Horror

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Las flechas

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Las flechas

CHELSEA QUINN YARBRO

Es bastante normal (y bastante cierto) creer que un artista (de cualquier índole, pintor, escritor, actor, etc.) se diferencia mucho del ciudadano ordinario. Sin embargo, un artista tiene los mismos sentimientos que cualquier persona, e indudablemente los mismos temores. La diferencia básica reside en la reacción a dichos temores, la intensidad con que un artista los experimenta cuando son abrumadores.

Chelsea Quinn Yarbro reside en California, es ávida aficionada a la música y autora de una pentalogía protagonizada por Le Compte St. Germain, un vampiro extraordinario y sumamente popular. También ha escrito obras de ciencia ficción, misterio y ensayos.

Apuntó muy despacio, concentrándose en el blanco. Su pulso era firme, su mente preternaturalmente despejada. Esta vez…, esta vez acertaría: contuvo la respiración.

El pincel se movió, dejando una mancha de tosco color ocre oscuro bajo el bermellón.

Witlin se echó hacia atrás y miró ceñudo el lienzo.

—Mierda —murmuró mientras observaba enojado los resultados de su trabajo.

Dios, ¿nunca estaría bien? Limpió el pincel en un viejo trapo ya rígido a causa de las costras de color y lo metió en una vetusta lata de café medio llena de aguarrás. El líquido había absorbido tanta pintura que tenía el color y la consistencia del barro.

El sol de la tarde entraba sesgadamente en el desaseado cuarto que él denominaba su estudio, dándole un cegador brillo. Witlin se frotó la cara con ambas manos y ansió tener dinero para disponer de otra habitación mejor, una orientada hacia el norte y no hacia el oeste. Pero esos estudios eran caros y él casi no tenía dinero. Mejor eso que hacer dibujos al carbón para los turistas en el muelle, pensó, como pensaba todos los días desde hacía seis semanas. Mejor eso que hacer rótulos para la agencia de publicidad en la que le habían esclavizado durante tres años antes de que tuviera valor para trabajar por su cuenta. Y mucho mejor eso que los malempleados semestres en la escuela, donde solamente enseñaban refinadas formas de pintar revoltijos al óleo.

Se acercó a la ventana y contempló el parque infantil, tres pisos más abajo. Los niños jugaban allí una vez terminadas las clases del día. Corrían y gritaban, armaban tal alboroto que Witlin empezó a notar dolor de cabeza. Apoyó la frente en el vidrio y suspiró. Otro día perdido, y el cuadro peor que nunca. El día que la pidió, la excedencia de seis meses le había parecido un lujo, un voluptuoso lapso de tiempo, pero en realidad era insuficiente por completo.

Una pelota de béisbol rebotó en el edificio y Witlin se sobresaltó con el ruido. El mundo estaba lleno de misiles apuntados, pensó. Pelotas de béisbol, proyectiles balísticos intercontinentales, flechas… No había ninguna diferencia. Se apartó de la ventana y maldijo el ruido que hacía la erupción debajo. Los niños no entendían lo que estaba haciendo él, no sabían cuán importante era.

Cuando terminó de limpiar los pinceles el sol estaba a punto de ponerse y los niños habían abandonado el parque. Witlin examinó el lienzo mientras se disponía a salir para hacer la cena más barata que encontrara. El cuadro no estaba bien, todavía no. Cierto inefable rasgo de realidad y sufrimiento seguía eludiendo al pintor. El lienzo en sí era grande, casi dos metros y medio de altura, y la figura de un tamaño algo superior al real. Ése no era el problema. Witlin sacó el manojo de bosquejos que habían sido la guía de su trabajo durante más de cinco meses.

Chirriaron frenos en la calle, hubo un clamor de bocinas.

Tras lanzar una maldición el pintor se arrodilló para recoger los papeles que habían caído al suelo. Uno de los bosquejos estaba roto: era un estudio de cabezas y cuellos y el irregular desgarro decapitaba limpiamente la mejor cabeza dibujada por Witlin. Juntó cuidadosamente los fragmentos aunque sabía cuán inútil era su gesto. No podría volver a mirar el esbozo sin ver el estropicio y pensar que había estado tan compuesto en su imaginación como arruinado en el papel.

¿Por qué era tan difícil? Esa pregunta le había atormentado durante varias semanas, le obsesionaba mientras hacía esfuerzos para llevar su trabajo a la fructificación. ¿Por qué la atada figura de un hombre traspasado por flechas le atormentaba tanto? Había hecho ya cinco o seis dibujos iconográficos, pero durante el primer período de su excedencia, cuando su confianza era elevada y nada parecía fuera de su alcance. Esa situación había cambiado. Oh, sí, había cambiado.

El olor de frituras flotaba en el aire procedente del piso de abajo y Witlin notó que su estómago se encogía. Las hamburguesas habían llegado a ser tan exquisitas y exóticas como antaño un relleno hecho con chateaubriand. Él tenía que contentarse con sopa y bollos duros en la cafetería local. Con una dieta así haría durar sus fondos otras dos semanas. En su situación actual, el pintor apenas tenía dinero para el otro tubo de verde halo que precisaba; la comida tendría que aguardar hasta que él dispusiera del material necesario.

Un televisor sonaba a todo volumen, emitiendo música y la voz de un locutor que proclamaba la superioridad de un neumático sobre los demás.

—Basura.

Witlin estaba disgustado con todo, sobre todo consigo mismo. Había estado tan seguro de poder pintar ese san Sebastián que al principio sólo hizo bosquejos superficiales del tema. La duda le asaltó dos meses atrás, cuando hizo la primera tentativa. El lienzo yacía apoyado en la pared, vuelto del revés para que el pintor no lo viera. Aquel primer esfuerzo fue poco intenso, como casi todo su trabajo hasta entonces. Cuando aún no había concluido ni siquiera la mitad del fondo, Witlin comprendió que no había proporcionado suficiente campo de acción a sus ambiciones, y que necesitaba un lienzo más grande. Eso condujo al segundo intento, quemado haría más de tres semanas. En ese momento estaba trabajando en la quinta versión, y sabía igualmente que había fracasado.

—No es posible —dijo al lienzo, desafiándolo—. Lo haré. Juro que lo conseguiré.

No podía soportar la idea de que todos sus esfuerzos hubieran acabado en nada. Miró ceñudamente su paleta, como si quisiera culpar a los colores, al aroma de los óleos. Estaba empleando pintura de la mejor clase disponible, había atirantado, aprestado, frotado y aprestado de nuevo el lienzo, preocupado porque la superficie fuera la apropiada y la pintura no se agrietara.

—Pero el cuadro debe tener valor —murmuró mientras raspaba y limpiaba la paleta.

Echó los restos de pintura en un envase de leche con la tapa cortada.

Cuando por fin hubo limpiado la destartalada buhardilla, Witlin salió y no olvidó cerrar la puerta y echarse la llave al bolsillo.

Una semana más tarde estaba desesperado. Sacó su navaja y apuñaló el cuadro, en los puntos donde había perfilado flechas introducidas en la carne del santo.

—¡Toma! ¡Toma! ¡Toma heridas, maldito seas!

En su arrebato volcó la mesa de una patada, la mesa donde tenía el material. Pinceles, tubos de pintura, trementina, aceite de linaza, yeso de París… todo voló por los aires, rebotó y quedó diseminado en el suelo. Witlin se arrodilló, sollozante, sin apenas reparar en las nuevas manchas de su descolorida vestimenta.

—¡Maldito, maldito, maldito! —canturreó, dominado por la sensación de fracaso.

Hubo bruscos golpes en la puerta.

—¿Señor Witlin? ¡Señor Witlin! —sonó la voz de su patrona, irritada y tímida a la vez.

El pintor tardó un segundo en dominarse antes de contestar. Se puso en pie con torpes movimientos y avanzó dando tumbos hacia la fuente del sonido.

—¿Señora Argent? —gritó tras un momento de duda.

—¿Qué está pasando ahí, señor Witlin? —preguntó la mujer, en un tono que pretendía ser exigente pero que sólo reflejó mal humor.

El pintor parpadeó al contemplar la confusión que había creado.

—Yo…, he tropezado, señora Argent.

—¿Está usted bien, señor Witlin?

Era más una acusación que una muestra de inquietud.

—Creo que sí —contestó él, ansiando que la mujer se fuera y le permitiera arreglar el desorden que le rodeaba.

—¿Qué es ese olor?

Witlin suspiró.

—Supongo que es la trementina —dijo, en tono de niño castigado—. Se ha…, caído al suelo.

Supo que había cometido un error en el mismo momento que pronunciaba estas palabras.

—Creo que será mejor que me deje pasar, señor Witlin —repuso su patrona con plañidera determinación.

De mala gana, el pintor abrió la puerta y se hizo a un lado.

La señora Argent tenía un rostro puntiagudo, de roedor, no con el atractivo de un conejo sino contraído y malvado; se parecía mucho a una rata. Además se comportaba como una rata, comprobó Witlin mientras la patrona examinaba los daños: mantenía las manos pegadas al pecho, y la cabeza, con su contraída barbilla, echada hacia adelante. El pintor casi veía crisparse la nariz de la mujer. Tardíamente encontró algo que decir.

—Iba a recogerlo ahora mismo. No pensaba molestarla.

—Dios bendito —fue lo único que dijo ella, pero había condena en todas sus arrugas—. ¿Qué ha estado haciendo aquí, señor Witlin?

—Pintar, como ya le dije cuando alquilé…

Estuvo a punto de añadir «la buhardilla», pero se contuvo porque sabía que a la patrona le disgustaba ese término, por más real que fuera.

—¿Recogerlo? Pero… fíjese en el suelo. ¿Se irá esa porquería? ¿Y si lo ha estropeado? Bueno, por lo menos no hay alfombra aquí, pero esto…, señor Witlin, no sé qué decir. Sí, usted recogerá todo, y si queda alguna mancha o hay otro… problema, tendremos que revisar sus responsabilidades y hacer algún arreglo financiero.

Cruzó los brazos sobre su magro pecho.

Witlin rebosaba nerviosismo. No tenía dinero para mudarse, y mucho menos para alquilar otra habitación. Este conocimiento lo espoleó…, y le forzó a adoptar una postura defensiva que en otra situación habría rechazado.

—Escuche, señora Argent, si hay algún problema, el que sea, yo mismo lo resolveré. Si opina que las manchas de las tablas no van a salir, bien, yo soy pintor, capaz de pintar un suelo tanto como un cuadro. Haré un buen trabajo, señora Argent. No la desilusionaré. Y será más fácil limpiar una superficie pintada que simples maderas.

Imposible saber qué pensaba ella de su oferta. El rostro de la mujer se arrugó de pronto y miró fijamente al pintor.

—Señor Witlin, no quiero chapuzas en mi casa.

—No —convino al momento Witlin—. Naturalmente que no. —Pensó en las destartaladas plantas del jardín, las raídas alfombras de la escalera, los sueltos pilares de la barandilla, la agrietada y desprendida pintura de los marcos de las ventanas—. Será un trabajo perfecto, señora Argent. Y —añadió, inspirado por su miedo— yo mismo pagaré la pintura.

El semblante de la patrona se calmó un poco.

—Tendré que aprobar la calidad y el color de la pintura —dijo sin pensarlo.

—Oh, sí. Naturalmente, sí.

Su alivio era tan estruendoso que hasta él mismo lo oyó, pero ya no le importaba que la señora Argent le juzgara como un loco irresponsable. Estaba más preocupado por el precio del barniz para el suelo. Podría pagarlo si prescindía de la comida en la cafetería y se conformaba con un huevo y una tostada por las mañanas.

—Baje a avisarme en cuanto haya limpiado esto —dijo con decisión la señora Argent—. Quiero ver qué consigue. —Contempló desdeñosamente la habitación—. Esos dibujos de hombres desnudos… ¡Y usted se considera artista!

Le lanzó una mirada de triunfo y salió airadamente de la buhardilla.

Witlin empezó a recoger el cuarto. No logró apartar de su memoria la expresión de fascinado asco de la señora Argent.

Pintar el suelo costó dos días, y el secado, otro. Durante ese tiempo Witlin pasó tantas horas como pudo en el parque cercano, para huir del tufo, que le mareaba. Tenía picor en los ojos, y si intentaba dibujar, su vista vacilaba tanto que sólo conseguía trazar líneas vagas y torpes, no los decididos gestos que imaginaba. En dos ocasiones la policía le dijo que se fuera de allí; cuando el pintor argumentó que era vecino del barrio, los agentes amenazaron con detenerle por vagancia o algo peor. Witlin no osó protestar, aunque le irritaba ser confundido con uno de aquellos pordioseros que dormitaban en los bancos de los parques e importunaban a los paseantes más opulentos pidiéndoles limosna. El pintor no había podido comprar nuevas hojas de afeitar en la última semana y su cara exhibía rasguños y una barba cerdosa como prueba de ello. «Podría dejarme crecer la barba», pensó. Como hacían muchísimos artistas. No había nada malo en ello…, de hecho, era casi lo que se esperaba de un artista.

En momentos como ése, pensaba en san Sebastián, que casi nunca era mostrado con barba. San Sebastián, el joven, el arquero muerto por sus propios hombres, con el cuerpo erizado de flechas. ¡Cuánto le obsesionaba esa visión! Por eso seguía afeitándose, y día a día los resultados eran cada vez más toscos.

En cuanto el suelo estuvo seco y la señora Argent dio su aprobación a regañadientes, Witlin prosiguió su trabajo. En esta ocasión eligió el mejor lienzo posible y dedicó más tiempo del acostumbrado a estirarlo en el enorme armazón que había preparado al efecto. Le dolieron los brazos a causa del esfuerzo. Dos veces dejó de desayunar y compró una barra de chocolate, con la esperanza de que el rico dulce le proporcionara más energía para su tarea. En cuanto la estanca calidad del preparado le satisfizo, cogió un carboncillo e inició, una vez más, el bosquejo.

En esta ocasión el trabajo fue mejor, o eso pensaba Witlin. La enorme extensión del cuadro, su mero tamaño físico, prometía causar un impacto del que sus esfuerzos anteriores habían adolecido. No importaba haber tenido que inclinar y asegurar el lienzo para que encajara bajo el poco alto techo, no importaba tener que estar subido en un taburete para alcanzar la parte más alta. Esta vez la obra sería perfecta: sería su obra maestra.

Witlin se echó atrás para contemplar el cuadro, que casi estaba terminado. Estaba mejor, indudablemente mejor, pensó él, que cualquiera de sus anteriores tentativas. Sin embargo no alcanzaba la calidad de la imagen que el pintor había albergado en su mente durante todos aquellos meses. Trabajar con un lienzo enorme había sido útil, eso era indudable. Había sido capaz de reflejar el tormento del santo, las flechas profundamente introducidas en su cuerpo, las facciones resignadas y agónicas al mismo tiempo. De eso podía estar orgulloso. Pero el resto…, el resto era otro problema. Witlin quería mostrar la pesadez del cuerpo, que colgaba a causa de ataduras y flechas, el desfallecimiento ante la inminente muerte, la irrevocabilidad de ésta. Esos detalles aún no aparecían en el cuadro, pese a tanto trabajar y pensar, sólo estaban en la mente del pintor.

La buhardilla era asfixiante esa tarde de mayo. El sol machacaba las ventanas y el ambiente rebosaba calor. Witlin se sentía ligeramente indispuesto, aunque estaba resuelto a ignorar su malestar, a perseverar. Debía terminar. A finales de ese mes se quedaría sin dinero y no podría continuar pagando el alquiler. No era tan tonto como para suponer que la señora Argent le permitiría continuar allí si no le entregaba los setenta y cinco dólares que ella exigía. Debía estar preparado para mudarse, aunque no imaginaba adónde podía ir. Pensaría en ello en otro momento, cuando hubiera terminado su san Sebastián.

Miró ferozmente el lienzo, se esforzó en idear medios para corregir la falta de vida que tanto le disgustaba.

Las heridas, ése era el problema, decidió. No eran reales. Cualquier observador sabría que estaba contemplando pintura, no sangre, y los orificios abiertos de las flechas pintadas tenían una apariencia igualmente falsa. No era carne sagrada desgarrada por metal y madera, era pigmento.

—Un caso perdido —murmuró mientras se sentaba en el taburete y se limpiaba los ojos con la última punta relativamente limpia del trapo que sostenía.

No sabía qué hacer. No podía seguir concentrándose, por mucho que intentara despejar su cabeza de todo lo que no era el cuadro.

¿El color? ¿Cuál era el problema? La luz, tan resplandeciente, tan ardiente, podía haber alterado sus percepciones, de tal forma que le impedía ver con la claridad precisa. ¿O acaso la luz que entraba por las ventanas era tan intensa que él no podía ya valorar los matices y méritos de sus cuadros? ¿Causaría más impacto un rojo más intenso? ¿Tenía que dar un tono más pálido a la sangre, para sugerir que san Sebastián se hallaba profundamente conmocionado? ¿Qué faltaba en el lienzo? ¿Le había confundido el ángulo con que había tenido que trabajar, de modo que había distorsionado el cuadro sin saberlo? ¿O se trataba de algo más hondo, algo más profundo? Quizás el fallo no residiera en el lienzo, ni en la pintura, ni en el ambiente, sino en él mismo como artista… Quizá le asustaba la realidad del sufrimiento del santo, tal vez la aversión se había reflejado en el lienzo. Imposible forzarse a examinar con detalle sus emociones, por miedo a descubrir sus impresionantes carencias.

Decidió que intentaría arreglar los colores en primer lugar. Eso podía hacerlo con relativa facilidad. El resto tendría que meditarlo más tarde, cuando estuviera más preparado para examinar su estado anímico.

Verde para las sombras de la piel, un toque de mostaza en los puntos alcanzados directamente por los rayos del sol poniente. Anaranjado acidógeno para que la sangre brillara más (¿era cierto que el color de la sangre se parecía más al del óxido que al de los rubíes?) y cinco variedades de color castaño para la madera de las flechas. Y blanco, grandes cantidades de blanco, para las plumas, para los toques de luz, combinado con otros colores, para proporcionar brillantez al cuadro. Qué pena que las pinturas al óleo no fueran totalmente transparentes, como vidrio de color, y tener la fuerza de su opacidad. Otros pintores habían logrado ese efecto, esa luminosidad. ¿Por qué no podía él? ¿Qué le impedía hacer con su mano lo que su mente concebía de modo tan total?

Llegó la puesta del sol, y con ella los dispersos tonos que solían irritar al pintor. Pero Witlin no le prestó atención alguna. No se dejaría distraer por el ocaso, por las alteraciones en los colores que le rodeaban, por los cambios de luz. Eran excusas, ninguna razón válida justificativa de su fracaso. Si tenía derecho a llamarse artista, también tenía la obligación de situarse por encima de las intrusiones no relacionadas con su trabajo.

Cuando cayó la noche, Witlin siguió pintando, con el atestado estudio iluminado por dos peladas bombillas. El pintor se sentía igual que un acólito que por fin comprueba su vocación.

—De verdad que lo siento, señor Witlin —dijo la señora Argent en un tono indicativo de que mentía—. Si pudiera, le dejaría quedarse unas semanas más. Pero, claro, no puede decirse que usted tenga un empleo. Si estuviera buscando trabajo, señor Witlin, sería otra cosa. Pero usted es… pintor.

—Y mi trabajo es importante, señora Argent —repuso él con indiferencia. Había dejado de preocuparse respecto a cómo o dónde encontraría un sitio para vivir, ni siquiera le preocupaba no encontrar ninguno—. San Sebastián es inmortal. Más de lo que usted o yo podemos decir.

Su patrona le miró sorprendida.

—Bien, tendré que rogarle que se vaya el fin de semana a menos que pague el alquiler. Y no aceptaré excusas.

—Naturalmente que no —contestó él, mientras pensaba que con eso dejaba resuelto el asunto—. El miércoles le comunicaré qué he decidido hacer.

La expresión de ella se hizo más mordaz, y un tono plañidero apareció en su voz.

—Y tendrá que dejar bien limpia la habitación. Basta de tontadas de pintar el piso. Huele tan mal que no sé si alguien querrá alquilarla. Tendrá que reservar un día por lo menos para rascar la pintura.

—Si es preciso… —convino Witlin.

—Lo es —insistió la patrona con un despreciativo gesto—. Ha estado aquí varios meses con sus pinturas. Usted puede estar acostumbrado, pero hay otras personas que… —Sus ojos recorrieron la buhardilla, y se detuvieron acusadores en pinturas y pinceles como si identificaran incriminadoras pruebas—. Ya es suficiente con que quiera pintar cosas como ésa, pero el olor es más de lo que puedo soportar.

Witlin tomó aliento dispuesto a protestar, pero su protesta brotó en forma de suspiro. Imposible explicar a otra persona qué opinaba él del olor de la pintura, tan exquisito como el aroma de la comida y en muchos aspectos más necesario. Se limitó a asentir.

—Haré todo cuanto pueda, señora Argent. E intentaré conseguir dinero. Lo haré.

—Bien… —La patrona le miró, muy dudosa—. Usted no se parece en nada a los inquilinos que suelo tener, señor Witlin. Si puede ir a otro sitio, tal vez sería más conveniente para usted…

Dejó la frase a medias, como rogando al pintor que le ahorrara la necesidad de añadir algo.

—Señora Argent, no quiero mudarme. No tengo dinero. No dispongo de tiempo. ¿No lo entiende? Estoy a punto de acabar la obra que quiero crear. Sé que todavía no tiene muy buen aspecto, es sólo el fondo y algunos colores, pero éste es el mejor cuadro de mi vida. Lo es.

Extendió sus manos hacia la superficie del lienzo como si se las calentara en una hoguera.

La patrona hizo otro gesto despreciativo.

—No es la clase de cuadro que yo…, estoy acostumbrada a ver. —Dedicó una regañona mirada al lienzo—. Y además, con la cara de usted incluida…

Fue el único comentario que logró pronunciar, y lo hizo en voz tan condenatoria que el pintor no se atrevió a protestar, aunque no estaba de acuerdo con la observación de la mujer.

—Hablaré con usted mañana, señora Argent. Quiero…, quiero trabajar un rato más. —Se volvió hacia las ventanas—. La iluminación no es la mejor para un artista, pero tengo que aprovecharla al máximo. En especial si debo encontrar otro estudio. El cuadro no será tan bueno.

No era una acusación, puesto que él estaba internamente convencido de que no habría traslado. Estaría allí mismo cuando terminara su obra.

—Muy bien, señor Witlin —dijo la señora Argent, sin esforzarse en ocultar su desaprobación—. No quiero excusas si no consigue dinero para su proyecto. Pague o váyase. —Retrocedió, dispuesta a cerrar la puerta—. Y no quiero que trabaje toda la noche. Molesta a los demás inquilinos cuando hace eso.

—En esta fase del cuadro no trabajo por la noche, señora Argent —explicó el pintor con una severa mirada—. Se necesita mucha luz en esta fase.

La mujer aspiró por la nariz un instante para mostrar su duda, y salió de la buhardilla.

Witlin apenas reparó en su marcha. Su mente estaba concentrada de nuevo en el cuadro, y en ninguna otra cosa aparte del glorioso sufrimiento de san Sebastián.

Le dolía la cabeza, una mezcla de hambre y enojo que le carcomía interiormente. Se había levantado con el alba y reanudado el trabajo, y en ese momento la puesta del sol distorsionaba los colores de su lienzo. ¡Y qué colores! Por fin la reluciente figura atormentada por el dolor emergía de la lisa superficie, cobraba la clase de realidad que el pintor sólo había soñado hasta entonces. Witlin estaba aturdido por el triunfo, y su pulso era un torbellino. Hizo una pausa para poner un poco más de pintura en la paleta, y pensó vagamente en lo apetitoso que era el soberbio y grueso gusano de color.

La idea fue suficiente para hacerle ansiar el sabor de la pintura, como si ésta tuviera un sabor especial. Witlin la rozó con el pincel, y notó un escalofrío que ascendía por su brazo, tan eléctrico como una caricia. El primer toque del pincel en el lienzo le hizo temblar. Sostuvo ansiosamente el mango de madera, con dedos trémulos, casi con miedo a moverse y poner fin a las maravillosas sensaciones.

Después de otra hora de trabajo, dio unos pasos atrás al ver que el cielo estaba oscureciéndose ya. Le sorprendió descubrir cuánto había adelantado y con cuánta rapidez había transcurrido el día. Sus pensamientos quedaron confusos a causa de lo que veía, porque por fin percibía una sombra de la visión existente en su imaginación. Nada podía ser tan vívido, tan abrumador como las impresiones que le impulsaban a pintar, pero Witlin comprendió que algo aproximado a ese intenso fulgor estaba al alcance de su mano. Contempló las crispadas y enjutas facciones del santo, y se preguntó si la señora Argent estaba en lo cierto, si él, sin saberlo, había reflejado su efigie en aquel semblante. Había sucedido anteriormente, recordó: Miguel Ángel aparecía en su «Juicio Final», Gauguin se incluyó en sus arboledas tropicales, el rostro de Rembrandt, Tintoretto, Cézanne, Van Gogh, Botticelli, Giracault y el resto de ilustres del catálogo brillaba, se arrugaba, sonreía, atisbaba y miraba en sus obras. Witlin no se atrevía a contarse entre ellos, pero ansiaba equipararse a los famosos en integridad ya que no en inmortalidad. Tendría que examinar más atentamente su cara la próxima vez que intentara afeitarse.

Sabiendo que debía ver su rostro con más claridad, esa noche Witlin rebuscó entre los botes de basura, con la esperanza de hallar fragmentos de comida desechada y hojas de afeitar de un solo uso que le permitieran asearse durante sus últimos días. Sabía que estaba adelgazando por falta de alimento, pero eso no era importante para él. Conforme los huesos iban asomando con más claridad en sus alargadas facciones, el pintor captaba una nitidez de las líneas que no había visto hasta entonces, y el detalle le complació. Si realmente estaba usando su cara como modelo, en ese momento era más merecedora de tal honor que anteriormente, cuando la complacencia había confundido y suavizado ángulos y planos de modo tan vulgar que jamás habría servido al san Sebastián de su obra.

Satisfecho de su aspecto por primera vez desde hacía más de una semana, Witlin decidió llevar su espejo al estudio. Hasta entonces había desdeñado tales métodos, pero puesto que le quedaba poco tiempo y el cuadro estaba casi acabado, corrió el riesgo y esperó que la intrusión no alterara los logros anteriores. Le costó casi una hora, y el pintor lamentó hasta el último segundo perdido, situar el espejo de forma que le permitiera contemplarse sin reflejar inoportuna luz en el lienzo. Después se puso a trabajar febrilmente, ya que no deseaba perder ni un segundo más en tales consideraciones. Los olores de la pintura y la trementina eran como drogas para él y el tufo saciaba sus sentidos con más intensidad que el vino.

Estaba tan absorto en su trabajo que no oyó los golpes en la puerta hasta que se convirtieron en estruendo. Se apartó del lienzo con una mano en la frente, a fin de despejar su mente lo bastante para responder.

—¡Señor Witlin! —gritó la señora Argent, que estaba usando los dos puños para llamar.

El pintor se alejó del cuadro dando tumbos y buscó una inclinada viga de madera para sujetarse.

—¡Sí, señora Argent! —contestó—. ¡Estaba… durmiendo un rato!

—¡Abra la puerta inmediatamente!

No había incertidumbre en su voz, ni rastro de la plañidera vacilación que Witlin consideraba ya normal, y el pintor se estremeció ligeramente al comprender que la patrona estaba completamente enojada con él.

—En seguida —dijo mientras avanzaba a tientas hacia la puerta—. Un momento.

—Ahora mismo, señor Witlin —le ordenó la mujer.

La señora Argent asomó su enrojecida y afilada cara en el instante en que la puerta estuvo suficientemente abierta para permitírselo.

—Tengo que hablar con usted, señor Witlin.

—Pase —balbuceó el pintor—. Estaba trabajando y…

—Sé que ha estado aquí —dijo ella, negándose a usar el término trabajo para las ocupaciones del inquilino—. En toda la casa estamos escuchando sus murmullos, su ir y venir.

—Es necesario —repuso él mientras pensaba en un medio para librarse de la patrona. La mujer le distraía, con sus ojos voraces y sus rapaces manitas—. No pretendía molestarle…

—Me parece muy bien —le interrumpió. Sus manos se dirigieron hacia sus caderas—. Pero hay quejas. ¿Lo entiende? No puedo gobernar esta casa si todo el mundo viene a verme para quejarse del inquilino de arriba.

—Señora Argent… —empezó a decir, pero no imaginó palabras que ella pudiera aceptar o entender.

—¿Bien?

—Tengo trabajo que hacer. Casi he terminado.

Apenas oía su propia voz, y la mirada de la mujer le indicaba que ella no estaba prestando atención alguna a lo que decía.

—¡Este cuarto apesta! —afirmó la señora Argent con más irritación que nunca—. ¿Qué ha estado haciendo aquí, señor Witlin? —Recorrió la buhardilla con los ojos—. No ha limpiado el suelo, ¿eh? Me prometió que limpiaría el cuarto antes de marcharse…

—Señora Argent —la interrumpió el pintor, incitado a protestar por la conducta de la patrona—. Limpiaré el cuarto, todo lo que hay ahora, en cuanto termine el cuadro. Hacerlo antes sería una inútil pérdida de tiempo. ¿Lo comprende? Me queda poco trabajo que hacer, y será… —Señaló el lienzo—. Mírelo, señora Argent. Quiero que vea lo que hago. Tiene que comprender cuánto significa para mí.

De nuevo la patrona miró iracunda la buhardilla

—Veo el cuadro. Pintarrajos y manchas… Bueno, no sé nada de arte. Estoy muy ocupada atendiendo a los inquilinos de esta casa, señor Witlin. No dispongo de tiempo para el arte. O lo que sea esto.

El pintor no escuchó casi nada de lo anterior; su mente se había concentrado en una frase concreta.

—¡Pintarrajos! —exclamó—. ¿Opina que son simples pintarrajos? ¿Es que no ve…? No, naturalmente, no lo ve. Gente como usted tira huevos a la «Mona Lisa». Derriban un mural de Rivera para poner una casa de vidrio llena de oficinas. Piensa tener derecho a ignorarme porque no tengo un trabajo regular. ¡Piensa que eso me convierte en un vago y en un gorrista! Pero no es cierto.

Se apartó de la mujer, convencido de que ella jamás le entendería dijera lo que dijese, por mucho que se esforzara en explicarle su opinión y su trabajo.

—Está loco —musitó la señora Argent mientras se alejaba del pintor, con un brazo en alto a modo de protección—. Está loco de remate.

Witlin suspiró.

—Supongo que lo estoy, para usted.

—Usted es un peligro —prosiguió ella, sin escucharle.

—Señora Argent, no hable…

—Quiero que se vaya. No me importa el alquiler. Quiero que esté fuera de mi casa mañana por la noche. —Sus ojos estaban vidriosos, su cara paralizada en una desagradable sonrisa—. Tiene que irse.

Witlin frunció el ceño.

—Me quedan algunos días, y ya le prometí que pagaría el alquiler. —Notaba que el dolor de cabeza iba aumentando en su cráneo, arrebatándole la sensación de bienestar que había experimentado pocos momentos antes—. Tengo que acabar el cuadro, señora Argent.

—Naturalmente. Lo acabará. Pero no en mi casa.

Era su última palabra. Todos los detalles de su postura, expresión y tono lo confirmaban. Se acercó a la puerta, flaca, estirada y precavida como un insecto. Witlin pensó en una mantis, en una delicada y rapaz criatura a la espera de devorar desventuradas víctimas.

—Le pagaré el alquiler —dijo el pintor con un tono que confiaba fuera razonable.

—No quiero dinero. Quiero que se vaya de aquí.

Quizás estaba más resuelta que nunca cuando cerró bruscamente la puerta.

Witlin contempló el pomo y deseó pensar que el encuentro había sido un sueño. Contuvo el impulso de bajar tras la patrona hasta los pisos inferiores, donde seguramente ella estaría deleitando al resto de los inquilinos con extravagantes historias sobre las actividades del pintor. Su trabajo era más importante que unas insignificantes mentiras, más importante que el dinero, el tiempo o cualquier otra cosa.

Aguardó en silencio varias horas, vio desaparecer la luz, las espectrales sombras de la noche que se apoderaban de la buhardilla, blanqueando primero a san Sebastián, cubriéndolo luego con una gasa color índigo. Había escasa corriente de aire, por lo que Witlin pensó que las motas estaban eternamente suspendidas como minúsculos planetas en el cargado ambiente. La noche rodeó al pintor, dejándolo con una sensación de vacío y carencia de forma. Ya no sabía quién era, porque el color le había abandonado y su mundo estaba sumido en tinieblas. Para pasar el tiempo, se buscó el pulso en la muñeca, y sufrió una moderada sorpresa al percibir el latido. Bajo su mano, su pecho se alzaba para respirar. Todavía estaba vivo, pero ya no creía estarlo, no cuando tanta noche le rodeaba.

Cerca de la medianoche salió de la buhardilla y bajó furtiva y quedamente la escalera, deteniéndose al menor ruido. Una vez en la calle arrastró los pies hacia la tienda de licores, donde ofrecían bocadillos del día anterior a mitad de precio. Al manosear la pelusa de su cara se preguntó si tendría suficiente valor para robar un paquete de cuchillas de afeitar. Deseaba estar aseado cuando terminara el cuadro.

Al final se encerró en la buhardilla, con todas sus antiguas e insatisfactorias obras formando una barricada junto a la puerta. No tenía intención alguna de marcharse, cuando san Sebastián revoloteaba de forma tan tentadora cerca ya de la culminación. Dos veces había oído voces el pintor, fuertes y tumultuosas, al otro lado de la puerta, pero finalmente le habían dejado en paz para continuar su trabajo.

Apenas le quedaba pintura, y ese detalle debería haberle preocupado, pero no era así. Bastaría. San Sebastián no le decepcionaría. Sólo los rojos eran precariamente flojos, ya que los tubos sólo vertían grumos de color. Witlin tocó con el dedo el rosado pezón de pigmento que había puesto en la paleta. El acto le devoró con su sensualidad, tan pura que se quedó sin aliento. Si no le hubiera importado desperdiciar la pintura, la habría aplastado para notar como trepaba por su dedo como un calamar, más complaciente que la carne.

Witlin dudó. Ése era el problema de la pintura, se dio cuenta, y la verdad le abrumó terriblemente. Era una pintura blanda y dúctil, maleable, una sustancia cuya fuerza no superaba la potencia de tonos y matices de gran intensidad. Gritó, soltó el pincel y se llevó las manos a la cara para ocultar la enormidad de su fracaso. San Sebastián no era real, jamás lo sería. No podía terminarlo. Cualquier cosa que pusiera en aquel lienzo, aunque la obra fuera de mayor tamaño y tuviera colores más brillantes y sombras más acentuadas, no sería nunca más que un simple reflejo, pálido y tímido, del poder de su visión.

Su mano cayó con fuerza sobre el lienzo, confundiendo todos los colores en una mancha al agitarla deliberadamente. El cuadro le había fallado, siempre le fallaría y traicionaría su talento de todas las formas concebibles. ¡Había aceptado un fraude!

Hizo un esfuerzo para dejar de sollozar, pero era imposible contener tanta angustia y al cabo de unos instantes cesó en sus intentos. Su cuerpo se estremeció y tembló, sus manos se convirtieron en garras, armas para extirpar la parodia burlesca que el mismo, falsamente seducido, había creado. Su mano fue de la paleta al lienzo, agarró pintura, embarró la superficie con otros pigmentos que tenían ya el color y la consistencia del barro. Era una satisfacción pírrica pero no le quedaba otra. Imposible vengarse de modo apropiado. Había llevado a ambos a la ruina, a él mismo y a san Sebastián, por culpa de la brillante promesa de productos químicos diluidos en óleos. ¡Cuántos pintores se habrían arruinado de forma similar! La idea le produjo mareo y Witlin aulló a causa del dolor. ¿Y cuántos pintores supieron antes de morir el peligro que corrían?

De pronto Witlin se irguió, su pena se aquietó. Había un medio, aún quedaba un medio. Él demostraría qué era el arte, no con aquella insignificante imitación que había disfrazado de arte durante tanto tiempo. Sí, existía un medio, y sólo se precisaba un poco de resolución. Sería más fácil hacer frente a eso que arrostrar su total desesperación. El pintor se limpió la cara con el borde de la manga, manchada también de pintura, y no se preocupó por los rojos y amarillos que quedaron en su piel. Eso no era nada, menos que nada.

Tuvo que estar buscando casi una hora, pero por fin encontró la navaja bajo unos andrajos. La cogió con imperioso gesto y fue a buscar los pinceles con los ojos rebosantes de ansiedad. Los artistas que no se ponían a prueba jamás conocían el terrible gozo de la dedicación, y a lo largo de sus meses de soledad Witlin había notado que su devoción pasaba de una esperanza mal definida a la total certidumbre. Pero su atención había estado erróneamente concentrada, y él iba a remediarlo, iba a rehabilitarse. Empezó a tallar las puntas de los mangos de los pinceles, cuidando de que quedaran simétricas y afiladas. Luego cogió el paquete de hojas de afeitar que había robado en la tienda de licores, y recordó que debía reservar un par de cuchillas para hacer pedazos el embustero y engañoso lienzo.

Cuando por fin la puerta se vino abajo, Witlin apenas pudo alzar la cabeza. Le fue imposible ver quién había entrado, ya que la buhardilla estaba sumida en las sombras del ocaso. Oyó una apagada exclamación de asombro y un consternado juramento que le disgustó. Él no había hecho eso para disgustar, sino por arte.

—Oh, Dios mío —balbuceó la señora Argent antes de salir aturdida de la buhardilla para no vomitar por culpa de lo que había visto.

—No —protestó Witlin.

Pero le quedaba escasa voz para que alguien le oyera. Además, al respirar, las flechas hundidas profundamente en su carne le dolían. El dolor había sido agudísimo al principio, cuando se las clavó, como las flechas de san Sebastián, en el muslo, el hombro, el brazo, el costado y el abdomen, atado con las ligaduras apresuradamente obtenidas con los restos del lienzo. Sufrió un espasmo, y otro, tensando las ligaduras que lo ataban a la viga. Pero no importaba. Había usado solamente sus mejores y más largos pinceles para hacer las flechas, y le complacía pensar que por fin había logrado algo de mérito.

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