Horror

Horror


La máquina de escribir

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La diligencia precisó dos horas a través de atascados camiones, accidentes y desvíos. Por fin el elegante automóvil aparcó en doble fila en la calle Cincuenta y Dos y Eric se apeó dando tumbos con la carga en las manos para dirigirse a una tienda que exhibía modelos Olivetti en el escaparate.

—No puedo repararla —le informó el joven dependiente.

Eric gimió.

—Tiene que hacerlo.

—Mire este eje. Está partido. No tengo piezas de recambio para un trasto tan extraño como éste. —El mecánico sentía horror por la pura fealdad de la máquina—. Tendría que soldar el eje. Pero, mire, amigo, una chatarra tan antigua es como una camisa vieja. Póngale un parche en el codo, y la camisa se romperá por el parche. Cosa el agujero nuevo, y la camisa se romperá precisamente por ahí. Cuando termine, no tendrá una camisa. Sólo remiendos. Si sueldo este eje, el calor debilitará el metal, que es muy viejo, y la pieza se partirá por otros puntos.

Tendrá que venir aquí hasta que habrá más soldaduras que metal. En fin, no me gustaría manosear un modelo tan antiguo. Créame, amigo, no sé cómo funciona esto. Es preferible que localice al tipo que se la vendió. Es posible que él pueda repararla. Es posible que él tenga piezas de repuesto. Oiga, ¿no le conozco?

Eric arrugó la frente.

—¿Cómo dice?

—¿No es usted famoso? ¿No estuvo en el programa de Carson?

—No, se confunde —repuso disimuladamente. Miró su reloj marca Rolex de dieciocho quilates y vio que faltaba poco para el mediodía. Santo cielo, casi había perdido la mañana entera—. Tengo que apresurarme.

Eric agarró la máquina averiada y salió del local en dirección al automóvil. El estruendo del tráfico le acobardó.

—Greenwich Village —espetó al aburrido chofer—. Con la máxima rapidez posible.

—¿Con este tráfico? Señor, es mediodía. Una hora punta.

Se le revolvió el estómago. Tembló, sudó. Cuando el conductor llegó a Greenwich Village, Eric le dio frenéticas instrucciones. Miró constantemente el reloj. Casi a la una y veinte, tuvo un repentino temor. Oh, Dios, ¿y si la tienda está cerrada? ¿Y si el viejo ha muerto, y si el negocio ya no existe?

Se encogió de espanto. Pero luego forzó la vista para mirar por el parabrisas, tras vislumbrar la trapería al final de la calle. Se apeó torpemente antes de que el automóvil estuviera completamente parado. Cogió la enorme máquina y, aunque la adrenalina lo espoleaba, se le doblaron las rodillas al empujar la crujiente puerta de la trapería y entrar dando tumbos en el mohoso, estrecho y sombrío local.

El viejo se hallaba en el mismo sitio donde Eric lo vio la primera vez: agazapado ante un destrozado escritorio, con un cigarrillo de apenas un centímetro entre sus amarillentos dedos, mirando con aire ceñudo un impreso de apuestas hípicas. Incluso vestía el mismo jersey raído sin botones. Cabello telarañoso y rostro hundido.

El anciano alzó la vista del impreso.

—No se admiten devoluciones. ¿No ha leído el letrero?

Desequilibrado a causa de la carga, Eric abrió la boca, incrédulo.

—¿Todavía se acuerda de mí?

—Naturalmente que sí. No puedo olvidar ese trasto. Ya le dije que no acepto devoluciones.

—Pero no estoy aquí por eso.

—Entonces ¿Por qué ha vuelto a traer ese maldito cacharro? Dios mío, es horrible. No soporto verlo.

—Está averiado.

—Sí, eso parece.

—No he conseguido que la repararan. El mecánico no quiere tocarla. Tiene miedo de destrozarla más.

—Pues échela a la basura. Véndala como chatarra. Sí, pesa bastante. Conseguirá un par de dólares.

—¡Pero si a mí me gusta!

—Qué quiere que le diga. —El viejo meneó la cabeza—. Cuestión de gustos.

—El mecánico me ha sugerido que el tipo que la construyó podría saber cómo repararla.

—Y si las vacas tuvieran alas…

—¡Escuche, dígame de dónde la sacó!

—¿Cuánto vale para usted la información?

—¡Cien dólares!

El anciano se irguió.

—No acepto cheques.

—¡En metálico! ¡Por el amor de Dios, apresúrese!

—¿Dónde está el dinero?

El viejo tardó varias horas. Eric paseó de un lado a otro, fumó y sudó. Finalmente hubo unos crujidos y el trapero subió del sótano con unos garabatos en un trozo de papel.

—Una finca —dijo el anciano—. En la costa de Long Island. De un hombre ya fallecido. Se ahogó, creo. Veamos. —El viejo hizo un esfuerzo para descifrar el texto que él mismo había garabateado en el trozo de papel—. Sí, se llamaba Winston Davis.

Eric se agarró al destrozado escritorio. Se le encogió el estómago. Su corazón omitió varios latidos.

—No, es imposible.

—¿Pretende decir que conocía a este sujeto? —preguntó el viejo—. ¿A Winston Davis?

Eric tenía polvo en el paladar.

—He oído hablar de él. Era novelista.

Su voz era ronca.

—Espero que no intentara escribir sus novelas con este trasto. Es lo que le expliqué cuando usted la compró. Traté por todos los medios conocidos de que se la quedaran. Pero los propietarios vendían las cosas del muerto en un gran lote. No querían venderlas sueltas. O todo o nada.

—¿En Long Island?

—La dirección la tiene en este papel.

Eric lo agarró, cogió frenéticamente la pesada y averiada máquina de escribir y se bamboleó hacia la puerta.

—Oiga, ¿dónde he visto su cara? —le preguntó el anciano—. ¿No salió en el programa de Carson la noche pasada?

El sol casi se había puesto cuando Eric llegó a su destino. Durante toda la travesía de Long Island estuvo temblando de miedo. Comprendía ya por qué tantos lectores habían comparado su obra con la de Winston Davis. Éste había sido propietario de la misma máquina de escribir. Había escrito sus novelas con ella. La máquina se había encargado del redactado. Por eso la obra de Eric y la de Davis eran similares. Sus novelas tenían idéntico creador.

Del mismo modo que Eric, Davis había guardado el secreto. Era evidente que ni siquiera había hablado de ello con amigos íntimos y familiares. Al morir Davis, la familia supuso que la vieja máquina de escribir era simple chatarra, y la vendieron junto con otros trastos que había en la casa. De haber conocido el secreto, habrían conservado la gallina de los huevos de oro, la mina de oro.

Pero había dejado de ser una mina de oro. Era un trozo de chatarra, un roto montón de tornillos y palancas.

—Ésta es la mansión, señor —informó a Eric el confundido chofer.

Aterrorizado, Eric examinó los enormes portalones abiertos, el amplio y liso césped, el gran camino negro que avanzaba sinuosamente hacia la monumental vivienda. Igual que un castillo, pensó.

—Vaya hasta la puerta principal —ordenó Eric al chofer, no sin aprensión.

«Supongamos que no hay nadie en la casa», pensó Eric. «Supongamos que no recuerdan nada. ¿Y si hubiera otras personas viviendo aquí?».

Dejó su carga en el coche. Inmediatamente, vacilante y frenético al mismo tiempo, Eric subió los escalones de mármol de la fachada en dirección a la gran puerta de roble. Sus dedos temblaron. Apretó un botón, oyó el eco de un timbre en el interior y se sorprendió al ver que alguien abría la puerta.

Una canosa mujer de más de sesenta años. Amable, bien vestida, de aspecto agradable si bien arrugado.

Risueña, con voz débil, la desconocida le preguntó en qué podía ayudarle.

Eric tartamudeó, pero la amable mirada de la mujer le dio ánimos, y a los pocos segundos logró hablarle con naturalidad, para explicarle que conocía y admiraba la obra de su esposo.

—Cuánto me alegro de que se acuerde —dijo ella.

—Me hallaba cerca de aquí. Espero que no le importe esta visita. Quiero explicarle qué opino de las novelas de su esposo.

—¿Importarme? No, me encanta. Pocos lectores pierden tiempo para preocuparse de mi esposo. ¿No quiere pasar?

La mansión parecía un mausoleo, fría y frágil. Los ruidos levantaban ecos.

—¿Le gustaría ver el despacho de mi marido? ¿La habitación donde trabajaba?

Recorrieron un helado y marmóreo pasillo. La anciana empujó una adornada puerta y señaló con un dedo la sacristía, el cuarto sagrado.

Era maravilloso. Una espaciosa habitación de alto techo con inapreciables cuadros en las paredes… y estanterías, una gruesa y blanda alfombra, grandes ventanales que daban al océano repleto de cabrillas donde tres veleros teñidos por el sol del ocaso escoraban con la brisa del atardecer.

Pero la atracción de la habitación se hallaba en el centro: un amplio y reluciente escritorio de madera de teca y, cual cáliz en el punto medio, una vieja Smith-Corona de la década de los cincuenta.

—Aquí escribió sus novelas mi esposo —explicó la anciana, muy orgullosa—. Todas las mañanas, de las ocho al mediodía. Luego comíamos e íbamos a comprar algo para cenar, o nadábamos y salíamos con el velero. En invierno, dábamos largos paseos junto al mar. Winston adoraba el océano en invierno. Él… Parezco una cotorra. Discúlpeme, por favor.

—No, no hay nada que perdonar. Comprendo sus sentimientos. ¿Usaba él esta Smith-Corona?

—Todos los días.

—Se lo pregunto porque compré una destartalada máquina de escribir el otro día. Era tan rara que me atrajo. El hombre que me la vendió me explicó que su esposo había sido el anterior propietario.

—No, yo no…

Eric se sintió aferrado por la garganta. Su corazón se sumió en la desesperanza.

—Espere, ahora lo recuerdo —dijo la canosa mujer, y Eric contuvo la respiración—. Aquella espantosa máquina —prosiguió ella.

—Sí, ésa es su descripción —tartamudeó Eric.

—Winston la guardaba en un armario. Yo le dije muchas veces que la tirara, pero él siempre contestaba que su amigo no se lo perdonaría.

—¿Amigo?

La palabra se clavó como una espina en la garganta de Eric.

—Sí, Stuart Donovan. Es propietario de una tienda de máquinas de escribir en el pueblo. Winston pasaba largos ratos con Donovan. Solían dar paseos en barca. Un día Winston trajo esa extraña máquina a casa. «Es una antigüedad», dijo. «Un obsequio. Un regalo de Stuart». Bien, a mí me pareció chatarra. Pero los amigos son los amigos, y Winston la conservó. Pero tras su muerte… —La voz de la anciana se alteró, se hizo más ronca, pareció quebrarse—. En fin, la vendí junto con otras cosas que no me hacían falta.

Eric bajó del coche. El sol se había puesto. La amenazadora oscuridad se cerraba en torno a él. Olió el salado aire marino de aquella pintoresca población de Long Island. Contempló el letrero en lo alto de la puerta de la tienda: MÁQUINAS DE ESCRIBIR DONOVAN — NUEVAS Y DE SEGUNDA MANO — REPARACIONES Y RESTAURACIONES. Su plan consistía en localizar la tienda y regresar por la mañana, cuando el comercio abriera. Pero de modo sorprendente, una luz rielaba al otro lado de la bajada persiana del escaparate. Aunque el cartel colgado en la puerta decía CERRADO, una sombra se movía detrás de la tapada vidriera.

Eric llamó. Una silueta se acercó muy despacio. Un anciano alzó la persiana y miró a Eric.

—Cerrado —le indicó débilmente el viejo al otro lado del escaparate.

—No, necesito hablar con usted. Es importante.

—Cerrado —repitió el hombre.

—Winston Davis.

Aunque se disponía a alejarse, la sombra se detuvo. Tras levantar de nuevo la persiana, el anciano miró a Eric.

—¿Ha dicho Winston Davis?

—Por favor, tengo que hablarle de él.

Eric oyó que se abría la cerradura. La puerta giró lentamente hacia dentro. El viejo lo miró, ceñudo.

—¿Se llama usted Stuart Donovan?

El anciano asintió.

—¿Conoció a Winston? Fuimos amigos muchos años.

—Por eso he venido a verle.

—En ese caso, pase —le dijo el anciano, asombrado.

Bajito y frágil, se apoyaba en un bastón de madera. Vestía una chaqueta cruzada y una fina corbata de seda. El cuello de su camisa era demasiado ancho para la encogida garganta de Donovan. Olía a menta.

—Tengo que enseñarle algo —dijo Eric.

Se apresuró a volver al automóvil y entró de nuevo en la tienda con la horrible máquina a cuestas.

—Vaya, pero si es… —dijo el anciano, con los ojos muy abiertos, sorprendido.

—Lo sé. Usted se la regaló a Winston.

—¿Dónde…?

—La compré en una trapería.

Abrumado por la pena, el viejo gimió.

—Está averiada —dijo Eric—. La he traído para que la arregle.

—¿De modo que conoce usted…?

—Su secreto. Completamente. Escuche, la necesito. Tendré problemas si no la repara.

—Me recuerda a Winston. —Los ojos del anciano se nublaron con recuerdos del lejano pasado—. Algunas veces, cuando la máquina se averiaba, Winston venía a verme dominado por el pánico. «Contratos. Derechos. Estoy arruinado si no la reparas», me decía. Pero yo siempre la reparaba.

El viejo se echó a reír nostálgicamente.

—¿Y podrá hacer lo mismo por mí? Le pagaré lo que quiera.

—Oh, no, los precios son iguales para todo el mundo. Estaba a punto de irme. Mi esposa tiene la cena preparada. Pero este modelo fue mi obra maestra. Le echaré un vistazo. Por Winston. Póngala en el mostrador.

Eric obedeció y se frotó sus doloridos brazos.

—Lo que no entiendo es por qué no conservó usted este artefacto. Vale una fortuna.

—Tenía otras.

Eric se puso rígido a causa de la sorpresa.

—Además —dijo el anciano—, siempre he tenido suficiente dinero. Los ricos tienen demasiadas preocupaciones. Winston, por ejemplo. Hacia el final era un manojo de nervios, temía que le robaran la máquina o que se le averiara y fuera imposible arreglarla. La máquina acabó con él. Ojalá no se la hubiera regalado. Pero él se portó bien conmigo. Siempre me entregaba el diez por ciento de sus ganancias.

—Haré lo mismo por usted. Por favor, arréglela. Ayúdeme.

—Voy a ver qué le pasa.

El anciano manoseó, canturreó y carraspeó, y husmeó. Sacó tornillos y comprobó palancas.

Eric se mordió los labios. Se mordisqueó las uñas.

—Ya sé qué pasa —dijo el viejo.

—Tiene un eje roto.

—Oh, ese problema es secundario. Tengo otros ejes. Puedo cambiarlo fácilmente.

Eric suspiró, totalmente aliviado.

—En ese caso, si no es molestia…

—Las teclas están trabadas porque el eje está roto —explicó Donovan—. Pero antes de que las teclas quedaran trabadas, este modelo no escribía ya lo que usted deseaba. No componía.

Eric temió vomitar. Asintió, pálido.

—Mire, el problema es que la máquina agotó las palabras —dijo el anciano—. Ha usado todas las que tenía dentro.

Eric reprimió el ansia de chillar. «No puede ser verdad», pensó.

—En ese caso, póngale más palabras dentro.

—Ojalá pudiera. Pero en cuanto las palabras se agotan, es imposible introducir más. No sé por qué, pero lo he intentado muchas veces y siempre he fracasado. Tendría que construir un modelo completamente nuevo.

—Hágalo, pues. Le pagaré lo que quiera.

—Lo lamento, pero es imposible. He perdido destreza. Construí cinco modelos perfectos. El sexto y el séptimo no funcionaron. El octavo fue un desastre completo. Dejé de intentarlo.

—Inténtelo otra vez.

—Imposible. No sabe cuánto me debilita eso. El esfuerzo. Después de hacer un modelo me parece tener vacío el cerebro. Necesito todas las palabras de que dispongo.

—¡Maldición, inténtelo!

El viejo meneó la cabeza.

—Acepte mis condolencias.

Detrás del viejo, al otro lado del mostrador, en el taller, Eric vio otro modelo. Teclas y palancas, tornillos.

—Le pagaré un millón de dólares por esa máquina.

Donovan volvió la cabeza lentamente para mirarla.

—Ah, ésa. No, lo lamento. Es mía. La construí para mis hijos. Ahora están casados. También tienen hijos, y cuando me visitan, mis nietos se divierten jugando con la máquina.

—Doblo la oferta.

Eric pensó en su mansión en el Hudson, sus posesiones en Bimini y Malibu, su yate, su avión, sus viajes a Europa y su Ferrari.

—Demonios, triplico la oferta.

«Otros seis días», pensó. «Tengo que acabar la novela para entonces. Tengo el tiempo justo. Debo trabajar día y noche».

—Tiene que vendérmela.

—No me hace falta dinero. Soy un viejo. ¿Qué significa el dinero para mí? Lo siento.

Eric perdió los nervios. Fue al otro lado del mostrador, corrió hacia el taller. Cogió el otro modelo. Al ver que el viejo intentaba arrebatarle la máquina, le dio un empujón. Donovan cayó y agarró por las piernas a Eric.

—¡Es mía! —gimió—. ¡La construí para mis hijos! ¡No puede llevársela!

—¡Cuatro! ¡Cuatro millones de dólares! —gritó Eric.

—¡Ni por todo el dinero del mundo!

El viejo se aferraba a las piernas de Eric, lo apretaba, lo asfixiaba.

—¡Maldición! —exclamó Eric.

Dejó la máquina en el mostrador, cogió el bastón del anciano y le dio un golpe en la cabeza.

—¡Me hace falta! ¿No lo comprende?

Le golpeó de nuevo, otra vez, otra vez más.

El viejo se estremeció. Goteó sangre de su destrozada frente, goteó sangre del bastón.

La tienda quedó en silencio.

Eric contempló su obra. Retrocedió dando tumbos, soltó el bastón y se llevó las manos a la boca. Y en ese momento lo comprendió.

—Es mía.

Borró sus huellas dactilares de todo lo que había tocado. Intercambió las máquinas de modo que la averiada quedó en la mesa del taller. Su chofer no se debía de haber enterado de nada. Seguramente no lo sabría nunca. El asesinato de un anciano en un pueblecito de Long Island…, poco motivo había para que gozara de publicidad. Sí, la señora Davis recordaría a la persona que la visitó por la tarde, pero ¿relacionaría el asesinato con la visita? Y de todas formas, ella no sabía quién era Eric.

Se arriesgó. Asió su recompensa y, no obstante su peso, echó a correr.

La IBM Selectric yacía en el escritorio del despacho. Por pura exhibición, Eric jamás la usaba, pero la necesitaba para engañar a sus invitados, para ocultar su verdadero método de composición. Oyó vagamente el ruido del automóvil que se alejaba de la mansión en dirección a la ciudad. Encendió las luces. Corrió hacia el escritorio, apartó a un lado la IBM y dejó allí su salvación. Seis días más. Sí, podía hacer el trabajo. Mucho whisky, mucha televisión. Rígidas articulaciones en sus doloridos dedos después de tanto mecanografiado automático. Pero podía hacerlo.

Se sirvió un rebosante vaso de whisky, puesto que lo necesitaba. Encendió el televisor para ver Sesión de Noche. Encendió un cigarrillo y, coincidiendo con los letreros de Los ladrones de cadáveres, empezó a teclear desesperadamente.

Estaba tembloroso, asustado y turbado por lo que había ocurrido. Pero tenía otra máquina. Podía conservar su yate, su avión, sus tres casas. Las fiestas continuarían. Bien pensado, incluso se había ahorrado los cuatro millones que de otro modo habría pagado al viejo por ese modelo.

Curioso, miró impulsivamente lo que había escrito hasta entonces.

Y lanzó un chillido.

Porque «El rápido zorro pardo» era otra frase, tal como esperaba. Pero no la efusiva prosa de La arboleda de Parson. Era algo muy distinto.

«Veo correr a Jane. Veo correr a Dick. Veo a Spot cogiendo la pelota».

(«La construí para mis hijos. Ahora están casados. También tienen hijos, y cuando me visitan, mis nietos se divierten jugando con la máquina»).

Eric chilló con tanta fuerza que no oyó el estruendo de sus pulsaciones.

«Veo correr a Spot por la montaña. Veo correr a Jane detrás de Spot. Veo correr a Dick detrás de Jane».

Vecinos que vivían a más de medio kilómetro fueron despertados por los chillidos de Eric. Temieron que alguien estuviera matando al escritor y telefonearon a la policía, y cuando irrumpieron en la vivienda los agentes encontraron a Eric escribiendo a máquina y gritando.

Les quedó la duda respecto a cuál visión era peor, la del hombre o la de la máquina. Pero en cuanto lograron apartarlo del monstruoso artefacto, un agente miró la hoja de papel.

«Veo a Jane trepar por el árbol. Veo a Dick trepar por el árbol. Veo a Spot ladrando al gato».

Y más abajo (no tardaron en descubrir el significado) se leía: «Veo a Eric asesinando al señor Donovan. Veo a Eric golpeando al anciano con el bastón. Veo a Eric robándome. Ahora veo a Eric yendo a la cárcel».

Quizá fuera un efecto de la luz, o tal vez consecuencia del peculiar tecleado del artefacto. Por el motivo que fuese, el agente de policía juró después (sólo habló de ello con su esposa) que la condenada máquina de escribir parecía sonriente.

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