Horror

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Bebés grávidos

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Bebés grávidos

MICHAEL BISHOP

Novela de amenaza terrorífica muy resumida

Una de las hazañas más arduas cuando se escriben relatos horroríficos/terroríficos es obtener los resultados apetecidos y, al mismo tiempo, una sonrisa en el semblante del lector. En manos menos expertas que las de Bishop, existe la tendencia a que el lector acabe de leer sin darse cuenta de que está desangrándose. Unos momentos de reflexión, no obstante, suelen bastar para corregir la situación, en cuanto se comprende que lo juzgado curioso, o divertido, es otra cosa.

Michael Bishop ha escrito, en Transfigurations (Transfiguraciones) y The White Otters of Childhood (Las blancas nutrias de la infancia), parte de la ciencia ficción más reveladora de los últimos veinte años. También ha exhibido su inclinación por lo macabro, con una destreza que humilla a gran parte de sus colegas.

Carrion City, en el estado de Colorado, antaño bulliciosa población con yacimientos auríferos aferrada a una ventosa pradera en las montañas Sangre de Cristo, es en la actualidad una ruinosa sombra de lo que fue. Dos cafeterías, un almacén de piensos, un garaje, una tienda de ultramarinos, una escuela y tres o cuatro comercios para complacer al turismo de temporada proporcionan empleo a parte de los lugareños, pero el Hospital Helen Hidalgo Hutton (especializado en casos de Hebefrenia Licantrópica avanzada) ha impedido que Carrion City se convierta en otro pueblo fantasma más. Da trabajo a veintidós residentes del pueblo (casi una quinta parte de la población) y el impresionante edificio, similar a una cárcel, atrae enfermos y curiosos del mundo entero. A finales de 1981, por ejemplo, tres emigrados ex víctimas de la HL habían sanado de forma tan espectacular que se les autorizó a pasar las revisiones mensuales como pacientes externos; uno de ellos se desplazaba regularmente desde Silistra (Bulgaria). Otros doce enfermos viven en el hospital, recorren descalzos los embaldosados pasillos, se acurrucan todos juntos para dormir y, durante las tormentas o ventiscas, alzan sus espectrales voces en vibrante armonía con el viento. A pesar de que un importante funcionario estatal designado a raíz del triunfo electoral de Ronald Reagan insiste en que el personal del centro supera en número a los pacientes, el hospital resiste estos ataques políticos tan en boga por cuanto las aportaciones de ex pacientes (muchos de ellos titulados europeos de asombrosa longevidad y no poca opulencia) le permiten autofinanciarse casi por completo. Además, nadie, ni siquiera el muy pérfido partidario de Reagan, desea realmente acabar con la última raison d’être de Carrion City.

Mary Smithson, Sylvester hasta el día de su matrimonio, trabaja en el turno de noche del hospital en calidad de directora de psiquiatras residentes, cargo al que llegó en sólo ocho años. Producto de la escuela de Carrion City, entre 1968 y 1972 Mary Sylvester estudió en una semiprestigiosa escuela de medicina y en un instituto psiquiátrico de Denver gracias a una beca concedida por la Fundación Benéfica Helen Hidalgo Hutton. Las condiciones de la beca exigían que ella compaginara sus estudios profesionales con una minuciosa inspección de las treinta y siete novelas publicadas por la señora Hutton, al ritmo aproximado de una por mes (sin contar veranos y períodos de exámenes antes de vacaciones). Posteriormente, como era de esperar, se exigió a Mary que trabajara en el hospital no menos de cuatro años y que dedicara su tiempo libre a promocionar activamente la obra de Hutton entre la ciudadanía culta del suroeste de los Estados Unidos. Esta última estipulación ni irritó ni desmoralizó a Mary, ya que con la excepción de Mi amigo Pecas (la historia de un perro sentimental) le gustaban todas las novelas de su fallecida benefactora, casi todas de estilo escalofriantemente gótico o aventuras románticas rebosantes de suspense. Sus favoritas, que leía una y otra vez, eran Rebecca Random Recuerda y Los lobos de las fuentes de West Elk. Aunque las condiciones de la beca fueron causa de que se graduara entre los diez últimos de su promoción, ningún estigma particular acompañó a este pobre resultado, como atestigua vívidamente su rápido y merecidísimo ascenso en el mismo hospital.

Russell Smithson, esposo de Mary, es otro caso. Mary lo conoció en Denver, no en el instituto sino en una tétrica taberna de ambiente contracultural al abrigo de un ruidoso paso superior de ferrocarril. Aquel solitario joven se hallaba absorto en la lectura de un libro a la luz de las velas, indiferente al chabacano estruendo de un piano y los desafinados chillidos del barbudo músico que lo manoseaba. Aprovechando al máximo la nueva tolerancia entre personas, Mary tomó asiento ante la mesa del solitario. (El libro que tenía delante Russell resultó ser Love Story de Erich Segal. Mary llevaba ejemplares de Base patológica de la enfermedad y de la edición original —1922— de La fidelidad de Fidelia Leal). Muy pronto estas dos personas, que un momento antes no se conocían, estuvieron enzarzadas en animados debates sobre la guerra del sudeste asiático, el aborto, la legalización del porro, el desarme nuclear y la poesía de Rod McKuen. Puesto que discrepaban en casi todo, los dos acabaron echando chispas. El hecho de que Russell aspiraba a ser escritor dejó aturdida a Mary. Ello disculpaba no sólo los gustos del joven en cuanto a literatura contemporánea sino además su innata sensibilidad burguesa que parecía un eco de Calvin Coolidge. A modo de prueba, Mary le prestó La fidelidad de Fidelia Leal, el más apasionado opúsculo feminista en forma de novela de la señora Hutton (en realidad, el único). Cuando la pareja volvió a encontrarse una semana más tarde, Russell expresó un limitado pero indudablemente sincero respeto por la prosa y la destreza narrativa de la vieja señora. Ni siquiera el «desvarío sufragista y las fullerías» (su crítica más severa a la novela) le habían desconcertado. Estas novedades aliviaron y complacieron a Mary. Tres meses más tarde se casaron, y las fotografías de boda tomadas en el anfiteatro de Red Rocks muestran a la feliz pareja ataviada de pies a cabeza con cuero cosido a mano y collares indios.

Hoy, en Carrion City, Russell es amo de casa. Tiffany, de dieciocho meses, cuya gestación y parto no apartó mucho tiempo a Mary de sus obligaciones como psiquiatra residente del hospital, ocupa gran parte del tiempo de Russell, en particular desde que la niña duerme durante el día, igual que Mary. Russell debe adaptarse al mismo horario o confiar en siestecillas e intersticiales cabezadas para purgar su organismo de los venenos del insomnio. Por la noche, mientras Mary trabaja y Tiffany da sus primeros pasos por la estucada casita de los Smithson, Russell prepara la receta especial a base de soja para la niña y planea la principal comida del día, que harán cuando casi el resto de la población de Carrion City se siente a desayunar. Este arreglo no disgusta a Russell por la expresiva razón de que así dispone de excusa (una excusa que no estuvo a su disposición entre 1972 y 1980) para la notable falta de éxito de su carrera literaria. Además, con ese horario está en su casa durmiendo cuando muchos habitantes de Carrion City se hallan maliciosamente en la calle, listos a saltar sobre el escritor, si topa con ellos, para hacerle infinidad de punzantes preguntas relacionadas con su perpetua falta de «trabajo lucrativo». Incluso los negligentes viejos y los pipiolos que pretenden ser buscadores de minas le han increpado en el almacén de piensos por su pereza, siendo como es un varón fuerte y sano. Tiffany, bendita sea, ha puesto fin a la insufrible furia de los lugareños. La niña ha mitigado la sensación de culpabilidad de Russell sin forzarle todavía a renunciar a sus últimas esperanzas literarias. La búsqueda de riquezas literarias no está totalmente reñida, a pesar de todo, con las mundanas responsabilidades de un amo de casa.

Durante los ocho últimos meses Russell ha seguido un curso por correspondencia de la Escuela de Prósperos Colaboradores Anónimos, una sociedad de Baltimore (Maryland). (Los anuncios de este programa de estudios, que incluyen el respaldo de solicitadísimos mercenarios que han desvelado bajo otro nombre las vidas de celebridades de Hollywood y llevado a juicio a políticos y dechados de perfección adictos a las drogas, aparecen con regularidad intercalados en revistas femeninas y semanarios dedicados a los programas de televisión). Entre sus numerosos quehaceres domésticos Russell intercala como puede momentos que dedicar al estudio. Su lista de lecturas incluye las autobiografías de Benvenutto Cellini, Benjamin Franklin, Ulysses S. Grant, Vera Brittain y Malcolm X. Según los prospectos que recibió con el primer envío de tareas, lo esencial para ser un buen escritor anónimo es saber simular de modo convincente una autobiografía genuina. De hecho, su primera tarea como estudiante por correspondencia le exigió rehacer penosamente a mano tres capítulos de las Confesiones de Rousseau. Posteriormente tendrá que simular la personalidad, ideando el estilo conveniente para ello, de personajes populares tan diversos como Mickey Mouse, Mickey Spillane, David Stockman, Yogi Berra, Paul «Oso» Bryant, Anita Bryant, Ron Ely, Ronald McDonald y un largo etcétera. No es fácil. En dos o tres ocasiones Mary ha vuelto a casa y Russell había olvidado preparar la cena o cambiar el culero a Tiffany por culpa de un maniaco esfuerzo para terminar sus irritantes tareas. Puesto que comprende los motivos y las necesidades de su esposo, Mary no le regaña. Sin embargo, le duele descubrir que Russell es incapaz de algo más que plagiar el material de Rolling Stone o The National Enquirer cuando el plazo máximo de envío está a punto de cumplirse y uno de estos desdichados tabloides contiene información marginalmente utilizable para sus propósitos. Qué vulgar es Russell algunas veces.

A decir verdad, sin embargo, la mente de Mary suele concentrarse en su trabajo. El personal del turno nocturno del Hospital Hutton tiene una responsabilidad sumamente onerosa. Como incluso los estudiosos accidentales de la enfermedad deben saber, las víctimas de la hebefrenia licantrópica, en especial en las últimas fases de la dolencia, se entregan de modo casi invariable a las más radicales transformaciones mágicas entre las doce de la noche y una hora antes del alba. Médicos, enfermeros, enfermeras y personal de custodia que trabajan en estas horas críticas deben enfrentarse con frecuencia en la realidad a ese espantoso aspecto de la HL que con tanta insistencia y falta de rigor explotan productores de cine, novelistas y publicaciones populares. Mary Smithson ha estado cara a cara con la realidad. En consecuencia, ella sabe que las víctimas del síndrome de Chaney (como a veces se denomina la enfermedad en los textos), del mismo modo que cualquier persona propensa a ataques epilépticos o urticaria, poseen capacidad para vivir, satisfacción vocacional y desarrollo espiritual, igual que cualquier ser humano no afectado por esa dolencia. Las imágenes sensacionalistas de hombres y mujeres velludos, que babean como animales mientras trotan a cuatro patas bajo la luna llena o casi llena no reflejan la realidad de la enfermedad ni mejoran las previsiones para los infortunados que la padecen. Esas imágenes refuerzan prejuicios científicamente desacreditados y destruyen la dignidad de la víctima precisamente cuando una buena dosis de pundonor puede conducir a la recuperación total. A la inversa, una pobre imagen personal puede provocar una recaída irreversible en un estado licantrópico sin dimensión psicológica alguna. Los hombres lobo auténticos se crean, no nacen así, suele explicar Mary al personal médico que visita el centro, y los crea precisamente la codicia y la insensibilidad que abundan en la sociedad. Por otro lado, las manifestaciones hebefrénicas de la licantropía responden excepcionalmente bien al tratamiento profesional.

Mary posee la prueba de esta observación en la persona de Amadeus Howell, un joven inglés internado en el hospital desde la fundación de éste. (El expediente archivado en las oficinas administrativas indica que Howell nació en Londres [Inglaterra] el 12 de agosto de 1914, pero con su disfraz humano, al que el paciente se aferra en la actualidad con animada tenacidad, sigue sin aparentar más de veinte años). Repentinas recaídas físicas, aproximadamente dos veces por mes, dan fe de la prolongada esclavitud del enfermo respecto a la enfermedad. Además, su conducta en períodos relativamente libres de lupinos cambios de forma continúa mostrando un rasgo frívolo o juvenil debido a la persistencia de la hebefrenia. No obstante, Mary confía en que sensatas dosis de azufre, asafétida (vulgarmente denominada excremento del diablo), ricino e hipericón (corazoncillo), junto con amistosos consejos nocturnos, pronto permitirán al joven Howell aprovechar el programa para pacientes externos del hospital. El hecho de que el enfermo haya dejado de formular preguntas tontas como: «¿Por qué no usa un tapón de botella a prueba de niños como anticonceptivo?», en favor de cuodlibetos tan formidables como: «¿De dónde procede el mal?», o «Si un solo niño inocente sufre, ¿no sería mejor que el mundo no existiera?», es juzgado por Mary como prueba irrefutable de una mejoría orientada hacia la liberación de Howell. Que él idee estos enigmas mientras huele el chicle pegado a la suela de su zapato o juegue una partida de Donkey Kong con el libro de matemáticas delante en el cuarto de estar del tercer piso, reflexiona Mary, resalta simplemente la urgencia de un arduo esfuerzo por parte del personal para exorcizar los últimos vestigios de su prolongada puerilidad. Pero están muy cerca del éxito. Mary casi paladea el inminente triunfo.

En marzo, con la nieve posada como tarta helada en las torrecillas y almenas del hospital, Russell hace saber a Mary que la Escuela de Prósperos Colaboradores Anónimos desea dos capítulos de «la autobiografía de un personaje inolvidable» (le enseña esta frase en la hoja de tareas) a finales de abril. Los alumnos que no presenten un mínimo de diez mil palabras de material aceptable se arriesgan a no continuar estudios o pagar más por la enseñanza, probablemente lo segundo. Los Smithson no pueden permitirse otro aumento en los gastos de enseñanza de Russell. Su más reciente trabajo por correspondencia ha suscitado no sólo tumultuosas correcciones por parte de los tutores de Baltimore, sino además un diluvio de sarcasmo entre líneas. Russell intenta consolarse con el hecho de que los pasajes más alcanzados por estas críticas son los copiados palabra por palabra de los tabloides, pero su moral continúa hundiéndose y Mary teme por la estabilidad mental y emotiva de su marido.

—¿Cómo voy a hacer esta tarea si hasta un simple ejercicio de dedos como asumir la personalidad de Alexander Haig me descompone? —quiere saber Russell.

Un loup-garou, piensa Mary, incapaz de separar la molesta crisis de su esposo de sus consideraciones profesionales. Este pensamiento, a su vez, le hace recordar el caso y el semblante de Amadeus Howell.

—¿Dónde voy a encontrar un personaje inolvidable cuya autobiografía pueda escribir como si fuera él?

Y tras esta pregunta de Russell, Mary no puede menos que sugerir a su principal paciente como sujeto probable. Russell rezuma gratitud y entusiasmo aproximadamente a partes iguales. Igual que Studs Terkel, pretende grabar el testimonio de su elegido. Luego transcribirá a conciencia la vida de Asmadeus para enviarla inmediatamente a Baltimore. De nuevo, confiesa, su esposa le ha salvado de un fracaso casi cierto.

—No es Asmadeus —replica Mary, nerviosa porque ya está arrepentida de haber hablado—. Es Amadeus.

Las entrevistas en el hospital empiezan muy bien. Mientras Mary desvía abnegadamente sus energías hacia otros enfermos, Amadeus habla ante la grabadora de su esposo de forma alentadoramente detallada. Por desgracia, Mary ha olvidado explicar a Russell que Amadeus no sólo padece el síndrome de Chaney, sino además una variedad de alexitimia esporádica que a veces hace sumamente tediosa su narrativa verbal. Otras personas colorearían sus relatos de episodios formativos con la angustia o el gozo que recuerdan, pero Amadeus se limita a enumerar y hablar monótonamente. Una noche, de hecho, evita cualquier discusión de su pasado para relatar en penoso y repetitivo detalle el argumento de una novela de Helen Hidalgo Hutton en la que la autora encontró un purgante desfogue para una parte de sus periódicas experiencias con la HL. Russell se retuerce. Mary siempre ha evitado el problema de la alexitimia del joven Howell valiéndose de técnicas de enfrentamiento al insulto, pero Russell, que las ignora, acusa a su esposa de intentar sabotear su trabajo por correspondencia al presentarle a un majadero congénito. Y lo que es peor, él debe ir con Tiffany a las entrevistas, y la niña está cada vez más inquieta por tener que sentarse en las baldosas para apilar las rosquillas en el obelisco de plástico. Mary calma a su marido con explicaciones y una sincera súplica de que vuelva a intentarlo. Dos noches más tarde, mientras pasea de un lado a otro y recita los detalles sumamente fascinantes de los años que pasó en el Soho, Amadeus sufre el asombroso cambio especialísimamente característico del síndrome de Chaney. Los efectos especiales de Hollywood no llegan a la suela del zapato de la realidad provocadora de sudor de esta transformación. Los ojos de Tiffany sobresalen como ampollas producidas por una quemadura y Russell se apresura a garabatear notas al mismo tiempo que trata de observar los evanescentes aleteos de este raro fenómeno anatómico. Esta noche ha reventado la presa física además de la psíquica, y Russell cree que La autobiografía de Amadeus Howell va a catapultarle al primer puesto de su clase por correspondencia.

—Perrito guapo —dice Tiffany mientras Amadeus pasa corriendo junto al montón de rosquillas de plástico.

El hombre lobo está esbozando con los labios lo que Russell supone debe de ser la continuación del relato de su vida. Gemidos y gruñidos vagamente irónicos sostienen ahora el peso principal del relato, empero, y son francamente ininteligibles.

—Perrito guapo —repite Tiff mientras toca el grisáceo hombro del animal-hombre.

Amadeus tiene ciertamente el aspecto de un perrito guapo. Los movimientos de su esbelto aunque robusto cuerpo tranquilizan más que amenazan, y los retazos en forma de oruga de horrible piel blanca sobre sus opalescentes ojos le confieren una cómica apariencia de confusión, algo así como un docto caballero con las cejas alzadas. (Su ropa yace en arrugados montones por toda la habitación. ¿Cómo ha podido quitárselas sin rasgarlas, sin dejar al descubierto un delincuente retazo de carne humana? Russell no lo sabe). Mientras el juguetón Amadeus frota la nariz contra Tiffany, Russell apaga la grabadora para observar. Al parecer los aspectos hebefrénicos de la enfermedad son más pronunciados en su manifiesta fase lupina, ya que el animal-hombre está brincando como un cachorrillo. Coge una rosquilla de plástico de Tiffany y la tira por el aire. Por alguna inexplicable razón la jugarreta molesta a la niña; cuando su compañero de juegos se lanza a por otro de sus juguetes, Tiffany le agarra dos puñados de frondoso pelaje y le da un cruel mordisco en el costado. (A pesar de hallarse dos pisos más abajo, incluso Mary oye el aullido de Amadeus). El hombre lobo se revuelve, muerde el labio inferior de Tiff y se lanza hacia Russell como si quisiera derribarlo. Pero en vez de eso huye por el pasillo y se oculta en las entrañas del edificio; el enfurecido lamento de la pequeña lo persigue como una de las Furias. Mary, agobiada por contradictorias variedades de remordimiento, pone fin a los privilegios de visitante de Russell. Al menos, se consuela la madre, la mordedura de hombre lobo de su pequeña no es nada del otro mundo, una simple marca roja.

Los hechos subsiguientes se apelotonan y empujan unos a otros. Russell se recluye, se aparta de esposa e hija y completa su tarea de vida o muerte en un colérico y repentino derroche de energías que dura cuarenta y ocho horas. Posteriormente, el domingo por la noche, anuncia que a partir de ahora piensa adoptar un horario más convencional. Para acomodarse a dicho horario, Tiff deberá ir a la Guardería Diurna Lucy van Pelt para Preciosos Párvulos de Willa Clanahan, institución de la vecindad que tiene un presupuesto bajo y (más o menos) ocho alumnos. Si los tutores de Baltimore le dan calabazas por los dos primeros capítulos de La autobiografía de Amadeus Howell, Russell abandonará la búsqueda de fama literaria e invertirá los escasos ahorros del matrimonio en la apertura de una armería en la moribunda cafetería Timberline de Jim Rawley. Mary, aferrada a la esperanza de que los tutores de Baltimore mantengan sus cínicamente severas normas, asiente. El hecho de que Russell amenace con embarcarse en un negocio de nueve a cinco, aunque sea regentar una armería, alegra su alma resignada. Si bien Mary sería capaz de escribir una novela de terror en torno a la década en la que ha prestado apoyo emotivo o financiero a su esposo, Russell seguramente no podría. Las postales suelen agotar el talento de su marido tanto como su vigor, a despecho de su reciente parranda creativa. Mientras tanto, el talento y el vigor de Mary deben empeñarse en rescatar a Amadeus Howell de la desastrosa recaída provocada por la presencia conjunta de Russell y Tiffany en su habitación. Desde el incidente el enfermo se muestra arisco, distante e incluso más tonto que de costumbre. Durante el fin de semana, de hecho, ha sufrido otras dos metamorfosis lupinas, y en el turno de noche del lunes Mary lo encuentra con un collar de saldo aparte de la cadena de elegante diseño que otro miembro del personal le regaló en Navidad. Tan virulenta es la frivolidad residual que atormenta al paciente que cuando Mary le hace una pregunta, Howell responde con un fragmento lírico antigramatical de un éxito de los años 50 obra de Sam el Farsante y los Faraones. Más tarde, durante un descanso para tomar café, Mary debe hacer esfuerzos para no llorar.

La primera semana de Tiffany en la guardería de Willa Clanahan tampoco va bien. Tiff carece de experiencia en juegos con otros niños y los párvulos de la Guardería Lucy van Pelt forman un conjunto agresivo e indócil. Russell, acomodado frente a los concursos y melodramas del televisor, resiste una serie de llamadas telefónicas de la señora Clanahan, que se queja del carácter mandón, el egoísmo y las altaneras negativas de Tiff a llegar a un compromiso con las otras «criaturas», cuya veteranía Tiffany no muestra intención alguna de reconocer, ni mucho menos respetar.

—Átela a una silla en la cocina —aconseja Russell a la señora Clanahan.

—Ni hablar —afirma la engañada mujer, y cuelga.

Pero la señora Clanahan llama de nuevo más tarde para comunicar que Tiff ha puesto en práctica la vil estrategia de ir de niño en niño y morderlos a todos en el muslo o en el codo, en el blanco anatómico más accesible. Tras causar estas heridas, la niña echa atrás la cabeza y aúlla con bastante dulzura mientras contempla la lámpara de cristal de la sala.

—He pensado atarla a una silla en la cocina —admite la señora Clanahan.

—No pierda un momento —replicó Russell.

El viernes, una vez puesta en práctica la drástica medida de precaución acordada, a regañadientes, la tarde anterior, la señora Clanahan telefonea para exponer la anómala conducta de Tiff durante la merienda. La niña no quiere beber leche, no quiere comer su bocadillo de pollo e insiste en alimentos tan exóticos como zarzaparrilla rociada con Ovaltine y sobras de ensalada con fríjoles.

—¿Hay problema en darle eso? —inquiere la señora Clanahan.

—No pierda un momento —replica Russell—. Mientras no sea carne envenenada para los coyotes, no me importa un pito lo que usted pueda darle de comer.

La señora Clanahan desaprueba tan insensato criterio, pero accede generosamente al capricho de Tiffany. Los niños son el principal estímulo de su vida.

El sábado por la mañana la niña está sumamente enferma. Russell achaca la responsabilidad a la señora Clanahan, pero Mary, que acaba de llegar a casa tras otra mala noche en el hospital, examina atentamente a su hija e identifica la dolencia como vómitos de embarazo. Durante un momento los padres permanecen estupefactos y temblorosos pensando en la cardiaca aberración de tal posibilidad. Qué contingencia tan perversa, repugnante, diabólica e impensable.

—Es el pequeño de Jim Rawley, Sean —estalla por fin Russell—. Jamás he confiado en ese solapado chaval, pero, fíjate bien en lo que digo, ¡voy a preocuparme de que obre con honor!

Mary, con otra sospecha en la cabeza, impide que su marido adopte este curso con la sugerencia de llevar a Tiff al hospital para someterla a pruebas más concluyentes. El conejo muere. De nuevo en casa, ponen a la niña tan cómoda como pueden y afrontan una curiosa serie de opciones igualmente odiosas. (El oficio de progenitores en los últimos veinte años del siglo actual plantea retos totalmente inimaginables por madres y padres de anteriores generaciones). Pero una semana más tarde los Smithson encuentran compañía en su desgracia, porque la señora Clanahan, que tiene cierta experiencia en embarazos y partos, ha decidido por su cuenta que cuatro compañeras de Tiffany comparten sin duda alguna el delicado estado de la niña. Noticias de calibre tan espectacular como la presente se difunden con rapidez en Carrion City. Y cuando Mary confiesa a su esposo que Amadeus Howell podría ser responsable, directo aunque sin saberlo, de los actuales problemas de Tiff, y por tanto responsable indirecto de la epidemia en la Guardería Diurna Lucy van Pelt, Russell difunde también esta noticia, con el resultado de que pronto la población entera arde en rumores sobre hombres lobo que atacan el Hospital Helen Hidalgo Hutton (especializado en casos de hebefrenia licantrópica avanzada).

Que las hijas de los hombres no sufran más indignidades, los monstruos deben morir…

En la encantadora noche de abril, mientras Russell Smithson, Jim Rawley y la numerosa cohorte de machos reúnen sus camionetas de tracción delantera en el almacén de piensos de Sam Kelsall, para cargar las escopetas, comprobar los faros y darse nerviosos ánimos, Mary lleva a Tiffany al hospital para aconsejar a Amadeus Howell y los demás pacientes que huyan. También hace una llamada telefónica al cuartelillo de la patrulla de carreteras de Pueblo (Colorado), a tres horas de distancia en el borde oriental salpicado de artemisas de la región de las grandes praderas. ¿Llegarán a tiempo los miembros de la patrulla para agarrar por la barba a los lugareños varones por su mal organizada vigilancia? No. Pero cuando se produce el ataque hasta el último de los perplejos hebefrénicos ha huido ya. Amadeus, presidente honorario de la Sociedad Fenris que forman los enfermos, los conduce hacia los nevados picos de la cordillera Sangre de Cristo. (Babean como animales mientras trotan a cuatro patas bajo la luna casi llena). Mientras tanto, Russell y sus vengativos secuaces, sin saber que Mary y Tiffany están agazapadas en el interior del edificio, destrozan los muros con postas y meditan los diversos métodos que les permitan arrasar el hospital. Saben perfectamente que en este punto del proceso es obligatoria una conflagración, pero nadie ha resuelto todavía cómo prender fuego a la desolada e impresionante estructura. Cerillas usadas yacen esparcidas al borde del camino, y el aroma de la mezcla de gasolina y alcohol emana en oleadas de los cimientos del edificio. La institución de la señora Hutton no prende. Por fin, entre el aullido de las sirenas, cuatro vehículos de la patrulla estatal irrumpen cual coches de carreras en Carrion City. Casi en el mismo instante Mary aparece en las almenas con Tiffany en los brazos, una Ofelia moderna muy por encima de la vergonzosa anarquía de los lugareños. Avergonzado por tan brava y melancólica exhibición, Russell pide prestado un megáfono y convence a Mary de que baje recitando la primera parte entera de «Aullido» de Allen Ginsberg, extraída de sus tanto tiempo reprimidos recuerdos. Veinte minutos antes de que termine, la policía estatal y los compañeros de armas de Russell regresan a sus hogares. El cerco ha terminado. Los Smithson están unidos de nuevo. Pero ¿a costa de qué?

Sin pacientes, el hospital debe cerrar sus puertas y despedir al personal temporalmente. Mary, más afortunada que casi todos los demás, obtiene un puesto interino en la junta directiva de la Fundación Benéfica Helen Hidalgo Hutton. Poco después, Russell se entera de que un agente de la Escuela de Prósperos Colaboradores Anónimos, partiendo de los dos primeros capítulos de su trabajo, ha negociado una cantidad de seis cifras con una famosa editorial de Nueva York como anticipo por la publicación de La autobiografía de Amadeus Howell, que será comercializada en forma de novela. Russell dispone de dieciocho meses para entregar el manuscrito completo. Mary disimula su disgusto lo mejor que puede. Entusiasmado pero calculador, Russell alquila una avioneta y contrata los servicios de un piloto experto en vuelos sobre selvas para que le ayude a localizar a los fugados enfermos; entre éstos se halla el único ser humano capaz de aportar un final correcto y auténtico a la inconclusa novela. Durante la tercera semana de ausencia de Russell (su búsqueda no va nada bien), Tiffany pare tres minúsculos malamutes con encantadoras cejas color crema. En un esfuerzo para conservar el optimismo, Mary piensa que al menos ella y Russell no tendrán que comprar un perro a la niña. Una semana más tarde las cuatro compañeras de Tiffany de la guardería de la señora Clanahan tienen alumbramientos igualmente asombrosos, y siguiendo la mejor tradición pionera, los vecinos intercambian visitas para ofrecerse sosiego y consuelo. (Hay cierta especulación, discreta pero esperanzada, en cuanto a que esos niños caninos repueblen un día el hospital). Russell regresa por fin al hogar, renqueante, sin haber localizado a nadie, ni a Amadeus ni al resto de miembros de la Sociedad Fenris. Mary sabe que su marido va a ser un malísimo abuelo. Russell se refiere a usar los cachorros como perros de trineo, en cuanto tengan peso y fuerza suficiente para ayudarle en la búsqueda de su ausente progenitor. Tras un gruñido, el más valiente de los cachorros muerde el tobillo de Russell. Mary interviene para salvar el costado de su nieto. Más tarde, por la noche, Mary se acuesta junto a su ingenuo esposo y piensa en Amadeus Howell y en el escondrijo similar a una madriguera que el ex paciente tiene entre los helados precipicios. Ciertos pasajes de Los lobos de las fuentes de West Elk parecen haber predicho este portentoso momento. Hay una vibración en su estómago. Es terriblemente difícil no dejar escapar una risita…

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