Algunas veces estos problemas se resuelven. Otras no.

Stephen R. Donaldson vive en Nuevo México y es autor de la serie de fantasía de éxito mundial Crónicas de Thomas Covenant El Incrédulo.

Y cualquier persona que viva en el suroeste de los Estados Unidos se apresurará a confirmar que la criatura de este relato no es una exageración.

Y mucho de Locura, y más de Pecado,

y Horror como alma de la trama.

EDGAR ALLAN POE

Antes de darse cuenta de lo que hacía, asestó una cuchillada…

(El hogar de Creel y Vi Sump. El salón.

(El verdadero nombre de ella es Violeta, pero todos la llaman Vi. Llevan casados dos años, y ella no está floreciendo.

(Su hogar es modesto pero confortable: Creel tiene un buen empleo en su empresa, aunque no asciende. En el salón, parte del mobiliario es mejor que el espacio que ocupa. Un buen estéreo contrasta con el estado del papel de las paredes. La disposición de los muebles indica ciertas dosis de frustración: imposible disponer sillones y sofá de forma que la gente que se siente en ellos no vea las manchas de humedad del techo. Las flores del jarrón de la mesa rinconera son de verdad, pero parecen de plástico. Por la noche, las luces crean sombras en curiosos lugares del salón).

Estuvieron fuera hasta muy tarde, en una gran fiesta donde conocidos, compañeros de trabajo y desconocidos bebieron mucho. Mientras abría la puerta y entraba en el salón delante de Vi, Creel tenía más que nunca el aspecto de un oso desgreñado. El whisky lograba que el deslustre usual de sus ojos pareciera maléfico. Detrás de él, Vi se asemejaba a una flor camino de convertirse en avispa.

—No me importa —dijo él mientras iba derecho al mueble bar para servirse otro vaso—. Me gustaría que no hicieras eso.

Vi se sentó en el sofá y se sacó los zapatos.

—Dios, estoy cansada.

—Si no estás interesada en otra cosa —dijo él—, piensa en mí. Tengo que trabajar con casi toda esa gente. La mitad podrían despedirme si quisieran. Estás influyendo en mi trabajo.

—Hemos tenido esta conversación otras veces —repuso ella—. Ocho veces este mes. —Un vago movimiento en una de las sombras del lado opuesto de la habitación le hizo volver la cabeza hacia el rincón—. ¿Qué es eso?

—¿Qué es, qué?

—He visto algo que se movía. Allí, en el rincón. No me digas que tenemos ratones.

—Yo no he visto nada. No tenemos ratones. Y no me importa cuántas veces hemos tenido esta conversación. Quiero que dejes de hacerlo.

Ella contempló el rincón un momento. Luego se recostó en el sofá.

—No puedo dejar de hacerlo. No estoy haciendo nada.

—No me vengas con cuentos. —Dio un sorbo y llenó de nuevo el vaso—. Si te esforzaras un poco más en ir detrás de él, ya tendrías la mano dentro de sus calzoncillos.

—Eso no es cierto.

—Crees que nadie ve lo que haces. Actúas como si estuvieras sola. Pero no lo estás. Todo el mundo en esa maldita fiesta estaba mirándote. Por tu forma de flirtear…

—No estaba flirteando. Sólo estaba hablando con él.

—Por tu forma de flirtear, deberías tener la decencia de estar avergonzada.

—Oh, vete a la cama. Estoy demasiado cansada para esto.

—¿Lo haces porque él es vicepresidente? ¿Piensas que por eso será mejor en la cama? ¿O es que te gusta el prestigio de coquetear con un vicepresidente?

—No he flirteado con él. Lo juro por Dios. A ti te pasa algo. Sólo hemos estado hablando. Ya me entiendes, moviendo los labios para que las palabras pudieran salir. Él se especializó en literatura en la universidad. Tenemos algo en común. Hemos leído los mismos libros. ¿Recuerdas los libros? ¿Esos objetos con ideas y relatos impresos? Tú sólo hablas de rugby…, que cierta persona de la empresa te la tiene jurada…, que la secretaria nueva no lleva sostenes… A veces pienso que soy la última persona culta con vida. —Vi levantó la cabeza para mirar a Creel. Luego suspiró—. ¿Por qué me molesto? No estás escuchándome.

—Tienes razón —dijo él—. Hay algo en el rincón. Lo he visto moverse.

Los dos observaron el rincón. Al cabo de un momento, un ciempiés salió a la luz.

Su aspecto era viscoso y malicioso, y agitaba vorazmente sus antenas. Medía casi treinta centímetros. Sus gruesas patas parecían ondear mientras recorría con rapidez la alfombra. Después se detuvo para examinar los alrededores. Creel y Vi vieron que las mandíbulas masticaban ansiosamente mientras el animal flexionaba sus uñas venenosas. Había entrado en la vivienda huyendo de la fría y desapacible noche…, y para buscar comida.

Vi no era de esa clase de mujeres que chillan con facilidad. Pero saltó al sofá para apartar del suelo sus pies descalzos.

—Santo cielo —musitó—. Creel, mira eso. No dejes que se acerque.

Creel brincó hacia el ciempiés y trató de aplastarlo con uno de sus gruesos zapatos. Pero el animal reaccionó con tanta celeridad que el zapato ni siquiera lo rozó. Ni Vi ni Creel vieron adonde iba.

—Está debajo del sofá —dijo él—. Apártate.

Vi obedeció sin rechistar. Sobresaltada, saltó al centro de la alfombra.

En cuanto ella se apartó, Creel apoyó el sofá sobre el respaldo.

El ciempiés no estaba allí.

—El veneno no es mortal —dijo Vi—. Un niño del barrio recibió una picadura la semana pasada. Su madre me lo contó. Es un poco peor que la picadura de abeja.

Creel no estaba escuchándola. Alzó en el aire el sofá para ver mejor el suelo. Pero el ciempiés había desaparecido.

Soltó el mueble, dio un golpe a la mesa rinconera y las flores se cayeron.

—¿Adónde ha ido ese hijo de perra?

Registraron la habitación durante varios minutos sin abandonar la protección de la luz. Después Creel se sirvió otro vaso de whisky. Le temblaban las manos.

—No he estado flirteando —dijo Vi.

Creel la miró.

—Entonces es algo peor. Ya te has acostado con él. Debéis de haber estado haciendo planes para la próxima vez que os veáis.

—Me voy a la cama —repuso ella—. No estoy obligada a tolerar esto. Eres odioso.

Creel apuró el vaso y lo llenó con la botella más próxima.

(La sala de juego de los Sump.

(Esta habitación es el auténtico motivo de que Creel comprara el piso a pesar de los reparos de Vi: deseaba una casa con sala de juego. El dinero que podía haber cambiado el papel de las paredes y arreglado el techo del salón se ha gastado aquí. La sala contiene una mesa de billar reglamentaria con todos los accesorios, un alargado sofá de cuero artificial en una pared y un mueble bar con bebidas alcohólicas. Pero la iluminación no es mejor que la del salón ya que la luz de las lámparas está centrada en la mesa de billar. El mueble bar está tan débilmente iluminado que los usuarios deben adivinar qué hacen.

(Cuando no tiene trabajo, cuando no está de viaje de negocios o viendo rugby con sus amigotes, Creel pasa largos ratos aquí).

Después de que Vi se acostara, Creel entró en la sala de juego. En primer lugar se acercó al bar y corrigió la vacuidad de su vaso. Luego dispuso las bolas y golpeó con tanta fuerza que la roja se salió de la mesa. La bola produjo un sordo, grave ruido al rebotar en el esponjoso linóleo.

—Jo —dijo Creel mientras se movía pesadamente en busca de la bola.

La cantidad de alcohol que había consumido se reflejaba en su forma de actuar pero no en su hablar. Parecía sobrio.

Tras apoyarse en su taco, hecho a la medida para él, se agachó para recoger la bola. Antes de que volviera a situarla en la mesa, Vi entró en la habitación. No se había cambiado de ropa para acostarse. Sin embargo, llevaba puestos los zapatos. Observó las sombras del suelo y debajo de la mesa antes de mirar a Creel.

—Creía que te habías acostado —dijo él.

—No puedo dejar el asunto así —repuso ella cansadamente—. Me fastidia.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó él—. ¿Aprobación? —Vi le lanzó una mirada feroz. Creel no se contuvo—. Eso sería fantástico para ti. Si yo lo apruebo, no tendrías que preocuparte por nada. El único problema sería que casi todos los hijos de perra que te presento están casados. Sus esposas podrían ser un poco más normales. Podrían crearte complicaciones.

Vi se mordió el labio y siguió fulminando a Creel con la mirada.

—Pero no veo por qué habrías de preocuparte por eso. Si esas mujeres no son tan comprensivas como yo, mala suerte para ellas. La cuestión es que yo lo apruebe, ¿no? No hay motivo para que no folles con cualquier hombre que te apetezca.

—¿Has terminado?

—Demonios, no hay motivo para que no folles con todos. Es decir, mientras yo lo apruebe. ¿Por qué desperdiciar ocasiones?

—Maldita sea, ¿has terminado?

—Sólo hay una cosa que no entiendo. Si eres tan ardorosa, ¿cómo es que no quieres follar conmigo?

—Eso no es cierto.

Creel la miró y parpadeó a través de la neblina del alcohol.

—¿Qué es lo que no es cierto? ¿Que eres muy ardorosa o que no quieres follar conmigo? No me hagas reír.

—Creel, ¿qué te pasa? No entiendo nada de esto. Tú no eras así. No eras así cuando nos conocimos. No eras así cuando nos casamos. ¿Qué te ha ocurrido?

Durante un minuto, él no contestó. Volvió al borde de la mesa de billar, donde había dejado el vaso. Pero con el taco en una mano y la bola en otra, no le quedaba una mano libre. Con sumo cuidado, dejó el taco sobre la mesa. Después apuró el vaso.

—Has cambiado —dijo.

—¿Que yo he cambiado? Eres tú el que se comporta como un loco. Lo único que he hecho yo ha sido hablar de libros con cierto vicepresidente de la compañía.

—No, no es cierto —repuso él. Tenía blancos los nudillos de la mano que aferraba la bola—. Crees que soy tonto. Porque no me especialicé en literatura en la universidad. Tal vez haya cambiado eso. Cuando nos casamos no pensabas que yo era tonto. Pero ahora sí. Crees que soy demasiado tonto para notar la diferencia.

—¿Qué diferencia es ésa?

—Ya no quieres hacer el amor conmigo.

—Oh, por el amor de Dios —dijo ella—. Lo hicimos anteayer.

Creel la miró a los ojos.

—Pero tú no querías. Lo sé. Nunca lo deseas.

—¿Qué quiere decir eso de que lo sabes?

—Pones muchas excusas.

—No es cierto.

—Y cuando hacemos el amor, no me prestas atención. Siempre estás en otra parte. Pensando en otra cosa. Siempre pensando en otro.

—Pero eso es normal —dijo ella—. Todas las personas lo hacen. Todos fantaseamos durante el acto. Eso es lo que lo hace divertido.

Al principio, Vi no observó que el ciempiés salía retorciéndose de debajo de la mesa de billar, con las antenas apuntadas a sus piernas. Pero después bajó la cabeza por casualidad.

—¡Creel!

El animal avanzó hacia ella. Vi retrocedió de un salto para apartarse.

Creel lanzó la bola de billar con toda su fuerza. La bola roja dejó un hoyo en el linóleo, junto al ciempiés, y se estrelló contra el mueble bar.

El ciempiés atacó a Vi. Lo hizo con tanta rapidez que ella no pudo alejarse. Iluminados, los segmentos de su cuerpo destellaron venenosamente.

Creel agarró el taco y golpeó en dirección al animal. Falló de nuevo. Pero las astillas de madera desprendidas obligaron al ciempiés a dar media vuelta y huir en dirección contraria. El animal desapareció debajo del sofá.

—Mátalo —dijo Vi, jadeante.

Creel blandió los fragmentos del taco ante ella.

—Te explicaré mis fantasías. Imagino que te gusta hacer el amor conmigo. Tú imaginas que soy otro hombre.

Separó el sofá de la pared, esgrimiendo su arma.

—Lo mismo harías tú si tuvieras que acostarte con un animal tan sensible, considerado e imaginativo como tú —replicó Vi.

Tras salir de la habitación, cerró bruscamente la puerta.

Creel movió de un lado a otro todos los muebles para continuar la cacería del ciempiés.

(El dormitorio.

(Esta habitación define a Vi tanto como permiten las limitaciones de la vivienda. La cama es francamente grande para el espacio disponible, pero al menos tiene una cabecera y un pie de bronce trabajado. Las sábanas y las fundas de las almohadas hacen juego con la colcha, que está decorada con flores blancas sobre fondo azul. Por desgracia, el peso de Creel comba la cama. Las puertas del armario están torcidas y es imposible cerrarlas.

(Hay una lámpara en el techo, pero Vi no la enciende nunca. Confía en un par de lámparas de lectura en forma de S. En consecuencia, la cama parece estar rodeada de penumbra por todas partes).

Creel se sentó en la cama y contempló la puerta del cuarto de baño. Tenía la espalda doblada. Su mano derecha aferraba el cuello de una botella de tequila, pero no estaba bebiendo.

La puerta del cuarto de baño estaba cerrada. Creel parecía estar mirándose en el espejo de cuerpo entero unido a la puerta. Pero se veía una franja de luz fluorescente por debajo de la madera. Creel vio la sombra de Vi moviéndose en el interior del cuarto de baño.

Estuvo contemplando la puerta durante varios minutos, pero ella estaba tomándose su tiempo. Por fin se cambió la botella de mano.

—Nunca comprendo qué haces ahí dentro.

—Espero a que te atontes para poder descansar en paz —repuso ella al otro lado de la puerta.

Creel se sintió ofendido.

—Bien, no voy a atontarme. Nunca me atonto. Ya puedes olvidarte de eso.

De pronto se abrió la puerta. Vi apagó de un manotazo la luz del cuarto de baño y apareció en el oscurecido umbral, con los ojos clavados en Creel. Iba con ropa de cama, con un camisón que la habría hecho parecer apetecible si ella lo hubiera deseado.

—¿Qué quieres ahora? —preguntó—. ¿Ya has terminado de destrozar la sala de juego?

—He intentado matar a ese ciempiés. El que tanto te ha espantado.

—No me ha espantado…, solamente ha sido el susto. Sólo es un ciempiés. ¿Lo has matado?

—No.

—Eres muy lento. Tendrás que llamar a un fumigador.

—Al infierno con el fumigador —dijo muy despacio—. Que se vaya, a la mierda. Igual que el ciempiés. Puedo ocuparme de mis problemas. ¿Por qué me has llamado así?

—¿Cómo te he llamado?

—Animal. —Creel no la miró al decir esto, pero sí después—. Jamás he movido un dedo para pegarte.

Vi pasó junto a él, se acostó y apoyó la almohada en la cabecera de bronce. Sentada en la cama, cruzó las piernas y se recostó en el almohadón.

—Lo sé —dijo—. No quería decir eso. Estaba furiosa.

Creel arrugó la frente.

—No querías decir eso. Qué bonito. Eso me hace sentir mucho mejor. ¿Qué demonios querías decir?

—Espero que comprendas que no estás facilitando las cosas.

—No son fáciles para mí. ¿Crees que me gusta estar sentado aquí, rogando a mi esposa que me explique por qué no soy lo bastante bueno para ella?

—En realidad —contestó Vi—, creo que te gusta. De esta forma puedes sentirte víctima.

Creel alzó la botella hasta ponerla a la luz. Observó el dorado líquido un momento y cambió el tequila de mano. Pero no respondió.

—Muy bien —dijo ella al cabo de unos instantes—. Me tratas como si no te importara qué pienso o cómo me siento.

—Lo hago como sé hacerlo —protestó él—. Si a mí me gusta, se supone que ha de gustarte a ti.

—No estoy hablando de sexualidad. Estoy hablando de tu forma de tratarme. De tu forma de hablarme. Supones que me ha de gustar todo lo que a ti te gusta y que me ha de disgustar todo lo que a ti te disgusta. Piensas que toda mi vida debe girar en torno a ti.

—Entonces ¿por qué te casaste conmigo? ¿Te ha costado dos años averiguar que no deseas ser mi mujer?

Vi extendió las piernas ante ella. El camisón las tapaba hasta las rodillas.

—Me casé contigo porque te amaba. No porque deseara que me trataras como un objeto el resto de mi vida. Necesito amistades. Gente con la que compartir cosas. Gente que se interese por mis ideas. Estuve a punto de ir a una universidad para graduados porque deseaba estudiar a Baudelaire. Llevamos casados dos años y aún no sabes quién es Baudelaire. Las únicas personas que conozco son tus amigos borrachines. O la gente que trabaja en tu empresa. —Creel se dispuso a replicar, pero ella siguió hablando—. Necesito libertad. Me hace falta tomar decisiones…, elegir. Necesito independencia. —De nuevo Creel intentó decir algo—. Y necesito aprecio. Me utilizas como si fuera menos interesante que tu precioso taco de billar.

—Se ha roto —dijo rotundamente Creel.

—Sé que se ha roto —contestó ella—. No me importa. Esto es más importante. Yo soy más importante.

—Has dicho que me amabas —repuso él en idéntico tono—. Eso se acabó.

—Dios, estás atontado. Piénsalo. ¿Qué diablos haces para que piense que tú me amas?

Creel volvió a pasarse la botella a la mano izquierda.

—Has estado en otras camas. Seguramente follas con cualquier hijo de puta que engatusas. Por eso ya no me quieres. Seguramente ellos te hacen las cosas sucias que yo no te hago. Y estás enviciada. Estás aburrida de mí porque no soy lo bastante excitante.

Vi dejó caer los brazos sobre los almohadones que tenía junto a ella.

—Creel, eso es morboso. Eres un morboso.

Molesto por el movimiento de Vi, el ciempiés salió de entre los almohadones y se introdujo en la manga izquierda de la mujer. Agitó las uñas venenosas mientras probaba la piel con las antenas, en busca del mejor punto para picar.

Esta vez, Vi no chilló. Como una loca, levantó el brazo. El ciempiés salió por los aires.

Rebotó en el techo y cayó en la desnuda pierna de Vi.

Estaba irritado. Sus gruesas patas se agitaron para agarrarse en la pierna y atacar.

Con la mano libre, Creel asestó un golpe de revés a lo largo de la pierna que lanzó despedido al ciempiés.

En el momento en que el miriápodo rebotaba en la pared, Creel le lanzó la botella, con la esperanza de aplastarlo. Pero el animal se había esfumado ya en la penumbra que rodeaba la cama. Una rociada de vidrios y tequila cubrió la colcha.

Vi saltó de la cama y se escondió detrás de su marido.

—No soporto más esto. Me voy.

—Sólo es un ciempiés —dijo él casi sin aliento mientras arrancaba la barra de bronce del pie de la cama. Con la barra en una mano a modo de maza, apoyó el otro brazo bajo la cama y la levantó. Parecían sobrarle fuerzas para aplastar a un simple ciempiés—. ¿De qué tienes miedo?

—Tengo miedo de ti. Tengo miedo de la forma en que trabaja tu mente.

Al mover la cama, Creel derribó una de las lámparas de cristal. La habitación quedó más oscura todavía. Tras encender la lámpara del techo, le fue imposible localizar al ciempiés.

El dormitorio entero apestaba a tequila.

(El salón.

(El sofá sigue donde Creel lo dejó. La mesa rinconera está de lado, rodeada de marchitas flores. El agua del jarrón ha dejado una mancha similar a cualquier otra sombra de la alfombra. Pero por lo demás el salón no ha cambiado. Las luces están encendidas. La brillantez realza todos los puntos adonde no llega luz.

(Creel y Vi están allí. Él se sienta en un sillón y observa a su esposa, que está rebuscando en el armario grande. Ella quiere cosas para llevarse y una maleta para meterlas. Se ha puesto un vestido sin forma y sin cinturón. Extrañamente, esa prenda la hace aparentar menos años. Él parece más torpe que de costumbre, sin algo que beber en las manos).

—Tengo la impresión de que disfrutas con esto —dijo él.

—Naturalmente —repuso ella—. Siempre tienes razón. ¿Por qué no ibas a tenerla ahora? No me había divertido tanto desde que me disloqué el tobillo en el instituto.

—¿Y nuestra noche de bodas? Fue uno de los acontecimientos de tu vida.

Vi interrumpió lo que hacía para mirarlo ferozmente.

—Si continúas así, voy a vomitar ahora mismo, delante de ti.

—Me haces sentir pura mierda.

—Cierto otra vez. Estás muy brillante esta noche.

—Bien, parece que estás divirtiéndote. Hace años que no te veo tan excitada. Seguramente esperabas una oportunidad como ésta desde que empezaste a usar otras camas.

Vi lanzó un neceser al otro lado del salón y continuó rebuscando en el armario.

—Siento curiosidad por esa primera vez —dijo Creel—. ¿Te sedujo él? Apuesto a que fuiste tú la seductora. Apuesto a que le rogaste que te llevara a la cama para que te enseñara todas las porquerías que conocía.

—Cierra el pico —murmuró Vi desde dentro del armario—. Cierra el pico. No estoy escuchándote.

—Luego averiguaste que él era demasiado normal para ti. Lo único que deseaba él era desfogarse. Abandonaste al pobre hijo de perra y buscaste otro más imaginativo. En este momento debes de ser una experta convenciendo a un hombre para que te baje las bragas.

Vi salió del armario con uno de sus antiguos bates de béisbol.

—Maldito seas, Creel. Si no te callas, y que Dios me castigue si no lo digo en serio, voy a machacarte tus podridos sesos.

Creel rió secamente.

—No puedes hacer eso. No castigan la infidelidad. Pero te meterán en la cárcel por asesinar a tu marido.

Tras arrojar el bate al interior del armario, Vi continuó buscando. Él no apartaba los ojos de su esposa. Cuando salía del armario, observaba todo cuanto ella hacía.

—No debes consentir que un ciempiés te trastorne tanto —dijo al cabo de unos minutos.

Ella no le prestó atención.

—Yo me ocuparé de ese bicho —continuó Creel—. Nunca he permitido que te pasara nada. Sé que he fallado varias veces. Te he decepcionado. Pero me encargaré del ciempiés. Llamaré a un fumigador por la mañana. Demonios, llamaré a diez fumigadores. No hace falta que te vayas.

Vi continuaba sin prestarle atención. Durante un minuto, Creel ocultó la cara entre las manos. Después bajó éstas hasta su regazo.

Su expresión había cambiado.

—O podemos conservarlo como mascota. Lo entrenaremos para que nos despierte por la mañana. Para recoger el periódico. Hacer café. Ya no necesitaremos despertador.

Vi arrastró una gran maleta fuera del armario. Tras echarla en el sofá, la abrió y se puso a meter prendas en ella.

—Podemos llamarlo «Baudelaire» —dijo él.

Vi sintió asco.

—«Baudelaire el Mayordomo». Recibirá a la gente en la puerta. Contestará el teléfono. Hará las camas. Cuidando siempre de que no se forme una idea equivocada, podría ayudarte a elegir los vestidos que has de ponerte.

»No, tengo una idea mejor. Puedes llevarlo encima. Te pones el ciempiés al cuello y lo usas como si fuera un collar. Será la última moda en artículos sexys. Y conseguirás que follen contigo tanto como quieras.

Tras morderse el labio para no gritar, Vi volvió al armario y cogió un jersey de uno de los estantes superiores.

En el momento de sacar el suéter, el ciempiés cayó sobre su cabeza.

Su retroceso instintivo la hizo salir del armario. Creel tuvo una visión perfecta de lo que ocurría: el ciempiés cayó en el hombro de Vi y se metió bajo el cuello del vestido.

Vi quedó paralizada. La sangre huyó de su cara. Su aterrada mirada quedó fija delante de ella.

—Creel —dijo en un susurro—. Oh, Dios mío. Ayúdame.

La silueta del ciempiés se hizo visible bajo el vestido mientras el animal recorría los pechos de Vi.

—Creel.

Al verlo, él se levantó del sillón y saltó hacia Vi. Se detuvo inmediatamente.

—No puedo darle un golpe —dijo—. Te haría daño. Te picaría. Si intento levantarte el vestido para cogerlo, podría picarte.

Ella no podía hablar. La sensación del ciempiés arrastrándose por su piel la paralizaba.

—No sé qué hacer. —Durante un momento, Creel pareció estar completamente desesperado. Tenía las manos vacías. De pronto, su semblante se iluminó—. Iré a por un cuchillo.

Dio media vuelta y salió corriendo del salón en dirección a la cocina.

Vi cerró los ojos con fuerza y apretó los puños. Brotaron gemidos de sus labios, pero ella no se movió.

Muy despacio, el ciempiés cruzó su vientre. Las antenas exploraron el ombligo. El resto de su cuerpo se encogió, pero Vi mantuvo rígidos los músculos del vientre.

Y entonces el miriápodo encontró el cálido lugar entre las piernas de la mujer.

Por algún motivo, el ciempiés no se detuvo allí. Se arrastró por el muslo izquierdo y siguió bajando.

Vi abrió los ojos y vio que el animal se asomaba bajo el dobladillo del vestido.

Sin dejar de explorar un solo centímetro de piel, el ciempiés se arrastró desde la espinilla hasta el tobillo. Allí se detuvo hasta que Vi creyó que le iba a ser imposible no prorrumpir en gritos. En ese momento el miriápodo se movió nuevamente.

En cuanto llegó al suelo, Vi dio un salto hacia atrás. Se desahogó chillando entonces, pero no consintió que los gritos la demoraran. Con la máxima rapidez posible, se lanzó hacia la puerta de la vivienda, la abrió de par en par y salió.

El ciempiés no tenía prisa. Estaba tranquilo y confiado cuando sus gruesas patas lo condujeron bajo el sofá.

Un segundo más tarde, Creel volvió de la cocina. Blandía un trinchante de larga y sanguinaria hoja.

—¿Vi? —gritó—. ¿Vi?

En ese momento vio la puerta de la calle abierta.

Al instante, un gruñido retorció sus facciones.

—Hijo de perra —musitó—. Oh, hijo de perra. Me la has hecho buena.

Se agachó bruscamente y examinó la alfombra. Sostuvo el cuchillo en alto ante él.

—Voy a castigarte por esto. Voy a encontrarte. Puedes estar seguro de que te encontraré. Y cuando te encuentre, te cortaré a trozos. Te cortaré en trozos pequeños, minúsculos. Te arrancaré todas las patas, una a una. Y luego te tiraré al triturador de basura.

Al acecho, mientras recorría la parte trasera del sofá, Creel llegó al lugar donde yacía tumbada la mesa rinconera rodeada de flores muertas.

—Buen hijo de perra estás hecho. Ella era mi mujer.

Pero no encontró al ciempiés. El animal se hallaba oculto en la oscura mancha de agua, junto al jarrón. Creel estuvo a punto de pisarlo.

En un abrir y cerrar de ojos, el animal se lanzó hacia un zapato y desapareció por la pernera de los pantalones.

Creel no supo que el ciempiés estaba allí hasta que lo notó trepar por su rodilla.

Bajó la cabeza y vio que el alargado bulto de sus pantalones avanzaba hacia su entrepierna.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, asestó una cuchillada…

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