Horror

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Talento

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Talento

THEODORE STURGEON

Se da por sentado que los niños no son seres humanos normales. No les han enseñado los refinamientos de la vida, tales como la moral, la honradez, la verdad y las sombras grisáceas que se retuercen alrededor de ellos. Ni tienen los vicios de la edad adulta; por eso nosotros los llamamos inocentes despreocupadamente y anhelamos ser jóvenes otra vez. Pero los niños no siempre son buenos, en especial en el trato entre ellos mismos, y cuando no son normales en ningún sentido respetable del término, poco podemos hacer aparte de buscar un lugar donde ocultarnos.

Theodore Sturgeon escribe mucho, y muy bien, sobre el amor en todas sus formas, y aunque normalmente se limita al género de la ciencia ficción, de vez en cuando se adentra en la Fantasía Siniestra para demostrar a sus lectores que no siempre es el hombre amable y gentil que ellos piensan.

La señora Brent y Preciosa estaban sentadas en el porche de la casa de campo cuando el pequeño Jokey salió furtivamente del granero y se acercó de puntillas a ellas. Preciosa, que tenía rizos había cumplido ya siete años y era muy aseada, dejó de columpiarse y observó al niño. La señora Brent estaba leyendo una revista. Jokey se detuvo al pie de los escalones.

—¡Mamá! —dijo con voz ronca.

La señora Brent se sobresaltó violentamente, se echó demasiado hacia atrás en la mecedora y su abultado peinado chocó con las tablas.

—¡Santo cielo, bru… pequeñín, me has asustado!

Jokey sonrió.

—Dientes rotos —dijo Preciosa.

—Si buscas a tu madre —dijo en tono razonable la señora Brent—, ¿por qué no entras y hablas con ella?

—Ah-h-h… —vetó la sugerencia Jokey, muy disgustado. Miró la casa—. ¡Mamá! —chilló, en un tono que hacía pensar en muerte y desastre.

Hubo un estruendo en la cocina, y pasos ligeros. La madre de Jokey, la señora Purney, salió apartando un mechón de pelo de sus asustados ojos.

—Oh, el postre —se lamentó. Bajó corriendo y cayó de rodillas junto a Jokey—. ¿Te ha pasado algo, eh? Oh, pero si yo…

—¡Dame una moneda! —dijo Jokey.

—Por favor —sugirió Preciosa.

—Claro que sí, cariño —balbuceó la señora Purney—. Te doy mi palabra, sí. La próxima vez que vayamos a la ciudad, tendrás una moneda. Dos, si eres bueno.

—Dame una moneda —repitió siniestramente Jokey.

—Pero, cariño, ¿para qué? ¿Qué harás con una moneda aquí?

Jokey extendió la mano.

—Aguantaré la respiración.

La señora Purney se levantó, aterrorizada.

—Oh, cariño, no. Oh, por favor, no hagas eso. ¿Dónde está mi bolso?

—En la estantería, yo no llego —dijo Preciosa, sin rencor

—Oh, sí, ahí está. Bueno Jokey, espérame aquí y yo…

Y el sonido de su parloteo se apagó en el interior de la casa.

La señora Brent alzó los ojos al cielo y no dijo nada.

—Eres un sinvergüenza —dijo Preciosa.

Jokey la miró con dignidad.

—¡Mamá! —gritó imperiosamente.

La señora Purney salió corriendo al instante, con una moneda en la mano.

—Ella me ha llamado sinvergüenza —anunció Jokey, señalando a la niña con el mismo gesto que le permitía coger la moneda.

—¡No! —dijo sin aliento la señora Purney, conteniéndose—. Creo señora Brent, que su hija debería tener mejores modales.

—Los tiene, señora Purney, y los utiliza cuando es apropiado.

La otra mujer la miró extrañada, decidió que la señora Brent no quería ofenderla con esa frase (se equivocaba) y volvió la cabeza hacia su hijo, que caminaba resueltamente hacia el granero.

—¡No te hagas daño, Charcos! —gritó.

No obtuvo respuesta alguna y, tras sonreír vagamente a la señora Brent y a la niña, regresó a la cocina.

—Charcos —dijo Preciosa pensativamente—. Seguro que sé por qué llama así a Jokey. ¿Te acuerdas del perrito de Gladys que…?

—Preciosa —la interrumpió la señora Brent—, no has debido emplear una palabra como ésa con Joachim.

—Supongo que no —convino la pequeña con idéntico tono pensativo—. En realidad ese niño es un…

La señora Brent, que estaba observando los esculpidos y sonrosados labios, se apresuró a intervenir.

—¡Preciosa! —Sacudió la cabeza—. Te he pedido que no digas esas cosas.

—Papá…

—Papá se pilló el dedo en la puerta de la camioneta. Eso fue distinto.

—Oh, no —corrigió Preciosa—. Estás hablando de la vez que él abrió solamente a medias la puerta doble, a oscuras. Cuando se pilló el dedo dijo…

—¿Te gustaría mirar mi revista?

Preciosa se levantó y se desperezó con delicadeza.

—No, gracias, mami. Voy al granero a ver qué piensa hacer Jokey con la moneda.

—Preciosa…

—Sí, mamá.

—Oh… nada. No pasa nada. Pero no te pelees con Jokey.

—No a menos que él se pelee conmigo —replicó la niña, sonriendo encantadoramente.

Preciosa llevaba unos zapatos nuevos de cuero garantizado, con sólidos tacones y amplias correas sobre los empeines. Se veían muy limpios y relucientes encima de los calcetines amarillos. Caminó con cuidado por la senda, evitó las húmedas hierbas que se inclinaban sobre los bordes y se desvió, muy formal ella, al topar con un riachuelo de barro.

Jokey no se hallaba en el granero. Preciosa recorrió el lugar, y olió con deleite los diversos aromas de la paja desmenuzada, el seco heno y el estiércol. Al otro lado, junto a la puerta de carga, se encontraba la pocilga. Jokey estaba de pie en la valla corredera. A sus pies tenía un montoncito de manzanas verdes. Cogió una y la arrojó con toda su fuerza contra la cerda parda. La fruta hizo ¡paff! en la cruz del animal y la hembra emitió un ¡jonk!.

—¡Eh! —exclamó Preciosa.

¡Paff-jonk! El niño miró a Preciosa, refunfuñó en silencio y cogió otra manzana. ¡Paff-jonk!

—¿Por qué haces esto?

¡Paff-jonk!

—¿Has oído? Mi mamá dijo lo mismo cuando le di en la barriga.

—¿Sí?

—Y ahora ésta —dijo Jokey mientras cogía una manzana— es una piedra. Escucha.

La lanzó.

¡Chaff-jo-o-o-onk!

Preciosa quedó impresionada. Sus ojos se abrieron mucho, y dio un paso atrás.

—¡Eh, mira por dónde vas, estúpida!

El niño corrió hacia Preciosa, la cogió rudamente por el bíceps izquierdo y la echó contra la valla. La pequeña gritó y se frotó el brazo…, para limpiar la mugre, y mucho más indignada que espantada. Jokey no le prestó atención.

—Tú y tus pies brillantes —gruñó. Estaba sobre una rodilla, buscando a tientas dos ramitas escondidas en el suelo y separadas veinte centímetros—. ¡Podías haberlos aplastado!

Preciosa, con la atención centrada en sus zapatos nuevos, estaba repasando uno de ellos. Abrillantó la punta, los pulidos lados, y poco a poco la complacencia volvió a la niña.

—¿Qué?

Con las ramitas, Jokey apartó la tierra y, una a una, destapó a las cinco minúsculas, desnudas y ciegas criaturas que yacían enterradas allí. Apenas medían dos centímetros, y tenían arrugadas patitas y movedizos hocicos. Se retorcían. También había hormigas. Hormigas muy atareadas.

—¿Qué son?

—Ratones, estúpida —dijo Jokey—. Crías de ratón. Los encontré en el granero.

—¿Cómo han llegado aquí?

—Yo los traje.

—¿Cuánto tiempo han estado aquí?

—Cuatro días más o menos —dijo Jokey mientras los ocultaba de nuevo—. Duran mucho.

—¿Sabe tu madre que estos ratones están aquí?

—No, y será mejor que no digas nada, ¿oyes?

—¿Te azotaría tu madre?

—¿Ella?

La palabra brotó en forma de incrédula burla.

—¿Y tu padre?

—Ah, supongo que a él le gustaría zumbarme. Pero no tiene ninguna posibilidad. Mamá tendría un ataque.

—¿Quieres decir que se pondría furiosa con él?

—No, estúpida. Un ataque. Ya sabes, arañazos al aire y espuma en la boca, y todo eso. Se cae al suelo y se retuerce.

El niño lanzó una risita.

—Pero… ¿por qué?

—Bueno, es la única forma de manejar a papá, supongo. Él siempre quiere hacer algo conmigo. Pero no le deja, así que yo puedo hacer lo que me dé la gana.

—¿Y qué haces?

—Eres muy chafardera.

—No creo que puedas hacer cualquier cosa, apestoso.

—Ah, ¿no? —La cara de Jokey se enrojeció.

—¡No, no puedes! Hablas mucho, pero no sabes hacer nada.

El niño se acercó a ella y le echó el aliento en la cara, como hace el hombre de la barba desgreñada al vaquero de buen aspecto atado a los barriles de dinamita en las películas de los sábados.

—No puedo, ¿eh?

Preciosa no cedió terreno.

—¡De acuerdo, ya que eres tan listo, veamos qué ibas a hacer con esa moneda!

De forma asombrosa, Jokey se avergonzó.

—Te reirías —dijo.

—No, no me reiría —repuso ella sinceramente. Dio un paso al frente, abrió mucho los ojos, meneó la cabeza de tal modo que sus dorados rizos se agitaron y añadió con voz dulce—: De verdad que no me reiría, Jokey…

—Bueno… —dijo él, y se volvió hacia la pocilga.

La cochina de color tostado estaba frotando su lomo en la valla y gruñía quedamente. Les dispensó una breve mirada de sus ojos bordeados de rojo y continuó con sus pensamientos.

Jokey y Preciosa se alzaron sobre la buhardilla más baja y contemplaron el amplio lomo de la cerda.

—¿No se lo dirás a nadie? —preguntó el niño.

—Claro que no.

—Bueno, vale. Ahora, escucha. ¿Has visto alguna vez una hucha con forma de cerdo?

—Claro que sí —dijo Preciosa.

—¿Muy grande?

—Bueno, tengo una así de grande.

—Bah, eso no es nada.

—Y mi amiga Gladys tiene una así de grande.

—Puaf.

—Bueno —dijo Preciosa—, en la ciudad, en unos grandes almacenes, vi una así de grande.

Y separó sus manos casi un metro.

—Ésa es bastante grande —admitió Jokey—. Ahora te enseñaré algo grande de verdad. —Y mirando a la cerda de color tostado, dijo muy serio—. Eres una hucha.

La cochina dejó de frotarse contra la valla. Quedó totalmente inmóvil. La pelusa de sus costados desapareció. Era dura y reluciente, tan reluciente como los sólidos zapatos de la niña. En medio del ancho lomo había una ranura…, o había estado allí siempre, por lo que Preciosa sabía. Jokey sacó una caliente y sudada moneda y la dejo caer por la ranura.

Hubo un rebote lejano, vítreo, un «clic» en un espacio hueco, el interior de la cerda.

La señora Purney salió al porche y se dejó caer en una mecedora de mimbre con un suspiro de fatiga.

—Son revoltosos, ¿verdad? —dijo la señora Brent.

—No lo sabe usted bien —gimió la señora Purney.

Las cejas de la señora Brent se alzaron.

—Preciosa es un modelo de conducta. Eso opina su maestra. No fue fácil conseguirlo.

—Sí, es una niña muy buena. Pero mi Joachim…, tiene talento, ¿sabe? Por eso es un niño tan difícil.

—¿A qué se refiere? ¿Qué sabe hacer?

—Cualquier cosa —dijo la señora Purney tras una ligera vacilación.

La señora Brent la miró, vio que los cansados ojos estaban cerrados e hizo un gesto de indiferencia. Así se sentía mejor. ¿Por qué las madres insistían siempre en que sus hijos eran mejores que los demás?

—Pues mire, mi Preciosa —explicó—, y no se lo digo porque sea mi hija, mi Preciosa toca muy bien el piano para una niña de su edad. Caramba, ya va por el tercer libro y aún no ha cumplido ocho años.

—Jokey no toca el piano —dijo la señora Purney, sin abrir los ojos—. Estoy segura de que podría hacerlo si quisiera.

La señora Brent comprendió que podía tratarse de un alarde muy inclusivo y, muy sensata, se abstuvo de comentar más pormenores. Adoptó otra táctica.

—¿No le parece, señora Purney, que mostrando firmeza es fácil que un niño sea obediente y educado?

La señora Purney abrió por fin los ojos, y miró con aire de preocupación a la señora Brent.

—Un niño debe querer a sus padres.

—¡Oh, naturalmente! —dijo sonriente la señora Brent—. Pero estas ideas modernas de rodear a un niño de amor y libertad hasta el punto de convertirlo en un tirano… ¡Bueno! ¡No soporto eso! Naturalmente no me refiero a Joachim —se apresuró a añadir, dulcemente—. Es una «preciosidad» de niño, con franqueza…

—Hay que darle todo lo que pide —murmuró la señora Purney, en tono muy extraño, con furia y como si recitara las palabras—. Hay que tenerlo contento.

—Debe quererlo mucho —espetó cruelmente la señora Brent, resuelta de pronto a provocar alguna reacción en aquella débil e indulgente criatura.

Y obtuvo lo que deseaba.

—Lo odio —dijo la señora Purney.

Había vuelto a cerrar los ojos, y estaba casi risueña, como si pronunciar esas palabras fuera algo largo tiempo anhelado. Después se irguió de repente, con sus claros ojos muy abiertos, se cogió el labio inferior y lo retorció hacia un lado en un gesto absurdo.

—No quería decir eso —se explicó, casi jadeante. Se precipitó hacia la otra mujer y vociferó—: ¡No hablaba en serio! ¡No se lo diga al niño! Nos hará cosas. Aflojará las vigas de la casa mientras dormimos. Convertirá el desayuno en serpientes y ranas, y hará aparecer otra vez esa bocaza con dientes en la puerta del horno. ¡No se lo diga! ¡No se lo diga!

La señora Brent, sobresaltadísima y sin entender una palabra de todo esto, extendió instintivamente las manos y abrazó a la otra mujer.

—Puedo hacer muchas cosas —dijo Jokey—. Puedo hacer cualquier cosa.

—Caramba —exclamó la sorprendida Preciosa sin dejar de mirar la hucha de porcelana—. ¿Qué piensas hacer ahora?

—No lo sé. Dejaré que vuelva a ser un cerdo, supongo.

—¿Puedes convertirlo otra vez en cerdo?

—No tengo que hacerlo, estúpida. Será un cerdo sin ayuda. En cuanto yo me olvide de la hucha.

—¿Siempre pasa eso?

—No. Si reventara esa hucha tan vieja, tardaría más, y el cerdo estaría chafado cuando volviera a ser un animal. Lleno de tripas y sangre —agregó con una risita tonta—. Una vez hice eso con un ternero.

—Caramba —dijo Preciosa, todavía con los ojos desorbitados—. Cuando seas mayor podrás hacer todo lo que quieras.

—Sí. —Jokey estaba complacido—. Pero puedo hacer todo lo que quiero ahora mismo. —Su frente se arrugó—. Aunque a veces no sé qué voy a hacer después.

—Lo sabrás cuando seas mayor —dijo ella, muy convencida.

—Oh, claro. Tendré una casa en la ciudad, miraré por las ventanas y transformaré personas en patos, serpientes y otras cosas. Haré moscas tan grandes como halcones, o como caballos, y las soltaré en las escuelas. Derribaré los edificios viejos y despachurraré a la gente.

Cogió una manzana verde y la lanzó con precisión hacia la cerda parda.

—Oh, y no tendrás que hacer prácticas de piano, ni escuchar a las maestras —dijo Preciosa, entusiasmada por las posibilidades—. Caramba ni siquiera tendrás que… ¡Oh!

—¿Qué pasa?

—Ese escarabajo. Los odio.

—Sólo es un ciervo volante —dijo Jokey con aires de superioridad—. Fíjate. Voy a enseñarte algo.

Sacó una caja de cerillas y encendió una. Sostuvo al escarabajo con sus sucios dedos y acercó la llama a la cabeza del animal. Preciosa observó con gran atención hasta que la criatura dejó de retorcerse.

—Esos bichos me asustan —dijo cuando el niño se levantó.

—Eres una cobardica.

—No es verdad.

—Sí, es verdad. Todas las niñas son unas cobardicas.

—Y tú eres un marrano y apestas —dijo Preciosa.

Jokey se acercó rápidamente a la pocilga y cogió un buen puñado de la porquería que había junto al comedero. Por entre sus piernas, Jokey lanzó la mugre hacia la niña con un amplio gesto de su mano, de tal modo que el barro salpicó a Preciosa en los hombros y la parte delantera del vestido, y un gran y húmedo grumo cayó en la punta de su reluciente zapato izquierdo.

—¿Y ahora quién es una marrana? ¿Quién apesta ahora? —cantó el niño.

Preciosa alzó su falda y la contempló con horror y asco al mismo tiempo. Sus ojos se llenaron de lágrimas de ira. Sollozante, se lanzó contra Jokey. Lo abofeteó con la torpeza de una niña, como si le diera manotazos en los hombros. Lo abofeteó de nuevo.

—¡Eh! ¿A quién estás pegando? —exclamo Jokey, asombrado. Retrocedió y de pronto sonrió maliciosamente—. Ya te ajustaré las cuentas.

Y desapareció sin decir nada más.

Lloriqueando a causa de la furia y el asco, Preciosa cogió un puñado de hierba y empezó a limpiarse el zapato.

Algo se movió en su campo visual. La niña miró, chilló y retrocedió. Era un enorme ciervo volante, de tamaño tres veces superior al normal, y se arrastraba velozmente hacia ella.

Otro escarabajo, o quizás el mismo, salió al encuentro de la niña en el rincón.

Con sus sólidos y relucientes zapatos negros, Preciosa pisó al del rincón, con tanta fuerza que la pantorrilla estuvo doliéndole y picándole durante la siguiente media hora.

Los hombres habían vuelto cuando la niña regresó a la casa. El señor Brent había estado inspeccionando las cercas del señor Purney. Nadie se acordó de Jokey antes de la partida. La señora Purney tenía un aspecto abatido y asustado, y pareció alegrarse de que la otra mujer se marchara antes de que Jokey se presentara para cenar.

Preciosa no dijo nada cuando le preguntaron por qué iba tan sucia, y dadas las circunstancias, la señora Brent creyó preferible no hacer demasiadas preguntas.

En el coche, la señora Brent comentó con su esposo que pensaba que Jokey acabaría volviendo loca a la señora Purney.

Ella misma estuvo a punto de volverse loca, la mañana siguiente, cuando apareció Jokey. Casi entero.

Era sorprendente, sí, cuántos restos de escarabajo habían quedado pegados al sólido zapato negro. Y cuando llegó el momento, los restos se transformaron en lo que el matrimonio encontró debajo de la cama de su hija.

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